martes, 23 de diciembre de 2014

Una nueva vida


Yacía en medio de un gran charco de sangre y rodeado de coches patrulla y más de veinte agentes fuertemente armados. Por fin habían dado con él. Lo habían tenido que abatir a tiros pues no era de los que se dejaba atrapar sin plantar cara. Morir matando, ese era su lema favorito.

En su haber, treinta atracos a mano armada, tres de ellos con rehenes. Treinta entidades bancarias habían sufrido su agresiva intrusión. Se había convertido, en poco más de un año, en el enemigo público número uno, ahora que el terrorismo de ETA había dejado al país en calma. A su lado, los delincuentes más violentos que nutrían las cárceles españolas, eran niños de párvulos.

Los meses de persecución habían, por fin, dado su fruto. Ahí estaba, boca abajo, con el cuerpo retorcido, esperando a que el juez dictara el levantamiento del cadáver.

Todos los ciudadanos que habían tenido que sufrir sus desmanes, todos los agentes que habían intervenido en su búsqueda y final captura, todos los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado celebraban el éxito, todos los ciudadanos de bien se congratulaban por el feliz desenlace, todos estaban encantados, satisfechos, podían descansar tranquilos. Todos menos una persona: su madre.

Alonso Quijano, apodado “el Quijote”, era hijo único de una pareja de alcohólicos y drogadictos. Su padre era el camello del barrio hasta que un chute excesivo de heroína se lo llevó a otro barrio mucho más tranquilo. Su madre, ahora una anciana que sobrevivía gracias a la beneficencia, había “hecho de todo”, como ella decía, para sacar adelante a aquel chiquillo tan rebelde. Sus clientes se contaban por cientos o quién sabe si por miles, pues eran caras y cuerpos de paso que se detenían unos minutos en aquel cuchitril, donde madre e hijo malvivían, por unos cuantos billetes de cien, pues la mujer no era un género de suficiente calidad como para ser muy generosos por sus servicios. Así, los gastos en vino, coca y por la manutención del chaval se compensaban en el catre.

Alonso fue un niño muy tímido e introvertido, un buen chaval aunque un tanto “rarito” como decían sus compañeros de clase, hasta que no hubo más clases y cambió esos “compis” de curso por los “colegas” del barrio que, como él, pateaban las calles en busca de emoción y de algo que llevarse al bolsillo sin tener que currar. Vivía muchísimo mejor al aire libre que bajo aquel techo maloliente y en aquel ambiente que de familiar no tenía nada.

Alonso no tuvo una niñez feliz ni una adolescencia fácil. Gracias a sus contactos y a su ingenio pudo sobrevivir medianamente bien en aquella jungla en la que se movía, pero si quería mejorar su estatus, personal y económico, tenía que echarle agallas, dejar de ser uno más, vencer sus miedos e inseguridades y ganarse la confianza y el respeto del grupo al que pertenecía. Y gracias a ese empeño, en unos pocos años llegó a lo más alto de la pirámide de la zona, convirtiéndose en el respetado cabecilla de la banda.

Dinero fácil, mujeres y drogas acabaron siendo todo su mundo; el dinero y las mujeres siempre al alcance de la mano, las drogas lejos, solo para comerciar. No quería convertirse en lo que se convirtieron sus “viejos”, nombre que prefería utilizar para aquellos dos seres que no llegaron a ser verdaderos padres.

Pero el dinero atrae más dinero y éste nunca era suficiente para satisfacer sus necesidades. Así que del mundo de la droga y de las mafias, cada vez más competitivo y peligroso, saltó al de los atracos a furgones blindados y entidades bancarias. Era mucho más limpio. Además, quien roba a un ladrón… se decía.

Los éxitos sucesivos en sus incursiones a bancos y cajas de ahorros y, sobre todo, en sus asaltos a los furgones le hicieron creer que era imbatible y los botines obtenidos en cada una de esas operaciones solo acrecentaban su sed de dinero y hambre de aventura. De la intimidación con pistolas de juguete pasó a las de fogueo y, finamente, a armas de mayor calibre, tanto pistolas y revólveres como escopetas y fusiles.

Quería creer que era una especie de Robin Hood pero a los pobres no les llegaba nada de sus “incautaciones”, todo iba a parar a sus bolsillos, a los de su banda de atracadores y al de las prostitutas con las que jugaba a ser un cariñoso y  buen amante.

Un día vio por la calle a su “vieja”, haciendo cola a la puerta de un local de Caritas donde, a aquella hora, servían comida caliente a los indigentes del barrio. Eso le removió las entrañas sin saber muy bien porqué, pues hacía ya muchos años que había renegado de su condición filial para con aquella mujer que nada le dio, ni siquiera cariño, cuando más lo necesitó.

Esa visión fue, sin embargo, un revulsivo que le hizo reconsiderar su ideario moral y ver con otros ojos su vida presente y futura. De pronto, como si de una revelación se tratara, vio con toda claridad que esa no era la vida que quería seguir llevando, que no quería acabar con sus huesos en la cárcel, cosa que ocurriría tarde o temprano, que no quería seguir huyendo y escondiéndose de nada ni de nadie, que quería llevar una vida tranquila aunque para ello tuviera que trabajar en lo que fuera y disponer de unos magros ingresos que no le permitirían seguir llevando su actual tren de vida.

Estaba decidido. Cambiaría radicalmente de estilo de vida. Cambiaría, si era necesario, de identidad y comenzaría una nueva etapa, desde cero. Pero antes debía llevar a cabo ese golpe, el último. Se lo debía a sus compadres. No los podía dejar en la estacada precisamente ahora. Todo estaba preparado y él capitanearía el atraco tal como lo habían planeado. Luego, cedería su liderazgo a “el manco”, su mano derecha desde hacía muchos años, desde sus inicios.

Ese golpe, el último de su vida de delincuente, les daría para aguantar muchos meses. Él solo se quedaría con un pellizco, para permitirle resistir hasta que tuviera algo aceptable con lo que vivir. Esa sería su última aportación al grupo con el que tantas aventuras había vivido.

Su último atraco y a empezar de nuevo. A la salida de aquella sucursal bancaria se le abriría la puerta hacia una nueva vida. Si todo iba bien, hasta podría ir en busca de su madre, sacarla de aquella triste y sucia existencia. Podía perdonarla. Seguramente habría cambiado. Ahora podrían ser madre e hijo de verdad.

A la salida de aquella oficina de La Caixa, le esperaba una nueva vida, de eso estaba convencido. Y salió corriendo, pistola en mano, hacia su nuevo destino.
 
 

 

2 comentarios:

  1. Mala vida que nunca suele terminar bien, no es así como se cambia de vida, aunque para el personaje sea su unica salida. Un muy buen relato Josep.
    Aprovecho para desearte unos felices días en estas fiestas y unos felices días para los que aún han de venir.
    Un abrazo.

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    1. Cuánto me alegro, San, de volverte a encontrar por aquí.
      Efectivamente, como dice el refrán, quien mal anda, mal acaba. Quizá también se podría aplicar lo de no dejes para mañana... Fue demasiado tarde para el protagonista de la historia, no le dio tiempo a rectificar.
      Gracias por leerme y dejar tu comentario.
      Yo también te deseo unas felices fiestas.
      Un abrazo.

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