lunes, 27 de abril de 2020

¿Qué ha sido de Alicia?



Después de leer El exorcista, de Peter Blatty, empecé a creer en las posesiones demoníacas. Se convirtió en mi materia de conversación preferida, provocando la hilaridad de mis amigos, hasta que, hartos de tanta estupidez —como así lo calificaron—, me prohibieron volver a sacar el tema a colación.
Yo, que siempre me había tenido por una persona sensata, me estaba obsesionando con lo que mis amigos consideraban supercherías de vieja. Harto de su desdén, aparqué por un tiempo ese interés, al menos públicamente.

Y en esta historia, como en muchas otras, hay un antes y un después. El antes se acabó aquí. El después empezó cuando apareció Alicia.
Puede resultar cursi, pero fue amor a primera vista. La vi acodada en una esquina de la barra. Su aspecto me cautivó. Nos estuvimos observando a distancia un largo rato, yo hipnotizado y ella provocativa. Parecía que me desnudaba con su mirada. Me sentí intimidado. Yo, que me tenía por un conquistador, me vi, de pronto, como un adolescente inseguro. Nunca había contemplado una belleza tan singular en mi vida. ¿De dónde había salido esa mujer? ¿Sería una conocida de Gustavo, el anfitrión de la fiesta que había organizado con motivo de su cumpleaños?
Fue ella quien tomó la iniciativa, acercándose y susurrándole algo al oído de mi amigo. Gustavo dirigió de inmediato su mirada hacia mí y, sonriente, vino presuroso con ella prácticamente colgada de su brazo.
—Javier, te presento a Alicia…, bueno, a Alicia.
—Encantado —le dije sin poder evadir el poder mágico de su mirada. Ojos verdes y rasgados, labios carnosos y sensuales, tez pálida y pecosa como la de una niña. Todo ello engalanado con una larga cabellera rojiza y ondulada, formando un conjunto fascinante.
Tras unos momentos de mutismo y vacilación, que se me hicieron eternos —qué pensará de mí, me dije—, empezaron las presentaciones.
Alicia conocía a Gustavo de una fiesta. Como ambos habían acudido sin acompañante, acabaron emparejándose.
—Era una fiesta organizada por el Club de Polo y no conocíamos a nadie de los allí presentes, yo porque era nueva en la ciudad y él porque acababa de hacerse socio y su acompañante le había dejado plantado a última hora.

No pude resistirme a sus encantos. Pero el flechazo fue mutuo. Al cabo de unas semanas ya vivíamos juntos, lo cual dio pie a que Gustavo, en plan guasón, me advirtiera: «Ojo con esa diablesa, que te arrastrará al infierno sin poder resistirte a sus poderes». Poderes o no, lo cierto es que no podía estar sin ella ni un solo momento. Era la mujer perfecta.
Al principio todo iba de maravilla. Nunca había sido tan feliz. Hasta que Gustavo metió la pata al mencionar mi afición —como la llamó— por lo demoníaco. De haber podido, le habría asestado un golpe de gracia allí mismo, por su indiscreción e impertinencia —¿qué opinión tendría Alicia de mí después de eso?—, sintiéndome como un niño ridiculizado públicamente por el profesor ante la chica más bonita de la clase.
Pero contrariamente a lo temido, Alicia reaccionó muy bien, afirmando que esas cosas no debían tomarse a la ligera. Ella creía en la existencia del mal, en sus distintas facetas, pero era un tema del que no solía hablar.
Desde ese instante, sin embargo, sintió un verdadero interés por “mi afición” y era ella la que sacaba a colación ese tema, interrogándome, queriendo saber lo que yo pensaba y sabía sobre las posesiones diabólicas. Su interés superaba el mío con creces y, a diferencia de mí, no sentía temor alguno. Todo lo contrario. Llegó a proponerme asistir a un exorcismo. Sabía de un sacerdote que los practicaba en secreto. Ella había estado presente en la última sesión y le había divertido. ¿Divertido? Por supuesto rehusé, cosa que pareció contrariarla.
—Sólo quiero que veas que es cierto —se justificó.
A partir de entonces, toda mi atracción por ella se trastocó en recelo al ver cómo me escrutaba mientras hablaba de las posesiones infernales, de cómo tenían lugar y quiénes eran más vulnerables, de lo que puede llegar a hacer el diablo en el cuerpo del poseso, algo que describió, ante mi estupor, como una experiencia inigualable. Sus ojos refulgían mientras hablaba. Su carácter cambió. Cuando hacíamos el amor parecía que era ella la poseída y, después, una vez relajada, se tumbaba a mi lado y me miraba de una forma extraña, con un rictus desagradable, casi demoníaco. Empecé a tenerle miedo.
Mis sueños se volvieron pesadillas, en las que ella adoptaba figuras extrañas, bailando a mi alrededor y arrastrándome hacia una gran hoguera. Al despertarme, angustiado y sudoroso, resonaba en mi cabeza la advertencia jocosa de Gustavo: «Ojo con la diablesa».

