jueves, 31 de marzo de 2016

Lo prometido es deuda

Permitidme que haga un breve paréntesis, entre relato y relato, y dedique este post al cumplimiento de una deuda que contraje hace algún tiempo con quien tuvo el detalle de nominarme a unos premios. Pasemos, pues, a publicidad.
 
 
O el tiempo pasa volando o mi memoria empieza a volverse perezosa. Supongo que las dos cosas son igualmente ciertas, si bien la primera es mucho más subjetiva que la segunda.

El caso es que todavía tengo un deber por cumplir. Bueno, en realidad tres, y los dos primeros, como no los cumpla ya, van a caducar, como los yogures.

El tema va de premios y la deuda pendiente es mi agradecimiento.

Los dos con mayor antigüedad se los debo a Chari (La voz de las olas), nominándome para The Versatile Blogger Award y para el premio Parabatais el 30 y el 31 de enero pasado, respectivamente. Dos días, dos nominaciones, es todo un record. Y yo sin agradecérselo públicamente (en privado lo hice a su debido momento). Chari es una de mis fieles seguidoras y a quien yo también sigo con asiduidad.

Así pues, sirva el presente post para darle las gracias, con dos meses de retraso, por sus nominaciones. Aunque en ninguno de estos casos se indicaba qué blog había sido el responsable de dichas nominaciones, yo elijo a éste, “Retales de una vida”, como plataforma para expresar mi agradecimiento por ser el más antiguo y querido por su creador, un servidor.
 
 
Más recientemente, el 12 de marzo, fui nominado por las autoras del blog que lleva el curiosos nombre de B∞KSXLAND: http://booksxland.blogspot.com.es/ para el Liebster Award. Fue toda una sorpresa porque no conocía este blog, que recomiendo a todos los interesados por las reseñas literarias, ni a sus jovencísimas propietarias y blogueras: Lía y Mariluz. Muchas gracias a ambas por esta nominación.

Como en ninguno de los dos primeros casos se me formulaba pregunta alguna, me libro de esta dura prueba, no así en esta última nominación que, al aceptarla, me veo en la tesitura de contestar a las once preguntas formuladas por Lía y Mariluz, a saber:

1. ¿Crees que los libros han influenciado de alguna manera en tu vida? Si es así, ¿cómo?
La única influencia de la que soy plenamente consciente es que los libros me han creado una adicción a la lectura y me han enseñado a escribir. No se concibe un escritor que no lea. Leyendo se aprende a leer (aunque parezca una perogrullada) y, si hay un mínimo de interés y aptitud, a escribir.
 
2. ¿Te gusta escribir? ¿Crees que algún día podrías publicar algo?
Me gusta y siempre me ha gustado escribir pero no lo había hecho de un modo “literario” hasta hace unos tres años, cuando dispuse de tiempo suficiente. La posibilidad de publicar algo lo veo casi como una quimera. Lo he intentado y sigo intentándolo sin éxito. A falta de una editorial interesada en publicar una primera recopilación de mis relatos, tuve que recurrir a la autoedición. Ahora acabo de compilar una segunda recopilación y estoy intentando (de momento en vano) captar el interés de alguna editorial de las que dicen estar motivadas para promocionar a escritores noveles.
 
3. ¿Qué piensas sobre el hecho de que tengamos que leer según la edad? ¿Opinas que hay  categorías para cada edad o que cada uno es libre de leer lo que quiera sin importar la edad?
Pregunta interesante y de difícil respuesta. No soy pedagogo, así que mi opinión se basa en mi propia experiencia. Por supuesto que hay lecturas que no creo que sean apropiadas para un adolescente sin preparación previa. Leer, por ejemplo, a Kafka, a los diez años se me antoja una, cuanto menos, ridiculez. Hay lecturas apropiadas para determinadas edades pero también hay excepciones. Yo leí a Thomas Mann a los quince o dieciséis años, edad que algunos consideran muy prematura para leer a este autor, y en cambio, con más de sesenta he intentado leer en dos ocasiones a Jame Joyce (Ulises) y a Cortázar (Rayuela) y no he podido pasar de los dos primeros capítulos. En definitiva, creo que el lector se hace leyendo, como el camino se hace al andar. Y para gustos, los colores.
 
