viernes, 25 de octubre de 2024

Una nueva vida

 

 

Yacía en medio de un gran charco de sangre, rodeado de coches patrulla y más de veinte agentes fuertemente armados. Por fin habían dado con él. Lo habían tenido que abatir a tiros pues no era de los que se dejaba atrapar sin plantar cara. Morir matando, ese era su lema favorito.

En su haber, treinta atracos a mano armada, tres de ellos con rehenes. Treinta entidades bancarias habían sufrido su agresiva intrusión. Se había convertido, en poco más de un año, en el enemigo público número uno. A su lado, los delincuentes más violentos que nutrían las cárceles españolas eran niños de párvulos.

Los meses de persecución habían, por fin, dado su fruto. Ahí estaba, boca abajo, con el cuerpo retorcido, esperando a que el juez autorizara el levantamiento del cadáver.

Todos los ciudadanos que habían tenido que sufrir sus desmanes, todos los agentes que habían intervenido en su búsqueda y final captura, todos los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado celebraban el éxito, todos los ciudadanos de bien se congratulaban por el feliz desenlace, todos estaban encantados, satisfechos, podían descansar tranquilos. Todos menos una persona: su madre.

Alonso Quijano, apodado “el Quijote”, era hijo único de una pareja de alcohólicos y drogadictos. Su padre era el camello del barrio hasta que un chute excesivo de heroína se lo llevó a otro barrio mucho más tranquilo. Su madre, ahora una anciana que sobrevivía gracias a la beneficencia, había “hecho de todo”, como ella decía, para sacar adelante a aquel chiquillo tan rebelde. Sus clientes se contaban por cientos o quién sabe si por miles, pues eran caras y cuerpos de paso que se detenían unos minutos en aquel cuchitril, donde madre e hijo malvivían, por unos pocos billetes, pues la mujer no era un género de suficiente calidad como para ser muy generosos por sus servicios. Así, los gastos en vino, coca y en la manutención del chaval se compensaban en el catre.

Alonso fue un niño muy tímido e introvertido, un buen chaval, aunque un tanto “rarito” como decían sus compañeros de clase, hasta que no hubo más clases y cambió esos “compis” de curso por los “colegas” del barrio que, como él, pateaban las calles en busca de emoción y de algo que llevarse al bolsillo sin tener que currar. Vivía muchísimo mejor al aire libre que bajo aquel techo maloliente y en aquel ambiente que de familiar no tenía nada.

Alonso no tuvo una niñez feliz ni una adolescencia fácil. Gracias a sus contactos y a su ingenio pudo sobrevivir medianamente bien en aquella jungla en la que se movía, pero si quería mejorar su estatus, personal y económico, tenía que echarle agallas, dejar de ser uno más, vencer sus inseguridades y ganarse la confianza y el respeto del grupo al que pertenecía. Y gracias a ese empeño, en unos pocos años llegó a lo más alto de la pirámide de la zona, convirtiéndose en el respetado cabecilla de la banda.

Dinero fácil, mujeres y drogas acabaron siendo todo su mundo. El dinero y las mujeres siempre al alcance de la mano, las drogas lejos, solo para comerciar. No quería convertirse en lo que se convirtieron sus “viejos”, nombre que prefería utilizar para aquellos dos seres que no llegaron a ser verdaderos padres.

Pero el dinero atrae más dinero y éste nunca era suficiente para satisfacer sus necesidades. Así que del mundo de la droga y de las mafias, cada vez más competitivo y peligroso, saltó al de los atracos a furgones blindados y entidades bancarias. Era mucho más limpio. Además, quien roba a un ladrón… se decía.

Los éxitos sucesivos en sus incursiones a bancos y cajas de ahorros y, sobre todo, en sus asaltos a los furgones le hicieron creer que era imbatible y el botín obtenido en cada una de esas operaciones solo acrecentaba su sed de dinero y hambre de aventura. De la intimidación con pistolas de fogueo pasó a las armas de verdad, tanto revólveres como escopetas y fusiles.

Quería creer que era una especie de Robin Hood pero a los pobres no les llegaba nada de sus “incautaciones”, todo iba a parar a sus bolsillos, a los de su banda de atracadores y al de las prostitutas con las que jugaba a ser un cariñoso y buen amante.

Un día vio por la calle a su “vieja”, haciendo cola a la puerta de un local de Caritas donde, a aquella hora, servían comida caliente a los indigentes del barrio. Eso le removió las entrañas sin saber muy bien porqué, pues hacía ya muchos años que había renegado de su condición filial para con aquella mujer que nada le dio, ni siquiera cariño, cuando más lo necesitó.