La pesadilla de hoy ha sido la peor, me ha parecido tan real… Me he despertado sobresaltado. Las sábanas estaban revueltas, pero no había ni rastro de Alicia. Solo permanecía en el ambiente su olor, pero esta vez con un vestigio acre. 
Sumido en la consternación, me he sentido, de pronto, raro, mareado. Me ha dado la sensación de que no era el de siempre. Al ir al baño para echarme agua a la cara, me he observado en el espejo y casi no me he reconocido. Los ojos, esa mirada no es la mía. Parece como si un extraño habitara en mí.
No sé nada de Alicia. Y, ahora que lo pienso, tampoco de Gustavo.




(900 palabras)






domingo, 19 de abril de 2020

Siempre quiso ser policía




—¿Y dice que siempre quiso ser policía?
—Desde que vio a su vecino del piso de enfrente, tendido en el suelo, degollado, saliéndole la sangre a borbotones. Tendría por aquel entonces unos diez u once años.
—¡Qué barbaridad! ¿Y eso le atrajo? Siendo tan niño, más bien debería haberle horrorizado.
—Pues a él no. Dijo que sería policía para atrapar a los asesinos. Y la sangre nunca le impresionó. De hecho, llegué a sugerirle que se hiciera médico, como yo, pero él quería ser policía sí o sí.
—Vaya, que lo tenía muy claro.
—Desde luego, y mire que tuvimos discusiones sobre esto. La última vez que hablamos de ello teníamos diecisiete años. Lo recuerdo porque poco después nuestras vidas tomaron rumbos muy distintos.

***

—Tanto los médicos como los policías salvan vidas, cada uno a su manera, Carlos. Mientras que los médicos lo hacen, a por lo menos lo intentan, cuando uno ya está a punto de pringarla, los policías evitan que la gente mate a gente. “Proteger y servir”, como dicen en las películas americanas.
—Creo que tienes una visión del tema un poco infantil, Joaquín. Ni que los policías fueran Superman. Y si ya ha habido un asesinato, como en el caso de aquel vecino tuyo, ¿qué? ¿Acaso alguien pudo evitarlo?
—Pues ahí viene lo bueno: descubrir al asesino, atraparlo y meterlo entre rejas. A los policías la muerte de un inocente los motiva para atrapar al culpable.
—¿De dónde has sacado tú eso? ¿De alguna película de policías? Atraparán al culpable si pueden. Los médicos pueden salvar la vida del que ha recibido un disparo o un navajazo, y está al borde de la muerte. El policía podrá, si tiene suerte, atrapar al culpable, pero el médico le habrá salvado la vida a ese inocente, que es lo que cuenta. ¿O no?
—Sí, vale, pero si la espicha, un médico solo se limita a dar el pésame a los familiares, mientras que el policía les da esperanzas, prometiéndoles que se hará justicia.
—A ti, desde luego, las películas de policías te han afectado, tío.
—Pero ¿tengo razón o no?
—Pues no sé qué decirte, tú todo lo ves de color de rosa. De todos modos, yo prefiero ser médico.
—Claro, porque tú eres un miedica.

