martes, 20 de marzo de 2018

El juego de las apariencias




En mi juventud los noviazgos se hacían eternos, generalmente porque los jóvenes se ennoviaban a muy temprana edad. Mi caso fue muy distinto, pues no tuve novia, según el concepto de la época ─una relación fija, estable y formal─, hasta los veinticuatro.

Por aquel entonces andaba yo muy corto de dinero. Me acababa de independizar ─vivía en un piso compartido con otros tres amigos de la Facultad─ y la beca que cobraba del entonces Ministerio de Educación y Ciencia justo me alcanzaba para cubrir los gastos más elementales. Lucia, mi novia, todavía andaba más apurada que yo. Estudiaba Psicología en la autónoma y complementaba la mísera paga que le daban en casa dando clases particulares de latín a una niña de cuarto de bachillerato. Así las cosas, solo podíamos salir los fines de semana, y toda nuestra diversión consistía en ir al cine y merendar unos bocadillos los sábados y pasear los domingos.

Los sábados resultaban muy entretenidos ─a los dos nos encantaba el séptimo arte e íbamos siempre a las sesiones continuas de cines de barrio─, pero las tardes de los domingos eran bastante tediosas. Nos pateábamos el centro de la ciudad hasta que nuestros pies reclamaban a gritos un descanso. Entonces entrábamos en un bar y pasábamos el resto de la tarde con una única consumición para cada uno, charlando de esto y de aquello hasta la hora de despedirnos.

Cuando hacía buen tiempo hacíamos un extra y nos permitíamos el lujo de cambiar el interior de un bar por una terraza en Las Ramblas, esa arteria barcelonesa repleta de personajes de lo más variopinto. Una vez aposentados de cara a los paseantes, nuestro divertimento preferido consistía en observarlos y conjeturar cómo eran sus vidas. De hecho, fue Lucía quien instauró ese juego. Era muy observadora y a mí me divertía ver cómo justificaba sus deducciones. Pero por mucha psicología que quisiera practicar resultaba muy peregrino sacar cualquier conclusión sin entablar conversación con los observados.

Un día del mes de junio se sentó a dos mesas de distancia de donde estábamos acomodados, una pareja un tanto desigual, ella una rubia platino de buen ver, al estilo Marilyn Monroe, y él un sesentón y elegante hombre de negocios ─según convinimos─, mofletudo, de tripa abultada y pelo canoso y escaso, con cara de pocos amigos.

─Esos dos están de morros ─afirmó categóricamente Laura, a lo que no puse ninguna objeción por lo evidente que resultaba.
─Ella es su amante y él ha descubierto que le es infiel con un tío mucho más joven ─añadí, para animar el juego.
─Y él le está pidiendo, o más bien exigiendo, que abandone de inmediato a su gigoló, con la amenaza de no aflojar más la pasta si no se comporta como es debido, como una amante fiel ─remató ella.

De hecho, las miradas que intercambiaban aquellos dos denotaban a las claras desavenencia y enfado. Teníamos, pues, un conflicto a primera vista. Aunque aguzamos el oído todo lo posible, la algarabía reinante al aire libre nos impedía entender lo que se decían y la lectura de los labios no era nuestro fuerte.

En un momento dado, ella se levantó con tal ímpetu que hizo tambalear la mesa. El vaso del hombre volcó y a punto estuvo de derramar el rojo y líquido elemento ─un Martini Rosso, sin duda─ sobre su regazo. Este se apartó veloz, no fuera a mancharle el traje, y ante el desplante de la rubia, masculló algo seguramente insultante porque ella se giró y oímos un alto y claro “que te den”. Todas las cabezas se giraron hacia quien había proferido tal vulgaridad, pero la interfecta ya se alejaba Ramblas abajo contoneándose dentro de una estrecha falda de tubo y sobre unos zapatos con tacón de aguja.

Pero este no habría sido más que un hecho anecdótico aislado si a la semana siguiente no hubiera aparecido de nuevo la mujer rubia platino, pero esta vez acompañada por un hombre bastante más joven que ella. Por fortuna para nosotros, tomaron asiento justo en la mesa de al lado, de modo que la proximidad tenía que facilitarnos la tarea de espionaje y satisfacer nuestra malsana curiosidad.