Esa visión fue, sin embargo, un revulsivo que le hizo reconsiderar su ideario moral y ver con otros ojos su vida presente y futura. De pronto, como si de una revelación se tratara, vio con toda claridad que esa no era la vida que quería seguir llevando, que no quería acabar con sus huesos en la cárcel o en el cementerio, cosa que ocurriría tarde o temprano, que no quería seguir huyendo y escondiéndose de nada ni de nadie, que quería llevar una vida tranquila aunque para ello tuviera que trabajar en lo que fuera y disponer de unos magros ingresos que no le permitirían seguir llevando su actual tren de vida.

Estaba decidido. Cambiaría radicalmente de estilo de vida. Cambiaría, si era necesario, de identidad y comenzaría una nueva etapa, desde cero. Pero antes debía llevar a cabo ese golpe, el último. Se lo debía a sus compadres. No los podía dejar en la estacada precisamente ahora. Todo estaba preparado y él capitanearía el atraco tal como lo habían planeado. Luego, cedería su liderazgo a “el manco”, su mano derecha desde hacía muchos años, desde prácticamente sus inicios.

Ese golpe, el último de su vida de delincuente, les daría para aguantar muchos meses. Él solo se quedaría con un pellizco, para permitirle resistir hasta que tuviera algo aceptable con lo que vivir. Esa sería su última aportación al grupo con el que tantas aventuras había vivido.

Su último atraco y a empezar de cero. A la salida de aquella sucursal bancaria se le abriría la puerta hacia una nueva vida. Si todo iba bien, hasta podría ir en busca de su madre, sacarla de aquella triste y sucia existencia. Podía perdonarla. Seguramente habría cambiado. Ahora podrían ser madre e hijo de verdad.

A la salida de aquella oficina de La Caixa, le esperaba una nueva vida, de eso estaba convencido. Y salió corriendo, pistola en mano, hacia su nuevo destino.


sábado, 12 de octubre de 2024

El vecino del quinto

 


Diego Navarro era un apasionado del género policíaco, de ahí que tenía, según aseguraba, un ojo clínico para los maleantes y criminales. Gracias a ese don estaba ahora tras la pista de un asesino en serie, ese que pasa desapercibido por todo el vecindario, por toda la comunidad, ese que luego todo el mundo dice que era tan agradable, una bellísima persona, quién lo iba a decir. Pero a él las apariencias no le engañaban, no se le escapaban los detalles más nimios y si su instinto de sabueso no le traicionaba, cosa más que improbable, iba a delatar al asesino del barrio, al que la policía llevaba semanas buscando. Diego sabía perfectamente quién era y dónde vivía: era ni más ni menos que Ignacio Pereira, su nuevo vecino del quinto.

Empezó a sospechar de él cuando, un sábado por la noche, al volver a casa muy tarde tras una cena con los compañeros del trabajo, se cruzaron en el portal. No le dio ocasión a saludarle, tan precipitadamente como pasó por su lado, como si no quisiera ser reconocido, ataviado con un sombrero de ala ancha y ocultando parte de su cara con una gran bufanda gris. Al día siguiente supo por las noticias que en las inmediaciones había aparecido el cadáver de una mujer a la que habían apuñalado con saña. Cuando más tarde leyó la noticia en el periódico, añadían que el cadáver había sido descubierto por un indigente en un contenedor de basuras a eso de las siete de la mañana y que, según el médico forense, la mujer llevaba muerta unas cuatro horas. Así que todo encajaba: él había llegado a casa a eso de las dos de la madrugada, justo cuando salía su vecino, y esa pobre desgraciada había sido acuchillada a eso de las tres, una hora después. Pero lo que le había reafirmado en sus sospechas hacia su vecino del quinto fue su conducta, su comportamiento esquivo, el escaso trato con el vecindario, su forma de saludar, correcta pero fría y distante, su mirada huidiza, sus salidas y entradas a horas intempestivas. Pero eso no era todo, pues sólo serían pruebas subjetivas y circunstanciales. No, la prueba definitiva e irrefutable, según Diego, era que se había descrito el arma del crimen como un cuchillo de grandes dimensiones, e Ignacio Pereira era carnicero. Ahora sí que todo cuadraba.

