lunes, 11 de mayo de 2015

El otro museo de cera


A mi mujer nunca le han gustado los museos de cera. Esos monigotes que pretenden representar a un personaje famoso, le producen rechazo cuando no pena. “¿Cómo puede haber gente que pague para ver engendros como esos?”, me decía con frecuencia.

No obstante, durante nuestra estancia en Londres, el fin de semana pasado, pude convencerla de que visitáramos el museo de Mme. Tussauds, el mejor y más famoso museo de cera del mundo.

Por primera vez en mucho tiempo tuvo que darme la razón. Las figuras expuestas en él reproducen con una fidelidad extraordinaria los personajes que representan.

Durante unas dos horas estuvimos recorriendo las dependencias del museo y no pudimos evitar visitar la denominada cámara de los horrores, una zona en la que unos actores intentan infundir terror a sus visitantes. Será algo infantil pero divertido, pensé.

Tras sobrepasar la arcada que indicaba el acceso, repleta de advertencias para salvaguardar la salud del visitante (no apto para niños menores de 12 años, mujeres embarazadas, personas con problemas cardiacos o de hipertensión, etc., etc.), nos adentramos en la zona donde se suponía que nos esperaba el mayor de los espantos. Ante nuestra sorpresa, la sala estaba vacía. Cuando me disponía a dar media vuelta para preguntar al vigilante con el que nos acabábamos de cruzar, mi mujer me agarró del brazo, incapaz de dar un paso. Estaba paralizada de espanto. Cuando dirigí la mirada hacia donde parecía tener clavados los ojos, descubrí qué era lo que la tenía tan asustada: un hombre ataviado con una capa, cubierto por un sombrero de ala ancha provisto de una gran pluma, espada al cinto, nos observaba desde el centro de la lóbrega sala. ¿De dónde había salido aquel individuo que hacía tan solo unos segundos no estaba allí?

-Vámonos ya, Enrique –me dijo con un tono de súplica-, que este hombre me da miedo.
-Vamos, no seas tonta, ¿no ves que es un actor? –le contesté, intentando calmarla. Pero mi intento resultó del todo inútil, así que tuve que claudicar y nos marchamos por donde habíamos venido.

Según me dijo más tarde, ya en el hotel, su mirada vacía era lo que más le asustaba de él. No supo decirme porqué pero le había sobrevenido de repente un mal presagio.

Lo extraño era que mi mujer no es miedosa, ni mucho menos supersticiosa, y nunca la había visto tan asustada. Ahora sé que hicimos bien marchándonos de allí.

Lo que ocurrió aquella misma noche todavía no me lo explico. Estábamos durmiendo plácidamente cuando un ruido metálico, que se asemejaba a choques de sable, nos despertó. Cuando logré abrir la luz, vimos, sentado a los pies de la cama, al individuo que horas antes había sido el causante de nuestra apresurada marcha del museo.

-¿Quién es usted y qué hace aquí? –fue lo primero que se me ocurrió decirle.
-Soy D’Artagnan, uno de los…
-De los cuatro mosqueteros, no te jode –le interrumpí saltando de la cama con intención de llamar al conserje convencido de que un loco, quizá peligroso, se había colado en nuestra habitación.
-No se burle usted, Monsieur, que la cosa es muy seria –me replicó con un marcado acento francés.
-Mire, haga el favor de largarse inmediatamente o llamo a Seguridad –eso es lo que siempre dicen en las películas, ¿no?
-Ya me voy pero antes tengo que darles un mensaje.
-¿Un mensaje? ¿Qué mensaje? –esta vez fue mi mujer la que habló.
-Madame –le contestó haciéndole una pequeña reverencia-, no quisiera inquietarla pero están ustedes en peligro. Deben abandonar el hotel, y a ser posible la ciudad, de inmediato, de lo contrario no respondo por sus vidas.
-Pero, ¿qué dice usted? ¿Y a santo de qué nos tenemos que marchar? –insistió ella.
-Desde el día del incendio, en el que mi cuerpo de cera se consumió pasto de las llamas, me he convertido en una especie de fantasma. Allí donde voy, el fuego me persigue y a aquellos que me ven les espera la misma suerte. Este maleficio me tiene agotado, no se imaginan vuestras mercedes el trabajo que me lleva tener que prevenir a todos los que tienen la fatalidad de toparse conmigo.

