Diego Navarro era un apasionado del género
policíaco, de ahí que tenía, según aseguraba, un ojo clínico para los maleantes
y criminales. Gracias a ese don estaba ahora tras la pista de un asesino en
serie, ese que pasa desapercibido por todo el vecindario, por toda la
comunidad, ese que luego todo el mundo dice que era tan agradable, una
bellísima persona, quién lo iba a decir. Pero a él las apariencias no le engañaban,
no se le escapaban los detalles más nimios y si su instinto de sabueso no le traicionaba,
cosa más que improbable, iba a delatar al asesino del barrio, al que la policía
llevaba semanas buscando. Diego sabía perfectamente quién era y dónde vivía:
era ni más ni menos que Ignacio Pereira, su nuevo vecino del quinto.
Empezó a sospechar de
él cuando, un sábado por la noche, al volver a casa muy tarde tras una cena con
los compañeros del trabajo, se cruzaron en el portal. No le dio ocasión a
saludarle, tan precipitadamente como pasó por su lado, como si no quisiera ser reconocido,
ataviado con un sombrero de ala ancha y ocultando parte de su cara con una gran
bufanda gris. Al día siguiente supo por las noticias que en las inmediaciones
había aparecido el cadáver de una mujer a la que habían apuñalado con saña.
Cuando más tarde leyó la noticia en el periódico, añadían que el cadáver había
sido descubierto por un indigente en un contenedor de basuras a eso de las
siete de la mañana y que, según el médico forense, la mujer llevaba muerta unas
cuatro horas. Así que todo encajaba: él había llegado a casa a eso de las dos
de la madrugada, justo cuando salía su vecino, y esa pobre desgraciada había
sido acuchillada a eso de las tres, una hora después. Pero lo que le había reafirmado
en sus sospechas hacia su vecino del quinto fue su conducta, su comportamiento
esquivo, el escaso trato con el vecindario, su forma de saludar, correcta pero fría
y distante, su mirada huidiza, sus salidas y entradas a horas intempestivas. Pero
eso no era todo, pues sólo serían pruebas subjetivas y circunstanciales. No, la
prueba definitiva e irrefutable, según Diego, era que se había descrito el arma
del crimen como un cuchillo de grandes dimensiones, e Ignacio Pereira era
carnicero. Ahora sí que todo cuadraba.
Desde entonces, Diego sometió
a su vecino del quinto a una vigilancia y seguimiento exhaustivos. Todas las
noches se apostaba frente al edificio esperando la aparición del supuesto
asesino hasta que, a eso de la una, Ignacio Pereira hacía su aparición en el
portal y salía raudo para adentrarse en cualquier callejón del barrio. Por
mucho que Diego se esforzaba en seguirle, siempre acababa perdiéndole de vista.
¿Sabría Pereira que le estaba siguiendo?
Eran ya tres las
semanas consecutivas que espiaba, seguía y perdía a su vecino por las
intrincadas callejuelas de aquel barrio y tres habían sido las mujeres
encontradas muertas en los alrededores, asesinadas por el mismo
procedimiento y con la misma arma. “El asesino del cuchillo”, como se le
conocía, había ya acabado con la vida de seis mujeres desde que se supo de su existencia. Diego no entendía cómo
la policía no había desplegado un dispositivo para capturarle. Sólo debían distribuir
unos cuantos agentes de paisano por el barrio y esperar a que apareciera para darle
caza. Pero para esto estaba él, para compensar la falta de iniciativa policial.
Por eso siempre había sido un ciudadano ejemplar y de algo tenían que valer sus
dotes detectivescas.
Diego había ideado un
plan, un poco arriesgado, pero no tenía duda de que funcionaría. Todo plan
entraña un peligro y, aunque pudiera costarle la vida, merecía la pena correr
el riesgo. Ya se veía en las portadas de los periódicos, sonriendo a la cámara,
cuando le otorgaran la medalla al mérito ciudadano por haber atrapado a ese
asesino tan peligroso.
