Después de más de veinte años como periodista
de investigación, ya nadie me respetaba como merecía. Mis artículos siempre
habían atraído la atención y el respeto de un numeroso grupo de lectores. Pero
ahora, a mis cincuenta años, estaba prácticamente en el paro, pues al periódico
en el que siempre había destacado ya solo le interesaban los chismes sobre los
mismos temas recurrentes y manidos sobre la alta sociedad o los políticos
corruptos.
Después de devanarme
los sesos pensando en algo novedoso y llamativo, e inspirado en la obra de
Torcuato Luca de Tena, “Los renglones torcidos de Dios”, planeé algo que, al
igual que en esa exitosa novela, no estaba exento de peligro. Aun así, me armé
de valor y puse mi plan en marcha, el cual consistía en poner al descubierto la
incapacitación de los loqueros de las instituciones psiquiátricas
españolas. Y el centro que elegí, por proximidad geográfica, fue el manicomio
de Sant Boi, ahora conocido como Centro de Salud Mental de San Juan de Dios, en
el municipio barcelonés de Sant Boi del Llobregat, uno de los más importantes
de España y el más conocido de Catalunya.
Como de joven había
sufrido una profunda depresión que, una vez superada, derivó en ansiedad
crónica, no me resultaría difícil fingir una fobia social que, para los que
desconozcan su naturaleza, consiste en un miedo irracional, persistente y
excesivo ante interacciones sociales y ante el temor de verse en situaciones
embarazosas, vergonzantes o humillantes. Aunque alguno de estos síntomas
también se da en personas tímidas, en la fobia social la ansiedad y el miedo
son desproporcionadamente intensos e incapacitantes.
Con estos antecedentes
y mi preparación previa, me resultó muy fácil conseguir que me aceptaran como
paciente voluntario, y como mi supuesto problema mental no requería de
vigilancia y control por parte de los auxiliares y sanitarios, me asignaron a
un ala de pacientes poco conflictivos y a una habitación que, aunque espartana,
era cómoda y disponía de todo lo necesario, incluido internet, que el director
del Centro consideró importante para normalizar mi estado mental y como una
ventana abierta al mundo. Eso sí, existía un control que impedía el acceso a
determinadas páginas web, ya me entendéis.
Y así discurrieron mis
primeras semanas de encierro voluntario, con actividades al aire libre y
sesiones de grupo diarias y una semanal con el psiquiatra que me asignaron.
El quid de la cuestión
se centraba en simular la ausencia de avances a pesar de los esfuerzos del
terapeuta. Es más, a medida que pasaba el tiempo, mis síntomas se agudizarían a
marchas forzadas, lo que desconcertaría tanto a mi terapeuta como al equipo
médico, incluido el director, un eminente psiquiatra en el plano nacional e
internacional.
Reconozco que mi
comportamiento no era en absoluto ético, más bien perverso, pero bien merecía
seguir adelante con el engaño a cambio de la notoriedad periodística perdida. A
fin de cuentas, nuestra sociedad funciona a base de bulos, que la gran mayoría
da por buenos y encima su autor suele verse recompensado, aunque después se
descubra la verdad. Y en el peor de los casos, siempre he creído que, en mi
profesión, lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal.
Al cabo de seis meses, ya tenía prácticamente listo
el artículo en el que pretendía ridiculizar las técnicas terapéuticas al uso,
por inútiles. Lo único que me preocupaba un poco era la reacción del equipo
médico, y más concretamente del insigne psiquiatra que dirigía esa famosa
institución, cuando les revelara el trasfondo de mi artimaña. Esperaba sorpresa,
incluso estupefacción, aunque no descartaba la posibilidad de ser denunciado
por estafa, suplantación de identidad o alguna cosa por el estilo. Pero en todo
caso sería su palabra contra la mía.
