Erase una vez una anciana y
su gato, un gato gordo y con cara de malas pulgas.
A sus noventa años, la anciana sólo tenía por compañía a Peludo, su mascota felina, un viejo gato persa de color como el whiskey.
Aunque de mal carácter, el animal adoraba a su dueña y ésta le correspondía con un amor tierno y sin límites. En definitiva, Peludo era un gato consentido.
A sus noventa años, la anciana sólo tenía por compañía a Peludo, su mascota felina, un viejo gato persa de color como el whiskey.
Aunque de mal carácter, el animal adoraba a su dueña y ésta le correspondía con un amor tierno y sin límites. En definitiva, Peludo era un gato consentido.
Desde hacía casi veinte
años, la anciana y su gato formaban una pareja indisoluble. No había uno sin el
otro, una pareja de vejestorios inseparable y bien avenida.
Pero un día sucedió lo inevitable, un emisario de la Parca visitó el hogar de la anciana y del gato, así se lo habían encargado, pero como no especificaron más, no sabía a quién de los dos tenía que llevarse.
Pero un día sucedió lo inevitable, un emisario de la Parca visitó el hogar de la anciana y del gato, así se lo habían encargado, pero como no especificaron más, no sabía a quién de los dos tenía que llevarse.
Ante la disyuntiva, al
principiante sustituto no le quedaba más remedio que consultar a su jefa, aunque ello
le valiera una regañina por incompetente, pero una tempestad de mil demonios
asoló de improviso la región –eso no era culpa suya- y no hubo forma humana ni
inhumana de transportarse hacia su lugar de origen, así que tuvo que quedarse
como visitante de paso en casa de esos huéspedes forzosos.
Mientras tuvieron que soportar a tal incómodo inquilino, la anciana no dejó. ni por un momento, de vigilarlo, aunque ello significara que ni dormir podía, no fuera a asestarle un revés a traición y llevársela sin contemplaciones. El gato, por su parte, no le sacaba ojo de encima desde cualquier rincón de la casa, y gracias a su silenciosa movilidad, aparecía y desaparecía de la vista de su potencial enemigo a su antojo.
Mientras tuvieron que soportar a tal incómodo inquilino, la anciana no dejó. ni por un momento, de vigilarlo, aunque ello significara que ni dormir podía, no fuera a asestarle un revés a traición y llevársela sin contemplaciones. El gato, por su parte, no le sacaba ojo de encima desde cualquier rincón de la casa, y gracias a su silenciosa movilidad, aparecía y desaparecía de la vista de su potencial enemigo a su antojo.
Al cabo de unos instantes,
la anciana le dijo al funesto emisario que habían llegado a un acuerdo, que ya
eran los dos muy viejos y que, como sus días estaban contados, deseaban partir
a la vez y pasar la eternidad juntos como habían estado hasta ahora en este
mundo. De este modo, el enviado podía eludir hacer aquella incómoda consulta y
ahorrarse un nuevo viaje cuando le llegara el turno a quien ahora no era
llamado a una nueva vida.
De este modo, tan pronto
como la tormenta amainó, los tres viajeros volaron hacia el nuevo destino que les
había sido asignado, la anciana con el gato en su regazo y el emisario abriendo
camino por el éter. Pero con la precipitación propia del novato en estas lides,
el enviado cometió un error, un gravísimo error, y éste no tenía arreglo.
La anciana fue a parar al
paraíso de los gatos y el gato al de los humanos.
Desde entonces, unos
maullidos desconsolados no dejan en paz a las almas de nuestros semejantes y un
llanto desesperado no deja descansar a los difuntos felinos.
Ay que bonito cuento pero el final que triste.
ResponderEliminarLa incompetencia siempre fastidiando a los demás...
Siempre sorprendida de tu imaginación y de tu buen hacer, te dejo un abrazo y te deseo feliz fin de semana.
La incompetencia ajena te hace desconfiar de todo el mundo, sobre todo cuando hay en juego tu bienestar. Tan unidos que siempre estuvieron en vida para luego tener que estar eternamente separados.
ResponderEliminarGracias por tu fidelidad y tus amables comentarios.
Un abrazo.