Desde que se jubiló o le jubilaron, como solía decir resignadamente, Armando pasaba casi el día entero en el bar de la equina, ese que siempre había visto al pasar camino del trabajo y que a las siete menos cuarto de la mañana ya abrigaba a un nutrido grupo de parroquianos.
Ahora era él quien veía pasar a los que se dirigían presurosos a la oficina o a la fábrica o donde fuera que pasaran su jornada laboral. Seguía levantándose muy temprano, no sabía a ciencia cierta si por el hábito adquirido tras tantos años de currante o porque a esa edad su reloj biológico se resistía a atrasar sus despertares y sus adormeceres, sus ritmos vitales.
Nunca se había fijado antes pero ese local conservaba el encanto de los viejos bares de su infancia, con esa barra de madera vieja que el camarero y dueño limpia constantemente con un paño húmedo, y probablemente sucio, y tras ella esos estantes repletos de botellas de todo tipo y tamaño, ese gran espejo en la pared que reduce la sensación de estrechez de ese pequeño bar de barrio y que devuelve el reflejo de los clientes que, de pie y apretujados, toman sus cafés, solos o con leche, con o sin bollería, antes de partir raudos hacia sus respectivos destinos.
Armando había convertido esa mesa de mármol y hierro forjado de la esquina junto al ventanal, en su mesa de trabajo, un trabajo en el que utilizaba sus dotes naturales de psicólogo y escritor. Le gustaba observar a la gente y forjarse una idea sobre su carácter y hábitos, y siempre había querido escribir algo distinto a esas actas e informes tan espantosamente aburridos y que fuera fruto de su pericia como conocedor de la conducta humana.
Así, cada día, invariablemente, tras tomarse un suculento desayuno a base de zumo de naranja natural, unos churritos recién hechos y una generosa taza de café con leche, cargadito de café, hazme el favor Fermín, y después de leer concienzudamente el periódico, algo que siempre había deseado hacer y no había podido por falta de tiempo, abría su bloc de notas –a él no le iba eso de los ordenadores- y se disponía a escribir sobre cualquier cosa que le llamara la atención.
Al principio, sólo escribía banalidades sobre la rutina diaria del bar y del barrio, como si de un diario se tratara, esperando la inspiración o la oportunidad de hallar un tema valedor de una buena historia. Se inventaba semblanzas sobre las personas que frecuentaban el local, personajes anónimos cuya apariencia, modales, conversaciones pilladas a traición y costumbres daban rienda suelta a su imaginación. Pero, por mucho que se esforzaba en desarrollar una historia a partir de aquellas observaciones, todo le resultaba falso y vacío, y seguía esperando el momento propicio para iniciar un verdadero relato o, quién sabe, incluso una novela.
Y un día llegó, por fin, el momento esperado con la aparición de un nuevo cliente que, como él, se convirtió en un asiduo del local y que, también como él, se sentaba siempre en la misma mesa pero en la esquina opuesta, junto a los servicios, como si quisiera pasar desapercibido.
Ese personaje, de su misma edad, aparecía todos los días a eso de las ocho cuando Amando ya había terminado su desayuno y se marchaba al mediodía y ya no volvía hasta la mañana siguiente, mientras que Armando cumplía un estricto horario de mañana y tarde, como si todavía estuviera en activo y el bar fuera la oficina.
Durante el tiempo en que el “barbudo”, como Armando le apodó a falta de un nombre real, permanecía en su mesa del rincón, se dedicaba a leer, primero el periódico, el mismo que leía Armando, por cierto, y luego un libro. Acabada esta actividad lectora, siempre a la misma hora, el barbudo se marchaba. Lo mismo todos los días, excepto los fines de semana y festivos.
A las pocas semanas de iniciada esa rutina, Armando había trazado ya un perfil de su vecino de bar: hombre educado, seguramente con carrera universitaria, muy culto a decir de sus lecturas, minucioso, ordenado y puntual, recién llegado al vecindario pues nunca antes le había visto y frecuentaba el bar desde hacía muy poco tiempo, soltero o viudo pues llevaba siempre el mismo traje y bastante arrugado y las camisas con el cuello y los puños gastados y con algún botón de menos.
Pero con eso no podía elaborar un relato interesante, debía intentar una aproximación, saber quién era, a qué se había dedicado en su vida laboral, dónde vivía, si vivía con alguien, y un largo etcétera que pudiera ilustrarle.