─Ella tendrá unos cuarenta y… cinco y él unos treinta y… dos ─afirmó Lucía, que eso de calcular las edades se le daba mucho mejor que a mí.
─O sea, que es su gigoló ─afirmé complaciente.
─¿Y cómo es que vienen aquí, donde podría verlos el vejestorio barrigudo de la semana pasada? ─apuntó certeramente mi novia.
─Pues porque ya se lo deben haber cargado ─rematé riendo mi propia broma.
─Pues no te rías, que puede que tengas razón.

Me quedé boquiabierto ante la tranquilidad con la que Lucía había afirmado aquella macabra posibilidad e iba a decir algo, no sé bien qué, cuando el camarero, el mismo de la semana anterior, se interpuso entre nuestras mesas y les preguntó qué iban a tomar. A ella la saludó como si fuera una vieja conocida, no así al guaperas, al que ni siquiera se molestó en mirar.

Por mucho que inclinara mi cuerpo para acortar distancias, no logré oír lo que decían. Incluso el codo en el que me apuntalaba resbaló del apoyabrazos, dándome una sacudida que intenté disimular como pude. Hablaban casi en susurros y el ruido ambiente solo me permitía captar palabras sueltas.

─A ella se la ve satisfecha, pero él…
─Se deja querer ─completé la frase de Lucía.
─No, no. Lo que iba a decir es que a él hay algo que le desagrada, pues se le ve incómodo.
─Igual se habrán enfadado. A lo mejor él le ha pedido algún capricho y ella ya empieza a estar harta de tanto aflojar la mosca.
─¿Y qué habrá sido del que le pagaba a ella las facturas y, de paso, las alegrías de ambos?
─Pues lo que dijiste antes, se lo habrán cepillado ─dije para seguirle el juego.
─Ya sé lo que he dicho, pero ¿cargarse a la gallina de los huevos de oro? ¿Quién correrá ahora con los gastos y caprichos de estos dos?

Y así transcurrió aquella tarde veraniega al aire libre, construyendo una historia lo más rocambolesca posible sobre los líos amorosos y planes criminales de nuestros vecinos de mesa, hasta que nos dimos cuenta de que estos acababan de ahuecar el ala y el camarero estaba recogiendo la mesa que habían dejado vacía. Observamos cómo este, mientras la limpiaba y se guardaba la propina en la cartuchera, dirigía su mirada a lo lejos meneando la cabeza en señal de desaprobación. Seguimos instintivamente su mirada y todavía pudimos distinguir a la pareja de amantes andando lentamente y muy pegados, como dos tortolitos. Fuera lo que fuese que en un principio había incomodado al joven, a la vista estaba que ya no le importaba en absoluto.

Como reacción al suspiro de resignación del camarero, Lucía se atrevió a abordarle.

─¿Conoce usted a esos dos? ─le preguntó sin miramientos.
─¿Qué si les conozco, dice usted? En realidad, a quien conozco muy bien es al señor Sampedro, con el que suele venir esa rubia despampanante. A ella solo de vista y desde hace unos meses. Pero a ese fulano que va hoy con ella solo le he visto un par de veces por el barrio. Es un vividor. Ya me entiende, ¿no?

Y ante la mirada de interrogación de Lucía, le dije, guiñándole un ojo:

─Lo que suponíamos, cariño.

La semana siguiente, la compañía telefónica debió incrementar notablemente sus ingresos a nuestra costa, pues Lucía y yo pasamos largas horas pegados al teléfono ─en aquella época una llamada de Barcelona a Sant Cugat, donde ella vivía, era facturada casi como una conferencia a larga distancia─ discutiendo la historia que habíamos colegido alrededor de aquellos tres personajes. Yo hubiera dado el tema por zanjado, nunca he sido amante de los chismorreos, pero debo reconocer que el asunto me intrigada, aunque no tanto como a ella, que insistía en que algo muy turbio había detrás de aquellos dos tortolitos: la Mata Hari y el American Gigolo, como ya los había bautizado.

Mi querida Lucía estaba convencida de que aquellos dos habían asesinado al amante de ella para quedarse con todo su dinero. Llegó a montar tal historia que casi llegó a convencerme. Pero si lo habían matado, alguien tendría que saber de la muerte de aquel tal Sampedro, y el camarero nos habló de él como si todavía estuviera vivo. Si lo habían liquidado en su casa y dejado allí su cadáver, los vecinos deberían haber detectado un hedor nauseabundo, después de tantos días de haberlo dejado fiambre. Claro que podían haberlo hecho desaparecer, lanzando el cuerpo al mar o a un vertedero, por poner solo dos ejemplos.

