Para María es la primera Navidad que pasará sola pues ya no tiene a nadie que le haga compañía estos días tan entrañables.
Hace ya dos años que Mario, su marido durante de más de cuarenta años, la dejó tras una larga enfermedad y hace tan sólo unas semanas que Luna, su vieja Dálmata, ha tenido que ser sacrificada.
Hoy más que nunca echa de menos a Salvador. Hace más de una década que no tiene noticias suyas, desde aquel día que salió por la puerta, decidido a no volver.
Si pudiera volver atrás, María haría cualquier cosa por retenerle o, al menos, por tenerle cerca, por saber de él, pero después de tantos años ya ha perdido toda esperanza. Su hijo, su único hijo, ha desaparecido para siempre de su vida.
Tiene a Rosalía, de asuntos sociales, que viene a verla de vez en cuando y a Ana, la chica voluntaria que cada día pasa con ella dos o tres horas para hacerle compañía y la compra. Y bueno, alguna que otra vecina, como la buena de Sagrario, que también se interesa por ella. Así que no está sola del todo, al menos tiene a alguien por si le ocurre algo, aparte de ese chisme colgado del cuello para avisar no recuerda exactamente a quien en caso de una urgencia.
A pesar de todo ello, María se siente muy sola. La televisión, los álbumes de fotos y la lectura son toda su distracción. Pero su biblioteca es muy exigua. Tiene que releer las mismas novelas una y otra vez, pero no le importa.
Esta noche volverá a leer Un Cuento de Navidad, todo un clásico. Siempre le ha gustado Charles Dickens y esta obra fue, de niña, su primera lectura y, además, ¿qué otra lectura podría ser más apropiada para estas fechas?
Hoy, la primera Nochebuena que va a pasar sola, pues no ha aceptado la amable invitación de su vecina Sagrario -bastante ajetreo va a tener la pobre esta noche-, leerá, una vez más, la historia del miserable y tacaño Scrooge.
Mientras lee, al dar las doce, no puede evitar rememorar cuando, con Mario y un Salvador de siete u ocho años, iban a la Misa del Gallo en la parroquia del barrio. ¡Cuánto ha llovido desde entonces y qué felices eran! Y justo cuando un suspiro de resignación se le escapa de los labios, suena el timbre de la puerta.
¿Quién podrá ser a esas horas y en Nochebuena? Sagrario, tal vez, que viene a interesarse por ella o a traerle un pedacito de turrón, piensa María. Se levanta quejumbrosa para ir a abrir la puerta pero esa maldita artrosis hace que el trayecto le resulte doloroso e interminable. El timbre sigue sonando, y cuando va a exclamar “ya va, ya va”, oye una voz de hombre que dice, al otro lado de la puerta, muy bajito: “María, ¿estás ahí?, abre, soy yo”.
¿Mario? No puede ser. No es posible, no se lo puede creer. El corazón parece que se le va a salir del pecho y al abrir la puerta, temblorosa, contempla la figura de su marido que le sonríe con dulzura. ¡Es Mario! ¡Es un milagro!
Mario, sin moverse del umbral, le dice que ha venido para que sepa que está bien aunque sigue atormentado por la incomprensión con la que trató en vida a su hijo y lamenta no haberse reconciliado con él a tiempo. Pero añade que todo no está perdido pues allí arriba le han concedido un deseo, ese por el que tanto ha rezado María: que ella, víctima inocente de la discordia entre padre e hijo, que tanto ha sufrido por la ausencia de éste, podrá, por fin, ver satisfecho lo que tanto anhela. Le comunica que Salvador está al llegar y que, después de tantos años de separación, podrá abrazarlo nuevamente.
Ahora que Mario ha cumplido con su misión, debe volver. María quiere retenerle, quiere que se quede un poco más pero una fuerza superior tira de él y ella no puede resistirse a dejarlo marchar.
Tantas emociones han agotado el frágil cuerpo de María, que se siente desfallecer. Que descanses, amor mío, y que seas feliz, es lo último que oye antes de quedarse dormida en el sillón pensando que mañana se lo contará a Sagrario, y luego a Rosalía, y a Ana, y a todo el vecindario.
Pero cuando se despierta, por la mañana, y recuerda lo sucedido, tiene serias dudas de que haya sido real. Habrá sido su imaginación que le ha gastado una broma pesada. ¿Una aparición? ¡Qué tontería! Ella nunca ha creído en ese tipo de cosas aunque daría cualquier cosa para que pudiera ser cierto. Habrá sido un sueño, eso es lo que ha sido. Se está haciendo vieja y ya no distingue la realidad de la fantasía.
Desilusionada y triste, se levanta, y cuando se dirige a la cocina para prepararse el desayuno, ve que por debajo de la puerta del recibidor asoma un sobre. ¡Qué raro!, piensa María. ¿Quién habrá echado ese sobre el día de Navidad?
Cuando lo abre, ve que se trata de una carta escrita a mano, una carta firmada por Santiago que les dice que les quiere, que les extraña mucho, que vuelve a España tras muchos años de ausencia, que quiere verlos, que desea reconciliarse con ellos y volver a ser parte de esa familia que lo ha sido todo para él. Cuenta que se casó y que quiere que conozcan a su mujer y su hijito. ¡Un nieto! Les promete que antes de que acabe el año irán a verles y celebrarán juntos la Nochevieja, el Año Nuevo y el día de Reyes.
Por fin, el sueño de María se ha hecho realidad. Volverán a estar juntos y no volverán a separarse. Harán planes de futuro, un futuro que para ella será seguramente muy breve pero que se le antoja el mejor que nunca haya podido imaginar.
A María, que todavía no entiende cómo ha podido suceder ese milagro, le resbalan las lágrimas por las mejillas al pensar que volverá a abrazar a su hijo y que conocerá a su nuera y a su nieto. A María sólo le entristece una cosa: la desilusión y tristeza de Santiago cuando le diga que su padre ya no está para abrazarle.
Esa noche, la noche de ese día de Navidad que nunca olvidará, María sale al balcón y, mirando al cielo, claro y brillante como hacía años que no veía, ve en lo más alto una estrella fugaz y, cerrando los ojos, formula un deseo. Desea que Mario, esté donde esté, pueda verles reunidos y felices.
Mientras tanto, en la mesa-camilla que hay junto a la estufa, descansa ese sobre milagroso que le ha cambiado el semblante y la vida a María, un sobre que -María no ha reparado en ello- no lleva sello y cuya carta todavía está por fechar.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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