Desde el día en que Esteban, de vuelta de la escuela, encontró esa flamante libreta azul, medio oculta entre las hierbas del borde del camino, se dio cuenta de que su verdadera vocación era la de ser escritor. Sus impolutas hojas en blanco se convirtieron en un reclamo para su creatividad. Le apasionaba plasmar en ella lo que salía de su infatigable imaginación. No salía de casa sin llevar consigo esa libreta en la que escribía con letra menuda, para que así cupiera más texto en el menor espacio posible, todo aquello que le venía a la mente y cuya fuente de inspiración era todo lo que veía a su alrededor. Una cometa, un niños jugando a pelota, un hombre a caballo, una bandada de aves de paso, la visión del río desde el puente, una tormenta al atardecer, cualquier cosa le inspiraba una fabulosa historia que luego, por la noche, leía para sí mismo, en voz baja, tendido en la cama.
Mientras que la madre de Esteban veía con buenos ojos esa pasión de su hijo por la escritura, su esposo le reprochaba que le diera alas para lo que le parecía una terrible pérdida de tiempo y una cursilada propia de alguien que, según sus palabras, tiene la cabeza llena de pájaros. “Si de mayor quieres ser un hombre de bien, déjate de tonterías y dedícate a aprender cosas de provecho y no a perder el tiempo con estas tonterías de niño rico -le dijo un día, con esa cara que a Esteban le intimidaba tanto-. Así que no quiero verte más con esa dichosa libretita que sé que escondes para que no la vea. Cuando trabajes conmigo en la herrería ya se te quitarán esas ideas absurdas de la cabeza”.
Pero Esteban seguía en sus trece y no escatimaba ocasión para llenar páginas y más páginas de su preciada libreta azul con cuentos, pensamientos y todo tipo de historias que fluían sin parar gracias a su inagotable imaginación y sus dotes de observación. Pronto necesitaría una libreta nueva, que compraría con sus escasísimos ahorros, pues ya sólo le quedaban unas pocas páginas para completarla. Debía asegurarse, eso sí, de que su padre no se enterara de su desobediencia, no fuera que, con su mal carácter, le arrebatara lo que para él era como un tesoro y echara sus preciados escritos al fuego.
Un día, al levantarse para ir a la escuela, Esteban abrió el primer cajón de su mesilla de noche donde guardaba invariablemente su libreta azul pero ésta había desaparecido. Tenía que haber sido su progenitor el autor del hurto, quién si no, pero no atreviéndose a interrogar a sus padres por lo sucedido, no fuera a echar más leña al fuego, no se le ocurrió otra cosa que rebuscar entre las pertenecías de su padre, aprovechando un momento en que aquél se hallara en el trabajo o en la taberna.
La búsqueda fue infructuosa y Esteban, desolado, se sumió en un profundo desasosiego y tristeza, pero se juró que algún día vería cumplido su deseo de ser escritor aunque, de momento, tuviera que resignarse a seguir los pasos de su progenitor en la herrería de la que era propietario, como lo habían sido, antes que él, su abuelo y su bisabuelo.
Tendría que esperar algunos años para, siendo ya lo suficientemente mayor, poder tomar sus propias decisiones y enfrentarse a su intolerante padre, costara lo que costara. Mientras tanto, no cejaría en el empreño y, hasta que su oportunidad no llegara, escribiría a escondidas, en el bosque, junto al río, en la azotea si era necesario, un secreto que no revelaría a nadie, ni siquiera a su querida madre. Y así, compró una nueva libreta, también azul, que esta vez ocultó en un escondrijo con el que nadie daría jamás y, con ayuda de su prodigiosa memoria, intentaría reconstruir algunas de sus mejores historias perdidas y escribiría tantas otras nuevas como su inspiración le permitiera.
Y así, sin apenas darse apenas cuenta, pasaron las semanas y llegó el día de su decimocuarto cumpleaños, una fecha especialmente importante pues, a las pocas semanas, abandonaría la escuela para trabajar, como aprendiz, en la herrería.
Aun no siendo pobres, sus padres no se prodigaban en regalos por su cumpleaños, uno o dos a lo sumo y, como de costumbre, de muy poco valor. Pero, en esa ocasión, junto a la tarta de cumpleaños que siempre hacía su madre, aparecieron tres paquetes, de distintos tamaños y numerados del uno al tres: el primero contenía una bonita pluma estilográfica, el segundo, la vieja libreta azul que creía perdida, y el tercero, un libro forrado de piel y que, al abrirlo, vio que contenía todas sus historias impresas. Cuando Esteban levantó la vista, vio que su padre esbozaba una ligera sonrisa y que cruzaba con su esposa una mirada cómplice. Tras unos segundos de silencio, el adusto y fornido herrero, de manos grandes y callosas, le dijo: “Hijo, si escribiendo vas a ser feliz, adelante. Sabes que no somos ricos pero, si así lo deseas, puedes continuar estudiando y seguir el camino que te lleve a ser un gran escritor”.
Hoy, Esteban, cumple treinta años y acaba de publicar su cuarta novela. No es el gran escritor laureado que había soñado de niño, pero sí lo suficientemente reconocido como para ganarse la vida dignamente haciendo aquello que ama. Esteban ha visto cumplido su deseo: vivir para y de la literatura. Y pensar que todo empezó con una libreta azul…
Josep Mª, me ha gustado este relato por el tema y por tu clara y amena redacción.Un mensaje válido en todos los tiempos; los hijos no deben resignarse a seguir el oficio de los padres como una fatalidad del destino, sino que deben trazar su propio camino y estudiar lo que les haga felices, confiando en sí mismos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias Fanny por tu amable comentario. Afortunadamente, los hijos ya no suelen seguir las imposiciones paternas en materia de estudios, oficio o formación académica pues, efectivamente, la libertad de los hijos también reside en la elección de su trabajo y forma de vida. En el pasado (en el que está inspirado este relato) no era así y muchos jóvenes estaban obligados a seguir los pasos de sus padres.
EliminarUn abrazo.
Que bonita historia Josep, me ha resultado tan tierna al final, que ha recompensado la terquedad de su padre al principio queriendo que su hijo siguiera sus pasos. No todos los padres han sido tan comprensivos como el padre de Esteban que bien podías ser tú con esa imaginación estupenda que tienes.
ResponderEliminarMe ha encantado y ha sido un placer este relato.
Un abrazo.
Siempre hay que luchar por los ideales aunque seamos unos incomprendidos. Esteban tuvo la gran suerte de que tu padre finalmente cediera y aparcara su terquedad a favor de la felicidad de su hijo.
ResponderEliminarMuchas gracias por venir a leerme y dejar tus siempre amables comentarios.
Un abrazo.