4. ¿Cuál es el personaje de un libro que te haya gustado más?
Después de haber leído cientos de libros, no puedo emitir un juicio justo, pero si diré (y quienes leyeron mi post en el blog “Cuaderno de bitácora” dedicado a Henning Mankell lo saben de sobras) que hay un personaje que me resulta especialmente entrañable: el comisario Kurt Wallander, el protagonista de la serie Wallander del mencionado autor sueco fallecido recientemente.
 
5. ¿Qué autor recomendarías que my poca gente conoce?
Es sumamente arriesgado dar un nombre dando por supuesto que no es  muy conocido. Aun así, me arriesgaré a errar el tiro, incluso a hacer el ridículo, y para citar un autor español citaré a Joaquín M. Barrero.
 
6. ¿Tienes un  horario determinado para leer?
Si, habitualmente por la noche, en la cama, cuando más relajado estoy, hasta que me vence el sueño.

7. ¿Por qué razones crees que hay gente que no lee?
Salvo algún caso que calificaría de “especial”, de personas que confiesan no sentir ningún interés por la lectura porque no les aporta nada, yo diría que es por falta de educación, en el bien entendido de que no les han inculcado al amor por la lectura, no les han enseñado a leer o no han visto leer a sus mayores. Siempre he creído que de padres lectores surgen hijos lectores. Yo, por ejemplo, no soy amante de la música clásica y estoy seguro que es por falta de hábito y de formación.
 
8. ¿Tienes alguna manía a la hora de leer?
Diría que más de una. Lo primero que hago cuando empiezo un libro es comprobar cuántas páginas tiene y si, en caso de haberlos, si los capítulos son largos o cortos. Así me hago una composición de cuánto tardaré en acabarlo. Después leo la sinopsis y la biografía del autor, aunque conozca ambas cosas. No empiezo a leer “por dentro” hasta que no he acabado de leer “por fuera” (portada, contraportada, solapas). Soy incapaz de dejar un capítulo a medias por mucho sueño que tenga.
 
9. ¿Qué libro te marcó más?
Sin duda el primero que leí (creo que fue a los diez años): Las aventuras de Tom Sawyer.
 
10. ¿Has probado a leer un libro electrónico?
He leído bastantes, aunque sigo prefiriendo el libro en papel. En esta vida todo tiene sus ventajas y sus desventajas y el ebook no está exento de ventajas (portabilidad cuando viajas, ahorro tremendo de espacio, etc.) pero me gusta el tacto de un libro “de verdad” y verlo en mi biblioteca. Lo puedes prestar (aunque no me gusta mucho prestar mis libros) sin desprenderte del ebook propiamente dicho. Solo compro libros en formato electrónico cuando no espero mucho de la obra, cuando me mueve la curiosidad pero temo que no me acabará de agradar, así no me gasto tanto dinero innecesariamente.

11. Cuenta una anécdota en relación con algún libro
Me ha costado mucho poder contestar a esta pregunta. A bote pronto, la única anécdota que ahora recuerdo es la relativa a Ulises, de James Joyce:
Estaba disfrutando de una semana de vacaciones en Galway (Irlanda) cuando entré en una librería de viejo y salí con un ejemplar de Ulysses bajo el brazo. Me hizo gracia comprar en Irlanda esta famosa obra en inglés de un autor irlandés. Por la noche empecé a leerla y cuál fue mi sorpresa al comprobar que, a pesar de mi nivel avanzado de inglés, estaba totalmente perdido, debiendo abandonar la lectura al terminar el primer  capítulo sin haberme enterado de la misa la mitad. Una vez en casa pensé en comprármela en castellano pero, sensato de mí, la tomé prestada de la biblioteca municipal. Qué alegría sentí al comprobar que no era mi inglés lo que fallaba sino que la obra tenía su enjundia y no había quién pudiera con ella. En la versión castellana, logré terminar el segundo capítulo. En la biblioteca debieron de alucinar al ver que me había leído ese libro en tan solo dos días.
 
 
Y esto es todo amigo/as.
 
