sábado, 26 de octubre de 2013

Mein Kampf

A veces recordamos sucesos, lugares y personas, largo tiempo olvidados, sin saber muy bien por qué. Es como si nuestro subconsciente quisiera decirnos algo. Pero ¿qué? Muchas veces, esos sucesos, lugares y personas no han resultado ser, aparentemente, importantes en nuestra vida, sólo fueron parte de ese anecdotario que todos llevamos a cuestas. Entonces, ¿por qué vuelven a nuestra memoria? Alguna huella debieron dejar sin que nos diéramos cuenta. Un ejemplo quizá sea esta historia que, al recordarla, me ha hecho sonreír. ¡Qué tiempos aquellos!



El uniforme que vestía era el distintivo para que nuestros cuerpos se tensaran cada vez que la veíamos aparecer desde esa esquina y bajo ese viejo plátano donde a diario estábamos apostados tras salir de clase. Pero fue su aspecto “de alemana”, como decía Xavier, el que nos cautivó. Alta, con el cabello lacio y rubio hasta los hombros, de ojos azules y piel clara, andaba como si de una modelo se tratara y, con su silueta estilizada, pasaba a nuestro lado, mirando, como siempre, al frente y con los libros sujetos con ambos brazos contra su pecho, como si temiera que se los robaran, y aunque sabíamos que se sabía observada, nunca se habían cruzado nuestras miradas.

Lo primero que descubrimos era que iba a un colegio de monjas cercano, “el xalet”, sobrenombre con el que se conocía a la Casa Golferichs, un edificio modernista, con más aspecto de caserón que de chalé, convertido, durante la posguerra y hasta finales de los años sesenta, en un colegio religioso. Lo siguiente sería averiguar dónde vivía con tan sólo seguir sus pasos, cosa que, de sólo pensarlo, ya nos infundía una gran emoción. Seguirla, sabiéndose seguida, era todo un reto para nosotros, torpes aprendices de ligón. Lo que hubiera podido ser un abordaje claro y directo, cara a cara, eso sí, echándole morro, cosa de la que entonces carecíamos, tan tímidos como éramos, lo convertimos en un espionaje de lo más pueril.

Al poco de empezar a seguirla, debió percatarse de ello porque iba girándose de vez en cuando y nosotros, a cada giro de ella, jugábamos al despiste, entreteniéndonos con cualquier cosa que aparentemente nos llamara la atención, hasta que de pronto se detuvo y se giró desafiante. Yo hubiera seguido adelante, pasando por su lado como si nada pero Xavier, como si un resorte le hubiera catapultado, entró precipitadamente, y yo tras él, en la primera tienda que había a nuestro alcance y que resultó ser una librería. Una vez dentro, el dependiente, un señor de avanzada edad, nos preguntó qué deseábamos, a lo que mi amigo contestó, sin pensárselo dos veces: “¿tiene Mein Kampf?”. Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando. ¿Sería acaso una de esas revistas sobre el ejército alemán que tanto le gustaban? No sé qué hubiera dicho Xavier de haber entrado en una corsetería, por ejemplo, pero seguro que algo se le habría ocurrido.

No es que Xavier fuera un germanófilo consumado, pero sí sentía, por aquel entonces, un gran interés por todo lo alemán y, especialmente, lo relacionado con la segunda guerra mundial. Así que yo no podía ir muy errado en mi suposición.

Tan pronto como alcanzamos la calle, dejando al dependiente perplejo, no sé si por tal demanda o por cómo desaparecimos sin mediar explicación alguna, Xavier me dijo:

-Uf, ¡menos mal que hemos podido entrar en esa librería!

Yo iba a decirle que me había parecido una ridiculez haber actuado de ese modo pero me venció más mi curiosidad.

-Pero, ¿qué es eso que has pedido a ese hombre? –ya no recordaba el dichoso nombrecito.
-Le he preguntado si tenía Mein Kampf –contestó con la mayor naturalidad.
-Sí, eso ya lo sé pero ¿qué es? – repliqué un poco incómodo por mi ignorancia.
-Pues es un libro sobre la vida y la ideología de Hitler, escrito por él mismo.
-Y ¿qué significa el título? –le pregunté.
-Significa “Mi Lucha”.

Así que “Mi Lucha”. Yo también podría escribir un libro sobre mi vida amorosa titulado así –pensé.

