Hacía mucho tiempo que no leía una novela que le enganchara de ese modo. Hacía mucho que no esperaba la hora de acostarse para poder seguir con la lectura ahí donde la había dejado la noche anterior, cuando sus párpados se habían cerrado contra su voluntad a pesar del interés por seguir el curso de esa historia tan fascinante que le tenía atrapado.
Ya llevaba unas cien páginas leídas, en pleno nudo de la novela, cuando reparó en algo que le dejó estupefacto. ¿Cómo no se había dado cuenta? Parecía increíble pero lo que el protagonista experimentaba era casi idéntico a lo que él estaba viviendo. Al principio pensó que se trataba de una curiosa casualidad pero a medida que avanzaba en la lectura su desconcierto iba en aumento. Hasta que por fin se convenció de que lo que le ocurría al personaje central de la obra, le acababa sucediendo a él. Releyó atentamente los últimos capítulos y, sin duda alguna, estaba en lo cierto. Era como si alguien estuviera dictando su vida desde esas líneas impresas.
A medida que pasaban los días, más convencido estaba que aquello, por increíble y sobrenatural que pareciera, iba en serio. Quería dejar de leer para evitar obsesionarse con aquella idea absurda pero cada vez se sentía más enganchado a la historia que tenía frente a sus ojos. Era como leer su futuro.
Al llegar al capítulo 33, ya en pleno desenlace de la trama, lo que leyó le dejó en un momentáneo estado de shock. Aquello no podía ocurrirle. Tenía que tomar una decisión. Si estaba destinado a que su vida siguiera el guión de esa novela, no tenía otra opción que huir de inmediato, como hacía su protagonista, si quería salvar su vida. Huir. Pero ¿adónde? Pasó las restantes páginas ávidamente, leyendo en diagonal, hasta llegar al último capítulo y comprobar cuál era el destino de su alter ego en la ficción, su destino.
Tenía, pues, que hacer las maletas y marcharse sin demora. Solo tenía tres días, a lo sumo, para desaparecer, el tiempo que, según había podido comprobar, tardaban los sucesos que leía en hacerse realidad.
A primera hora de la mañana podía estar en el aeropuerto para tomar el primer vuelo con destino a cualquier parte, lejos, muy lejos, donde nadie pudiera dar con él. Con una semana de ausencia tendría más que suficiente pues ya habría pasado, de sobras, el periodo de peligro. Su otro yo escapaba de la muerte tomando un vuelo a Río de Janeiro, pero cualquier otro destino podía ser igualmente válido, pensó.
Así pues, tras enviar un correo electrónico a su socio pidiéndole que se encargara él solo del negocio en su ausencia, motivada por un asunto familiar grave, y una nota a la asistenta con las indicaciones de rigor, se plantó, a las ocho en punto, frente al panel de información de vuelos de la terminal 1 del aeropuerto.
El vuelo IB 2345, con destino a Buenos Aires, partía a las 16:20, así que tenía tiempo de sobra para comprar un billete, si es que quedaba alguna plaza disponible. Por la tarde, estaría a salvo, a miles de kilómetros de casa, donde nadie podría encontrarle.
Las horas que tuvo que permanecer en el aeropuerto hasta tener en sus manos la tarjeta de embarque, se le hicieron eternas. Contaba los minutos que faltaban para estar sobrevolando el Atlántico, a 30.000 pies de altura y sentirse definitivamente a salvo. La larga y lenta cola de pasajeros que debían pasar el control de equipaje le resultó insoportable. No sintió un incipiente relax hasta que se encontró en la puerta de embarque. Afortunadamente, los pasajeros que viajaban en Business tuvieron preferencia a la hora de embarcar pero, por otra parte, ser de los primeros en tomar asiento significaba que el tiempo de espera hasta el despegue sería mayor. Mientras esperaba el cierre de las puertas, sudoroso y agitado, se decidió por un vaso de whiskey, eso le calmaría, de entre las bebidas que le ofreció la azafata, mientras el resto del pasaje acababa de ocupar sus asientos.
