lunes, 30 de diciembre de 2013

Volver a vivir


Sentado en esta terraza de lo que fue aquel viejo bar, contemplando, extasiado, cómo las olas rompen contra las rocas de esa cala que tantos recuerdos me trae, me doy cuenta de que han pasado muchos años, demasiados, desde que dejé de ser feliz.

Este lugar me trae recuerdos de aquel verano, de sus amaneceres y sus ocasos, de los baños en estas aguas bravas, de los largos e incansables paseos y de los emocionados e inexpertos bailes en el casino las noches del sábado. Recuerdos de aquel verano en que fui realmente feliz hasta que, a principios de septiembre, los primeros chubascos precursores del otoño vinieron a recordarme que las vacaciones llegaban a su fin y que debía dejar atrás tantos gratos momentos junto a esa belleza, pecosa y espigada, nacida entre las rocas y la espuma del mar de este pueblo costero donde recalamos ese verano, tantas amanecidas atrás.

Hace ahora unos meses que contemplé en este mismo lugar, cuarenta años más tarde, el rostro de una mujer que se sentó a escasos metros de mí y que pensé que bien podría ser ella. El mismo color de pelo, aunque oculte las canas, los mismos ojos grises, ahora más oscuros, la misma forma de mirar, aunque un poco más triste, algunas pecas en su rostro, ahora surcado por alguna que otra arruga, que el maquillaje no han logrado disimular, esa nariz algo respingona y esos labios carnosos ahora rodeados por unas finas líneas de expresión que recuerdan los años transcurridos. Sólo me faltó oír su voz para estar seguro de que era ella.

Por un momento me imaginé la escena: me levantaba y me dirigía hacia ella y cuando alzaba la vista para mirar a quien tenía frente a sí, su cara, entre sorprendida e ilusionada, se iluminaba, sonreía y entonces me preguntaba, con esa cálida voz que todavía me parece oír, si era realmente yo o estaba soñando. Primero hablaba el desconcierto. ¡Después de tantos años! ¿Qué ha sido de tu vida? Luego la tristeza y el reproche. No supe nada más de ti después de aquel verano, el verano del…

Pero unas voces de niños me devolvieron a la realidad. Levanté la mirada y lo que vi fueron, efectivamente, unos niños que, entre risas, la abrazaban gritando: ¡abuela, abuela, mira qué hemos encontrado! Y tras esos niños apareció una joven, un calco de esa niña-mujer de quince años que un verano conocí junto a este mismo mar, de la que me enamoré perdidamente y a la que no he podido olvidar desde entonces, desde que el destino y mi falta de valor me separaron de ella.

Y tras unos breves instantes de asombro, esa mujer cincuentona de mirada triste, esa joven treintañera de ojos risueños y esos niños de risa fácil se marcharon sin que hubiera podido cruzar con ella ni tan sólo un suspiro. Pero antes de desaparecer definitivamente, dirigió una última mirada al local y, cuando nuestras miradas se encontraron, me pareció ver en sus ojos grises una ligera señal de reconocimiento justo antes de que decidiera seguir su camino.

¿Sería ella? Imposible. ¿Cómo, entre tanta gente y después de tantos años iba a encontrarme con ella, precisamente ese día, el primer día que decido volver a este pueblo y a este lugar, después de más de media vida de ausencia? Pensé que, sin duda, mi imaginación y mi trasnochado romanticismo no tenían límites o que quizá mis remordimientos me hacían revivir ilusiones perdidas. Pensé en la inutilidad de haber venido hasta aquí y que la nostalgia había podido más que la sensatez. Debía volver a mis asuntos, a mi trabajo, seguir con mi vida ordenada aunque infeliz, con mi rutina diaria, y olvidarme del pasado.

Pero cuando iba a llamar al camarero, éste se acercó raudo y, antes de que le pidiera la cuenta, me tendió una pequeña hoja de papel, doblada en dos mitades, que dijo haberle entregado una mujer, un momento antes, para mí; una hoja dónde, con letra apresurada, había escrito:

“Han pasado muchos años pero te he reconocido, aunque tú a mí no. No sé si te acordarás de mí pero yo fui esa niña que conociste aquí un verano, el verano del 73, esa niña a quien dijiste, una tarde, a la sombra de un tilo, que no olvidarías jamás, sellando esa promesa con un beso. Sin embargo, no te volví a ver.  Nunca volviste. No sé qué habrá sido de ti. Espero que hayas sido feliz. Yo lo he intentado pero siempre me ha acompañado tu recuerdo. Tú fuiste mi primer amor y el primer amor nunca se olvida”.

Por mucho que la busqué, había desaparecido. Por mucho que pregunté, nadie supo darme razón de ella. ¿Seguiría viviendo allí o también era un ave de paso y el azar quiso que coincidiéramos por unos minutos en este mismo lugar dónde nos conocimos?

Desde entonces, todos los fines de semana vuelvo aquí y oteo el horizonte en su busca, esperando que algún día la vuelva a encontrar y pueda decirle lo mucho que lo siento, que lo que dije bajo aquel tilo resultó ser cierto, que jamás la he olvidado, que ella también fue mi primer amor, que yo tampoco he logrado ser feliz y que, si todavía estamos a tiempo, podemos revivir ese verano, podemos volver a vivir.


2 comentarios:

  1. Ojalá, si todavía hay tiempo, se pueda revivir ese verano. Lo siento, me gustan los finales felices :)
    Un abrazo, Josep

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    Respuestas
    1. A mí también me gusta que las historias terminen bien y que la vida nos dé nuevas oportunidades pero, por desgracia, no siempre es así. Gracias por venir a leerme.
      Un abrazo.

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