domingo, 16 de noviembre de 2014

Tres relatos cortos de terror

La metamorfosis

 
Gregorio no solo tenía en común el nombre de pila del protagonista de la famosa novela de Kafka, trabajaba, como él, en el área textil, y, lo peor de todo, se estaba transformando, como su desgraciado tocayo, en un monstruoso insecto, solo que, en su caso, la metamorfosis era extremadamente lenta.

Pero ese día, un nuevo cambio hizo aparición y éste sí que podía suscitar sospechas entre sus amigos y compañeros de trabajo: en la boca se le había formado algo semejante a las mandíbulas esclerotizadas de los insectos que, con el paso de las horas, irían, sin duda, aumentando de tamaño.

Ese sería su último día de trabajo pues ya había llegado el temido momento en que esos horribles cambios se harían notorios y ya no podría ocultarlos. Se despediría con cualquier excusa y desaparecería para siempre.

Cuando entró en la empresa, saludó a la recepcionista con un ligero movimiento de cabeza y una sonrisa que más bien parecía una mueca de dolor reprimido. A Irene, su secretaria, la saludó con un “buenos días” que sonó ininteligible incluso para él y, una vez en su despacho, pulsó el intercomunicador para, con un gran esfuerzo de vocalización, decir: “Irene, que nadie me moleste y no me pase ninguna llamada”.

Cuando, por la tarde, Gregorio seguía sin dar señales de vida, Irene, preocupada, llamó a la puerta de su despacho y al no recibir respuesta, la abrió sigilosamente y se asomó para ver si a su jefe le había ocurrido algo malo.  Se internó en el despacho inusualmente oscuro y al abrir la luz observó, incrédula, que allí no había nadie.

Cuando se dio la vuelta para salir, vio lo que sus aterrorizados ojos se negaban a aceptar y solo pudo proferir un grito desgarrador que fue inmediatamente acallado por algo que, desde entonces, permanece encerrado tras aquella puerta que nadie se atreve a cruzar pues ya son cuatro los que lo han hecho y que siguen sin dar señales de vida.


Las pesadillas de Ernesto



Ernesto empezaba a estar realmente preocupado. Sus pesadillas eran cada vez más frecuentes, horribles y tremendamente reales y las últimas, significativamente reiterativas. Soñaba que era un zombi, un muerto viviente, uno de esos horribles y asquerosos seres de aquellas películas de terror que tanto le gustaban. Eso era, sin duda, culpa de la serie The Walking Dead que veía, desde hacía meses, sin haberse perdido ni uno solo de sus capítulos. Pero lo peor de todo era que las sensaciones que experimentaba en sueños se estaban trasladando a su vida diaria.

Desde que tenía aquellos sueños, sus apetencias y gustos habían sufrido un cambio notable: le apetecía comer carne cruda, cuando hasta hacía poco solo le gustaba bien hecha, y los olores que antes le resultaban nauseabundos, ahora le atraían como si de un perfume de alta cosmética se tratara. Su voz se había tornado extraña, como si sus cuerdas vocales emitieran un sonido de ultratumba.

Ante ello, decidió someterse a una revisión médica y quién mejor para que se la hiciera que Genaro, su buen amigo y endocrinólogo, pues no se atrevía a confesar estas anomalías a un perfecto desconocido que podría tacharle de lunático en el mejor de los casos.

Ya en la consulta de Genaro, mientras fingía leer una revista en la sala de espera, tuvo que reprimir unos brutales deseos de abalanzarse sobre aquella mujer entrada en carnes que no dejaba de observarle de refilón. ¿Intuiría sus inclinaciones antinaturales? Pero Ernesto se contuvo y se comportó con la mayor naturalidad posible.

No sabría decir en qué momento perdió el conocimiento. Solo recuerda que alguien aporreaba la puerta del despacho de su amigo y varias personas, al otro lado, gritaban a voz en cuello: doctor, doctor, ¿está usted bien? ¿Va todo bien ahí dentro?

Cuando Ernesto abandonó el lugar, había dejado tras de sí un vasto reguero de sangre y varios cuerpos mutilados.

Aquella noche fue la primera, desde hacía semanas, que no tuvo ninguna pesadilla.
 
 
Una muerte inesperada
 
 
-Está muerta, debemos resignarnos.

La voz de su suegro intentaba darle consuelo sin éxito. No lo podía creer; estaba tan sana y de repente…

Cuando corrieron la pesada lápida ya había decidido rescatarla de aquel lecho fúnebre. Ella no reposaría bajo aquella fría losa, se lo había prometido. Era, desde luego, una extraña promesa la que le había obligado a hacer, sobre todo, teniendo en cuenta su juventud.

-Cuando muera, quiero ser enterrada en nuestro jardín, prométemelo –le había dicho en aquella ocasión.

Y él lo había prometido y cumpliría su promesa a pesar de que sus padres habían decidido enterrarla en aquel mausoleo familiar que más bien parecía un bunker.

Profanaría una tumba, exhumaría un cadáver y lo enterraría en un lugar no permitido, pero una promesa era algo sagrado y más si se la había hecho a la persona a quien más amaba en este mundo.

La lápida pesaba mucho más de lo que imaginaba, como si el que la había construido quisiera evitar que el difunto se escapara.

-Estoy aquí, Irene, mi amor. He venido a cumplir tu deseo. Dentro de muy poco descansarás en nuestro jardín, cerca de mí.

Pero la triste sonrisa de Juan se transformó en un rictus de sorpresa y espanto cuando, al abrir el féretro, vio que éste estaba vacío. No tuvo tiempo de ver el rostro de quien estaba a sus espaldas pues, al girarse, la luz de la lámpara le cegó. Solo pudo discernir esa larga melena, que tan bien conocía, antes de que perdiera el conocimiento.

Al despertar, en medio de la oscuridad, sus manos palparon las frías paredes de un angosto habitáculo y sus oídos distinguieron esa voz melodiosa que tantas veces había oído y que, en susurros, le decía:

-Gracias, Juan, por cumplir tu palabra. Lamento que acabes así pues a ti te llegué a tomar cariño. No espero que lo entiendas pero gracias a ti y a los que te acompañan en esta morada nuestra estirpe puede seguir sobreviviendo.
 
 

 

2 comentarios:

  1. Caray! No me gusta a la hora que he leído estos relatos, jajaja, espero no soñar.
    Te han quedado de miedo, y nunca mejor dicho. La última muy sorprendente ese final.
    Como siempre un gusto leerte.
    Un abrazo.

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    1. Si te he provocado alguna pesadilla, lo lamento, no era mi intención. Ya de niño, me gustaban las historias de miedo aunque luego tuviera pesadillas. Me habrá quedado algo de ese gusto morboso, jaja.
      Un abrazo.

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