Desde que a Rodrigo le habían ascendido en la empresa, todo le sonreía, especialmente su cuenta corriente. Ahora que, por fin, tenía una solvencia económica asegurada, llevaría la vida que siempre había deseado, una vida totalmente independiente, sin ataduras ni cargas familiares. Se convertiría en un soltero de oro, envidiado por los hombres y deseado por las mujeres.
Al poco de haberse mudado a ese loft que sería el reducto inexpugnable de sus aventuras amorosas, todo le había parecido perfecto. El amplio apartamento, en un vetusto edificio rehabilitado de diez plantas, tenía una vista magnífica de la ciudad, pues ocupaba él solo todo el ático. Solo había una pega: el ascensor. A él nunca le habían agradado los ascensores y, siempre que podía, subía a pie con la excusa de hacer ejercicio. La verdadera causa era, sin embargo, que tenía claustrofobia y un terror a quedarse encerrado en ese artefacto o, peor aún, sufrir un accidente por cualquier fallo mecánico.
Así pues, en su nueva vivienda empezó subiendo por las escaleras, pero diez plantas eran muchas plantas y tras una jornada agotadora lo menos que le apetecía era superar los casi doscientos peldaños que le separaban del merecido descanso. Finalmente, pues, decidió sobreponerse a sus miedos y utilizar el sistema más práctico, rápido y cómodo de llegar hasta su hogar: el maldito ascensor, un moderno aparato instalado hacía tan solo unos meses en sustitución de un viejo montacargas.
A los pocos días de utilizar el ascensor, se desvanecieron, como por arte de magia, todos sus temores. Era un ascensor amplio, rápido, silencioso, muy bien iluminado, con un espejo de cuerpo entero que daba una mayor sensación de amplitud y de esos en los que una voz femenina indica si está subiendo, bajando y el número de la planta donde se detiene. Caramba con la voz. Quien la hubiera prestado para la grabación debía ser una mujer de lo más sensual. Rodrigo había marcado, en más una ocasión, todas las plantas solo para prolongar el placer de oír esa voz de terciopelo que casi le ponía la piel de gallina. Cerraba los ojos y se imaginaba que tenía ante sí a una belleza voluptuosa que, semidesnuda, le susurraba entre suspiros: ”Cerrando puertas, subiendo, primera planta, abriendo puertas”, y así hasta llegar al ático, donde le despedía con un guiño pícaro y lanzándole un beso al aire. ¿Sería eso una variante fetichista?
El joven conquistador en ciernes llegó a pensar en dar con la mujer que había cedido su voz a la empresa fabricante de ese moderno artilugio. Seguro que alguien sabría darle razón de quién era. Pero, recapacitando, reconoció lo ridículo y pueril de ese empeño. “Con tantas mujeres de carne y hueso que tengo a mi disposición, no voy a obsesionarme por una desconocida que puede ser un adefesio o un vejestorio y todo por una voz enlatada” –se dijo.
Pero era tanta la obsesión de Rodrigo por lo que se había convertido en un amor platónico virtual que decidió, para no acabar desarrollando una patología psiquiátrica más grave que su claustrofobia, abandonar el uso del ascensor y usar las escaleras como hacía antaño. Así mantendría sanos tanto su cuerpo como su mente.
Al principio sufrió un leve síndrome de abstinencia, debiendo resistirse a la tentación de pulsar el botón de llamada del ascensor, pero a los pocos días su dependencia estaba ya en plena fase de remisión, momento en que la lucidez se impuso, dándose perfecta cuenta de la locura en la que había estado viviendo todas esas semanas, desde que pusiera los pies por primera vez en ese moderno aparato elevador.
Un día, en que llegó a casa pasada la medianoche, cansado e indispuesto por el exceso de alcohol, pensó que ya era tiempo de pasar página, olvidarse del dichoso incidente y comportarse como una persona normal, sin manías ni obsesiones. Así que, intentando relajarse, pulsó el botón de llamada con la mirada fija en el indicador de plantas.