Pero todo cambió
radicalmente en una de mis sesiones de grupo, en el transcurso de la cual uno
de los pacientes, aparentemente inofensivo, empezó a increparme durante mi
intervención, en la que detallaba mis últimos delirios —obviamente inventados
para exacerbar la inseguridad y confusión del equipo de profesionales— consistentes
en el miedo atroz a ser agredido por un espíritu vengativo con el que, en vida,
mantuve una muy mala relación —mi capacidad de inventiva iba en aumento día a
día— y que se me aparecía por todas partes y especialmente por las noches
cuando intentaba dormir, de ahí que tuviera que hacerlo con la luz encendida.
El susodicho increpador,
totalmente fuera de sí, me amenazó de muerte porque creyó que me refería a él,
pues recordaba haber tenido una reyerta con un individuo que decía ser yo, y el
hecho de que le considerara un fantasma, cuando estaba bien vivo, era un
agravio imperdonable que merecía un escarmiento ejemplar. Y dicho esto se
abalanzó sobre mí intentando estrangularme con sus grandes y fuertes manos. Por
fortuna, la intervención de algunos de los allí presentes, me salvó de morir asfixiado.
De haberse producido ese ataque en otro momento y lugar, sin testigos, no lo
habría contado.
Pero lo grave de ese lamentable
suceso fue que, desde entonces no podía realmente conciliar el sueño. Y no solo
esto, sino que durante el día evitaba encontrarme con cualquier persona, ya
fuera enfermo o sanitario, y tan pronto como atisbaba a aquel energúmeno, loco
de atar, me escabullía y me refugiaba donde nadie pudiera encontrarme. No me
fiaba de nadie, incluso temía ser envenenado, así que no probaba bocado hasta
que no lo hacía el resto de comensales, a los que observaba desde la mesa
rinconera del comedor donde me había ubicado en solitario y sin perder de vista
a mi agresor. Mi vida desde entonces fue un infierno, me convertí en un muerto
viviente. La única forma de relajarme era escribiendo. Las notas que tomaba en
el cuaderno donde hasta entonces había plasmado mis impresiones y críticas
estaban dedicadas ahora a enumerar todos y cada uno de los temores que me
acechaban. Poco a poco, la supuesta fobia social se convirtió, según mi
terapeuta, en una psicosis maníaco depresiva que, de no poder controlarla con un
tratamiento adecuado, podía desembocar en un trastorno mucho peor. Por las
noches, se me aparecía el temido fantasma y tan solo vislumbrar su silueta,
empezaba a sufrir unas tremendas convulsiones que solo cesaban después de que
me ataran a la cama con correas y me inyectaran un potente sedante. Llegado a
este punto, me planteé la posibilidad de que mi encierro voluntario había sido
una muy mala idea, pues estaba perdiendo el juicio de verdad o alguien quería
volverme loco. Tenía que salir de allí como fuera, pero debía esperar el
momento oportuno para hacerlo, pues ahora sí que me vigilaban constantemente.
Yo, que creía que el
electroshock había pasado a la historia, tuve que soportar unas cuantas
sesiones durante varias semanas. Y llegué a temer que me practicaran una
lobotomía y que quedara como un vegetal, como el protagonista de “Alguien voló
sobre el nido del cuco”.
Por fortuna no llegaron
a someterme a esa terrible intervención, pues hace ya muchas décadas que se
erradicó, pero me tienen drogado hasta el punto de que hay momentos que ya no
sé qué hago aquí ni porqué vine, según me cuentan. Pero por fortuna todavía
tengo instantes de lucidez y puedo recordarlo todo, aunque solo sea durante
unos cortos y escasos fragmentos de tiempo, que quiero aprovechar para
completar mi artículo por si algún día logro salir de aquí, pero ignoro qué ha
sido de mi cuaderno. Al parecer, según me ha dicho un celador, tras trasladarme
a otra ala del centro, “más segura para mí”, alguien lo halló entre mis pertenencias
y se lo entregó al director, el cual ha descubierto mi verdadero propósito y creo que, como represalia, ha decidido
mantenerme encerrado en este manicomio hasta el fin de mis días, y como nadie
sabe que estoy aquí... Si Torcuato Luca de Tena levantara la cabeza se reiría
de mí.
Lo que más me duele es
que nunca podré demostrar mis dotes como periodista de investigación.