 
 

lunes, 28 de marzo de 2016

Lágrimas de color azul

En esta ocasión os invito a hacer un salto en el tiempo y retroceder dos siglos. Podemos imaginar que este relato, al que he intentado dar el toque romántico de la época, transcurre en la segunda década de siglo XIX, en pleno auge de la emigración catalana a Cuba.
 
 
Sus ojos marchitos otean el horizonte en busca de aquellos momentos e ilusiones de cuando todavía era una joven bonita, de buena familia y con toda una vida feliz por delante.

Aun ahora, después de tantos años, Eulalia tiene dos espinas clavadas en su resquebrajado corazón: la de la impotencia y la del rencor. El rechazo de los suyos y las burlas crueles de los demás no consiguieron, sin embargo, doblegarla y, mucho menos, hundirla. Marchó lejos para olvidar pero el olvido no entiende de distancias. Cuando volvió al pueblo para dar el último adiós a su madre, creyó que podría resistir la tentación. Pero después de muchos titubeos hoy ha vuelto al muelle, al atardecer, cuando solo lo llena el rumor de las olas, para recordar el día que, de pie en este mismo lugar, miraba el mar que le tenía que devolver al hombre de piel morena y cabellos negros a quien amaba.

Parece como si fuera ayer que sus ojos, entonces vivos y enamorados, le buscaban con deleite a pesar de saber que no le podían ver. Todo un océano los separaba. Hasta que llegara el momento del reencuentro.

Él le juró que volvería y ella le creyó. Siempre se habían dicho la verdad. Por muy lejos que hubiera ido en busca de fortuna, no habría obstáculo en el mundo que le impidiera volver a su lado. Rico o no, le prometió que se casarían tan pronto estuviera de vuelta, a pesar de la oposición de su padre, quien no había permitido esposar a su única hija, su heredera, con un desarrapado sin futuro. Nunca entendió que la riqueza no se aloja en los bolsillos sino en el corazón.

Desde su exilio voluntario, él le escribió muchas cartas poniéndola al corriente de sus penas y de sus logros. Ella, prudente y temerosa, solo le contaba lo que él deseaba saber.

Pero por fin había llegado el momento del reencuentro. Se lo había escrito desde ultramar y ella contaba los días.

A bordo del barco que lo conducía hacia los brazos de Eulalia, se la imaginaba esperándole en el puerto de llegada, la piel blanca y pecosa la cara, y le hablaba desde alta mar, el viento azotándole el rostro. Ella miraba el horizonte desde el muelle, esperando el momento de abrazarle, jurándose no dejarlo marchar nunca más.
 
―Ten paciencia, mi amor, que no tardaré en llegar –decía él, desde la cubierta, la vista fija en el mar y la espuma blanca.
―Te esperaremos el tiempo que haga falta –le contestaba ella, de pie junto al agua.
―Me muero de ganas por volver a verte –gritaba él contra el viento huracanado y la mar encolerizada.
―Seremos la envidia de todos cuando nos vean de la mano por las calles del pueblo –gritaba ahora ella, acallando a las gaviotas.
―Nos casaremos tan pronto tengamos donde cobijar nuestro amor, pese a quien pese –clamaba él, los cabellos negros arremolinados.
―Unas nupcias, las nuestras, largamente aplazadas. Te espera un regalo que seguro te llenará de gozo –le decía ella ansiosa y sonrojada, jugando con los rizos de sus cabellos del color del fuego.
―Se acerca el gran momento. Ya vislumbro la costa lejana –celebraba él, la mar cada ver más airada.
 
Un diálogo éste del que solo el mar y un niño, asido a la mano de su madre, fueron testigos mudos de un amor y de unos anhelos exaltados por la distancia. Una conversación a millas de separación angustiosa. ¿Cuánto más debería soportar aquel barco surcando el mar furioso? ¡Qué larga se hace la espera cuando el deseo es tan intenso! ¿Quizá la mar brava no quería que se reencontraran, celosa del amor que se profesaban?