Lucía, testaruda como una mula, insistió en que teníamos que hacer algo para hallar pruebas del asesinato para poderlo denunciar a la policía. Y el primer paso consistía en personarnos en el domicilio del presunto finado, cuya dirección nos había facilitado el amable camarero que tan bien dijo conocer al maduro hombre de negocios, que resultó ser, según nuestro improvisado confidente, un acomodado joyero retirado.

─Nos presentamos en casa del joyero y si nos abre él la puerta, cosa altamente improbable, soltamos cualquier excusa, damos media vuelta y lo dejamos correr, ¿vale? ─me propuso Lucía, sin darme la oportunidad de oponerme, cuando, el sábado siguiente, llevábamos más de una hora sentados en la misma terraza de las Ramblas sin que ninguno de los sospechosos ni el señor Sampedro, solo o con su rubia amante, hubieran hecho acto de presencia.
─Pero mujer… ─fue todo lo que me atreví a decir para intentar disuadirla.
─¿Es que no lo ves? Si no han venido es porque, tal como presumía, el joyero está muerto, y esos dos tortolitos ya tienen lo que querían y se han dado el piro.
─¿Y qué ganaremos llamando a la puerta de un difunto, si se puede saber? ─se me ocurrió soltar aun dudando de la efectividad de mi lógica reflexión.
─Pues alertar a los vecinos. Si el viejo verde ese no contesta, llamamos a otra puerta, o a las que hagan falta, preguntando por él, argumentando que nos extraña su silencio, y si todos dicen no haberle visto en días, insinuaremos que algo malo puede haberle ocurrido y ¡zas!
─¿Y ¡zas! qué?
─Pues que a la gente le gusta meter las narices en la vida de los demás y les encanta el morbo, y en cuanto huelan a desgracia se movilizarán y llamarán a los municipales, y ahí es donde entramos nosotros dando nuestra versión de los hechos.
─Sí, eso de que a la gente les gusta meterse en la vida de los demás, ya lo veo recalqué con retintín.
─¿Qué insinúas? Que conste que yo solo lo hago por el bien de ese pobre hombre.
─¿Ahora es un pobre hombre? ¿Ya no es un viejo verde?

Ya no abrí más la boca ─no fuera que mi psicóloga favorita llevara una psicópata camuflada bajo la piel, viendo la mirada asesina que me dirigió─ hasta que, tras el cuarto timbrazo, nadie contestó a nuestra llamada.

─Oye, ¿y si nos largamos? ─manifesté como último e infructuoso recurso.
─¡Pero qué dices! Ni hablar. Tenemos que seguir con nuestro plan ─ahora resultaba que era nuestro plan─ llamando a la puerta de al lado. Venga, llama.
─¿Quién, yo?

Pero cuando me disponía a seguir las indicaciones de mi querida y persuasiva novia, oímos unos pasos apresurados que se acercaban a la puerta y cómo una voz femenina preguntaba:

─¿Quién es?

Lucía y yo intercambiamos una mirada de asombro y de duda. ¿Una mujer? ¿Sería la rubia? ¿Y ahora qué? Pero antes de que pudiera articular palabra, Lucía se me adelantó.

─Ejem, perdone, pero estamos buscando al señor Sampedro. Se trata de algo muy importante ─yo no podía creer que estuviera pasando lo que estaba pasando.

Y tras un ruido que parecía que estuvieran descorriendo los cerrojos de una mazmorra medieval, la puerta se entreabrió y apareció la cara interrogante y de pocos amigos de la rubia platino que, con el cabello revuelto como si acabara de levantarse de la cama o de pelearse con alguien, nos preguntó qué era eso tan importante que…

Y antes de que terminara su pregunta, Lucía abrió la puerta de un empujón, haciendo perder el equilibrio a la Marilyn de pacotilla, y se introdujo en el piso en penumbra, ante las airadas protestas de la susodicha, que nos amenazaba con llamar a la policía.

─¿Dónde está el señor Sampedro, eh? ¿Qué han hecho con él? ¿Dónde han metido al cadáver?