El plan era de lo más sencillo, cuántas veces lo había visto en las películas. Sólo tenía que actuar de cebo, disfrazarse de mujer y esperar a que apareciera el asesino. Ya se imaginaba la cara de sorpresa de éste cuando viera que no era una mujer sino su vecino del primero. Pero no sería tan ingenuo como para ir a pecho descubierto, no, llevaría en el bolsillo la pistola Taser que acababa de adquirir por internet y que dejaría a su presa inmovilizada durante el tiempo necesario y suficiente para llamar al 091.
Llegó por fin el momento de la verdad. Diego Navarro, apostado tras un árbol frente al portal, vio cómo a la una en punto de la madrugada Ignacio Pereira salía y que, como siempre, se internaba en el primer callejón tras doblar la esquina. Después de comprobar que el bolsillo derecho de su abrigo albergaba ese chisme que le convertiría en un héroe, se puso rápidamente en marcha, una marcha dificultosa por culpa de aquellos zapatos de tacón que sólo hacían que se le torcieran los tobillos a cada dos pasos y de aquella falda de tubo que le obligaba a andar a pasitos cortos como una Geisha. De este modo ocurrió lo inevitable: le perdió al poco de haber iniciado su seguimiento.
Tras más de dos horas
dando pacientemente vueltas por el barrio, con aquel atuendo tan espantosamente
incómodo y esa peluca de color rubio platino tan insoportable —más de uno le preguntó
cuánto cobraba por un servicio normal, las cosas que hay que hacer—, cuando ya
creía que volvería a casa con las manos vacías, vio la silueta de un individuo
de la misma constitución y con la misma vestimenta que su vecino y que avanzaba
lentamente en su dirección. El corazón se puso a galopar a un ritmo tan
frenético que casi le parecía oír los latidos, las manos le temblaban y notaba
que un sudor frío le recorría la espalda. En el callejón, sólo se oían su
taconeo y los pasos del que pretendía ser su asesino.
Se detuvo frente a él,
sacó su pitillera plateada del bolso y con una tranquilidad tan falsa como su apariencia
sexual, extrajo un cigarrillo que puso a continuación entre los dedos índice y
corazón de su mano izquierda —mierda, las mujeres solían fumar con la derecha,
que lo había visto en el cine— y tras devolver la pitillera a su lugar, introdujo
disimuladamente su mano derecha en el bolsillo que contenía la pistola
eléctrica. Cuando Diego le pidió fuego a aquella sombra, ésta sacó un mechero y,
al encenderlo, la luz de la llama iluminó sus caras, unas caras en las que
asomó la duda en una y la satisfacción en la otra.
Al día siguiente, cuando
las noticias de la televisión primero y las de los periódicos después, narraron
lo sucedido, nadie en el barrio podía dar crédito a lo que oía y leía.
En los periódicos, a
primera plana, se podía leer, bajo el titular “Abatido a tiros el temido
asesino del cuchillo”, la siguiente noticia:
“Un conocido vecino del barrio de La Rivera, cuya identidad
todavía no se ha revelado oficialmente pero que responde a las iniciales D.N., ha
resultado ser el “asesino del cuchillo”. Según fuentes policiales, D.N. iba
disfrazado de mujer en el momento de ser reducido por I.P., un inspector de la
brigada criminal que llevaba varias semanas tras su pista. Lo más curioso es
que ambos, policía y asesino, vivían en la misma finca.
El inspector, que, para no levantar sospechas, se hacía
pasar por carnicero, llevaba varias semanas tras el asesino y, al parecer,
empezó a sospechar de su vecino cuando éste se dedicó a espiarlo de día y a
seguir sus pasos de noche. Fue entonces, cuando I.P. decidió tenderle una
trampa, dejándose seguir, atrayéndole a su terreno, las estrechas y oscuras
callejuelas del barrio, donde el asesino actuaba y se sentía más seguro.
Se ignoran todavía los detalles, pero todo parece apuntar a
que D.N., tras pedir fuego al inspector, intentó dejarle inconsciente con una
pistola eléctrica que llevaba escondida en el bolsillo de su abrigo y que el
policía confundió con un cuchillo, motivo por el cual tuvo que dispararle en
defensa propia. Lo extraño del caso es que, aparte de este artilugio de
electrochoque, el asesino no llevaba ninguna otra arma, por lo que se supone
que, sabiéndose perseguido, debió desprenderse de ella antes de ser apresado.