Eso pensó Eulalia entonces y lo evoca ahora que, triste y ajada, ya solo le queda el recuerdo de la ilusión, rota a oleadas, y el dolor todavía vivo que le provocó la visión del maderamen que, flotando por la bahía, parecía haber venido a darle sus condolencias.

Como la leña cortada a hachazos, así acabó aquel viejo barco cargado de esperanza. Como un árbol arrancado de cuajo por la tormenta, así se sintió Eulalia al ver frustrados sus más preciados deseos.

Nunca quiso descubrir a su amado aquel secreto tan bien guardado para no agobiarlo durante su ausencia, un regalo que él no llegó a conocer. Aquel naufragio se llevó al fondo del mar la posibilidad de entregárselo. Un mar que ahora recibe sus lágrimas, tiñéndolas de azul. Lágrimas que brotan de una herida profunda y amarga que jamás se cerrará.

Eulalia nunca perdonará al mar su condena a cuarenta años de dolor y de añoranza. Un dolor y una añoranza que solo ha podido aligerar gracias al fruto de aquel amor prohibido, que sacó la piel morena y los cabellos negros de su padre.
 
 

lunes, 21 de marzo de 2016

Las estaciones


Charles y Christine entran nuevamente en escena, pero con una historia totalmente distinta a la de “Las apariencias engañan”. Las únicas coincidencias con respecto al relato anterior son: el nombre de los protagonistas, la frase de arranque (el día era perfecto), algún que otro detalle y las cinco palabras elegidas al azar: éxtasis, diablo, pintor, Edén y  nubes. Éste es el resultado.


El día era perfecto. Estaba seguro de que todo iría bien. Las apariencias no siempre engañan. Desde que Charles Parker había vuelto a Charleston, la vida le sonreía. Cuando se licenció juró no volver nunca más. Quería olvidar. Pero no pudo resistirse a la propuesta de hacer una exposición de sus obras en esta ciudad, en una de las mejores galerías de arte del Estado. Y fue un acierto. Tuvo un gran éxito como pintor y decidió quedarse. Lo único que temía era encontrarse con ella. Pero el azar, siempre tan caprichoso, había hecho que así fuera. Ahora que la había vuelto a ver, ni el mismísimo diablo podría arruinarle esta segunda oportunidad.

Christine Rogers –ese era su apellido de soltera- vivía ahora en una zona residencial de Mount Pleasant, a las afueras de Charleston. Se fue a vivir allí tras casarse con el imbécil de Jeffrey Simmons, el pivot del equipo de básquet. Vivía con sus dos hijos de corta edad. Llevaba dos años divorciada. Era profesora de Historia del Arte en la Facultad donde ambos se conocieron.

Desde que se encontró casualmente con ella, un sábado por la tarde, Charles vivía en un constate éxtasis. Verla de nuevo le hizo revivir aquel curso en la Facultad de Bellas Artes en el que había logrado salir con la más guapa, adorable y deseada cheerleader de todo el campus.

Al día siguiente, domingo, las nubes se habían retirado para dejar paso a un sol radiante. En Carolina del Sur el otoño es muy cálido. El estanque del parque y sus alrededores se asemejaban al mismísimo Edén. Solo faltaba que su Eva le diera a probar la manzana. Pero todo a su tiempo. Habían quedado a las doce. Irían a comer a un restaurante del barrio histórico de la ciudad y luego... lo que surgiera. Al ex marido de Christine le tocaba estar todo el fin de semana con los niños. Tenían lo que quedaba del día para estar juntos.

Sería su primera cita tras quince años de separación. Charles no olvidaría jamás la noche que fue a recogerla a casa de sus padres con su Ford Mustang de 1966, de color rojo y de tercera mano. Christine había aceptado ser su pareja en el baile de fin de curso. Esa noche se le declararía. El tenía veinte años, ella diecinueve.

Charles quería ahora causarle buena impresión. Ella seguía bellísima. La maternidad no le había pasado factura. Conservaba un cuerpo de vértigo, casi como el de una adolescente. Él, en cambio, lucía una incipiente calvicie y la falta de ejercicio le había obsequiado con una tripa que amenazaba con hacer saltar algunos botones de la camisa entallada. Esperaba que ella no se fijara en esas minucias. Aunque después de tanto tiempo ¿qué pretendía? ¿Qué cayera rendida en sus brazos? ¿Después de lo que pasó? Pero había algo a su favor. Su mirada y su expresión, al hablarle el día anterior de su vida de casada, la delataron. Había sido muy infeliz y deseaba rehacer su vida. Todavía había un resquicio de esperanza. Si había accedido a ese encuentro era porque todavía sentía algo por él.

