A la mañana siguiente de su llegada a Jaca, Andrés decidió ir primero al encuentro de Morales, en Biescas, y dejar la visita al padre Ángel para más tarde pues creía que aquél podía darle una información más directa y fiable que éste (ya se sabe lo reservados que son los curas). Así pues, en menos de media hora estaba ya en la dirección que le habían facilitado en el Ayuntamiento de Bielsa.
Andrés no podía salir de su asombro. Plantado frente al número 32 de la Rambla San Pedro, allí donde esperaba ver una casita de clase media, había una elegante casa de dos plantas y con un amplio jardín. Pensó que se había equivocado, pues aquello no podía salir del salario de un cabo de la Benemérita, por muy ahorrador que hubiera sido. Pero tras llamar al timbre, la figura del hombre que le abrió y que le inspeccionó de arriba abajo, con cara interrogativa, le retrotrajo, ipso facto, a aquel verano del 84 y a aquel lúgubre despacho del cabo Morales en Bielsa.
Tras presentarse, y con el mayor tacto posible, Andrés expuso el objeto de la visita a Morales, cuya cara se fue transmutando a medida que aquél avanzaba en sus explicaciones y razonamientos. De la condescendiente sonrisa inicial, su rostro fue adoptando una expresión cada vez más crispada e indignada, de modo que, en menos de media hora, Andrés volvía a estar en la calle y en el mismo punto de partida.
-¿Acaso se atreve a insinuar que falseé el informe oficial? –le contestó a voz en cuello cuando Andrés le preguntó si creía realmente que lo que decía sobre la causa de la muerte de María se ajustaba a la realidad.
-Esa mujer falleció accidentalmente a causa de un fuerte golpe en la nuca y no hubo otra explicación plausible. Estaba más claro que el agua –añadió, iracundo, cuando le insinuó si, a su juicio, no era posible otra explicación.
-Pero ¿usted está loco o qué? –le replicó, ante la sospecha de Andrés de que hubiera podido ser asesinada por la creencia de que la anciana era una bruja-. Eso no son más que supercherías de vieja. Lo que a usted le ocurre es que ha leído muchas historias fantásticas y tiene la cabeza llena de tonterías, ¡escritor tenía que ser! –acabó diciendo antes de invitarle a marchar.
Bueno, creo que he hecho la visita en balde, se dijo Andrés mientras se dirigía la salida. Pero, ya en la calle, cuando la puerta de aquella casa se cerró ante sus narices, vio en ella algo en lo que no había reparado cuando llamó al timbre y que le hizo pensar que no todo acababa allí: en lo alto de la puerta había grabada una cruz y un número: 2005. Pero eso no era todo, en el marco opuesto al del timbre, había un pequeño recuadro con una imagen en color del Sagrado Corazón.
Andrés no podía asegurar que aquel hombre hubiera ocultado un asesinato pero sí que, contrariamente a lo que había dado a entender, creía en lo que él mismo había calificado de supercherías.
Al llegar al hotel, lo primero que hizo fue buscar entre la bibliografía que había ido acumulando sobre brujería y, efectivamente, en uno de los artículos sobre creencias y supersticiones en los pueblos del Sobrarbe, halló lo que buscaba. En el capítulo dedicado a los amuletos, se incluían aquéllos que acababa de observar en la casa del exguardia civil.
El texto decía así: “En él (refiriéndose al pueblo de Ainsa), aparecen diversos tipos de signos protectores en las puertas de sus casas: vegetales, animales y cristianos” Y en el apartado dedicado a estos últimos, se detallaba: “Cruces grabadas en la madera de las puertas, con un recuadro, grabado también, debajo de la cruz, en el que pone el año de fabricación e instalación de la puerta en la entrada de la casa (…), detentes de hojalata, rectangulares, que tienen una representación polícroma del Sagrado Corazón de Jesús, clavados en la puerta…” (1)
Si ese hombre tenía en su casa dos de los reconocidos amuletos contra la brujería, es que creía en brujas y si creía en ellas bien podía haber creído que María lo era y por ello habría encubierto su asesinato, ofreciendo la versión del accidente. Y si ello era así, bien podría conocer la identidad del ejecutor. Sabía que aquello solo eran conjeturas pero, por lo menos, le indicaba que todavía no debía tirar la toalla y tenía que volver otro día, con el pretexto que fuera, a hablar con Morales. De momento, mientras no se le ocurría una excusa convincente para ello, iría a visitar al pare Ángel, si es que todavía estaba entre los vivos.