Y antes de que pudiera replicarle, se esfumó. Tal cual lo cuento. Se convirtió en humo y desapareció, dejando la habitación con un intenso olor a cera quemada.

Yo no daba crédito a lo visto y oído pero de una cosa estaba seguro: no había sido un sueño. Tras beberme casi de un trago un botellín de whisky del mini-bar, decidí hacer caso a mi mujer, que no paraba de insistir en que debíamos marcharnos de inmediato aunque tuviéramos que pasar el resto de la noche en el aeropuerto o en un banco de la calle. Bajamos a recepción y, con la escusa de que habíamos recibido una llamada urgente de casa, pagué la cuenta y salimos del hotel. Ya en la calle, me pareció ver algo que se escondía entre las sombras. Me paré para cerciorarme de que solo era mi imaginación pero vi nuevamente a ese sujeto que, oculto tras unos arbustos, me saludaba con la mano a modo de despedida.

Como el vuelo de regreso no salía hasta primera hora de la tarde, hicimos tiempo vagando por las calles, bajo la cálida y húmeda brisa que despide el Támesis en verano, y decidí pasarme por el museo de cera.

-Pero, ¿acaso te has vuelto loco? –me increpó mi mujer-. ¿Qué pretendes? No vas a contar lo que nos ha ocurrido, ¿verdad? Te tomarán por un chiflado.

Mientras ella se tomaba el desayuno en una cafetería cercana al museo, yo me encaminaba hacia allí con la intención de interrogar al portero. Pero cuando estaba a pocos metros del lugar, observé una negra humareda salir del edificio mientras que una dotación de bomberos estaba acabando de extinguir un incendio que, según oí comentar a la gente allí congregada, se había originado por la noche en la cámara de los horrores sin motivo aparente.

El serio y estirado portero que el día anterior nos había cortado las entradas, estaba observando, impertérrito, la escena a cierta distancia. Tras interesarme por lo ocurrido, sin obtener de él más información de la que ya tenía, le hice la pregunta para la cual me había desplazado hasta allí.

-¿D’Artagnan, dice usted? Aquí no exponemos a personajes de ficción y en la cámara de los horrores no hay nadie que interprete a ningún mosquetero –me respondió con desdén-. Donde sí tenían expuestos a los famosos mosqueteros era en el otro museo de cera –añadió justo cuando ya me iba.
-¿En el otro museo de cera? -respondí asombrado, pues ignoraba su existencia.
-Sí señor, en el que se quemó, aunque aquél quedó reducido a cenizas. Pero de eso hace ya muchos años –masculló con un terrible acento londinense.

Cuando, de vuelta a la cafetería donde había dejado a mi mujer, conté lo ocurrido, el camarero, que estaba ya al corriente de lo sucedido, comentó que desde hacía unos años se producían en Londres extraños incendios con una frecuencia inusitada que nadie sabía explicar. Museos, cines, restaurantes y hoteles habían sido objeto de incendios que se creían intencionados pues nunca se hallaron indicios de fallos eléctricos o de otro tipo.

Una vez en casa, intrigado por todo lo sucedido, realicé varias búsquedas en internet con el denominador común de “incendios en Londres”. En una de las entradas, se comentaba los enigmáticos siniestros acaecidos en la capital inglesa desde que en 2001 se incendiara un antiguo museo de cera, inaugurado en 1810, predecesor del actual museo de Mme. Tussauds. Según el artículo, a raíz de ese incidente, su propietario había sido internado por un supuesto brote psicótico debido, según él, a la presencia de una figura andante que decía ser el mosquetero D’Artagnan y que se le aparecía pidiéndole auxilio. Desde entonces, muchos habían sido los casos en que, antes de producirse un incendio, algunas personas aseguraban haber visto en el lugar a ese personaje, y las más osadas incluso afirmaban haber sido prevenidas por el supuesto fantasma, quien les aseguraba estar poseído por la maldición del fuego (sic).

