Era un domingo de madrugada. Hacía tiempo,
desde que enviudé, que no salía a tomar unas copas con mis amigos. Bebí más de
la cuenta, lo reconozco. No sé cuántos Gintònics me tomé, pues perdí la cuenta.
Y aun así me puse al volante de mi coche para regresar a casa. Solo pretendía
relajarme, olvidarme de lo que por entonces me atormentaba, y pasármelo bien
después de vivir prácticamente enclaustrado. De casa al trabajo y del trabajo a
casa. En eso se había convertido mi vida a diario.
No recuerdo bien cómo
ocurrió. Solo sé que, al doblar una esquina, seguramente algo más deprisa de lo
prudencial, vi que un individuo cruzaba el paso de peatones trastabillando
—seguramente iba tan perjudicado como yo— y sujetándose a una chica
—probablemente su pareja— que, por sus andares, no parecía mucho más sobria. El
caso es que se me nubló la vista y no pude reaccionar a tiempo, llevándomelos
por delante. Paré, me bajé del coche y acudí a socorrerlos. Ella sangraba
profusamente. La sangre le cubría prácticamente todo el rostro, pero estaba
viva. El joven parecía muerto. La chica extendió un brazo hacia mí pidiendo
socorro, y yo, paralizado por el trauma o por el alcohol, no solo no los
auxilié sino que me di a la fuga.
Al día siguiente, las
noticias comentaban el incidente. Por fortuna, ambos accidentados estaban vivos.
Aunque el chico había resultado gravemente herido, su vida no corría peligro. A
la chica ya le habían dado el alta hospitalaria.
Aunque aliviado por esa
noticia, durante los primeros días no podía olvidar sus caras, ella mirándome
fijamente y él con los ojos abiertos, inexpresivos, mirando al infinito sin
siquiera pestañear. Lo siguiente que sentí fue terror. ¿Podrían identificarme
ante la policía? ¿Se acordaría ella de mi cara? No dije absolutamente nada a
nadie, ni siquiera a mis amigos más íntimos. Sería un secreto que me llevaría a
la tumba.
Para aliviar todavía
más mi estado de ánimo, se me ocurrió hacerle una visita al joven, no sé exactamente
con qué intención. Probablemente solo buscaba satisfacer mi curiosidad y
comprobar si evolucionaba favorablemente. Cuando me asomé a su habitación, observé
que tenía visita, una pareja de cierta edad, que supuse serían sus padres, y la
joven que lo acompañaba el día del accidente, sentada al pie de la cama. De
pronto me quedé paralizado. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Acaso iba a presentarme
como el conductor que, bajo los efectos del alcohol, atropelló a esa joven
pareja y se dio a la fuga? De hacerlo, ¿serían más tolerantes que la propia
policía? No lo creí plausible. Yo, en su caso, no permitiría que el culpable se
librara de un castigo merecido.
Sin darme cuenta, antes
de dar media vuelta y desaparecer, había entrado en la habitación un par de
metros. Sus visitantes me daban la espalda, no podían verme, pero la chica sí
que me vio y creo que él también, pues dirigió su mirada hacia donde ella había
fijado la suya. Salí prácticamente corriendo de la planta y del hospital.
Excitado y sin aliento, volví a mi refugio domiciliario.
Pasaron semanas desde
esa aciaga madrugada, y aunque tenía alguna que otra pesadilla, comencé a
sentirme mejor, más relajado y, a pesar de un cierto remordimiento, volví a hacer
vida normal, como si aquello hubiera sido fruto de un sueño y no un hecho real.
Conocer tiempo después a
Laura fue un motivo más para normalizar mi vida y olvidarme del pasado. A ella
tampoco le confesé lo que había ocurrido meses atrás. Todo transcurría
perfectamente, nuestra relación sentimental se iba afianzando y vi en ello un
futuro prometedor.
Al cumplir un año de
relación, decidimos celebrarlo cenando en un restaurante de alto copete, tal
como requería la ocasión. Tras tomar los postres, le pedí matrimonio, mientras
abría una cajita que contenía el anillo de compromiso. Sin dudarlo, me dijo que
sí. ¡Que feliz me sentía!
