jueves, 12 de septiembre de 2013

Un día en la vida



José había aceptado ese trabajo porque no le quedaba otra opción. Hacía ya tiempo que se le había agotado el paro y los escasos ahorros ya habían tocado fondo. Recordaba con amargura aquellas palabras de su madre asegurándole que una carrera le abriría muchas puertas. A él se las había cerrado todas, por ahora. Pero eso no iba a durar mucho pues antes de pasar más penurias económicas estaba dispuesto a hacer lo que fuera.

Estar tras una barra de un bar de barrio era, para todo un licenciado como él, casi una humillación pero al menos le permitía dar rienda suelta a su natural extraversión. En poco tiempo había hecho muchos amigos, o al menos eso creía. Gente muy maja, currantes todos, que no tenían reparos en contarle sus penas y sus sueños. Y entre toda esa gente que a diario recalaba en ese modesto local destacaba, por su simpatía y desparpajo, Julián, un chico de su misma edad que se ganaba la vida “con lo que salía”, según sus propias palabras, y con el que conectó desde el primer momento.

Enseguida hicieron migas y se convirtió, de la noche a la mañana, en su amigo y confidente. Mismo estrato social, mismos gustos, mismas inquietudes aunque con distinta forma de enfocar su vida. Mientras José había sido siempre cauto y disciplinado, Julián era un remolino que quería tragarse el mundo en dos días y todo le parecía conseguible a corto plazo. “Sólo es cuestión de proponértelo”, le repetía.

Y el caso es que la propuesta que le había hecho días atrás no podía ser más tentadora y parecía pan comido. Julián le había asegurado que no tenía nada que temer, que todo estaba bien calculado. Lo único que José tenía que hacer era guardar por unos días “la mercancía” y llevarla luego donde él le indicara. Así de fácil. Él no podía hacerlo porque era una cara muy conocida para el destinatario del paquete y debía mantenerse en el anonimato.

José no sabía, ni quería saber de qué se trataba. Mejor así -le había dicho su amigo-, cuanto menos sepas mejor. Y él no estaba para hacer preguntas. Sí sabía, desde luego, que era algo ilegal pero tal como está el patio, pensaba, qué más da. ¿Drogas? No, eso no, le había asegurado Julián. Otra cosa, tú no te preocupes, ya te digo, cuanto menos sepas mejor, tranquilo. Y él estaba relativamente tranquilo. Necesitaba ese dinero. Quería ese dinero. Por un día en la vida en que se le presentaba una oportunidad como aquella, no podía desaprovecharla.

Y allí estaba al fin, con el paquete en el cajón de esa vieja cómoda de ese cuartucho de esa oscura pensión de ese no menos oscuro barrio de esa triste ciudad, esperando a entregarlo, de un momento a otro, en la dirección que Julián le indicaría.

Ahora, cuando ya era demasiado tarde para echarse atrás, José sentía una inesperada aprensión, casi remordimientos. Tanto dinero fácil no se gana así como así. Espero que todo salga bien y no me meta en un buen lío. Mis padres no están para verlo pero, aún así, no soportaría dar con mis huesos en la cárcel. ¿En qué estaría pensando cuando accedí? !Quién me ha visto y quién me ve! Pero ahora ya no hay marcha atrás, no me queda más remedio que apechugar. Que sea lo que Dios quiera.

Y en eso estaba José cuando llamaron a la puerta de su habitación.

-Hay un chico que pregunta por usté-, oyó que le decía la señora Engracia, la patrona.

Minutos después, Julián le dejaba solo con un papel en las manos donde, con una letra menuda y casi ilegible, alguien había anotado una dirección, la dirección a la que debía acudir raudo con el paquete.

No había advertido ninguna señal de preocupación, ni siquiera de tensión, en la mirada de Julián, tan sólo una sonrisa cómplice, y esa palmadita en la espalda al marcharse parecía indicarle que todo iba a salir bien. Así que ¿para qué preocuparse innecesariamente?

En menos de una hora había llegado a su destino. El lugar no podía ser más sórdido. La situación le recordaba una de esas películas en la que el poli bueno se adentra solo, sin protección alguna, en una de esas callejuelas apestosas donde se esconden esos peligrosos rufianes a quienes espera reducir en cuestión de segundos gracias al efecto sorpresa.

Pero no se trataba de ninguna película, estaba allí plantado delante de esa mugrienta puerta y llevaba ya casi un minuto desde que había tocado el timbre sin que nadie se dignara abrirla. Y entonces le sobresaltó una voz a sus espaldas, una voz conocida aunque con un tono distinto al habitual, una voz más grave y a la vez más lejana.

-¿Qué haces tú aquí? -fue todo lo que se le ocurrió preguntar al verle.
-¿No lo adivinas, verdad? –le contestó el otro desde las sombras.
-¿Cómo voy a saberlo? –volvió a preguntar cada vez más intrigado.
-Claro, cómo vas a saberlo si ni siquiera sabes quién soy realmente –le dijo Julián esta vez en un tono más condescendiente.
-¿Qué quieres decir con eso de que no sé quién eres realmente?
-¿Qué sabes de mí exactamente? Sólo sabes que aparecí de pronto, un buen día, y que conectamos enseguida. Siempre dijiste que nos parecíamos mucho, que te recordaba a ti. No sabes hasta qué punto somos iguales. Creía conocerte bien. Creí que superarías la prueba pero no ha sido así. Por desgracia, no has hecho caso a los consejos de tu pobre madre, o debería decir de nuestra pobre madre.

Al oír aquellas palabras a José le dio un vahído, todo empezó a girar en torno suyo, se le nubló la vista y hasta tuvo que apoyarse en la puerta, que seguía cerrada a cal y canto, para no desplomarse. Pero ¿qué le ocurría? Se sentía flotar, una sensación de ahogo le oprimía la garganta y el corazón parecía que le iba a estallar.

Tras unos segundos de profundas inspiraciones y espiraciones para relajarse, algo repuesto de ese desagradable trance, se dio la vuelta para enfrentarse a aquél o a aquello que le había provocado tal estado de angustia y vio, desconcertado, que no había nadie y que ese paquete que hasta hacía un momento había llevado en sus manos también había desaparecido.

Consternado por lo ocurrido, decidió volver raudo a la pensión y ponerse en contacto con Julián como fuera para que le explicara qué había significado todo aquel montaje. Apenas había cruzado el umbral de la pensión, la señora Engracia se le acercó decidida.

-Hace un momento que se ha marchao ese joven que vino esta mañana. ¿Acaso son hermanos? ¿No? Pues son igualicos. Bueno pues me ha dejao esto pa usté. Y extendiendo su regordeta mano le entregó un sobre.

José abrió el sobre para comprobar que sólo contenía una fotografía, en blanco y negro, vieja y cuarteada, una fotografía que hacía muchos años no veía. En ella estaba él, de niño, mirando fijamente a la cámara con cara de ingenuidad casi angelical. Y volteándola advirtió que había algo escrito al dorso, escrito con esa misma letra menuda y casi ilegible que había visto hacía escasas horas. Se acercó a la ventana para leer mejor esas pocas líneas, que decían así:

“Conserva la ilusión y la esperanza de cuando eras un niño
Puedes encontrar tu camino, sólo es cuestión de perseverar, y cuando lo hayas encontrado no dejes que nadie te desvíe de él
Ten fe en ti y sé fiel a tus convicciones
No escuches esos cantos de sirena que prometen una vida regalada sin esfuerzo alguno
Todavía estás a tiempo, no me decepciones”

Y por toda firma, dos palabras: Tu conciencia
Y como posdata: Has tenido suerte de que haya sido yo

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