Se llamaba Fernando, estaba jubilado y era viudo. Tenía una hija, a la que veía los fines de semana, y había dedicado casi toda su vida a la diplomacia, lo que le había obligado a cambiar frecuentemente de lugar de residencia. Su gran ilusión era publicar sus memorias, pues había tenido una vida muy intensa e interesante, pero no se le daba muy bien eso de escribir y, además, dudaba mucho de que se las publicaran. Incluso había elegido el título: “Entre la niñez y la vejez”, por una frase que había leído sobre la vida y que le había gustado.
Armando, ávido por satisfacer su afán de escribir, se ofreció, sin pensarlo dos veces, a ser el autor de las memorias de su nuevo amigo, haciendo, de este modo, realidad los deseos de ambos. Lo de su publicación era harina de otro costal pero ya vería Armando el modo de conseguirlo. Ahora debían ponerse manos a la obra y elaborar una buena historia.
Varios fueron los meses que ocupó, a escritor y protagonista de esa obra biográfica, el arduo trabajo de plasmar en palabras una vida repleta de infortunios y de dichas, de bondades y de vilezas, de amores y de desamores, de vida y de muerte. Pero, a la postre, Armando había hecho un buen trabajo y, tras múltiples revisiones, lo dio por finalizado una de sus largas noches de insomnio.
A la mañana siguiente, un lunes de enero que nunca olvidará, Armando se encaminó, ilusionado y con paso decidido, al cuartel general en que se había convertido ese viejo bar de barrio, portando bajo el brazo el grueso manuscrito que cobijaba la vida de Fernando. Pero una vez pisó la entrada, la satisfacción y el orgullo que llevaba pintados en su cara, transmutaron en consternación y estupor al ver que donde debía haber la ruidosa clientela de cada mañana, no había más que un grupo de ancianos que, en silencio, mojaban unos bollos en un gran bol de café con leche mientras otros dormitaban a sus anchas.
Armando no podía dar crédito a lo que veía. Creyendo que, con las prisas y distraído como iba, se había equivocado de bar, volvió tras sus pasos para comprobar que no se trataba de un error, que estaba en el lugar donde había pasado los últimos meses y en el que había entablado amistad con Fernando. El rótulo era inequívoco: “Salón El Ocaso. Desayunos y servicio de bar”.
No logró hallar explicación alguna a lo ocurrido ni nadie le supo dar cuenta de lo que había sido de aquel bar añejo y acogedor en el que tantas horas de ocio, trabajo y tertulia había invertido, ni de ese Fernando al que intentaba describir a todo aquel que le escuchaba.
Cada vez que narraba esa extraña historia, sus compañeros y Fermín, su cuidador, le sonreían con una mezcla de simpatía y conmiseración, intercambiando miradas de complicidad unos y de aprensión otros.
Pasados varios meses desde aquel aciago e insólito suceso, Armando decidió que publicaría el libro por su cuenta y, para que fuera más creíble, le cambió el nombre al protagonista: se llamaría Armando, como él. Mejor aún, sería él. ¿Quién podría descubrir esa suplantación de identidad? Se haría famoso y nadie podría contradecir su historia, ni siquiera Fernando, si es que aparecía algún día.
Hace ya un año desde que tomara esa decisión y el manuscrito sigue en el mismo lugar, esperando a ser publicado: en el despacho del director de la residencia psiquiátrica, quien le había prometido hacer lo que pudiera.
Si, según la frase que tanto le gustó a Fernando, entre la niñez y la vejez hay un instante llamado vida, ésta había sido muy injusta con Armando. De no ser por esas crisis que le mantenían alejado del mundo real, su vida hubiera sido muy fructífera.
Para no perturbarle aun más, nadie le dijo a Armando que aquel recién llegado, de barba canosa, porte distinguido y con delirios de grandeza, con el que trabó amistad al poco de llegar, había fallecido meses atrás durante uno de los fines de semana que disfrutaba en casa de su hija.
Una gran historia y muy interesante desde el principio, con un final inesperado como suelen ser tus relatos.
ResponderEliminarSeguro que habrá alguna persona como Armando que cuando sus conocimientos adquiridos salen a flote, harán más o menos lo mismo.
Muy entretenidas tus letras como siempre Josep.
Un abrazo.
Muchas gracias Elda por tus comentarios siempre tan amables. Me alegro que sigas disfrutando de mis relatos. Siempre es gratificante saber que al otro lado del ciberespacio hay alguien a quien le gusta lo que escribes.
EliminarUn abrazo.