Al salir del
restaurante, Laura propuso ir a tomar una copa a un local que había frecuentado
y que le gustaba mucho. Era muy acogedor y la música ambiental, de los años 90,
le encantaba.
Me quedé de piedra
cuando oí el nombre del local. Era el mismo al que acudí con mis amigos la
noche del accidente. Laura, que debió notar algo extraño en mi expresión, me
preguntó si me ocurría algo. Negué vehementemente alegando que no me sentía
bien. Entre la abundante comida y la emoción de ese momento tan especial... No me
dejó continuar e insistió. Solo una copa y nos vamos, dijo. No pude negarme.
Estuve intranquilo todo
el tiempo que duró nuestra estancia en aquel lugar que tan malos recuerdos me
traía. Para calmar los nervios, bebí más de una copa. Pero resistí, disimulé y,
por fin, llegó la hora de retirarnos.
Una vez en el coche,
Laura se ofreció a conducir, pues temía que, en caso de someterme a un control
de alcoholemia, no lo superara y me multaran. Yo insistí en que estaba lo
suficientemente bien para sentarme al volante y arranqué el vehículo.
Tras un breve recorrido,
en un cruce, un coche oscuro apareció por mi derecha, a alta velocidad, colisionando
contra el mío, a la altura del asiento del copiloto.
Tras el brutal impacto,
Laura, sangrando abundantemente por la frente, no respondía a mis zarandeos. Yo
sentía un vértigo tremendo y unas náuseas incontrolables. Mi visión se volvió
borrosa y antes de perder el sentido vi que dos personas se apeaban del
vehículo que había impactado contra nosotros y se dirigían raudas hacia mí.
Pensé que nos iban a auxiliar, pero, contra todo pronóstico, me miraron a
través de la ventanilla y me sonrieron. Aquellas caras me resultaron muy
familiares. Lo último que vi fue que me hacían la peineta y me pareció oír que
él me decía: Ojo por ojo, diente por diente. Y entonces todo se volvió oscuro.
Cuando volví en mí, me
encontraba inmovilizado en la cama de un hospital. Me habían mantenido en coma inducido
varios días. Tuvieron que operarme para extraer un gran coágulo cerebral y
debería descansar algunos días más antes de darme el alta. «Ha tenido mucha
suerte de haber sobrevivido», me dijo el médico. Cuando
pregunté por Laura, solo observar su cara y la de la enfermera que le
acompañaba, supe que había ocurrido lo peor.
Laura pagó con creces por
lo que yo hice. Muchas veces pagan justos por pecadores. Qué injusta es, a
veces, la Ley del Talión. ¿Vendrían a verme aquellos dos?
Si se produjera esa futurible visita se podría entrar en un bucle de venganzas del destino y de la llamada Ley del Talión. Has trenzado un relato estupendo en el que van cuadrando los hechos hasta ese impactante final.
ResponderEliminarAbrazos, Josep.
La venganza genera venganza, al igual que el odio genera más odio. En este caso, no sé si el protagonista buscará vengarse de sus agresores. El hizo lo que hizo bajo los efectos del alcohol, pero sus vengadores lo hicieron a sangre fría. ¿Merecerán un castigo?
EliminarUn abrazo.
Si no por la muerte de Laura, seguramente se hubiera quitado un peso de encima.
ResponderEliminarBuen relato.
Un abrazo.
Si todo hubiera acabado con él en el hospital, pero con Laura viva, podría haberlo considerado como un justo castigo, quedando el tema en tablas, pero a esos dos se les fue la mano, o mejor dicho el conche.
EliminarUn abrazo.
Esos dos a los que no socorrió tu protagonista tenían mucha mala baba, pero es cierto que la sed de venganza puede ser muy fuerte. Lo de ojo por ojo... a mí no me parece justo, porque nunca se devuelve lo mismo que se recibió, por ejemplo, en el primer accidente no murió nadie. En fin, qué se puede esperar de una ley, la del Talión, que es judía (y perdón por lo políticamente incorrecto de este último comentario).
ResponderEliminarBesos.
En este caso se cumplió lo que dices: la venganza superó a la agresión realizada por el protagonista. Y ya que mencionas a los judíos, lo mismo ocurre en Gaza, que la respuesta a los crimenes de Hamas ha sido, a mi entender, desproporcionada. Será que en Israel se aplica esa ley como les conviene.