***

Han pasado algo más de treinta años desde esa conversación de adolescentes y Joaquín es inspector de policía, mientras que Carlos trabaja como cirujano en un reputado hospital de la capital.
Desde que sus vidas anduvieron por derroteros distintos, uno presentándose a las oposiciones de la Policía Nacional y el otro matriculándose en la Facultad de Medicina, no se habían vuelto a ver. No solo dejaron de compartir gustos e inquietudes, sino que, además, sus familias cambiaron de residencia: la de Joaquín se fue a vivir a un barrio más humilde, al no poder hacer frente al aumento del precio del alquiler, y la de Carlos se mudó a una urbanización de alto nivel, a un adosado con jardín y piscina. Así pues, la distancia, tanto física como social, que les separaba, los mantuvo tan alejados que perdieron la pista y el interés el uno por el otro.
Pero del mismo modo que lo que sube, baja, lo que al principio separa, luego puede volver a unir. Y hoy, precisamente, las vidas de esos dos amigos de la infancia se han vuelto a cruzar, aunque no en el lugar y por el motivo que ambos habrían preferido. Joaquín ha ingresado en urgencias con varias heridas de arma blanca en el pecho que no presagian nada bueno. Ahora está en la mesa de operaciones. El cirujano que intentará salvarle la vida no es otro que Carlos.

***

—Pues eso sí que es casualidad, doctor. Después de tantos años y se vuelven a encontrar en estas circunstancias tan..., especiales.
—Una puñetera y desgraciada casualidad, desde luego. Y ahora me toca demostrarle para lo que servimos los médicos en casos como este. Como se me muera en la mesa de operaciones, no me lo voy a perdonar, aunque él no me lo pueda reprochar. Succione, Carmen, no se me distraiga. ¡Matilde!, ¿cómo están sus constantes vitales?
—De momento se mantienen, doctor.


***

—¿No me reconoces?
—Pues no. ¿Debería?
—Tú eres Joaquín Tudela, ¿verdad? Y eres inspector de la Policía Nacional, ¿correcto?
—Pues…, sí, pero…
—La verdad es que yo tampoco te habría reconocido. Con esa barba y esos pelos... Y además ¡han pasado tantos años! Pero he visto tus credenciales entre tu ropa y entonces he sabido quién eras.
—¿Y usted es…?
—Coño, Joaquín, que yo no he cambiado tanto. Soy Carlos, Carlos Barrientos.
—¡Joder, Carlitos! Así que has llegado a ser médico.
—Y tú inspector de policía.
—¿Cómo lo sabes? Ah, claro, mi identificación.
—Y gracias a tu placa, esa herida de ahí, en tu costado izquierdo, no ha sido mortal. Impidió que el cabrón que te ha hecho esto te clavara el cuchillo más profundamente. No sé de qué estará hecha, pero ha sido tu salvación. Los otros navajazos eran profundos, pero no han afectado, por fortuna, ningún órgano vital. Así que saldrás de esta.
—Mira por dónde he ido a parar a tus manos, ¿eh, doctor?
—Suerte que has tenido. Así que inspector, ¿eh?
—Pues sí, chico. No ha sido un camino de rosas, pero, salvo casos como este, ha valido la pena.
—Y ahora, después de tantos años, nos encontramos gracias a nuestras profesiones. Aunque me habría gustado que hubiera sido en otras circunstancias más agradables.
—Desde luego. Cosas extrañas de la vida.
—¿Y quién ha sido el hijo de puta que te ha cosido a navajazos, si se puede saber?
—¡Bah!, gajes del oficio. Ya estoy acostumbrado. Lo de hoy ha sido mala suerte. Ese malnacido me ha pillado desprevenido.
—¿Y qué ha sido de tu vida, aparte de llegar a inspector?
—Pues me casé y tengo dos hijos, un chico y una chica. Y ¿sabes qué?, que los dos quieren ser policías, ¿no te jode?
—Pero ¿por qué dices eso? Siempre quisiste ser policía para defender a los buenos y atrapar a los malos. Deberías estar satisfecho de que tus hijos quieran seguir tu ejemplo.
—Sí, sí, pero lo mío es como ser torero. Una vez has visto la muerte de cerca, no se lo deseas a nadie, y menos a tus hijos. ¿Y tú qué? ¿Qué me cuentas? ¿Estás casado o sigues siendo tan mojigato con las mujeres?
—Me casé, pero enviudé hace cosa de dos años.
—Vaya, sí que lo siento. ¿Y tienes hijos?
 —Sí, un chico de dieciocho años.
—¿Y también quiere seguir tus pasos?
—¡Qué va! ¿Ese, médico? Qué más quisiera yo. No sé qué voy a hacer con él. Desde que murió su madre…
—Ya veo. Los típicos problemas de la adolescencia. Bueno, ya se sabe, esta juventud de hoy…
—Ojalá fueran las típicas desavenencias entre padre e hijo. Pero bueno, no quiero molestarte más, ahora necesitas descansar.
—Oye, Carlos, si necesitas algo, no sé…, un consejo, que hable con él, lo que sea, solo tienes que decírmelo. Se me da bien tratar con los chavales “conflictivos”, últimamente no hago otra cosa.  Recuerda mi lema: “proteger y servir”.
—Vale, ya hablaremos, pero primero tienes que ponerte bien.
—¡Qué cosas tiene la vida! Mira por dónde, mi amigo Carlitos, el miedica, me ha acabado salvando la vida.
—Tampoco es para tanto. Cualquier otro cirujano habría hecho lo mismo.
—¡Qué va! Seguro que tú me has remendado mejor. Si cuando éramos unos críos, alguien me lo hubiera dicho, no le habría creído.