Solo respiró tranquilo cuando el avión, con treinta horribles minutos de retraso, apuntó su protuberante morro hacia las algodonosas nubes y vio cómo el paisaje aéreo de su ciudad iba menguando en tamaño hasta perderse de vista tan pronto la nave viró hacia el mar. Su nerviosismo había alcanzado cotas tan elevadas que se sentía agotado tanto física como psíquicamente, de modo que a los pocos minutos, cuando el comandante se disponía a dar la bienvenida a los pasajeros e informar de los pormenores del vuelo, él ya había caído en una profunda inconsciencia.
Ni las turbulencias, ni la voz del sobrecargo por megafonía, ni la pesadilla que le atormentaba, lograron despertarlo. En sueños, evocó las secuencias más angustiosas de la novela. Se removía en su asiento sin poder liberarse de aquel tormento. No abrió los ojos hasta que una mano se posó sobre su hombro. Aquel contacto inesperado actuó como un resorte. Cuando alzó la vista, vio, de pie a su lado, a un sujeto de edad indefinida que le sonreía de una forma enigmática.
Antes de que pudiera articular palabra, el individuo se inclinó hacia él y en voz muy baja, para no llamar la atención de oídos indiscretos, le dijo:
-No me ha resultado fácil pero al fin te he encontrado. Para el destino, nada es imposible. Te crees seguro, ¿verdad? Crees haber escapado a tu sino. Pero te equivocas. Si hubieras leído el epílogo de la novela, en el que no reparaste por culpa de las prisas, sabrías que el protagonista de nuestra historia no acaba burlando su fatal destino. Si hubieras leído hasta el final, sabrías que su avión sufre una avería en pleno vuelo y acaba en el fondo del Océano.
¿Se trataba de una alucinación, de una trampa del subconsciente? ¿Seguía soñando? Mientras intentaba serenarse y razonar de forma lógica, una súbita y brutal sacudida casi le expulsó de su asiento. Aferrándose a los reposabrazos, dirigió una mirada interrogante al misterioso personaje y, mientras éste le dirigía una sonrisa sardónica y asentía con la cabeza, la aeronave parecía que iba a desmantelarse, saltaron las máscaras de oxígeno y, entre los gritos de pánico y el ruido ensordecedor del fuselaje, el avión con destino a Buenos Aires empezó a precipitarse sobre la oscura y agitada superficie del Océano Atlántico, que en cuestión de segundos se teñiría de sangre y metal.
Muy buen relato. Veo que lo tuyo son los temas con suspense y algo truculentos, como este final. Está muy bien lnarrado la obsesión del lector y la identificación con el protagonista de la novela, como si el personaje se hubiera salido del libro y encarnado en el lector.
ResponderEliminarEl personaje que le anuncia el fatídico final es siniestro y le das un aire de enigmático muy logrado con esa confidencia al oído, como una premonición que no tardará en cumplirse.
¿Puede el hombre escapar a su destino? Yo creo que el destino en según que circunstancias, está algo marcado, pero uno lo modifica durante su vida, según los medios de que dispone para ello.
Muy interesante, Josep Mª.
Quiero desearte que pases estas fiestas en compañía de tus seres queridos y que abras la puerta de la ilusión al año nuevo.
Un fuerte abrazo.
Siempre me han gustado las historias con intriga, por lo menos las historias de ficción. En la vida real prefiero lo previsible, ja ja. Ya de pequeño me apasionaban los cuentos de miedo aunque luego tuviera pesadillas. Así que lograr interesar e intrigar a un/a lector/a es más de lo que podía esperar.
EliminarTe agradezco tus amables comentarios, especialmente viniendo de una persona con una sensibilidad como la tuya.
Asimismo, te deseo que pases una muy felices fiestas y que seas millonaria en ilusiones y que éstas se hagan realidad.
Un abrazo.
Me quedo admirada de la imaginación tan esplendida que tienes y lo bien que lo relatas. Tenía muchas ganas de llegar al final para ver que sucedía, y como siempre me ha sorprendido y me ha encantado.
ResponderEliminarBueno Josep, espero que pases unas felices Navidades junto a tus seres queridos.
Un abrazo.
Siempre tan amable conmigo y con mis letras. Y como siempre, te agradezco tu presencia y tus comentarios.
EliminarYo también te deseo todo lo mejor ahora y siempre.
Un abrazo.