Yo seguía en el umbral de la puerta, petrificado. No sabía si salir huyendo y dejar a mi pareja en manos de unos asesinos, o de la policía, o cargar también con las consecuencias de cualquiera de las dos posibilidades, como acto de amor e inmerecida solidaridad.

Acto seguido, todo se precipitó en cuestión de segundos. Vi cómo Lucía se paraba a los pocos metros de haber recorrido el largo pasillo que partía del recibidor, giraba a la derecha sobre sus talones y abría impetuosamente una puerta, de la que surgió un haz de luz que la deslumbró. A continuación, todo fueron gritos, voces de dos hombres, y de dos mujeres. Las mujeres que chillaban eran la rubia platino, que agarraba a Lucía por los pelos, y la propia Lucía, pero no de dolor sino de la sorpresa mayúscula que se llevó al ver en la cama, como Dios los trajo al mundo, al supuestamente asesinado Sampedro y al joven gigoló.

Y tanto jaleo por un ménage à trois.



Imagen obtenida de internet



viernes, 9 de marzo de 2018

El donante




Quién me iba a decir que mi altruismo, cuando atendí a aquella joven, me llevaría a la situación en la que me encuentro. “¿Quiere registrarse como donante de órganos?”, me preguntó en la entrada del hospital donde acababan de ingresar a un amigo.

Siempre que surgía el tema, no dudaba en declararme totalmente a favor de donar mis órganos una vez ya no me fueran de utilidad. Nunca entendí esa reticencia de algunos a ceder los órganos de su ser querido cuando, recientemente fallecido, el personal sanitario les interroga sobre esa posibilidad. ¿Cómo pueden negarse a algo que puede salvar la vida de otra persona?

Y esta creencia fue lo que me impulsó a rellenar esa hoja que tan amablemente me tendió aquella chica rubia y de ojos azules que, al despedirse, se deshizo en halagos y agradecimientos por mi generosa contribución.

Tan pronto como llegué a casa y se lo conté a mi mujer, esta me reprochó mi insensatez. “Ahora te tienen fichado como donante de órganos. ¿Quién te dice que un día no irán a por ti? Imagínate por un momento que un millonario necesita de pronto un trasplante y, viendo la escasez de órganos, ofrece una gran suma de dinero para que le consigan el que necesita y ahí estás tú para obsequiárselo generosamente”.

Si bien en un primer momento me quedé helado ante esa posibilidad, deseché de inmediato tal disparate, más propio de una película de terror que de la vida real. Incluso acabé riéndome y ridiculizando sus exagerados temores. ¡Siempre tan suspicaz y malpensada! Entre los argumentos para rebatir su suposición, le dije que no sabían mi grupo sanguíneo, ni mi Rh, ni nada que les indicara mi idoneidad y compatibilidad como donante. Solo había facilitado mi identidad, domicilio y poco más, y lo único que iba a recibir, a cambio, era una tarjeta cuyos datos, según me había asegurado aquella chica rubia y de ojos azules, no podían ser consultados por nadie. Era un puro trámite que solo servía para identificarme como donante en caso de accidente. Mi mujer, nada convencida, insistió en que mi información pasaría a engrosar una base de datos que sirve para buscar, entre todos los donantes registrados, el que pueda ser compatible con un determinado receptor. Para quitar importancia al asunto le dije que en nuestro país actualmente todos somos donantes de órganos a menos que hayamos dejado constancia en vida de nuestra oposición. Ella, a su vez, argumentó que no hacía falta anticiparse y formar parte de ninguna base de datos ─y dale con la dichosa base de datos─, que cuando uno de los dos falleciera, el otro ya se encargaría de dar su consentimiento a un posible trasplante, algo que, por otra parte, ya habíamos comentado en más de una ocasión. “Porque, a pesar de lo que dices sobre que todos somos donantes por ley, a la hora de la verdad, me consta que siempre preguntan a los familiares. Parece que estés pidiendo a gritos que te capturen y te diseccionen cuando todavía gozas de buena salud. ¿Acaso no has oído hablar del tráfico de órganos? Mira a los pobres niños de la calle en Brasil”, sentenció, enfurruñada.