“Qué raro” -pensó. El ascensor estaba detenido en la décima planta, la suya, y en esa planta no había más inquilino que él. “Bueno, quizá alguien vino a verme o a traerme un paquete, qué se yo” -se dijo. Pero quien fuera que hubiese ido a verle o a traerle algo, habría utilizado el ascensor también para bajar, a no ser que quisiera hacer ejercicio pues bajar andando es mucho más llevadero que subir. Pero, aun así, con la de vecinos que había en el inmueble, ¿nadie había usado hasta entonces el ascensor?
Y en eso estaba cuando oyó el “cling” que indicaba que al aparato acababa de llegar a la planta baja y acto seguido se oyeron las palabras “abriendo puertas” mientras estas, efectivamente, se abrían ante la expresión de reparo del joven.
Inspirando profundamente, Rodrigo entró en la cabina y pulsó el botón número 10. Tras las palabras “cerrando puertas” y “subiendo”, las luces empezaron a parpadear hasta que se apagaron, dejando a Rodrigo en la más absoluta oscuridad. Fue entonces cuando volvió a oír la misma voz sensual y melodiosa, que tan bien conocía, que le decía: “Hola Rodrigo, te he echado mucho de menos, creía que me habías abandonado pero veo que has vuelto. No permitamos que nada ni nadie nos separe”.
Los técnicos de mantenimiento no pudieron explicar lo que le había ocurrido a ese ascensor de última generación. Lo más plausible era que hubiera fallado el ordenador de control pues llevaba parado entre la octava y la novena planta no se sabía cuánto tiempo y no había forma de moverlo ni de abrir las puertas. Por lo menos parecía que no había nadie dentro, pues, de lo contrario, habría hecho sonar la alarma y nadie, conserje y vecinos, había oído nada. Además, nadie respondía a las voces de llamada de los operarios. Pero cuando éstos se disponían a forzar las puertas correderas del rellano de la planta novena para acceder al techo del ascensor y, de ahí, a su interior, éste se puso súbitamente en marcha, subiendo y deteniéndose en la décima, pudiéndose oír el “cling” de rigor y las palabras “abriendo puertas”.
Cuando operarios y conserje llegaron precipitadamente a la última planta del edificio, vieron que, efectivamente, el ascensor descansaba en ella con las puertas abiertas y a oscuras. Acto seguido, las luces volvieron a encenderse tras varios parpadeos, iluminando el cuerpo inánime de un joven que el conserje identificó como el inquilino del ático, un tal Rodrigo Guzmán.
El resultado de la autopsia reveló, como motivo de la muerte, un paro cardiaco súbito por rotura de una de las arterias coronarias, un hecho muy poco frecuente en una persona tan joven y sin antecedentes cardiovasculares. La opinión de sus familiares y amigos fue algo distinta. Según ellos, Rodrigo falleció, sin duda alguna, de un paro cardiaco, sí, pero debido al pánico que se apoderó de él al estropearse el ascensor y quedarse encerrado allí varias horas, pues era bien sabido que padecía de claustrofobia.
Ay que susto, y que interesante relato. Menos mal que mi ascensor no tiene ninguna voz sino cuando lo cogiera de ahora en adelante me iba a dar un poco de cosilla, ya que soy una miedosa, jajaja.
ResponderEliminarGenial como siempre tus historia Josep. Ya había venido unas cuantas veces a ver si tenías algo nuevo...
Me ha gustado mucho, está muy interesante.
Un abrazo.
Caramba. Es bueno saber que hay quien espera ver mis nuevos relatos. Lamento que hayas tenido que pasar por aquí y no ver nada nuevo pero, entre que me fui unos días de viaje y que he estado haciendo otras cosillas, he dejado estos retales sin coser, jeje.
EliminarMe alegra haberte hecho pasar un ratito agradable. De eso de trata.
Muy agradecido por tus amables palabras, Elda.
Un abrazo.