Desde entonces, Diego sometió a su vecino del quinto a una vigilancia y seguimiento exhaustivos. Todas las noches se apostaba frente al edificio esperando la aparición del supuesto asesino hasta que, a eso de la una, Ignacio Pereira hacía su aparición en el portal y salía raudo para adentrarse en cualquier callejón del barrio. Por mucho que Diego se esforzaba en seguirle, siempre acababa perdiéndole de vista. ¿Sabría Pereira que le estaba siguiendo?

Eran ya tres las semanas consecutivas que espiaba, seguía y perdía a su vecino por las intrincadas callejuelas de aquel barrio y tres habían sido las mujeres encontradas muertas en los alrededores, asesinadas por el mismo procedimiento y con la misma arma. “El asesino del cuchillo”, como se le conocía, había ya acabado con la vida de seis mujeres desde que se supo de su existencia. Diego no entendía cómo la policía no había desplegado un dispositivo para capturarle. Sólo debían distribuir unos cuantos agentes de paisano por el barrio y esperar a que apareciera para darle caza. Pero para esto estaba él, para compensar la falta de iniciativa policial. Por eso siempre había sido un ciudadano ejemplar y de algo tenían que valer sus dotes detectivescas.

Diego había ideado un plan, un poco arriesgado, pero no tenía duda de que funcionaría. Todo plan entraña un peligro y, aunque pudiera costarle la vida, merecía la pena correr el riesgo. Ya se veía en las portadas de los periódicos, sonriendo a la cámara, cuando le otorgaran la medalla al mérito ciudadano por haber atrapado a ese asesino tan peligroso.

El plan era de lo más sencillo, cuántas veces lo había visto en las películas. Sólo tenía que actuar de cebo, disfrazarse de mujer y esperar a que apareciera el asesino. Ya se imaginaba la cara de sorpresa de éste cuando viera que no era una mujer sino su vecino del primero. Pero no sería tan ingenuo como para ir a pecho descubierto, no, llevaría en el bolsillo la pistola Taser que acababa de adquirir por internet y que dejaría a su presa inmovilizada durante el tiempo necesario y suficiente para llamar al 091. 

Llegó por fin el momento de la verdad. Diego Navarro, apostado tras un árbol frente al portal, vio cómo a la una en punto de la madrugada Ignacio Pereira salía y que, como siempre, se internaba en el primer callejón tras doblar la esquina. Después de comprobar que el bolsillo derecho de su abrigo albergaba ese chisme que le convertiría en un héroe, se puso rápidamente en marcha, una marcha dificultosa por culpa de aquellos zapatos de tacón que sólo hacían que se le torcieran los tobillos a cada dos pasos y de aquella falda de tubo que le obligaba a andar a pasitos cortos como una Geisha. De este modo ocurrió lo inevitable: le perdió al poco de haber iniciado su seguimiento.

Tras más de dos horas dando pacientemente vueltas por el barrio, con aquel atuendo tan espantosamente incómodo y esa peluca de color rubio platino tan insoportable —más de uno le preguntó cuánto cobraba por un servicio normal, las cosas que hay que hacer—, cuando ya creía que volvería a casa con las manos vacías, vio la silueta de un individuo de la misma constitución y con la misma vestimenta que su vecino y que avanzaba lentamente en su dirección. El corazón se puso a galopar a un ritmo tan frenético que casi le parecía oír los latidos, las manos le temblaban y notaba que un sudor frío le recorría la espalda. En el callejón, sólo se oían su taconeo y los pasos del que pretendía ser su asesino.

Se detuvo frente a él, sacó su pitillera plateada del bolso y con una tranquilidad tan falsa como su apariencia sexual, extrajo un cigarrillo que puso a continuación entre los dedos índice y corazón de su mano izquierda —mierda, las mujeres solían fumar con la derecha, que lo había visto en el cine— y tras devolver la pitillera a su lugar, introdujo disimuladamente su mano derecha en el bolsillo que contenía la pistola eléctrica. Cuando Diego le pidió fuego a aquella sombra, ésta sacó un mechero y, al encenderlo, la luz de la llama iluminó sus caras, unas caras en las que asomó la duda en una y la satisfacción en la otra.

Al día siguiente, cuando las noticias de la televisión primero y las de los periódicos después, narraron lo sucedido, nadie en el barrio podía dar crédito a lo que oía y leía.