Y ahí quedó la cosa hasta que, al cabo de una semana, recibí por correo electrónico un cuestionario para rellenar, una especie de últimas voluntades para que ratificaba mi deseo de, llegado el momento, donar todos mis órganos. Solo tenía que descargarlo, imprimirlo, rellenarlo, firmarlo y devolverlo escaneado. Aunque me extrañó, pues nada me había dicho de esto aquella chica rubia y de ojos azules, todo parecía muy normal, un simple trámite, como decía el correo, para poder recibir la tarjeta, hasta que al final del cuestionario encontré unas casillas, de obligada cumplimentación, según indicaba un asterisco rojo, en las que debía introducir mi grupo sanguíneo y mi factor Rh. Con el bolígrafo en alto, me quedé unos segundos dudando si seguir o no. ¿Por qué no?, me dije. ¿Acaso cuando uno es donante de sangre no forma parte de un registro en el que seguramente constan estos datos? Así que, sin dudarlo más, acabé de rellenar el documento y lo devolví firmado al remitente, una Asociación para la promoción de la donación de órganos.

¿Por qué lo haría? ¿Por qué firmaría y enviaría el maldito documento? El caso es que nunca en mi vida me he arrepentido tanto de hacer algo como lo que hice aquel maldito día. Y todo por culpa de mi temeraria ingenuidad.

Pasaron unas semanas después de haber recibido la tarjeta de donante, y casi me había olvidado del tema, cuando un día, al salir del trabajo, vi algo que me llamó poderosamente la atención. Durante todo el trayecto hasta la estación del metro, dos individuos, de aspecto un tanto sospechoso, no dejaron de seguirme, para desaparecer una vez alcancé el andén. Respiré, mucho más tranquilo, pensando que había sido una confusión por mi parte. Pero en el interior del vagón, otros dos, con el mismo aspecto de sabuesos, no me perdieron de vista hasta que llegué a la parada de destino. Debían haberse turnado en mi seguimiento para no despertar sospechas, pero resultaba evidente que venían tras de mí. Cada vez que les miraba, disimulaban dirigiendo la vista hacia otro lado o hablando entre sí. Uno sacó un periódico del bolsillo de su abrigo, lo desdobló y empezó a leerlo, o debería decir que fingía leerlo pues no dejaba de observarme por el borde superior. Todo un clásico del cine policíaco, algo muy visto y más propio de un detective torpe o primerizo. Cuando me apeé también lo hicieron ellos, pero desaparecieron entre el gentío. Volví a sentir alivio, llegando a creer que todo había sido fruto de mi imaginación o de una casualidad. Pero cuando estaba a punto de entrar en el portal de mi edificio, vi a otro individuo en la esquina más próxima, observándome y anotando algo en un pequeño bloc de notas. Entonces lo tuve claro: todo aquel seguimiento tenía por finalidad comprobar que los datos que les había facilitado sobre mi lugar de trabajo y mi domicilio habitual eran correctos. De este modo sabían dónde localizarme. ¡Mi mujer tenía razón! Aun así, quise convencerme de que ello podía obedecer a un exceso de celo por parte de la Asociación, pero otro tanto sucedió el siguiente fin de semana, siendo nuevamente objeto de un seguimiento exhaustivo. Allí donde íbamos mi mujer y yo, había siempre un retén formado por dos sujetos atentos a nuestros movimientos y costumbres. Ahora también sabían dónde tenía mi segunda residencia y cuáles eran mis movimientos en todo momento. De este modo, en cuanto necesitaran de “mis servicios”, sabrían dónde hallarme, de día y de noche, durante los días laborables y los festivos.

Este burdo espionaje se repetía a diario, supongo que para cerciorarse de que no cambiaba de hábitos. Fue entonces cuando puse en práctica un plan de distracción, simplemente para tocarles las narices. Cambié la ruta de casa al trabajo y viceversa. Sabrían donde vivía y donde trabajaba, pero si tenían que sorprenderme y raptarme durante el camino a uno u otro lugar, lo tendrían crudo. El recorrido se parecía más a una gincana. Jugaba al despiste con ellos. Entraba en un mercado concurrido y me confundía con la abundante clientela, saliendo por otra puerta; accedía a una estación de metro, pero salía por otra boca de acceso. Incluso llegué a entrar en una iglesia y salir por un patio adyacente a la sacristía. Parecía emular al fugitivo o a Robert Langdon, el famoso personaje de Dan Brown, siempre huyendo de sus perseguidores. Con estas tretas llegaba mucho más tarde a casa y al trabajo y cada vez tenía que inventar una excusa para que mi mujer no se preocupara, pues no se había percatado de nada, y para mi jefe y compañeros, que ya empezaban a estar mosqueados.

