Yacía en medio de un gran charco de sangre,
rodeado de coches patrulla y más de veinte agentes fuertemente armados. Por fin
habían dado con él. Lo habían tenido que abatir a tiros pues no era de los que
se dejaba atrapar sin plantar cara. Morir matando, ese era su lema favorito.
En su haber, treinta
atracos a mano armada, tres de ellos con rehenes. Treinta entidades bancarias
habían sufrido su agresiva intrusión. Se había convertido, en poco más de un
año, en el enemigo público número uno. A su lado, los delincuentes más
violentos que nutrían las cárceles españolas eran niños de párvulos.
Los meses de
persecución habían, por fin, dado su fruto. Ahí estaba, boca abajo, con el
cuerpo retorcido, esperando a que el juez autorizara el levantamiento del
cadáver.
Todos los ciudadanos
que habían tenido que sufrir sus desmanes, todos los agentes que habían
intervenido en su búsqueda y final captura, todos los miembros de las fuerzas y
cuerpos de seguridad del Estado celebraban el éxito, todos los ciudadanos de
bien se congratulaban por el feliz desenlace, todos estaban encantados,
satisfechos, podían descansar tranquilos. Todos menos una persona: su madre.
Alonso Quijano, apodado
“el Quijote”, era hijo único de una pareja de alcohólicos y drogadictos. Su
padre era el camello del barrio hasta que un chute excesivo de heroína se lo
llevó a otro barrio mucho más tranquilo. Su madre, ahora una anciana que
sobrevivía gracias a la beneficencia, había “hecho de todo”, como ella decía,
para sacar adelante a aquel chiquillo tan rebelde. Sus clientes se contaban por
cientos o quién sabe si por miles, pues eran caras y cuerpos de paso que se
detenían unos minutos en aquel cuchitril, donde madre e hijo malvivían, por
unos pocos billetes, pues la mujer no era un género de suficiente calidad como
para ser muy generosos por sus servicios. Así, los gastos en vino, coca y en la
manutención del chaval se compensaban en el catre.
Alonso fue un niño muy
tímido e introvertido, un buen chaval, aunque un tanto “rarito” como decían sus
compañeros de clase, hasta que no hubo más clases y cambió esos “compis” de
curso por los “colegas” del barrio que, como él, pateaban las calles en busca
de emoción y de algo que llevarse al bolsillo sin tener que currar. Vivía
muchísimo mejor al aire libre que bajo aquel techo maloliente y en aquel
ambiente que de familiar no tenía nada.
Alonso no tuvo una
niñez feliz ni una adolescencia fácil. Gracias a sus contactos y a su ingenio
pudo sobrevivir medianamente bien en aquella jungla en la que se movía, pero si
quería mejorar su estatus, personal y económico, tenía que echarle agallas,
dejar de ser uno más, vencer sus inseguridades y ganarse la confianza y el
respeto del grupo al que pertenecía. Y gracias a ese empeño, en unos pocos años
llegó a lo más alto de la pirámide de la zona, convirtiéndose en el respetado cabecilla
de la banda.
Dinero fácil, mujeres y
drogas acabaron siendo todo su mundo. El dinero y las mujeres siempre al
alcance de la mano, las drogas lejos, solo para comerciar. No quería
convertirse en lo que se convirtieron sus “viejos”, nombre que prefería
utilizar para aquellos dos seres que no llegaron a ser verdaderos padres.
Pero el dinero atrae
más dinero y éste nunca era suficiente para satisfacer sus necesidades. Así que
del mundo de la droga y de las mafias, cada vez más competitivo y peligroso,
saltó al de los atracos a furgones blindados y entidades bancarias. Era mucho
más limpio. Además, quien roba a un ladrón… se decía.
Los éxitos sucesivos en
sus incursiones a bancos y cajas de ahorros y, sobre todo, en sus asaltos a los
furgones le hicieron creer que era imbatible y el botín obtenido en cada una de
esas operaciones solo acrecentaba su sed de dinero y hambre de aventura. De la
intimidación con pistolas de fogueo pasó a las armas de verdad, tanto
revólveres como escopetas y fusiles.
Quería creer que era
una especie de Robin Hood pero a los pobres no les llegaba nada de sus
“incautaciones”, todo iba a parar a sus bolsillos, a los de su banda de atracadores
y al de las prostitutas con las que jugaba a ser un cariñoso y buen amante.
Un día vio por la calle
a su “vieja”, haciendo cola a la puerta de un local de Caritas donde, a aquella
hora, servían comida caliente a los indigentes del barrio. Eso le removió las
entrañas sin saber muy bien porqué, pues hacía ya muchos años que había
renegado de su condición filial para con aquella mujer que nada le dio, ni
siquiera cariño, cuando más lo necesitó.
Esa visión fue, sin
embargo, un revulsivo que le hizo reconsiderar su ideario moral y ver con otros
ojos su vida presente y futura. De pronto, como si de una revelación se
tratara, vio con toda claridad que esa no era la vida que quería seguir
llevando, que no quería acabar con sus huesos en la cárcel o en el cementerio,
cosa que ocurriría tarde o temprano, que no quería seguir huyendo y
escondiéndose de nada ni de nadie, que quería llevar una vida tranquila aunque
para ello tuviera que trabajar en lo que fuera y disponer de unos magros
ingresos que no le permitirían seguir llevando su actual tren de vida.
Estaba decidido.
Cambiaría radicalmente de estilo de vida. Cambiaría, si era necesario, de
identidad y comenzaría una nueva etapa, desde cero. Pero antes debía llevar a
cabo ese golpe, el último. Se lo debía a sus compadres. No los podía dejar en
la estacada precisamente ahora. Todo estaba preparado y él capitanearía el
atraco tal como lo habían planeado. Luego, cedería su liderazgo a “el manco”,
su mano derecha desde hacía muchos años, desde prácticamente sus inicios.
Ese golpe, el último de
su vida de delincuente, les daría para aguantar muchos meses. Él solo se
quedaría con un pellizco, para permitirle resistir hasta que tuviera algo
aceptable con lo que vivir. Esa sería su última aportación al grupo con el que
tantas aventuras había vivido.
Su último atraco y a
empezar de cero. A la salida de aquella sucursal bancaria se le abriría la
puerta hacia una nueva vida. Si todo iba bien, hasta podría ir en busca de su
madre, sacarla de aquella triste y sucia existencia. Podía perdonarla. Seguramente
habría cambiado. Ahora podrían ser madre e hijo de verdad.
A la salida de aquella
oficina de La Caixa, le esperaba una nueva vida, de eso estaba convencido. Y
salió corriendo, pistola en mano, hacia su nuevo destino.