lunes, 15 de julio de 2013

Para Juan


¿Qué había en tus alas que no te alzaban al vuelo?
Siempre a ras y creíste en cambio volar muy alto
Porque en tu vagar encontraste acaso
Lo que en tus sueños creíste limpio y bello.


De un paraje a otro te llevaste la experiencia
Que, con tus ilusiones, formaban en ti un ser nuevo
Que aprendía a gozar de todo lo sencillo y sincero
Y a ahogar lo mezquino y superfluo de tu conciencia.


Amando, amaste la vida en toda su magnitud
Soñando, soñaste en un mundo libre y sutil
Viviendo, viviste la aurora de un tiempo feliz
Que se apagó de pronto a golpes de ingratitud.


No dejes que el llanto apague el fuego de tu ego
Remonta, en un esfuerzo, hasta la cima más alta
Desde donde, impetuoso, emprendas una nueva etapa
Dejando abajo los vestigios de tu primer intento.



Este poema lo escribí en febrero de 1980 y lo he encontrado rebuscando entre esos papeles que ya amarillean del abandono largo tiempo consumado. Rememora esa última vez que vi a Juan, o debería decir al espectro de lo que había sido hasta poco antes, a ese amigo enfermo de tristeza, sumido en un hondo abatimiento pero extrañamente resignado. Acababa de dejar marchar a quien había sido hasta entonces el amor de su vida, un amor que le abandonaba con su hijo en brazos. Quizá ese fue el principio de su fin.

Tras ese encuentro, mis esfuerzos por saber de él resultaron infructuosos. Desapareció de nuestras vidas sin un adiós. Todo lo que pude saber es que había marchado a Francia, a la vendimia. Debió pensar que entre vides renacería y volvería a encontrar las ganas de vivir, que doblando el espinazo apagaría el llanto de su alma. Debió pensar que lejos de casa olvidaría mejor sus penas o que el vino de esas viñas las ahogarían.

De eso hace treinta años. Desde que su rastro se perdió tras los pirineos pasó a ser un recuerdo recurrente y perpetuo como las nieves de esas cumbres que un día cruzó. Se convirtió en una presencia virtual que por mucho que la invocara nunca se materializaba.

Han tenido que transcurrir tres décadas para que su nombre vuelva a los labios de aquellos que le conocimos. ¿Qué ha sido de Juan? he preguntado expectante, esperanzado, ignorando que lo que oiría me sumiría en una tristeza que me recuerda la que reconocí en sus ojos el último día que le vi.

¿Qué te ha ocurrido, Juan? Me dicen, quienes te han visto, que estás muy cambiado y tan deteriorado que no puedes llevar una vida normal. ¿Qué le ha ocurrido a tu mente para que deban cuidarte? ¿Por qué me dicen que ya nada se puede hacer por ti? ¿Te reconocería? ¿Me reconocerías?

Releyendo hoy ese poema infausto que un día escribí, compruebo que bien podría parecer acabado de brotar de mi pluma. Parece como si el tiempo se hubiera detenido y que, como si de un maleficio se tratara, te hubieras sumido en un sueño del que sólo podrás despertar si oyes los últimos versos de mis labios. ¿Me oirás? ¿Me entenderás?

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