Desde muy niño, Pablo siempre se había salido
con la suya. Su principal rasgo era la astucia. Mentía con tal descaro y verosimilitud,
que nadie puso jamás en duda sus artimañas. Sacaba buenas notas, pero gracias a
su buen hacer a la hora de copiar y de hacer unas “chuletas” muy elaboradas.
Así consiguió sacarse un grado de informático sin pasar por la Universidad.
Sabía que no superaría la Selectividad, pues sería muy arriesgado y
extremadamente complicado utilizar sus “métodos de trabajo”. En el mundo de la
informática se supo introducir lo suficientemente bien como para poder optar a
un trabajo decente y bien remunerado.
Pero, como no había
perdido su afán por despuntar por encima de los demás, se las ingenió para dar
de sí mismo una imagen que distaba mucho de la realidad, empezando por falsear
su CV. Se atribuyó una licenciatura y un master que no poseía, una amplia
experiencia en el mundo laboral, un dominio de cinco idiomas extranjeros y un
número indeterminado de cursos de formación. Y como en la entrevista de
selección se manejó con total naturalidad y desparpajo, sus mentiras colaron
perfectamente. Menos mal que no le pusieron a prueba con lo de los idiomas,
pues no sé cómo se las habría apañado.
Así pues, lo más
destacado de su paso por el mundo empresarial fue su habilidad para mentir y
aparentar lo que no era. Siempre dispuesto a hacer horas extra y a lamerle el
culo a su superior, llegó a ganarse la confianza del director general de la última
empresa que lo contrató, quien lo ascendió a director de departamento, en
sustitución del abnegado jefe que hasta entonces había tenido, al cual le
rescindieron el contrato por “falta de ideas innovadoras”. De este modo, pasó a
formar parte del Comité de Dirección, en el que se suponía debía desempeñar una
importante labor mediante una nueva estructura integral del sistema informático
que regía prácticamente todas las actividades empresariales. Con este
propósito, su departamento pasó a denominarse Dirección de Organización y
Sistemas y su primera intervención debía ser la de presentar, a la mayor
brevedad posible, un plan de acción.
Absolutamente falto de
ideas, hizo lo que suelen hacer los jefes incompetentes: crear un grupo de
trabajo, que sería el que, en realidad, capearía el temporal.
De este modo, tuvo a
sus colaboradores trabajando a destajo como si de esclavos se tratara,
azotándolos verbalmente para que hicieran un trabajo para el que él no estaba,
ni de lejos, preparado.
Los empleados en
cuestión, sabedores de la inutilidad de su nuevo jefe y hartos de sufrir
constantes improperios, a cada cual más punzante, planearon darle una lección
proponiendo una solución disparatada a la petición del director general, que de
informática no sabía ni un pimiento. Así las cosas, le prepararon un dossier
repleto de propuestas absurdas que cualquier persona mínimamente preparada
descubriría de una simple ojeada.
Pablo leyó literalmente
el libreto que le había preparado su equipo, que fue bendecido por todos los
integrantes del Comité, a los que les resultó totalmente ininteligible, lo cual
dio pábulo para que el incomprensible discurso pareciera que la propuesta era
de lo más innovadora y compleja.
A continuación, vino la
parte más interesante: ponerla en práctica, algo que, por supuesto, también
recayó en los sacrificados miembros de su equipo.
Como era de esperar, la
empresa sufrió un tremendo colapso: nóminas equivocadas, un sistema de alarma
disfuncional —sonaba cuando le daba la gana—, el programa informático de
contabilidad se colgaba cada dos por tres, cortes de energía inexplicables,
cámaras de seguridad que funcionaban a trompicones, el aire acondicionado que
calentaba en lugar de enfriar, y viceversa, y así un sinfín de bochornosas
irregularidades.
Ante esa situación tan
alarmante como incomprensible, Pablo fue llamado a la presencia del director
general para dar explicaciones de lo que estaba sucediendo, algo no solo
insólito sino del todo incomprensible para un experto en informática avanzada
como él.
Cómo no, Pablo echó
balones fuera, culpando de todo ese desatino a su equipo, un atajo de inútiles
que debían ser despedidos sin demora y sin indemnización alguna.
El director general,
sospechando por primera vez una incompetencia de Pablo, hizo llamar al equipo
al completo para que dieran su versión de los hechos.
El que se erigió como
portavoz de los siete miembros del departamento de Organización y Sistemas, el
informático de carrera con mayor antigüedad en la empresa, alegó que ellos
habían presentado a Pablo una propuesta que difería del todo a la que él había
presentado al Comité de Dirección y como muestra de ello mostró el dossier que
habían elaborado según se les había solicitado y que Pablo, disconforme con el mismo,
había modificado en su totalidad, dando como resultado el fiasco que ello había
provocado.
Pablo, estupefacto al ver la trampa que le habían tendido aquellos malditos traidores, fue puesto de patitas en la calle de forma fulminante, sin atender a sus quejas y acusaciones contra su equipo, prometiendo una terrible venganza. “Quien ríe el último, ríe mejor”, fueron sus últimas palabras.
De eso ha transcurrido una década, durante la
cual, Pablo siguió trepando de rama en rama sin que nadie advirtiera su
inutilidad. Con su carácter extrovertido ha hecho grandes amigos en el terreno
de la política. Hoy es el ministro de Educación, el que debía mejorar la
calidad del sistema educativo español, reduciendo la elevada tasa de fracaso
escolar. Como no puede ser de otro modo, tras conocerse el último informe
PISA*, que demuestra que los alumnos españoles han obtenido los peores
resultados en veinte años, culpa de tal descalabro a todo hijo de vecino, pero él
sigue, de momento, en su puesto.
Este es un relato de ficción. Cualquier
parecido con personas o hechos reales es pura coincidencia.
*Programme for International Student
Assessment (Programa para la evaluación internacional de los estudiantes, en
español)