***

Lo que nadie le dirá a Joaquín, porque nadie lo sabe aún, es que esas graves heridas que le mantuvieron entre la vida y la muerte, se las infligió un joven yonqui de casa bien, durante una redada en el barrio chino. De momento, está en paradero desconocido. La policía lo está buscando. Y su padre también.



miércoles, 15 de abril de 2020

¿Quién soy?



Buena pregunta y difícil respuesta. Los que me conocen en persona tendrán disparidad de opiniones, como es lógico, aunque espero que todas sean buenas. Los que no me conocen personalmente, no tengo ni idea de lo que piensan de mí. Pueden estar acertados o no. No es que me quite el sueño conocer la opinión ajena, aunque siempre es gratificante saber que caes bien. Llevo muy mal las críticas negativas. ¡Qué le voy a hacer!

Yo me definiría como un buen tipo, agradable al trato, aunque bastante introvertido. O reservado. O tímido, No lo sé muy bien. No suelo abrirme fácilmente a los demás —se dice que los catalanes somos así, aunque cada vez creo menos en los encasillamientos—, sobre todo cuando estos son unos perfectos desconocidos.

Para los que solo me conocen por las redes sociales, sobre todo por mi cuenta en Facebook y mis dos blogs, “Retales de una vida”, aquí presente, y “Cuaderno de bitácora”, en el margen derecho, soy un tío que escribe relatos, con mayor o menor fortuna, y crónicas o artículos de opinión (qué bien queda esto) que, hablando en plata, no son más que críticas a todo lo que se me antoja y molesta. Los relatos de ficción van a parar a este blog en el que nos encontramos, y las rabietas como ciudadano de a pie van en el otro. Esto lo aclaro para quienes acaban de aterrizar aquí por primera vez. ¡Hola, bienvenido/as!

Y para todos los que me siguen, también soy aquel pelmazo que no para de intentar colarles su recopilación de relatos titulada “Irreal como la vida misma”. Por cierto, puedo prometer y prometo que nunca más hablaré de mi libro. ¡Ojo!, he prometido, no jurado.