En los periódicos, a primera plana, se podía leer, bajo el titular “Abatido a tiros el temido asesino del cuchillo”, la siguiente noticia:

“Un conocido vecino del barrio de La Rivera, cuya identidad todavía no se ha revelado oficialmente pero que responde a las iniciales D.N., ha resultado ser el “asesino del cuchillo”. Según fuentes policiales, D.N. iba disfrazado de mujer en el momento de ser reducido por I.P., un inspector de la brigada criminal que llevaba varias semanas tras su pista. Lo más curioso es que ambos, policía y asesino, vivían en la misma finca.

El inspector, que, para no levantar sospechas, se hacía pasar por carnicero, llevaba varias semanas tras el asesino y, al parecer, empezó a sospechar de su vecino cuando éste se dedicó a espiarlo de día y a seguir sus pasos de noche. Fue entonces, cuando I.P. decidió tenderle una trampa, dejándose seguir, atrayéndole a su terreno, las estrechas y oscuras callejuelas del barrio, donde el asesino actuaba y se sentía más seguro.

Se ignoran todavía los detalles, pero todo parece apuntar a que D.N., tras pedir fuego al inspector, intentó dejarle inconsciente con una pistola eléctrica que llevaba escondida en el bolsillo de su abrigo y que el policía confundió con un cuchillo, motivo por el cual tuvo que dispararle en defensa propia. Lo extraño del caso es que, aparte de este artilugio de electrochoque, el asesino no llevaba ninguna otra arma, por lo que se supone que, sabiéndose perseguido, debió desprenderse de ella antes de ser apresado.

El vecindario está consternado por lo acontecido pues nadie se hubiera imaginado tener por vecino a un asesino en serie al que todos califican como un hombre educado, amable y muy querido en el barrio. Sus vecinos de escalera no han dudado en definirlo como una bellísima persona. Quién lo iba a decir.”

Junto a este texto, aparecía una fotografía en la que I.P. miraba sonriente a la cámara, haciendo con sus dedos la señal de la victoria. El comentario a pie de foto decía que seguramente le concederían la medalla al mérito policial.

Mientras tanto, en otro piso del mismo barrio, alguien ojeaba el periódico y, esbozando una sonrisa de satisfacción ante la noticia que acababa de leer en la sección de sucesos, se congratulaba de no haber salido de caza aquella noche. De todos modos, tendría que cambiar de campo de operaciones.

 

jueves, 3 de octubre de 2024

La Ley del Talión

 


Era un domingo de madrugada. Hacía tiempo, desde que enviudé, que no salía a tomar unas copas con mis amigos. Bebí más de la cuenta, lo reconozco. No sé cuántos Gintònics me tomé, pues perdí la cuenta. Y aun así me puse al volante de mi coche para regresar a casa. Solo pretendía relajarme, olvidarme de lo que por entonces me atormentaba, y pasármelo bien después de vivir prácticamente enclaustrado. De casa al trabajo y del trabajo a casa. En eso se había convertido mi vida a diario.

No recuerdo bien cómo ocurrió. Solo sé que, al doblar una esquina, seguramente algo más deprisa de lo prudencial, vi que un individuo cruzaba el paso de peatones trastabillando —seguramente iba tan perjudicado como yo— y sujetándose a una chica —probablemente su pareja— que, por sus andares, no parecía mucho más sobria. El caso es que se me nubló la vista y no pude reaccionar a tiempo, llevándomelos por delante. Paré, me bajé del coche y acudí a socorrerlos. Ella sangraba profusamente. La sangre le cubría prácticamente todo el rostro, pero estaba viva. El joven parecía muerto. La chica extendió un brazo hacia mí pidiendo socorro, y yo, paralizado por el trauma o por el alcohol, no solo no los auxilié sino que me di a la fuga.

Al día siguiente, las noticias comentaban el incidente. Por fortuna, ambos accidentados estaban vivos. Aunque el chico había resultado gravemente herido, su vida no corría peligro. A la chica ya le habían dado el alta hospitalaria.

Aunque aliviado por esa noticia, durante los primeros días no podía olvidar sus caras, ella mirándome fijamente y él con los ojos abiertos, inexpresivos, mirando al infinito sin siquiera pestañear. Lo siguiente que sentí fue terror. ¿Podrían identificarme ante la policía? ¿Se acordaría ella de mi cara? No dije absolutamente nada a nadie, ni siquiera a mis amigos más íntimos. Sería un secreto que me llevaría a la tumba.

