Nadie creía a Ángela cuando decía que su hija, de diez años, tenía poderes sobrenaturales. Primero se lo confesó al cura de la parroquia, luego al médico de la familia, finalmente a un parapsicólogo, y ahora ya lo sabía todo el vecindario. Nadie le hizo caso.
Cuando le preguntaban, no sabía describir en qué consistían tales poderes, sólo repetía que hacía “cosas raras” y que, cuando su hija hacía “esas cosas”, ella se encerraba en su dormitorio por miedo a que le hiciera algo malo. Temía a su hija y temía por su vida.
Viuda desde hacía ocho años, Ángela era una mujer solitaria, taciturna y algo excéntrica, así que los que la conocían acabaron tachándola de lunática y algunos, incluso, de demente.
Hasta que una mañana, tras varios días de inexplicable ausencia de madre e hija, la portera del inmueble, siempre ojo avizor, dio aviso a los municipales quienes, acompañados por un séquito de vecinos fisgones, entraron en su vivienda.
Tras escudriñar todo el apartamento, comprobaron que el caos reinaba por doquier, como si un huracán hubiera penetrado por las ventanas, y que restos de todo tipo de objetos se hallaban esparcidos por todos los rincones, pero ni rastro de sus vecinas. Lo más extraño era que nadie había oído nada, ni ruido de pelea ni gritos. Cuando ya se disponían a abandonar el lugar, uno de los integrantes de ese pelotón de reconocimiento vio que tras la puerta principal había una nota clavada, un nota manuscrita con un grafismo ininteligible para todos los allí presentes.
Una vez consultado un lingüista y traductor colaborador de la policía, éste dictaminó que aquella nota parecía escrita en arameo, por lo que debían consultar a un experto en esa lengua.
Enterado de este hecho, se presentó en las dependencias de la Policía Local el cura párroco a quien Ángela había acudido tiempo atrás y que, siendo un buen conocedor de esa lengua semítica, se ofreció para traducir la nota hallada en casa de sus feligresas.
El texto, escrito, según el anciano sacerdote, en arameo antiguo temprano, entre los siglos X y VIII a.C., decía así: “No quisisteis creer y he tenido que llevármela para que veáis lo que puedo hacer. Sólo la devolveré si sois capaces de encontrarme entre vosotros. Buscad y hallaréis, ¿no es esto lo que dicen vuestras escrituras?
¿Posesión infernal? ¿Locura? ¿Una broma de mal gusto? Cuando se personó de nuevo la autoridad competente, ahora miembros de la Policía Nacional, para registrar el piso en busca de algún indicio que hubiera pasado por alto a los funcionarios municipales, hallaron, debajo de la cama de lo que debía ser el dormitorio principal, un papel garabateado con trazos precipitados y que, después de una lectura cuidadosa, acabaron descifrando. En esta ocasión, la nota hallada parecía decir: “Viene a por mí. Creo que esta vez lo conseguirá, derribará la puerta y se me llevará. Que Dios me proteja”.
En el barrio, la historia corrió de boca en boca: “A la hija de Ángela, la peluquera, la había poseído el diablo y éste se ha llevado a madre e hija al infierno. Y por si fuera poco, el mismísimo demonio nos ha retado a desenmascararlo, pues dijo estar entre nosotros, sólo así devolverá a las pobres posesas”.
Como era de esperar, desde aquel momento, todos hacen cábalas para adivinar quién, entre ellos, es el maligno. Hasta en el bar del barrio se ha organizado una porra.
jajaja, me ha hecho gracia lo de la porra, como si fuera para el resultado de un partido de futbol.
ResponderEliminarTremenda historia, aunque me he quedado con ganas de más, seguro que habrá una segunda parte.
Como siempre muy entretenida la lectura.
Un abrazo Josep.
He querido darle un toque final de humor (negro) a esta historia de terror. Sí he pensado en una posible continuación pero lo dejo para cuando esté más inspirado.
ResponderEliminarUn abrazo y que pases un feliz fin de semana.