Eran las doce y media y Christine no llegaba. Tenía reservada una mesa a la una en punto en el Halls Chophouse. Estaba hecho un manojo de nervios. ¿Y si se había arrepentido y no acudía a la cita? ¡Tan bien que había empezado el día! Las dos. La situación estaba tomando un cariz preocupante. A las dos y cuarto comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Habían vuelto a aparecer las nubes y el aire amenazaba lluvia. Le pareció oír un trueno lejano. Con un suspiro de resignación, arrojó a la papelera la gardenia que le había comprado –su flor favorita- y abandonó el lugar cabizbajo. Ya tuve mi oportunidad hace quince años y no la supe aprovechar. ¿Qué esperabas? –se dijo.

Cuando arrancó el coche, un Ford también rojo pero de matriculación reciente, cambió de opinión. Iría a verla. Necesitaba hablar con ella. Aunque no tuviera ninguna oportunidad de recuperarla, por lo menos quería dejar las cosas claras, disculparse, cerrar aquel episodio.

Conduciendo por la Interestatal camino de Mount Pleasant, tras dejar atrás Charleston, su mente voló hasta los días felices antes de su ruptura. Recordó aquella mañana de otoño cuando la conoció. Ella iba un curso por detrás de él. La había visto miles de veces pero nunca se había atrevido a decirle nada pues la consideraba inalcanzable. Era sin duda la chica más guapa de la Facultad. Todos suspiraban por ella. Pero aquel día se sentó a su lado, en el césped del campus, y empezaron a hablar. Recordó aquella tarde de invierno, patinando en el pabellón municipal cogidos de la mano. Recordó la primavera siguiente, cuando oficializaron su relación y le presentó a sus padres. Y volvió a recordar aquella aciaga noche de verano cuando fueron al baile de fin de curso. En menos de un año, durante cuatro estaciones, pasó de la ilusión a la decepción, del enamoramiento alocado a la tortura del abandono. Y todo por culpa del chico más famoso y más alto de la Facultad, un guaperas con un pedazo de serrín por cabeza. Lo único que tenía era una buena planta y unos padres muy ricos. Y mucha labia. Con esos únicos atributos le robó la que tenía que ser su novia. Ni siquiera le dio tiempo a declararse. Se la arrebató literalmente de las manos y lo dejaron tirado en medio de la pista de baile.

El rencor le hizo decir y hacer cosas de las que ahora se arrepiente. Los celos y la rabia le nublaron la razón y le empujaron a ser cruel con ella. No volvió a dirigirle la palabra aun cuando ella lo intentó. Supo, por sus amigas, que se sentía profundamente arrepentida, que reconocía haber cometido un error. Pero él no quiso reconciliarse con ella. ¿Cómo pretendía que la perdonara después de lo que le hizo? Cuando él terminó los estudios supo que se había prometido con aquel ladrón de novias. No hizo nada por evitarlo.

Andaba recordando todo esto cuando sonó su móvil. Lo había dejado en el asiento del copiloto. Lo tomó intentando mantener la vista en la carretera. Cuando lo tuvo en sus manos vio que era ella quien llamaba. “Chris” aparecía en la pantalla. La fotografía que había usado para identificarla en su directorio era la que le hizo la noche que iban al baile, con una gardenia prendida en su cabello. Estaba preciosa. ¿Por qué tuvieron que acabar de aquel modo? Pero ahora todo volvería a ser como antes. Seguro que llamaba para disculparse. Habría tenido un contratiempo y no había podido acudir a la cita. Charles deslizó el dedo pulgar sobre la pantalla para contestar la llamada y se acercó el aparato al oído a la vez que volvía la mirada al frente.