Llegado a este punto, si no lo habéis hecho mucho antes, os preguntaréis si no me habré equivocado de blog, pues lo que os estoy contando no tiene nada de ficción, ni de crítica, ni evidente ni subliminal.

Pues no, no me he equivocado. Está hecho a posta y se debe a que mi persona, como bloguero, ha sido objeto, por parte de José María Almudévar, Chema para los amigos y propietario del blog "Bitácora de Macondo", de una entrevista a distancia en la que me ha tocado desnudarme —nada impúdico, que coste— ante cien preguntas más o menos de tipo personal.

Así pues, para los que les interese saber algo de mí o algo más de mí y no hayan tenido ocasión de leer otras entrevistas semejantes a las que me he prestado muy gustosamente, aquí tenéis el enlace al blog de Chema y a mi entrevista:


Espero que os haya gustado.

viernes, 3 de abril de 2020

Dicen...



Dicen que la arruga es bella. Eso solo lo dicen quienes todavía no tienen muchas. Yo ya soy muy vieja y las tengo en abundancia. De joven me aplicaba tantos potingues como me lo permitía mi bolsillo, de esos que prometen mantener la piel tersa y libre de manchas e imperfecciones. Mentiras y más mentiras. Y todo para vender productos e ilusiones. Los productos no, pero las ilusiones son baratas e incluso se regalan. Y las dos cosas pueden ser muy engañosas.
No me podía quejar, llevaba una buena vida y nada me faltaba. Pero llegó un momento, cuando la piel y el cuerpo entero empezaron a marchitarse, que el enojo, incluso la desesperación, hicieron tal mella en mí que no me dejaban vivir. Veía cómo mi vida social se iba diluyendo. Ya nadie admiraba públicamente mi belleza. Al final nadie me invitaría a sus fiestas. Ya no saldría en las portadas de las mejores revistas. Me volví intratable, malévola, ruin. Lo reconozco. Y ahora pago las consecuencias. Ahora soy más desgraciada que nunca. Me lo merezco. Y todo por no haber sabido aceptar lo irremediable.
He sobrevivido a marido e hijos. Alberto, mi marido, era diez años mayor que yo, lo cual justificaría que me llevara la delantera a la hora abandonar este mundo. Pero mis hijos, Enrique y Marta, pobrecillos, se fueron demasiado pronto. Los dos, casi a la vez, en tan solo pocas semanas de diferencia. Una enfermedad genética rara, lo llaman ahora; de nacimiento, dijeron entonces. Eso habría debido hacerme sospechar.
El caso es que aquí estoy, de pie, como quien dice, sufriendo las consecuencias de mi egoísmo, de mi insensatez, quizá de mi locura. Pero ¡quién me lo iba a decir! Los deseos de la mente no deberían contar. Los pactos imaginarios no tendrían que valer. La voluntad de una loca no debería hacerse realidad.
Hubo un momento en mi vida que habría vendido mi alma al diablo a cambio de la eterna juventud. Debió ser mi retorcida mente que me jugó una mala pasada. Debió ser que aquel libro* y su maldita ley de la atracción, que me obsesionó durante tanto tiempo, tenía razón y mi cerebro envió un mensaje equivocado al Universo.
Quien sea o lo que sea que me ha concedido el don de la eternidad me lo ha hecho pagar demasiado caro. Me ha dejado envejeciendo eternamente. No existe peor castigo.
Dicen que la arruga es bella, pero no es cierto. Quien me ve, tal como soy ahora, huye despavorido como si tuviera una enfermedad contagiosa. Me tratan como a una apestada, dicen que soy una bruja, un ser maléfico, demoníaco. Y quizá tengan razón. Pero es que se dicen tantas cosas…



* El secreto. Rhonda Byrne. 2006. Libro de autoayuda y motivación sobre el poder del pensamiento positivo, basado en la Ley de la atracción, y que defiende que nuestra voluntad puede lograr que los deseos se hagan realidad. La suerte y los accidentes no existen.