Mientras limpiaba la pistola, una Glock 20, 10 mm, de segunda mano, Julio sentía, de nuevo, la rabia y el odio que experimentó el día en que localizó a su enemigo, gracias a las gestiones de un detective privado. Fue un odio más intenso que el que esperaba sentir. Ese indeseable iba acompañado de su ex mujer, ambos en actitud cariñosa.
¿Cuándo empezó ese idilio? ¿Antes o después de su despido? Fuera como fuese, al agravio que había sufrido por parte de ambos, ahora se le añadía la peor de las traiciones. Ahora su objetivo era doble: acabar con los dos.
Tenía un plan. El modo: cosidos a balas. La fecha: el día de carnaval. Ocultándose bajo un disfraz podría perpetrar el asesinato, o mejor llamarlo ajusticiamiento, con total impunidad.
Llevaba varias semanas haciendo un seguimiento exhaustivo de sus futuras víctimas. Con la ayuda del investigador que había contratado, nada escrupuloso a la hora de allanar moradas, colocó micrófonos por todo el apartamento, intervino su teléfono fijo, hackeó su ordenador y su teléfono móvil para rastrear sus correos y llamadas entrantes y salientes. Ese mercenario estaba dispuesto, incluso, a cambio de una suma extra, a ser el brazo ejecutor, pero Julio quería hacerlo personalmente para saborear mejor la venganza cuando les viera tendidos en medio de un gran charco de sangre y con los ojos abiertos mirando al infinito.
Gracias a ese sabueso, supo que, a pesar de que ese año el carnaval era el 15 de febrero, al ser domingo, lo celebrarían el sábado día 14, coincidiendo con la festividad de San Valentín, en un baile de disfraces, organizado por el Ayuntamiento en el Palacete Albéniz, al que asistiría la flor y nata de la sociedad barcelonesa. Curiosa e irónica coincidencia. Morirían el día de los enamorados. Era el lugar y el momento perfectos, nadie repararía en él, pasaría desapercibido entre tantas máscaras y, una vez cumplida su misión, solo tenía que despojarse de su atuendo y huir tan veloz como pudiera.
Llegado el día, a eso de las nueve de la tarde, les vio salir, el uno disfrazado de Conde Drácula y la otra de vampiresa. Tras subir a un taxi que les estaba esperando, pusieron rumbo a su destino fatal, y él, vestido de hombre-lobo, se dispuso a seguirles, en su propio coche, hasta las cercanías del palacete.
El bullicio era ensordecedor. El palacete resplandecía. Su invitación resultó una falsificación perfecta. Pasó el control sin ningún problema. Estaba satisfecho. En poco más de una hora todo habría acabado.
Antes de entrar en el salón principal, se palpó el arma y los cuatro cargadores con quince balas cada uno que llevaba pegados al cuerpo con cinta-aislante. Tal como le había asegurado su hombre, no hubo ningún control de metales pues, de lo contrario, todo habría sido en balde.
Tras comprobar que todo estaba en orden, levantó la mirada hacia la concurrencia dispuesto a mezclarse con el resto de invitados. No podía dar crédito a lo que veía: todos iban de igual guisa, todos los hombres disfrazados de Conde Drácula, y las mujeres de vampiresa. Esa debió ser la consigna recibida por los verdaderos invitados.
Dio unos pasos dubitativos y, en cuestión de segundos, se vio rodeado de una multitud que se reía de él a carcajadas, pensando, con toda seguridad, que había sido objeto de una broma pesada o que se había confundido de fiesta.
De pronto, se sintió ridículo, como un colegial del que se burlan sus compañeros. Se sintió nuevamente en el despacho de su ex director, humillado, desolado, paralizado. Pero él había venido a cumplir su objetivo y no se marcharía de allí sin haberlo hecho. El problema era que no sabía quién era quién, todos con idéntico disfraz.