La colisión fue brutal. El conductor del camión no tuvo tiempo de esquivarlo. Entre el amasijo de metal y plástico en el que se convirtió el Ford Mondeo, el móvil de Charles apareció intacto. Cuando uno de los bomberos lo recuperó, comprobó que había muchas llamadas entrantes. Todas eran de “Chris”. Un SMS decía: “Lo siento, mi ex ha vuelto antes de tiempo. Tengo que quedarme con los niños. Nos veremos otro día. Te he echado mucho de menos.”.

Aquella tarde de otoño un feroz aguacero descargó sobre todo el condado.
 
 

jueves, 17 de marzo de 2016

Las apariencias engañan

En esta ocasión, la consigna consistió en escribir un relato corto que empezara con la frase “El día era perfecto” y que contuviera (en mi caso) las siguientes palabras: éxtasis, diablo, pintor, Edén y nubes. El que aquí publico es la primera versión que salió de mi pluma virtual. No me gustó y lo rechacé. No me parecía serio. Así que escribí otra versión, con los mismos personajes, que sí me satisfizo. Luego me arrepentí de haber aniquilado a mi primera “obra” y la rescaté de la papelera de reciclaje. Y aquí está viva y coleando. Espero que me haya perdonado por el intento de filicidio.
La semana próxima publicaré la segunda versión, con otro título, y cuyo género está en las antípodas del de este relato.



El día era perfecto. Estaba seguro de que todo iría bien. Por mucho que sus amigos se lo habían desaconsejado, él haría lo que se había propuesto.

Charles Parker se había trasladado a la residencia de estudiantes para estar más cerca de Christine, que residía en la de chicas. Desde entonces vivía en un constate éxtasis. Ni el mismísimo diablo podría arruinarle un curso que prometía ser el mejor de todos. En primer lugar porque iba a ser el último y en segundo lugar porque había logrado ligarse a la más guapa, adorable y deseada cheerleader del equipo de básquet.

Era sábado. El día había amanecido encapotado pero a media mañana las nubes se habían retirado para dejar paso a un sol radiante. En Carolina del Sur el otoño es muy cálido. El estanque del campus y sus alrededores se asemejaban al mismísimo Edén. La única pega era que su Eva todavía no le había dado a probar la manzana. Pero de hoy no pasaba. Habían quedado a la siete. La pasaría a buscar a casa de sus padres, con quien pasaba los fines de semana.

Vivían en una casa a las afueras de Charleston. Hoy se conocerían. Esperaba causarles buena impresión. Iría con su Ford Mustang de 1966, de color rojo con una franja blanca que un pintor planchista amigo suyo había estampado a lo largo del capó y del techo. 

La prueba del algodón la pasó con nota. Al menos esa fue su impresión. Los padres de Chris no pudieron observar en él ni un atisbo de “suciedad” que pudiera contaminar a su querida hija y a una familia tan distinguida como la suya. Le acribillaron a preguntas pero de todas salió airoso.

―A las doce la queremos en casa –fue lo último que dijeron antes de cerrar la puerta y desearles que lo pasaran bien.

Eran las siete en punto. No sabía dónde consumarían su primer lance amoroso. No sabía si en casa de la amiga de Chris, donde se celebraba la fiesta, habría alguna habitación disponible. Aunque al cabo de unas copas ya poco importaría dónde lo hicieran. El asiento trasero del coche podría un lugar perfecto, no era la primera vez que lo usaba para ese fin.

Estaba hecho un manojo de nervios. Le preocupaba que ella fuera mucho más experta que él e hiciera el ridículo. Durante toda la carrera siempre la había visto acompañada de tíos macizos. Claro que eso no significa nada. En la cama, en el sofá o en el asiento trasero de un coche, no solo contaban los músculos.

Todo iba sobre ruedas, y nunca mejor dicho. Cuando la fiesta llegó a su apogeo alcohólico, la llevó con el Mustang hasta “el mirador de los enamorados”, que en el argot popular se conocía como “la explanada de los condones”, de tantos que había esparcidos por doquier.

Detuvo el coche bajo un árbol. Estaban solos, algo extraño un sábado por la noche. Chris se mostraba extrañamente cohibida. Cada vez que él introducía su mano bajo la falda, le detenía justo antes del fin de trayecto ascendente.

