Cuentan que en Molière, una pequeña población del Rosellón, vivía Jérôme Cabot, famoso por su avaricia. Ya de niño, contando solo con cinco años, el pequeño Jérôme, protagonizó su primer acto de usura al no querer devolver una caja de lápices de colores que un compañero le había dejado compartir en la clase de dibujo. Y no es que Jérôme hubiera olvidado sus lápices en casa, es que no quería gastarlos. ¿Para qué voy a gastar los míos si puedo usar los de las demás? –pensaba.
Aunque no pudieron demostrarlo, sospechaban que también era el responsable de las misteriosas desapariciones de material escolar: libros de ejercicios, libretas, tinteros, pinceles, cartulinas, gomas de borrar y así un sinfín de objetos. A medida que ese material menguaba en la escuela, aumentaba en la misma proporción en la buhardilla del rapaz. Su problema no era la cleptomanía, el robar por robar, sino el afán de tener de todo más que los demás y, peor aún, no compartirlo con nadie.
Cuando a los ocho o nueve años, el cura del pueblo, en una de las clases de catequesis, les habló de los siete pecados capitales y citó la avaricia como uno de ellos, Jérôme se sintió íntimamente aludido y miró a su alrededor por si sus compañeros le miraban con cara acusadora pero no fue así. Saberse a salvo le dio, pues, alas para seguir atesorando cualquier cosa que tuviera un cierto valor a ojos de sus congéneres.
La avaricia de Jérôme fue en aumento a medida que pasaron los años. Nunca tenía suficiente, siempre quería más. Sus novias no le duraron más que unas pocas semanas debido a su desmesurada tacañería. Obviamente, se quedó soltero.
Su avaricia le llevó al ostracismo y a la misantropía. No se relacionaba con nadie. Vivía de las rentas que le procuraban las tierras heredadas de sus difuntos padres y sus ahorros crecían a pasos agigantados. Su afán de acumular objetos valiosos le empujó a la ostentación. Si durante los últimos cincuenta años se había complacido y contentado con observar, en la clandestinidad de sus aposentos, lo que poseía tras muchos años de adquisiciones, ahora necesitaba exponerlo públicamente para satisfacer su ego.
De este modo, transformó los bajos de la casa familiar en una exposición de antigüedades y de objetos de todo tipo y valor que sabía serían motivo de envidia de conocidos y extraños. Pero, contrariamente a lo esperado, nadie en todo el pueblo se dignó a visitar aquella exhibición de pequeñas obras de arte. Al vicio de la avaricia se le añadió, entonces, el de la soberbia. Ni corto ni perezoso, aprovechando la feria anual de antigüedades, plantó en medio del recinto ferial su puesto para que los muchos visitantes foráneos pudieran deleitarse con la visión de aquellos preciados objetos. La diferencia con respecto a sus potenciales competidores era que su mercancía no estaba a la venda, por lo que todo aquél que se interesaba por algo de lo expuesto debía resignarse a irse con las manos vacías, dejando a Jérôme con una sonrisa de satisfacción avariciosa en los labios.
La feria duraba, como siempre, un fin de semana, por lo que la noche del sábado se cubrían los puestos para preservarlos de las inclemencias del tiempo, a la vez que entre todos los feriantes se contrataba a un par de vigilantes nocturnos para proteger sus pertenencias de los amantes de lo ajeno. Pero Jérôme no estaba dispuesto a pagar ni un franco para que unos desconocidos hicieran lo que él podía hacer mucho mejor.
Así pues, llegada la noche del sábado, se refugió bajo el gran toldo envolvente de su tenderete dispuesto a quedarse allí hasta que se volvieran a abrir los puestos al público.
Cuando Jérôme despertó, al alba, se quedó estupefacto al comprobar que, salvo el balancín de principios del siglo XIX que le había hecho las veces de cama, no quedaba objeto alguno bajo el toldo, ni siquiera la mesa que había servido de expositor.
Nadie supo dar cuenta de lo ocurrido. Los vigilantes aseguraron no haber visto ni oído nada extraño ni a nadie merodeando por el lugar.
Avisados los aguaciles, éstos resultaron ser unos inútiles a la hora de buscar y encontrar a los ladrones. Jérôme tuvo que resignarse a perder todo lo que había acumulado durante tantos años. Ya era demasiado viejo para empezar de nuevo. Solo e ignorado, se refugió de nuevo en aquella casa inhóspita que era lo más parecido a un hogar y ya no le vieron aparecer más.
Entretanto, lejos de allí, en Perpignan, un nuevo museo abría las puertas al público, un museo que exponía objetos de gran valor hallados en excavaciones, adquiridos a sus antiguos propietarios o donados por éstos para satisfacción de los amantes del arte autóctono antiguo, moderno y contemporáneo. En las vitrinas de una de las salas más visitadas lucía un cartelito que rezaba: cedido al museo por gentileza de Jérôme Cabot.
Cuentan que Jérôme, el avaro de Molière, nunca llegó a saber de su existencia.
Bonito cuento, Josep. Es lo justo que los villanos acaben pagando sus fechorías y por eso no me extraña el final de Jérôme Cabot. Aunque si voy un poco más allá tampoco me parecen muy heroicos los dueños del museo. ¿Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón? :)
ResponderEliminarUn abrazo!!
Dicen que a todo puerco le llega su San Martín. Creo que Jérôme recibió un buen escarmiento. ¿Quién le robó su valiosa mercancía? Yo diría aquello del comendador y Fuenteovejuna. Cómo llegaron los valiosos objetos al museo? Nadie sabría decirlo con certeza. El director del nuevo museo asegura que fue alguien que dijo actuar en nombre del propietario y éste, sin demasiados escrúpulos, quiso creerlo.
EliminarNo digo más porque habría material para otro relato, jeje
Muchas gracias, Julia, por pasarte a leerme.
Un abrazo.
Este es un mal de muchos que yo, por mucho que lo intente, no le encuentro explicación, y es que dejar de disfrutar de la vida por acumular, yo sólo le veo desventajas, terminas solo, y te mueres igual, sin poderte llevar todas esas cosas. Pero los hay. No aprendemos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Sí, son los que muchos llaman los más ricos del cementerio. Acumular riquezas solo para enriquecer la vanidad y creerse superior a los demás. Son pobres diablos que, a falta, de corazón tienen dinero.
EliminarAgradecido por dejar tu comentario.
Un abrazo.
Me ha encantado tu relato Josep, muy entretenido y como siempre, maravillosamente escrito.
ResponderEliminarMe gustaría que a todos los ladrones repartido por todos los partidos politicos, les pasara lo mismo que a Jerome... no estaría nada mal ¿verdad?.
Un abrazo.
Bueno, quien o quienes fuesen los responsables de la misteriosa desaparición actuaron un poco al estilo Robin Hood, quitándole los bienes al rico para ponerlos a disposición del pueblo llano.
EliminarMuchas gracias, Elda, por tus más que amables palabras.
Un generoso abrazo.