Se sobresaltó cuando alguien posó una mano en su hombro. Era un hombre poco más alto que él. Le dijo: “no te lo tomes a mal, hombre, no es nada personal”. Julio sintió un acaloramiento repentino y una rabia incontrolable. Sacó su arma de debajo del disfraz y apuntó a la cabeza del que le había hablado así, seguro de haber reconocido aquella voz.
Los invitados quedaron mudos por unos segundos para estallar nuevamente en carcajadas, creyendo que se trataba de una broma y que el arma era de juguete. Cuando adivinaron que no había chanza alguna en aquel acto, se abalanzaron sobre él para arrebatarle la pistola. Entonces empezó la fiesta.
Julio descargó, uno tras otro, los cinco cargadores que, en total, formaban su pequeño pero efectivo arsenal, hasta que ya no quedaron balas que disparar.
La escena parecía dantesca, sangre y cuerpos desparramados por todas partes, unos tendidos sobre los sofás, otros bajo las mesas, refugios inútiles, cristales rotos de lámparas y ventanas, cortinas rasgadas por quienes pretendieron, en vano, esconderse tras ellas, jarrones hechos añicos, al igual que algún que otro cráneo.
Pero Julio no podía abandonar el lugar sin antes cerciorarse de que, entre aquel amasijo de cuerpos retorcidos, estaban los de sus víctimas.
Nadie había sobrevivido a la ejecución en masa, ni siquiera el personal del catering. Los guardias jurado, tomados desprevenidos, también yacían aquí y allá. Con manos temblorosas de excitación fue arrancando, una a una, las máscaras que cubrían las caras de sus víctimas hasta que dio con las que buscaba. Estaban muertos, los dos, no había duda. Había cumplido su venganza.
Entonces fue cuando sintió una punzada en el costado izquierdo, un dolor intenso que le irradiaba hasta el brazo. Se quitó, con gran esfuerzo, su disfraz y vio una gran mancha de sangre que le cubría el tórax hasta casi la cintura. Había sido alcanzado por una bala de alguno de los vigilantes jurado.
Una vez en el jardín, respiró hondo e hizo acopio de fuerzas para llegar hasta su coche, aparcado a un centenar de metros de aquel lugar. Se sentó en el asiento del copiloto y trató de relajarse. Todo había salido a pedir de boca excepto el final. Pero él había previsto hasta el último detalle, así que abrió la guantera, tomó el cargador que había guardado para esa eventualidad y lo introdujo en la pistola.
El día de San Valentín del año 2015, a las 11:30 horas, un fogonazo iluminó por un segundo la oscuridad reinante en un recodo del parque que circunda el palacete Albéniz.
Hola Josep, vaya masacre, sí que se le fue de las manos el asunto que también terminó cazado y rematado por él mismo.
ResponderEliminarMuy bueno que todo el mundo fuera con el mismo disfraz, según he ido leyendo no me lo he podido imaginar.
Como siempre un placer leer tus relatos y ver la capacidad que tienes para desarrollarlos.
Un abrazo.
Hola Elda. No sé si te conté que este relato era parte de un ejercicio que nos mandaron hacer en un taller de escritura creativa al que asisto. Está inspirado en la idea del odio y la venganza, al estilo de la película, que todavía está en pantalla, Relatos Salvajes.
EliminarMe alegro que te haya gustado a pesar del derramamiento de sangre. Dicen que la venganza se sirve en plato frío pero a veces también resulta contraproducente.
Por cierto, si entras en mi otro blog, Cuaderno de Bitácora, quizá te lleves una sorpresa. De no hacerlo, no pasa nada.
Un abrazo.
Una historia escalofriante, Josep, ¡Qué noche de carnaval más lúgubre!. Emocionante hasta el final, y muy bien redactado. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Carmen. Es un placer contar con tu presencia y tus siempre amables comentarios. Precisamente eso era lo que pretendía, darle a la historia un aire trágico aunque salpicado de tragicomedia.
ResponderEliminarUn abrazo.