El vecindario está consternado por lo acontecido pues nadie
se hubiera imaginado tener por vecino a un asesino en serie al que todos
califican como un hombre educado, amable y muy querido en el barrio. Sus
vecinos de escalera no han dudado en definirlo como una bellísima persona. Quién
lo iba a decir.”
Junto a este texto,
aparecía una fotografía en la que I.P. miraba sonriente a la cámara, haciendo
con sus dedos la señal de la victoria. El comentario a pie de foto decía que
seguramente le concederían la medalla al mérito policial.
Mientras tanto, en otro
piso del mismo barrio, alguien ojeaba el periódico y, esbozando una sonrisa de
satisfacción ante la noticia que acababa de leer en la sección de sucesos, se
congratulaba de no haber salido de caza aquella noche. De todos modos, tendría
que cambiar de campo de operaciones.
Vaya despliegue narrativo e imaginativo has realizado en el relato que va tomando vuelo hasta encontrarnos con ese sorprendente final en el que alguien se ha frotado las manos. Lo cierto es que el género negro está muy de moda y habrá gente que empiece a sospechar hasta de su propia sombra je, je.
ResponderEliminarUn abrazo, Josep.
Me imagino que aquel que ha cometido un crimen o, como en este caso más de uno, y le cargan la culpa a un inocente, debe sentirse pletórico, al verse libre de sospecha y libre para cometer más crímenes. Son muchos los delincuentes que se creen intocables y superiores a los demás y que a ellos no les van a pillar.
EliminarYo, aunque soy un amante del género negro, de momento no llego al punto de sospechar de todo bicho viviente, ja, ja, ja.
Un abrazo, Miguel.
Al final no era Alfredo Landa.
ResponderEliminarMuy divertido el relato de "el cazador cazado".
Un abrazo.
Pues no, no era Alfredo Landa, je, je.
EliminarSiempre he creido que es mejor dejar las cosas en manos de los profesionales, así no metes la pata.
Un abrazo.
¡Qué historia tan bien construida! El cazador cazado (y confundido). Yo de todo esto me quedo que la "profesionalidad" de los personajes deja bastante que desear, me parece que el único que sabe hacer bien "su trabajo" es el asesino, ja, ja, ja.
ResponderEliminarUn beso.
P.D. ¿En las películas las mujeres siempre fuman con la mano derecha? No me había fijado nunca.
Ambos, el poli y el investigador amateur no son precisamente muy profesioales, de ahí que cometan un grave error, aunque el poli no se dará cuenta del suyo hasta que el verdadero asesino vuelva a actuar.
EliminarLo de que las mujeres fuman sujetando el cigarrillo con la mano derecha y los hombres con la izquierda es fruto de mis obervaciones. No digo que todas las mujeres lo hagan, pero me atrevería a decir que la mayoría. Hubo un tiempo en que me dedicaba a observar algunas costumbres que parecían distinguir a las personas de distinto sexo: remover el café en el sentido de las agujas del reloj o en sentido contrario, cruzar los brazos poniendo el derecho sobre el izquierdo o al revés, y así toda una serie de tonterías. Supongo que todo ello es, en realidad, fruto de la casualidad, como el hecho de asegurar que la mujer a la que le sienta muy bien el embarazo lleva un niño, mientras si cambia físicamente a peor lleva una niña. En mi familia (hermanas y mi propia mujer) sucedió todo lo contrario, je, je. En fin, que lo dicho en este relato es una licencia literaria, pero sigo pensando que algo hay de cierto, ja, ja, ja.
Un beso.
Que bien lo cuenta Josep. Una historia estupenda y entretenida con un final sorprendente, y que me ha encantado volver a leer, pues en cuanto he empezado, me parecía que ya lo había leído. Me ha pasado igual que con las películas de la tele, cualquier escena me dice que la he visto aunque no me acuerde de nada, jjj.
ResponderEliminarMe gusta mucho este relato y he disfrutado leyéndolo.
Un abrazo Josep.
Hola, Elda. Vuelves a demostrar que tienes una muy buena memoria. Este relato lo publiqué por primera vez en enero de 2014 y solo tuvo dos comentarios, el tuyo y el de otra persona que hace años que desapareció de mi órbita bloguera. Así que me imaginé que bien podrías recordarlo.