Pero la situación empeoraba cuando salíamos juntos de compras, a cenar o al cine. Si tomábamos el transporte público, siempre veía caras amenazadoras en todas partes. Si íbamos en coche, siempre mirando por el espejo retrovisor y cambiando constantemente de vía. En cuanto creía ver un vehículo que me seguía, giraba bruscamente por la primera bocacalle, a veces incluso derrapando, como en las persecuciones de las películas policíacas. Mi mujer, alarmada, acabó exigiéndome una explicación. Y no tuve más remedio que dársela. Aún recuerdo sus sonoras carcajadas y sus palabras tan pronto como pudo serenarse. Tras mi estupor inicial, fui entonces yo quien se echó a reír de forma incontenible, con unos lagrimones resbalando por mis mejillas de pura y desmedida hilaridad. Esos supuestos perseguidores eran empleados de una agencia de detectives a la que ella había recurrido para que me vigilaran y protegieran pues estaba convencida de que algún día sufriría un secuestro para vaciarme por dentro y servir como donante a la fuerza. Le estaba costando una buena pasta, pero prefería quedarse tranquila. Además, le habían hecho un precio especial por la continuidad de un servicio que se preveía perpetuo. 

Tuvo que transcurrir un mes para poderla convencer de que desistiera y cancelara el contrato con la agencia de detectives. Ninguno de los dos teníamos nada que temer. Todo era una pura y simple paranoia. Y así nos olvidamos del asunto.

Pero unos días después, a la salida del cine, nos percatamos que un par de individuos nos seguían hasta el parking, donde habían aparcado su coche a pocas plazas de distancia del nuestro. No nos perdieron de vista en todo el trayecto hasta llegar a casa. Una vez hubimos aparcado y nos encontrábamos en el portal, les vimos de nuevo detenidos enfrente, observándonos desde el interior de su vehículo, y cuando nos acercamos para verles la cara y preguntarles por qué nos estaban siguiendo, el conductor pisó el acelerador a fondo y el coche salió disparado perdiéndose en la oscuridad. Mi mujer y yo nos miramos, estupefactos primero y horrorizados después. ¿Quiénes eran esos individuos? Seguro que no eran de la agencia de detectives. Y si …

Pusimos a la venta el piso y el apartamento y empezamos a buscar una nueva residencia. También me despedí del trabajo esperando encontrar un nuevo empleo. Pero, entretanto, esos secuaces no me dejaban tranquilo ni a sol ni a sombra. Allí donde fuera, los tenía siempre pisándome los talones. Llamé a esa Asociación promotora de la donación de órganos, pero me contestaron diciendo que el número al que llamaba era particular y no correspondía a ninguna Asociación. No existía ninguna web con ese nombre y la dirección de correo electrónico desde la que me enviaron el cuestionario me daba error de envío. Así pues, los temores de mi mujer, que me parecieron tan ridículos, se habían hecho realidad. Estaba expuesto a que cualquier día acabaran conmigo. Fuimos a la policía y no dieron crédito a nuestras sospechas, y sin más datos ni pruebas no podían hacer nada. Creo que nos tomaron por unos chiflados.

Hasta que aquello no se resolviera y todo volviera a la normalidad, mi mujer se fue a vivir con su hermana. No quería ponerla en peligro. A pesar de su insistencia para que la acompañara, decidí quedarme en casa. Era a mí a quien querían y si me mudaba sabrían, de todos modos, mi nuevo paradero. Así que me quedé solo. No podía dormir pensando que en cualquier momento me convertiría en su presa. Cualquier ruido me sobresaltaba. Acabé comprándome un arma en el mercado negro y dormía con ella bajo la almohada. Pero, si quisieran, podrían entrar sin que yo les oyera y anestesiarme con un spray, me decía. Quería ser valiente y plantarles cara, pero estaba acojonado.

