jueves, 11 de julio de 2013

Nunca tuve que ponerme un esmoquin ( diario de un sesentón II )

Desde que hice la primera comunión, no volví a vestirme con traje y corbata hasta el día de mi boda, una concesión que hice en aras de las “buenas costumbres”, para no contrariar a la familia y no contravenir las normas que iban en el mismo paquete de convencionalismos: participaciones, lista de bodas, ceremonia religiosa, banquete con tarta nupcial, viaje de novios, etc. Entonces pensé que eso sería lo último que haría forzado por las circunstancias pero no fue así y muchos han sido los sometimientos a los que me he visto obligado para congraciarme con los que me rodeaban.

Ya sé que el hábito no hace al monje y que no es oro todo lo que reluce pero la imagen suele ser una carta de presentación muy valiosa y si no ¿por qué en los CV muchos y muchas (más habitualmente) suelen añadir su fotografía, sobre todo si ostentan un físico agraciado? Independientemente de que sea o no mi caso, esta ha sido la única práctica que no he seguido jamás. Nada puede suplantar a la expresividad, al lenguaje hablado y corporal, y mucho menos un retrato de fotomatón. Pero si en una entrevista intentas dar una buena impresión para conseguir el puesto de trabajo, ese mismo leitmotiv nos persigue para conservarlo.

¿Cuándo empecé a doblegarme a los convencionalismos? Aparte de los dos casos antes referidos, en los que la familia era la parte más importante a tener en cuenta, creo que la primera vez que di mi brazo a torcer fue ese día en que un director de departamento me conminó a lucir traje y corbata por ser ésta la vestimenta “correcta” para un futuro ejecutivo.

Una vez has aceptado faltar a un precepto al que prometiste ser fiel, los restantes van cayendo solos, como un castillo de naipes o como una cadena de fichas de dominó. Empiezas adaptándote a la imagen de ese ejecutivo que pretendes ser y a continuación, sin darte cuenta, te comportas como tal: vives para y por la empresa, sólo contradices a tu superior si éste te brinda esa oportunidad, empleas parte del tiempo libre a pensar en el trabajo, acumulas más y más  horas extras en la oficina sin contraprestación alguna, estás disponible las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año, dejas todo lo que tienes entre manos para atender la última demanda de tu jefe para el que no tienes nunca un no, es decir acabas ejercitando la sumisión hasta donde sea necesario, te vuelves un controlador nato, siempre estarás agradecido por disfrutar de un trabajo tan digno como estimulante y dispuesto a acrecentar tus conocimientos formándote en lo que sea menester para que ello redunde en tu beneficio pero, sobre todo, en el de la empresa que te da de comer.

Y si el ambiente laboral es extremadamente competitivo y hostil, hay que agudizar el ingenio para no verte arrastrado por la corriente de barro y lava que expelen los que, a base de mentiras y subterfugios, tratarán de minar tu seguridad y autoestima para erigirse en líderes de opinión y destacar entre tanto mediocre que, según ellos, corrompen el sistema operativo de la empresa.

Al margen de lo realmente duro, cuántas cenas, cuántos brindis, cuántas sonrisas forzadas habré vivido con el único propósito de cumplir con lo que se esperaba de mí, mantener mi buena imagen y mi puesto de trabajo y, en definitiva, conservar ese status socio-económico que tanto ha costado conseguir.

Y ya metidos de lleno en la vorágine de la sociedad de consumo (primera residencia, hipoteca, segunda residencia, hipoteca, coche, otro coche, colegios privados y toda clase de caprichos para esos hijos que sólo tuviste cuando las condiciones sociales así te lo permitieron, electrodomésticos cada vez más sofisticados, viajes de placer cada vez más exóticos y lejanos y caprichos a discreción, y un largo etcétera), una vez afianzado tu puesto vip en el ranking de usuario habitual de tarjetas de crédito Platinum, resulta difícil apearse de ese pódium de imparable consumidor y prácticamente imposible erradicar muchas de las costumbres adquiridas. Y si ello implica tener que seguir adoptando el papel de fiel seguidor del sistema y predicar con el ejemplo, pues bienvenido sea el sistema y el púlpito evangelizador.

Visto ahora desde la distancia, al menos me queda la pequeña satisfacción, o excusa, de que sólo asumí esa conducta como prestada, como usufructuario, fingida, no sentida, como el que se disfraza por carnaval de aguerrido pirata pero bajo la máscara sigue siendo un pobre diablo. Muchos años como actor de ficción. Una actuación, eso sí, merecedora de un Óscar, un Globo de Oro, un León de Plata o cuanto menos de un Goya al mejor actor secundario, porque no he pasado de eso, de ser un intérprete secundario en lo que empezó siendo un sainete, cuyos actos se han ido sucediendo sin solución de continuidad y ha acabado, a pesar de tanto esfuerzo, en una tragicomedia de tercer orden.

¿Ha valido la pena tanto sacrificio, tanto arrimarse al sol que más calienta y al buen árbol, contemporizar con los de “arriba”, quizá venderse al mejor postor? Me resulta imposible contestar taxativamente. A veces sí y a veces no.

Haciendo un ejercicio de puro pragmatismo, diré que, ahora, cuando ya he abandonado esa vida de la farándula empresarial, no me arrepiento de mi comportamiento en su conjunto pues, al margen de que nunca me prostituí, al menos conscientemente, lo que cuenta es lo que queda y lo que me ha quedado de todo ello es lo que realmente vale la pena: una experiencia enriquecedora, un rédito intangible y un patrimonio material que me ayudan los unos a sentirme satisfecho por la que fue esencialmente mi labor, sin maquillaje ni escenografía, y el otro a soportar con tranquilidad y optimismo los años que todavía tengo por delante.

A fin de cuentas, hubiera podido ser peor pues no tuve que someterme a según qué cosas. Contrariamente a lo que me habían hecho creer, no tuve que jugar a juegos de supervivencia cuando asistí a un curso de formación de líderes ni tuve que hacer puenting cuando me enviaron a una academia de formación de directivos, lo que fue un alivio.

Ah, y por muchas cenas de gala a las que tuve que asistir en contra de mi voluntad, nunca tuve que ponerme un esmoquin.

2 comentarios:

  1. Gracias, José María, por tus palabras que me animan a seguir escribiendo. Volveré, no lo dudes, me gusta lo que he visto.

    Un abrazo de aprendiz a aprendiz :-)

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    1. Muchas gracias por tu amabilidad pero en todo caso habrás querido decir un abrazo de aprendiz "senior" a aprendiz "junior". Aunque digan que todo se aprende en esta vida, el escritor nace y no se hace, en todo caso aprende a mejorar y yo, si alguna virtud narrativa tengo, por pequeña que sea, estoy empezando a practicarla. Con ser un escritor mediocre ya me conformo a estas alturas de mi vida. En principio, escribo por placer y no para complacer. Ser un buen escritor y reconocido ya debe ser el no va más pero para eso ya he llegado tarde. Un abrazo.

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