Para aliviar todavía más mi estado de ánimo, se me ocurrió hacerle una visita al joven, no sé exactamente con qué intención. Probablemente solo buscaba satisfacer mi curiosidad y comprobar si evolucionaba favorablemente. Cuando me asomé a su habitación, observé que tenía visita, una pareja de cierta edad, que supuse serían sus padres, y la joven que lo acompañaba el día del accidente, sentada al pie de la cama. De pronto me quedé paralizado. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Acaso iba a presentarme como el conductor que, bajo los efectos del alcohol, atropelló a esa joven pareja y se dio a la fuga? De hacerlo, ¿serían más tolerantes que la propia policía? No lo creí plausible. Yo, en su caso, no permitiría que el culpable se librara de un castigo merecido.

Sin darme cuenta, antes de dar media vuelta y desaparecer, había entrado en la habitación un par de metros. Sus visitantes me daban la espalda, no podían verme, pero la chica sí que me vio y creo que él también, pues dirigió su mirada hacia donde ella había fijado la suya. Salí prácticamente corriendo de la planta y del hospital. Excitado y sin aliento, volví a mi refugio domiciliario.

Pasaron semanas desde esa aciaga madrugada, y aunque tenía alguna que otra pesadilla, comencé a sentirme mejor, más relajado y, a pesar de un cierto remordimiento, volví a hacer vida normal, como si aquello hubiera sido fruto de un sueño y no un hecho real.

Conocer tiempo después a Laura fue un motivo más para normalizar mi vida y olvidarme del pasado. A ella tampoco le confesé lo que había ocurrido meses atrás. Todo transcurría perfectamente, nuestra relación sentimental se iba afianzando y vi en ello un futuro prometedor.

Al cumplir un año de relación, decidimos celebrarlo cenando en un restaurante de alto copete, tal como requería la ocasión. Tras tomar los postres, le pedí matrimonio, mientras abría una cajita que contenía el anillo de compromiso. Sin dudarlo, me dijo que sí. ¡Que feliz me sentía!

Al salir del restaurante, Laura propuso ir a tomar una copa a un local que había frecuentado y que le gustaba mucho. Era muy acogedor y la música ambiental, de los años 90, le encantaba.

Me quedé de piedra cuando oí el nombre del local. Era el mismo al que acudí con mis amigos la noche del accidente. Laura, que debió notar algo extraño en mi expresión, me preguntó si me ocurría algo. Negué vehementemente alegando que no me sentía bien. Entre la abundante comida y la emoción de ese momento tan especial... No me dejó continuar e insistió. Solo una copa y nos vamos, dijo. No pude negarme.

Estuve intranquilo todo el tiempo que duró nuestra estancia en aquel lugar que tan malos recuerdos me traía. Para calmar los nervios, bebí más de una copa. Pero resistí, disimulé y, por fin, llegó la hora de retirarnos.

Una vez en el coche, Laura se ofreció a conducir, pues temía que, en caso de someterme a un control de alcoholemia, no lo superara y me multaran. Yo insistí en que estaba lo suficientemente bien para sentarme al volante y arranqué el vehículo.

Tras un breve recorrido, en un cruce, un coche oscuro apareció por mi derecha, a alta velocidad, colisionando contra el mío, a la altura del asiento del copiloto.

Tras el brutal impacto, Laura, sangrando abundantemente por la frente, no respondía a mis zarandeos. Yo sentía un vértigo tremendo y unas náuseas incontrolables. Mi visión se volvió borrosa y antes de perder el sentido vi que dos personas se apeaban del vehículo que había impactado contra nosotros y se dirigían raudas hacia mí. Pensé que nos iban a auxiliar, pero, contra todo pronóstico, me miraron a través de la ventanilla y me sonrieron. Aquellas caras me resultaron muy familiares. Lo último que vi fue que me hacían la peineta y me pareció oír que él me decía: Ojo por ojo, diente por diente. Y entonces todo se volvió oscuro.

Cuando volví en mí, me encontraba inmovilizado en la cama de un hospital. Me habían mantenido en coma inducido varios días. Tuvieron que operarme para extraer un gran coágulo cerebral y debería descansar algunos días más antes de darme el alta. «Ha tenido mucha suerte de haber sobrevivido», me dijo el médico. Cuando pregunté por Laura, solo observar su cara y la de la enfermera que le acompañaba, supe que había ocurrido lo peor.

Laura pagó con creces por lo que yo hice. Muchas veces pagan justos por pecadores. Qué injusta es, a veces, la Ley del Talión. ¿Vendrían a verme aquellos dos?