Por si eso fuera poco, esta tarde he oído por televisión que a uno de los hombres más ricos del país le han diagnosticado un cáncer de hígado y solo le podría salvar un trasplante, y que, al parecer, hay una larga lista de espera. En todas las cadenas han dado la noticia. ¿Seríamos compatibles? ¿Cuánto tiempo transcurriría hasta que me dieran caza? Me extrañaba no saber nada de mi mujer. De haberse enterado de ello, me habría llamado. Al ver que no lo hacía, he decidido llamarla yo para tantearla y tranquilizarla, pero no he hallado mi móvil. He pensado que o bien lo había perdido o me lo habían robado. ¿Pero dónde? Entonces he recordado que este mediodía, al salir del restaurante donde últimamente suelo almorzar, he tropezado con un chico que iba muy apresurado. Debe haber sido él quien me lo ha sustraído. Quería ir a comprar uno nuevo, pues no podía estar incomunicado y la línea fija podía estar intervenida. Pero ya era muy tarde y todas las tiendas debían estar cerradas. Mañana saldré a comprarme uno barato, me he dicho.

Había anochecido y llevaba toda la tarde mirando la calle desde la ventana, amparado por la oscuridad del salón. Llovía a cántaros. La visión no era muy buena. Todos los coches que aparcaban o se detenían frente al edificio me parecían sospechosos. Hasta entonces, todos los que se habían apeado de ellos eran conocidos del barrio o pasaban de largo. Solo uno me produjo desconfianza. Iba cubierto con un impermeable color caqui. Parecía que se dirigía hacia nuestro portal, pero se ha refugiado bajo la cornisa de la planta baja y le he perdido de vista. Aun así, lo tenía todo bajo control. El arma me daba cierta seguridad. Si alguien entraba y me atacaba, le repelería. Sería en defensa propia, aunque no tuviera permiso de armas. Me detendrían, pero un abogado encontraría la forma de que me aplicaran un atenuante. Ataque de pánico, por ejemplo. Cuando todo se aclarase, seguro que me acabarían soltando.

De pronto, he oído un leve crujido de la puerta y unos pasos ligeros que se acercaban por el corredor. El corazón me ha dado un vuelco y los pelos de la nuca se me han erizado. He comprendido que había llegado el temido momento. Tengo que ser valiente, no debe temblarme el pulso, me he dicho. He amartillado el revólver y he apuntado hacia la entrada al salón. La cortina y la oscuridad del pasillo no me dejaban ver al intruso, porque solo era uno, de eso estaba seguro, lo cual me daba una cierta ventaja. Jugaba a mi favor el factor sorpresa. Una mano ha apartado bruscamente la cortina. He disparado, una, dos, tres, cuatro veces. El intruso se ha desplomado sin emitir quejido alguno. He abierto la luz sin dejar de apuntarle. Llevaba un impermeable color caqui con la capucha puesta. Se la he retirado para verle la cara. No me lo podía creer.

En el Instituto Anatómico Forense un policía me ha conducido, esposado, hasta la sala de autopsias para proceder al reconocimiento del cadáver. “Una pura formalidad”, me ha dicho. Al abrirse la puerta corredera, se me ha acercado el médico encargado de la autopsia. “¿Por qué una autopsia, si se sabe cómo murió?”, le he preguntado. “Tenemos que certificar la causa de la muerte y, de paso, comprobar si hay algún órgano vital que no haya sido dañado. Aparentemente, el disparo mortal ha sido el que ha impactado en el corazón, los demás han afectado al abdomen, así que el resto de órganos vitales podrían estar intactos o en buen estado”. A estas palabras le ha seguido la pregunta que me temía: “¿Sabe si su mujer quería donar sus órganos?”


Ahora estoy en comisaría prestando declaración. Me enseñan un teléfono móvil. Parece el suyo. Acceden a sus mensajes entrantes y me muestran el último. “Tengo que confesarte algo muy importante. Estoy en casa. No tardes, por favor”. Yo soy el remitente. Me enseñan otro móvil, que dicen haber hallado bajo mi cama mientras procedían a registrar nuestro piso. Lo reconozco. Es el mío. Y el último mensaje enviado es el que acabo de leer en el de mi mujer, a la que he descerrajado hace solo unas horas cuatro disparos a quemarropa.

Su hermana no da crédito a lo ocurrido. No se imaginaba lo que le esperaba a mi mujer cuando la vio marchar precipitadamente y le dejó su impermeable para que no se mojara. Yo soy el único acusado, el único culpable. Me preguntan por el móvil del crimen. Yo ahora solo pienso que su grupo sanguíneo O negativo la califica de donante universal.

¿Sabía todo esto la chica rubia y de ojos azules?