En eso, nuestra chica había desaparecido y, nosotros, atribulados y derrotados, dimos media vuelta y nos encaminamos hacia nuestros respectivos hogares, aplazando para otra ocasión nuestro frustrado seguimiento. Desde aquel día, ella pasó a llamarse Mein Kampf. Ese sería, para nosotros, su nombre de guerra.

Así pues, ante ese fiasco, decidimos volver a probar fortuna al día siguiente. Habíamos decidido que, como primera aproximación a nuestro objetivo, un alto y claro “adiós”, sin calificativos, sería más que suficiente. Y así, en el momento crucial, los dos bobos en apuros atacaron de nuevo pero no logramos verbalizar nada. Parecíamos afectados por el mismo mal. Gemelos idénticos con atrofia cerebral que impedía el habla y hasta el raciocinio. Pasó ante nosotros como una exhalación y tal fue la frustración que sentimos por nuestra mayúscula ineptitud que, al unísono y casi sin pensarlo, nos propusimos enmendar de inmediato esa grave omisión y darnos una segunda oportunidad iniciando una carrera frenética alrededor de la manzana con el objetivo de alcanzarla de frente. Si corríamos lo más deprisa posible todavía podíamos cruzarnos con ella antes de que llegara a la siguiente esquina y, ahora sí, decirle ese adiós tan preciado para nuestra autoestima.

Corrimos como galgos y logramos por los pelos dar con ella pero lo que salió de nuestros labios no sabría cómo definirlo, ¿un sonido gutural tal vez?, ¿una espiración estertórea? ¿Una sibilancia asmática? Algo salió, desde luego, pero seguro que totalmente incomprensible puesto que ni nosotros mismos pudimos entender ese aborto fonético que salió de nuestras cuerdas vocales pues el fuelle en el que se habían convertido nuestros pulmones estaba al borde del colapso. Un aioooo podría ser lo más parecido a lo que logramos articular con gran esfuerzo.

Aparte de agotados físicamente, quedamos tan avergonzados por nuestra actuación, que decidimos desaparecer del mapa y refugiarnos, a partir de entonces, en otra esquina y bajo otro viejo plátano, para seguir compartiendo confidencias y penas. Si ese árbol, excoriado y aparentemente inmutable al paso del tiempo, hubiera podido articular algún sonido, éste hubiera sido sin duda una sonora carcajada por lo allí dicho y oído, día a día y minuto a minuto, por esos dos aprendices de adulto hasta que decidían abandonar esas interminables charlas para llegar a casa antes de que se hiciera demasiado tarde.

A Mein Kampf la volví a ver tres años más tarde. Fue unos días antes de una noche de Reyes. Fue mientras paseaba por la Gran Vía, junto a los puestos de juguetes, cuando me crucé con ella. Tampoco en esta ocasión se cruzaron nuestras miradas pero la reconocí de inmediato a pesar de lo que había cambiado. La reconocí por su figura, por su largo cabello áureo, por sus ojos de un azul celeste y por su forma cadenciosa de andar pues aquel cutis blanco, inmaculado y casi angelical estaba cubierto de las cicatrices típicas del acné, restándole ese atractivo que tanto nos había cautivado. Había cambiado; seguramente como nosotros. Incluso la mirada ya no parecía la misma, triste y perdida. E iba sola; como yo.

¿Por qué me acordaré ahora de ella?


6 comentarios:

  1. Qué bonita historia, Josep. Es cierto, a veces recuerdos como este que acabas de contar permanecen años, incluso décadas en algún rincón de la memoria y asoman en el momento más inesperado sin razón que lo justifique.
    Tal vez hagan eso para recordarnos lo que fuimos y ayudarnos a amar lo que somos.
    Un abrazo.

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    1. Bonita reflexión. Ya hace algún tiempo que dejo vagar la mente hacia rincones de mi pasado y, efectivamente, eso ayuda a conocerte y a aceptarte un poco más. Un abrazo.

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  2. Me has hecho recordar...

    Gracias Josep.

    Un beso.

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    1. Es bonito y, a veces, hasta productivo recordar, especialmente esos momentos que forman parte de nuestro crecimiento emocional. Otro beso.

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  3. Es curioso, sí, cómo nos llegan a veces recuerdos que parecen no venir a cuento... Pero debe haber algún resorte que los dispare.

    Un abrazo.

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    1. Bienvenidos sean mientras resulten agradables, aunque despierten una cierta nostalgia. Un abrazo.

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