-El padre Ángel tiene Alzheimer -le dijo el portero de la residencia al preguntar por él-. Tiene ya ochenta y cinco años y hace dos que le diagnosticaron esta enfermedad. Tiene momentos lúcidos pero otros…-añadió con cara de circunstancias-. Pero pase, pase, que le acompaño al jardín, donde debe estar ahora mismo. No sé cómo le encontrará hoy pero puede intentar hablar con él, pero háblele alto, que el pobre ya no oye muy bien.
Una vez llegados al lugar, el portero le señaló con el dedo a un hombre que, sentado en un banco, de espaldas a la puerta que daba al jardín y vestido con sotana, parecía dormitar.
-¿Padre Ángel? –le dijo Andrés, inclinándose hacia aquel anciano para quedar a la altura de unos ojos acuosos que parecían no mirar a ninguna parte.
Andrés, sentándose a su lado, se esforzó para que el viejo cura entendiera y asimilara lo que le fue relatando, despacio y casi al oído, como si se estuviera confesando, con la esperanza de que aquél fuera uno de sus momentos receptivos. Sin embargo, la única reacción evidente que advirtió Andrés por parte del anciano, durante su largo discurso, fue alguna que otra mirada que le dirigía de soslayo como queriendo reconocer quién era aquel joven que, sentado en su mismo banco, le contaba todo aquello. Cuando, perdida toda esperanza de entendimiento, Andrés, puesto ya de pie, se disponía a abandonar el jardín, oyó que aquel hombre murmuraba algo así como: “Pobre María, que Dios la tenga en su seno. Yo no sabía nada. Lo supe después. Que Dios me perdone”.
Inútiles fueron los esfuerzos de Andrés para que el padre Ángel repitiera aquellas palabras, ni siquiera que volviera a conectar con la realidad. Se había ido de nuevo, estaba muy lejos, en su propio limbo, y por mucho que Andrés intentó que regresara, su mirada se había vuelto a extraviar, clavándose en la gravilla que pisaba sus pies.
¡El padre Ángel lo sabía! Sus palabras parecían indicar que María fue una víctima inocente y que, de algún modo, lo supo cuando, según había dicho, ya era demasiado tarde. Esas palabras eran, sin duda, fruto del arrepentimiento.
Así pues, de ser eso cierto, la historia daba un nuevo giro y la teoría de Andrés viraba hacia otro rumbo: María era una curandera pero, creyéndola bruja o por venganza por algún agravio, alguien acabó con ella. El cura, creyéndola también bruja, la hizo enterrar fuera de sagrado, pero si ahora decía saber, o eso daba a entender sus palabras, que no lo era y que, además, su muerte no fue accidental, ¿cómo y cuándo lo supo? La única respuesta que se le ocurría a Andrés era que el asesino, arrepentido, confesara su pecado al sacerdote, y éste, obligado por el secreto de confesión, tuvo que guardar silencio. Lo que no quedaba claro era el papel que jugó el cabo en toda esta historia, pero seguía sin descartar que estuviera, de un modo u otro, involucrado. Andrés tenía que volver a la carga, volvería a interrogar al cura, esperando una ocasión más favorable en que la lucidez regresara, aunque fugazmente, a su deteriorada mente y, esperando que aquel celador a quien había dado una generosa propina le llamara cuando tuviera indicios de ello, volvió al hotel para recapacitar sobre lo visto y oído y planificar su próximo movimiento.
Como suele suceder en las películas de intriga, Andrés buscó la ayuda de un viejo amigo periodista de investigación para que le consiguiera información de carácter privado y confidencial sobre Morales. Necesitaba investigar el pasado de ese hombre. Así, en menos de 48 horas, recibía un correo en el que, con el asunto “Cabo Morales”, su amigo pormenorizaba la información recabada. De la lectura de aquellas líneas, a Andrés le interesó sobremanera que Morales, casado con Luisa Rodríguez Ruiz y sin hijos, recibió, en agosto de 1984, una transferencia de diez millones de pesetas en una cuenta bancaria que entonces tenía, y seguía teniendo, en una oficina del Banco Popular de Jaca. El remitente de la misma fue un tal Feliciano Rodríguez Ruiz, titular de una cuenta en la sucursal de la Caja Rural Aragonesa en Bielsa. La casa donde ahora vivía Morales estaba a nombre de su esposa y que la mandó construir a principios del 2005, dos años antes de jubilarse. Que el tal Feliciano, agricultor, casado y padre de cinco hijos, abandonó el pueblo, con toda su familia, en 1985, instalándose en Barbastro. El matrimonio falleció en un accidente automovilístico hacía diez años cuando, al parecer, volvían de pasar un fin de semana en Ainsa, de donde era natural la mujer.