Si tenía que dar crédito a todo lo visto, oído y leído, un simple muñeco de cera, consumido por las llamas, se había convertido en un fantasma errante y sufriente que llevaba tras de sí el maleficio de incendiar los lugares donde buscaba refugio y la carga de tener que salvar de las llamas a los infortunados que eran capaces de verle. Parece una locura ¿verdad? Pues estoy firmemente convencido –y por segunda vez en mucho tiempo mi mujer me da la razón- de que el hecho es cierto. Acabo de leer en el periódico de hoy que un incendio afectó seriamente al hotel Strand Palace la mañana del domingo que abandonamos Londres. Según los bomberos, el incendio se originó, al parecer, en la habitación 324, en la que estuvimos alojados.

Que un fantasma pirómano nos salvara de las llamas tiene su enjundia pero lo peor de todo es que mi mujer jura haberlo visto hace unos instantes en el supermercado, en la zona de congelados. Nadie más parece haberse percatado de su presencia.
 

8 comentarios:

  1. Qué genial, me has matado con lo del supermercado, jajaja.
    Mira Josep, cuando he empezado a leer este gran relato, pensé que correspondía a un suceso verídico que te hubiera ocurrido, hasta cierto momento claro está.
    Te iba a decir que yo estuve viéndolo y me pareció estupendo igualmente que la cámara de los horrores con los que me sobresalte muchísimo y pasé miedo como una niña, jajaja.
    Estupenda historia amigo y muy bien lograda la incertidumbre.
    Como siempre un placer leer tus historias,
    Un abrazo.

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    1. Me gusta eso de que pensaras que era un relato basado en una historia real (como se dice en el cine o en la televisión). De hecho, intenté darle un toque de realidad para luego girar hacia lo extraordinario y terminar con un toque de humor.
      Una vez más, me alegro que te gustara, y una vez más te agradezco tu visita.
      Un abrazo.

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  2. Nos hemos alejado mucho de la intuición hoy en día, a todo le intentamos buscar una explicación, pocas veces nos sentimos afortunados por tener tal capacidad, se represente como se represente. Muy buen relato Josep, para reflexionar.
    Un abrazo.

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  3. Desde luego, no todo es lo que parece. Hay quien puede ver lo que para otros está oculto.
    Muchas gracias, Skuld, por acercarte para leerme y dejar tu comentario.
    Un abrazo.

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  4. Un estupendo relato de misterio, Josep. Creo que yo también habría abandonado l hotel a no mucho tardar porque los fantasmas de cera no existen, pero haberlos, haylos :))

    Muy orignal y bien narrado, me ha gustado mucho!!

    Un abrazo y feliz miércoles :)

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    1. Muchas gracias, Julia, por tus siempre amables comentarios.
      Yo no creo en fantasmas pero me gusta escribir sobre ellos. Los encuentro muy interesantes, casi adorables.
      Un abrazo.

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  5. Genial relato de misterio, tiene intriga hasta el final, incluso cuando se lo encuentra en el supermercado, da la sensación de que el fantasma se divierte creando incendios y después avisando a la gente para ver quien le hace caso o no. Esperemos que al final esta pareja salga indemne de las llamas. Un abrazo.

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    1. Yo también espero que esa pobre pareja no vuelvan a recibir la visita del fantasma mosquetero o mosquetero fantasma, que ya no sé muy bien lo que es. También espero que, al deambular por la zona de los congelados, la baja temperatura reinante impida cualquier conato de incendio.
      Muchas gracias, María, por tus comentarios.
      Un abrazo.

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