miércoles, 10 de julio de 2013

El pozo ( extracto de mis memorias secretas II )

Lo que nosotros, los niños del barrio, llamábamos “el pozo” era la forma genérica de referirnos a un recinto ajardinado, en el que efectivamente había un pozo, situado dentro del gran parque de Montjuic, en las inmediaciones de lo que llamábamos La Exposición, la zona que ocupó la Exposición Universal de 1929, y cerca de la famosa Font del Gat. Calculo que desde casa de mis padres estaría a un cuarto de hora andando a paso ligero. El pozo en sí estaba ubicado en un pequeño montículo situado en un vértice de un patio rectangular conocido como Patio de los Naranjos, decorado con gran variedad de arbustos y con estos árboles frutales, de pequeñas dimensiones, que en época de floración obsequiaban al visitante con el suave aroma del azahar. Ir al pozo era sinónimo de ir al patio de los naranjos y sus alrededores pero, sobre todo, era sinónimo de aventura.

El peligro que entrañaba el lugar, especialmente para los niños, se debía a la presencia de ese pozo, a la vista de todos, descubierto y de fácil acceso (sólo había que superar una pendiente que para cualquier persona joven y mínimamente ágil no representaba ningún obstáculo), sin protección alguna y en cuyo interior se veía un agua putrefacta y negruzca en la que flotaban cañas y algún que otro elemento en descomposición. Ignorábamos su profundidad pero una caída accidental en aquellas aguas insalubres e inmundas podía resultar fatal.

Por añadidura, en las inmediaciones había una laguna conocida como el pantano de la Fuixarda. Situado en una profunda hondonada, sus aguas de color verdoso intenso, su estado de degradación pero, sobre todo, la abundante vegetación que lo rodeaba, le daba un aspecto selvático que, contemplado desde lo alto del terreno que lo circundaba y sin protección alguna (hoy existe una especie de mirador vallado), era un espectáculo que nos impresionaba y de ahí la atracción que sentíamos.

Cuando relaté por primera vez a mis padres tal hallazgo, excitado por el descubrimiento de esos lugares de recreo, me prohibieron terminantemente frecuentarlos so pena de sufrir un severo castigo. Pero como lo prohibido y el riesgo añadido no hacen más que acrecentar el espíritu de aventura, volví naturalmente a caer en la tentación y fueron muchas las veces que acudí, sólo o acompañado, al pozo y a la Fuixarda.

El Patio de los Naranjos tenía otro atractivo para nosotros y se debía a una historia o leyenda urbana que existía alrededor de lo supuestamente ocurrido años atrás en aquel lugar. Siendo aquélla una zona de grandes desniveles y pendientes, el patio, por uno de sus lados, queda muy por debajo de una de las carreteras que da acceso a la cima de Montjuic, de modo que sustentando ese tramo de carretera existe un gran muro de contención formando tres grandes arcos de hormigón. Bajo uno de esos arcos, había lo que parecía una vivienda derruida empotrada entre sus pilares. Esa edificación, protegida por un enrejado oxidado, debía haber sufrido un desprendimiento de su fachada pues todo su interior quedaba a la vista, cual casa de muñecas. Llamaba la atención, además, sus paredes ennegrecidas, aparentemente por el humo, como si fuera el resultado de un incendio.

Se decía que, años atrás, esa vivienda había sido habitada por una familia formada por un hombre, panadero de profesión, su mujer y sus dos hijos y que contenía, en su planta baja, el horno donde se cocía el pan. Un día, la locura se apoderó del panadero y prendió fuego a toda la vivienda muriendo, de este modo, la familia al completo. Había quien, para darle más acicate a la historia, decía que, desde entonces, el fantasma atormentado del enloquecido tahonero habitaba ese lugar.

Así pues, la historia fúnebre que rodeaba al edificio en cuestión y el aspecto tétrico del mismo, no hacían más que estimular la imaginación infantil y ello era motivo más que suficiente para sentir una atracción irrefrenable hacia aquel lugar. No era, pues, extraño, que el pozo y la casa del loco, como ya la llamábamos, formaran parte de nuestras aventuras prohibidas.

Recordando ésta y otras muchas vicisitudes de mi infancia, volví hace unos días al lugar de los hechos. Desorientado por el paso del tiempo, me costó localizar el lugar pero finalmente di con él gracias a mi empeño.

Muchas huellas se han borrado de lo que un día fue tan real y que había creído, en vano, imperecedero. El patio de los naranjos ha sucumbido a las inclemencias del tiempo y del abandono; ni señales, ni indicadores muestran el camino muchos años atrás andado. Calles, caminos y senderos siguen en su lugar sin más rastro a seguir que el de la memoria que, un tanto debilitada, ha hecho dificultoso el reencuentro.

Del patio, tal como lo conocí, sólo un escuálido naranjo se mantiene en pie, el único que ha resistido los embates de los decenios transcurridos, el único superviviente en aquel recinto pero que, a pesar de los avatares del tiempo, he podido comprobar que sigue dando frutos.

El pozo, cómo no, sigue en su lugar aunque no lo descubrí al instante de tan cubierto de ramas y follaje como está. Lo he visto al identificar el pequeño montículo por el que trepábamos casi a gatas. Es mucho más pequeño de lo que recordaba (es curioso cómo las percepciones infantiles lo amplifican todo, especialmente las dimensiones) y está cubierto por lo que parece una losa de cemento.

En cuanto a la edificación medio derruida y embrutecida por el supuesto humo de un supuesto incendio supuestamente intencionado, no quedan ni las viejas rejas protectoras ni un solo ladrillo de su estructura, aunque un pequeño cúmulo de piedras yacen amontonadas en el suelo y que bien podrían ser unos escasísimos residuos de lo que fue aquel lugar fantasmagórico.

¿Leyenda urbana o realidad? Quién sabe y ya no importa. Todo ha pasado al olvido y quizá tan sólo unos cuantos supervivientes de aquella época, de aquel barrio y de aquellas aventuras podrían aportar algo de luz pero, francamente, ya no me interesa.

La visión de aquel lugar me ha provocado, eso sí, un solo sentimiento: tristeza. Tristeza al comprobar que el paso del tiempo no respeta nada, que lo cubre todo con una pátina que hace imposible ver con claridad lo que hubo un día bajo esa capa, que difumina las sensaciones y los sentimientos que muchos años atrás fueron tan intensos. ¿Será esa la tristeza de la senectud?

De lo que estoy seguro es que aquel lugar, que ejerció tanto influjo sobre nosotros, los niños de mi barrio, ya no atrae a nadie. Hace tiempo que dejó de ser el centro de las aventuras infantiles. Si pudiera hablar, seguramente diría que también siente añoranza de aquella época y de aquellos niños que, despreocupados de cualquier peligro, jugaban felices a su alrededor.

 

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