Así que, treinta años atrás, en aquel fatídico verano de 1984, un humilde cabo de la Guardia Civil recibió una importante suma de dinero, diez millones de pesetas de la época, de un hombre que, por sus apellidos, sin duda era su cuñado, quien al cabo de un año, se marchó con toda su familia del pueblo para no volver. Esto se estaba poniendo interesante.
Pasaron los días y Andrés iba desarrollando su historia en base a esas nuevas informaciones pero todavía no acababan de encajar todas las piezas del puzle. No sabía con qué excusa podía volver a visitar a Morales y aquel celador no llamaba. Hasta que, por fin, un día llamó. La alegría de Andrés al oír su voz se tornó en pesar cuando la misma voz le dijo que le llamaba para comunicarle que el padre Ángel había fallecido aquella misma noche. Sintió pesar por su muerte, desde luego, pero, por qué no reconocerlo, sobre todo por haber perdido la que parecía una oportunidad única para esclarecer ciertos hechos fundamentales. Pero tras el “cuánto lo siento” de rigor por su parte, la voz del celador, desde el otro extremo de la línea, le dejó sin palabras al añadir: “pero ha dejado una nota para usted”.
Aquella nota era una confesión en toda regla, una confesión hecha en un momento de claridad mental y de arrepentimiento. Sintiéndose morir, al viejo cura le sobrevino eso que algunos llaman la lucidez antes de la muerte inminente y pensó que, como ya nada le ligaba al secreto de confesión, qué mejor acto de contrición que revelarlo todo a aquel joven, que dijo llamarse Andrés, y que aquel día que fue a visitarle parecía realmente angustiado por conocer la verdad. Le dijo que volvería a verle. ¿Sería algún pariente de María?
Con la confesión del sacerdote escrita de su puño y letra, ahora sí que Andrés tenía motivos de sobra para hacerle una nueva visita a Morales y esperaba que, con lo que tenía en sus manos y la confesión que de aquél pudiera obtener, aunque fuera a base de chantaje, podría dar por zanjada la verdadera historia sobre la vida y la muerte de “María la bruja”. Eso sonaba bien como título para su novela.
CONTINUARÁ
(1) Puerto, José Luis. Signos protectores en las puertas del Pirineo Aragonés. Revista de Folklore. Fundación Joaquín Díaz. Nº 120. Año 1990, pp. 189-194.
¡Qué bien vas tejiendo la intriga, Josep Mª! Cuando creía que ya se desvelaba el misterio del asesinato, vuelves a dejar el suspense provocando deseos de volver a leer esta historia.
ResponderEliminarTe felicito por tu buena prosa.
Un abrazo.
Muchas gracias, Fanny, por tus amables comentarios. Es un placer contar con tu visita. Te adelanto que el siguiente episodio dará fin a esta mini-saga. Espero que no te decepcione el final.
EliminarUn abrazo.
Josep Mª, para seguir hablando de Tanka u otros temas literarios:
ResponderEliminarsinrimas@gmail.com
Un abrazo.
Muchas gracias por facilitarme tu correo. Prometo no abusar de tu amabilidad.
EliminarUn abrazo.
No te cortes, Josep Mª. Estaré encantada de comentar lo que quieras.
ResponderEliminarUn abrazo.
Genial la historia y lo interesante que está, pero más genial todavía tu forma de narrarlo, cada vez me gusta más como escribes y como permenorizas todos los detalles.
ResponderEliminarVendré a leer la última que ya veo que la tienes editada.
Mis felicitaciones y un abrazo.
Me alegra y me halaga (parece un juego de palabras) que te haya gustado y que tengas paciencia suficiente para leer estos episodios que, reconozco, me han salido bastante largos, pero es que no he podido evitar resumirlo pues las ideas se me agolpaban y cada vez que retocaba el texto aun lo alargaba más. Es que soy, de naturaleza, un poco "rollista".
EliminarEl último episodio de esta mini-saga ya lo publiqué el 30 de mayo, así que por ahí debe de andar. Quizá un hechizo lo ha hecho desaparecer!!!
Un abrazo.