EliminarUn beso.
Siempre es mejor someterse a la justicia que a la venganza.
ResponderEliminarDicen que siempre pagamos en vida lo que hemos hecho. No lo tengo tan claro, pero tu protagonista lo hizo y con creces. Pobre Laura.
Un abrazo
Hola, Alís. En caso de haberse entregado, habría sido condenado por el atropello y la negación de auxilio, pero la cosa no habría llegado a ese extremo. O quizá sí, pues hay quien prefiere tomarse la justicia por su mano y no esperar a la justicia oficial.
EliminarUn abrazo.
Pues sí que es injusta la Ley del Talión, y desproporcionada. Efectivamente, Laura pagó con creces. Lo malo de la venganza es que es difícil ponerla en su justa medida. Y mira que yo siempre digo que la venganza está infravalorada, ja, ja.
ResponderEliminarUn beso.
Creo que todos llevamos dentro un instinto de venganza ante cualquier tipo de agresión, ya sea física o moral, que hemos sufridi. Unos saben controlarlo y otros no. Lo peor de todo es cuando esa venganza es desproporcionada y no del todo justa. Yo nunca la que practicado, pero con ganas me he quedado, je, je.
EliminarUn beso.
Ay qué macabros la pareja del accidente. Estuvo mal lo de huir del protagonista, pero hacer algo así con premeditación, no tiene perdón. Y la pobre Laura pago los desmanes de aquella situación.
ResponderEliminarMe ha encantado esta historia Josep. De dónde te sale tanta imaginación?, me ha parecido genial.
Mis felicitaciones. Un abrazo amigo.
Sí que estuvo mal huir sin socorrer a los dos jóvenes atropellados, pero peor fue la venganza que perpetraron y que se llevó por delante a Laura, que no tenía ninguna culpa.
EliminarNo sé de dónde me salen estas ideas, seguro que de algún lugar oscuro, ja, ja, ja.
Un abrazo, Elda.
Un relat que t'atrapa de principi a final !.
ResponderEliminarNo soc partidari d'actuar com ho han fet ells.... amb lo fàcil que hagués sigut ajudar-se mútuament !.
Bona setmana ;)
Jo tampoc soc partidari d'emprar la venjança tot i que diuen que la venjança es serveix en plat fred (traduccio literal del castellà, he, he).
EliminarAixò d'ajudar-se mutuament és l'ideal, però, per desgràcia, no sol ocórrer.
Bona setmana!
¿Sabes? No me queda claro quién es el villano, al final. Porque ambos hombres la cagaron con creces. Y no enmendaron nada. Interesante la ambigüedad que le diste. No me inclino a favor de ninguno. Va un abrazo, Josep. Elige tener un buen lunes.
ResponderEliminar(Un aviso: republiqué mi última entrada que ya habías comentado. Por si te animas a dejar de nuevo tu huella, bienvenido seas).
Muchas veces resulta muy difícil, si no imposible, distinguir quién es el villano, quién tiene la culpa de una pelea, quién fue el agresor, y aun sabiéndolo, otras muchas veces la respuesta a esa agresión no es propocionada.
EliminarUn abrazo.
P.D.- Ya he visitado tu republicación y he dejado un comentario.
Iba a decirte que este relato era algo así como "atrapado por su pasado", pero la cosa es aún más retorcida. Tomarse la ley por su cuenta es algo que se antoja emocionante, y casi salido de un impulso desesperante, pero no puedo ni imaginar cómo debe de pasarlo uno de mal para llegar a eso. Aun así, el pobre se llevó un accidente peor que los dos primeros, y puede que cuando se le pase la pena la venganza reabra nuevos quebraderos de cabeza. Puede que solo sea el inicio de un gran conflicto., jejej.un fuerte abrazo, Josep
ResponderEliminarComo dije más ariiba y todos sabemos, el odio genera odio y es difícil que este se pueda controlar y detener. Quien ha sido agredido brutalmente, dificilmente olvidará la afrenta y en su interior anidará el deseo de venganza.
EliminarUn abrazo, Pepe.