Me siento tan a gusto así,
cómodamente sentado en mi sillón orejero, con un libro en las manos y bajo un
sepulcral silencio. Hasta que oigo sus pasos.
Al poco, noto su presencia
y, de reojo, advierto que me mira fijamente a los ojos esperando una reacción
por mi parte. Pero no deseo ser molestado, no ahora que me siento tan relajado.
Le ignoro pero él persiste en su actitud. Me observa con su típica mirada
interrogante, preguntándose por qué le rehúyo de esa forma. Y, aunque me duele,
yo sigo imperturbable. Espero que se canse y se vaya. Pero él sigue allí, inmóvil
como una estatua, esperando.
Hasta que, cuando comprende
que no voy a hacer ni decir nada, toma una decisión, la decisión que sospechaba,
la que últimamente suele tomar inevitablemente en idénticas circunstancias: la
de saltar a mi regazo. Y, apartando con el hocico el libro que sostengo, me
lame las manos y apoya su cabeza en mis piernas sin dejar de mirarme con esa
cara que lo dice todo. Y, al unísono, emitimos un profundo suspiro tras lo cual
ambos cerramos los ojos para abandonarnos a un profundo y dulce letargo.
Lo dan todo sin pedir nada a cambio. Tal solo, quizás, una caricia. Qué ejemplo tenemos en ellos.
ResponderEliminarAbundando en el tópico, son sin duda los mejores amigos del hombre (y de la mujer)
EliminarQue mejor manera que entrar en un pequeño letargo con alguien de la familia, aunque tenga cuatro patas y ladre.
ResponderEliminarMe ha gustado porque a ellos no les hace falta que digamos nada para darnos lo mejor de sí.
Saludos desde Tenerife, rondando por el ciberespacio voy conociendo cada día nuevos lugares, hoy le ha tocado el tuyo, con tu permiso sigo husmeando y cuando quieras quedas invitado.
Besos de gofio.
Bienvenida a este humilde blog. Me complace saberme leído pues aunque, como dije al principio, escribo por placer más que para complacer, siempre es grato que alguien aprecie lo que escribes. Acepto también tu amable invitación.
Eliminar