EliminarNo obstante, he cambiado algunas cosas, la más relevante de todas es el final, en el que queda claro que el verdadero asesino sigue libre para seguir cometiendo sus crímenes y se regodea de no haber sido pillado in fraganti. Creo que este detalle le da al relato un valor añadido.
Muchas gracias por tu visita y me alegro que la hayas disfrutado.
Un fuerte abrazo.
Genial tu relato. Me ha tenido enganchada de principio a fin. me he tenido que reprimir para no saltarme párrafos de la impaciencia por saber cómo terminaba porque estaba claro que el fin iba a ser cualquier cosa menos lo esperable. Lo dicho, genial.
ResponderEliminarUn beso.
Muchas gracias, Rosa. No sabes cuánto me alegra que te haya gustado tanto que tuvieras que reprimir tu deseo de conocer el final antes de tiempo, je, je. Que una lectora tan consumada y entendida como tú diga que mi relato es genial me da más alas que el Red Bull, je, je, je.
EliminarUn beso.
Sabía que Diego Navarro acabaría mal. Suele pasarle a los que se meten donde no les llaman.
ResponderEliminarMuy bueno el relato
Un abrazo
En efecto, Diego se puso en camisa de once varas. Yo siempre digo aquello de zapatero a tus zapatos. Jugar a héroe sin saber, trae malas consecuencias.
ResponderEliminarUn abrazo.
No fue una buena noche para nadie, excepto para el verdadero malo que, al parecer, aparte de silencioso, cauteloso, va dos pasos más adelante que el resto. De ser narcisista, estaría en pelota viéndose al espejo, felicitándose y tirándose besos jaja Va un abrazo, Josep.
ResponderEliminarPues sí, el ganador fue el que se quedó en casa regodeándose de su pericia, burlándose de sus pretendidos captores y planeando su siguiente fechoría. Los hay que, a nuestro pesar. se salen con la suya.
EliminarUn abrazo.
Hola, Josep Maria.
ResponderEliminarSi, es que cada uno se debe a su profesión, y solo con una llamadita a la policía con sus dudas hubieran cambiado totalmente la historia, porque mira como terminó el pobre, mientras el auténtico villano sigue en libertad. Muy bueno con una ambientación perfecta.
Un beso.
Hola, Irene,
EliminarEl aburrimiento y la excesiva curiosidad convierten a un sujeto en alguien imprevisible, osado e insensato. Ya dicen que la curiosidad mató al gato. Aquí fue al vecino del primero, je, je.
Muchas gracias por tu comentario.
Un beso.
Hola Josep! Leo tu relato con gran intriga hasta el desenlace final, el cual no me imaginé, ya que pensaba que el asesino era el que mató a Diego, te tenías guardado un as en el tintero.
ResponderEliminarAbrazos.
Hola, Conchi. Me alegro que este relato te haya atrapado y sorprendido. Qué más puedo pedir, je, je.
EliminarMuchas gracias por tu comentario.
Un abrazo.
Ho veia a venir que passaria alguna cosa així, tot i que el verdader assassí encara campa lliurement, al pobre veí no li va servir de res fer d'investigador, tot el contrari ... i va perdre molt !.
ResponderEliminarUn intrigant relat que segueixes de dalt a baix amb interès. Ben trobat !!.
Quan una història s'enreda tant, sempre fa sospitar que quelcom sortirà malament, com així va ser, he, he.
EliminarMoltes gràcies per deixar aquest comentari.
Una abraçada.
Hola, Josep, vaya con el cazador cazado, aunque el pobre solo quería colaborar, pero menuda historia te has sacado, jugando al despiste de manera precisa para ofrecer un giro que deja con un palmo de narices. ¿Cuánta gente se habrá visto perjudicada ante la facilida que un malentendido da ante una solución rápida? Es para pensar.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola, Pepe. El hombre se vino arriba sobrevalorando su capacidad investigadora. Si sospechaba de su vecino, podía haberlo puesto en conocimieto de la policía y actuar, a lo sumo, como colaborador, pero no, tenía que ser él el héroe que lo atrapara. Y él fue el atrapado, y todo por un simple malentendido. Zapatero a tus zapatos, je, je.
EliminarLos malentenidos pueden crear verdaderos problemas.
Un abrazo.