Desde aquel día en que se sentó frente a una ouija por primera vez, a Joaquín sólo le obsesionaba una cosa: saber la fecha de su muerte. Ante la mirada de reparo de sus amigos, siempre formulaba la misma pregunta: ¿qué día voy a morir?
Sería el poder mental de alguno de los presentes, algún espíritu burlón o el dedo travieso de uno de sus camaradas, pero en cada ocasión que hacía esta pregunta agorera, la respuesta era distinta. Unas veces le quedaban tan sólo unos meses de vida, otras moriría centenario. Hasta que un día, la ouija encadenó las siguientes letras:
H A B L A C O N J U L I A
Por mucho que preguntó quién era Julia, la ouija repitió, una y otra vez, la misma frase.
Y ahí empezaron las tribulaciones de Joaquín, el inicio de la búsqueda de quien debía darle la respuesta certera a su constante pregunta. ¿Quién sería esa Julia con la que tenía que hablar y dónde podía encontrarla?
Nadie pudo hacerle desistir de su empeño por muchas razones que le dieron para que ignorara cómo y cuándo sería su fin. Según Joaquín, conocer ese dato le ayudaría a planificar mucho mejor su vida. ¿De qué vale hacer planes a largo plazo si resulta que voy a morir pronto?, en cambio, si sé que voy a tener una larga vida, puedo dedicar todo el tiempo y esfuerzo que haga falta en actividades que en un futuro me pueden reportar grandes ventajas, tanto de índole personal como profesional, decía, convencido, a sus amigos.
Pero ¿por dónde podía empezar la búsqueda de esa Julia? Parecía un reto imposible de afrontar pero estaba decidido a emprender su cruzada particular.
Desde entonces, todos los días, a la hora del desayuno, leía ávidamente todos los anuncios de videntes en los periódicos locales y nacionales de mayor tirada, hasta que un día dio con uno que le dejó sin habla. El anuncio decía escuetamente: “Sé que estás deseando conocer tu destino. A qué esperas, llámame”. Y por toda firma: Julia, y añadía un número de teléfono.
Sin poder esperar a terminar la jornada laboral, Joaquín sacó con manos temblorosas su móvil del bolsillo y llamó sin dilación a ese número que le abriría las puertas a su futuro.
En poco más de veinticuatro horas, Joaquín se hallaba sentado frente a una mujer atractiva, de mediana edad, que respondía al nombre de Julia y que, tras estrecharle la mano, le hizo pasar a una sala más propia de una santera, repleta de imágenes de lo que parecían vírgenes y santos, crucifijos, velas encendidas y toda suerte de objetos que, junto al intenso olor a incienso y a la oscuridad reinante, daban al entorno un aire bastante lúgubre.
Sin darle tiempo a preguntarle los motivos de su visita, Joaquín le dijo a la mujer, que le miraba con ojos penetrantes: “Quiero saber si tendré una larga vida o si, por el contrario, moriré joven.
Al cabo de media hora, Joaquín de despedía de Julia con un enérgico apretón de manos y una franca sonrisa en los labios. Se sentía feliz, pletórico. Julia no podía haberle dado mejores augurios: un magnífico porvenir, un futuro profesional envidiable, una vida personal satisfactoria y, por supuesto, una larga y apacible existencia. Eso era lo que había venido a buscar, a alguien que le dijera la verdad, que supiera leer su futuro.
A Joaquín se le olvidó preguntarle a Julia cómo pudo ser que la ouija diera su nombre, pero qué más daba, esas cosas siempre encierran secretos indescifrables. Lo importante es el fin, no los medios, se dijo. Tampoco le preguntó por el anuncio, si eran imaginaciones suyas o, como le había parecido, iba dirigido a él y, de ser así, cómo había sabido que la andaba buscando. Sus métodos tendrá, que por eso tiene el don de la clarividencia, pensó.
En esas cavilaciones andaba Joaquín cuando oyó el sonido agudo de un claxon, seguido de un fuerte frenazo y un impacto. Antes de que se le fuera la vida por la boca, tuvo tiempo de oír la voz angustiada de un hombre que decía: no he podido evitarlo, no me ha dado tiempo a frenar, ha cruzado la calzada sin mirar, se me ha echado prácticamente encima.
Entretanto, en la semioscuridad de la sala arropada por siniestras imágenes y bañada por el humo de unas velas agonizantes, una voz de mujer decía:
-¿Hola? Soy Julia.
-Sí, tu amigo ya se ha marchado, y muy contento por cierto. Pero me da pena.
-No, no ha sospechado nada, pero, la verdad, no me esperaba lo que he visto.
-¿Qué le iba a decir al pobre, que le quedaba muy poco tiempo de vida? Más vale así, que sea feliz el poco tiempo que le queda.
-Qué le vamos a hacer. ¿Qué ibas a saber tú? Pero ya te dije que no es bueno jugar con la ouija.
¡Qué trama tan interesante! En cuanto la ouija lo derivó a Julia, me sentí atraída por el personaje y decidí seguirlo hacia donde quisieras llevar la historia.
ResponderEliminarSaludos, Josep!!
Me alegra que decidieras seguirlo hasta el final pero aun más de que quisieras empezar a leerlo. Gracias por venir y comentar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bueno, ante todo felicitarte por tan esplendido relato, y decirte que cada vez me sorprendo más de esa imaginación que te ha dado la vida y luego lo bien que la empleas.
ResponderEliminarEsto de las ouijas y todas estas cosas de este estilo, me dan mucho respeto, no puedo decir que creo ni que dejo de creer, bueno más que respeto me dan miedo, con lo cual, me da que creo más, que no, jajaja.
Me ha resultado muy interesante y me ha encantado Josep.
Un abrazo.
En primer lugar, gracias por dejar tus comentarios, mi querida lectora. Yo, como escéptico que soy ante las cuestiones inmateriales, debo admitir que lo de la ouija me ha intrigado siempre y me hubiera gustado ahondar en ello, no ya como un fenómeno espiritista, sino de sugestión o poder mental, pero no he contado con un público colaborador, entre el cual siempre hay el gracioso de turno que interfiere. Aun así, podría contar sucesos bastante intrigantes. Pero quizá sea mejor seguir el consejo de Julia y no jugar con estas cosas.
ResponderEliminarUn abrazo.