―Todavía no, Charlie, todavía es demasiado pronto –le soltó, atribulada.

¿Cómo era posible que se resistiera? Seguro que le sobraba experiencia. No era una mojigata. Había estado con muchos antes que él. Claro que, por lo que había visto, le duraban muy poco. Quizá la dejaban por hacerse la estrecha.

A Charles le pasó eso y muchas cosas más por la cabeza en cuestión de segundos. No sabía qué hacer ni qué decir. Si no lo intentaba de nuevo, todo se iría al traste. Tan bien que había empezado el día… ¿Y si solo se trataba del típico rollo de resistirse para que no creyera que era una chica fácil? Todavía seguía allí, recostada, con las mejillas encendidas de deseo y mirándole fijamente. Seguro que esperaba que insistiera.

―Chris, te deseo y sé que tú me deseas. Hagámoslo. Hagamos que ésta sea una noche inolvidable. Que por muchos meses, estaciones y años que pasen recordemos este momento como el más hermoso de nuestra vida –le declaró en un arrebato de pasión y de una locuacidad inusitada en él. Todo por la causa.
―Es que tengo miedo de que luego me dejes, como los demás –le dijo con voz melosa y casi inaudible.
―¿Dejarte yo? ¡Jamás! –le espetó Charles, animado al ver que la resistencia se venía abajo.
―¿Me juras que, pase lo que pase, no me dejarás?
―Pues claro, cariño.
―!Júralo!
―Lo juro, lo juro –afirmó.
―No, así no. Di lo que has dicho antes. Di “juro por lo más sagrado que por muchos meses, estaciones y años que pasen, no te dejaré”.

Eso ya estaba tomando un cariz preocupante. ¿A qué venía ese juramento a perpetuidad? ¡Ni que se estuvieran casando! Pero, qué más daba. Si su relación funcionaba, no tenía ningún inconveniente en hacer aquel juramento por extraño que le pareciera. Y si no funcionaba, en unos meses estaría lejos de allí, dejaría la Facultad y volvería a casa.

Hizo el juramento. Solo le faltó levantar la mano derecha mientras que posaba la izquierda sobre la Biblia.

Ya más relajada, Chris se tumbó boca arriba sobre el asiento trasero del coche, en actitud de esperar que fuera él quien tomara la iniciativa. Cuando Charles continuó la maniobra que momentos antes había interrumpido, se dio cuenta que aquella noche iba a ser, como había predicho, memorable. Se había producido en Chris un cambio inesperado. Ya no era la misma. No era la Chris que Charles conocía. En unos segundos una Christine se había convertido en un Christopher.

―No se lo dirás a nadie ¿verdad? Cuando terminemos los estudios nos iremos lejos. Me someteré a una intervención, nos casaremos y seremos una pareja normal y feliz. No podremos tener hijos pero los adoptaremos –y viendo la cara de estupefacción de Charles, añadió- ¡Lo has jurado!
 

sábado, 12 de marzo de 2016

Un revólver abrumador

El texto que sigue es el producto de un reto al que los asistentes a un taller de escritura creativa fuimos sometidos. La prueba consistía en escribir un microrelato uniendo dos palabras: un sustantivo y un adjetivo. El azar quiso que, en mi caso, las palabras con las que tendría que vérmelas fueran “revólver” y “abrumador”, un binomio extravagante donde los haya, y he aquí el resultado del experimento:
 
 
 
 
Hola, me llamo Colt y nací en los Estados Unidos de América en 1973, así que acabo de cumplir cuarenta y tres años pero me conservo como el primer día.
Durante toda mi vida he ido pasando de mano en mano. Todos mis propietarios me han cuidado la mar de bien. Al principio me aburría mucho porque siempre me tenían en casa, por si acaso, oía que decían. Pero este último me saca a pasear con mucha frecuencia. La primera vez que lo hizo recuerdo que la cara del hombre que tenía delante se desencajó. Oí que mi dueño comentaba más tarde, entre risas, algo así como que el pobre infeliz estaba abrumado. Desde entonces me considero un revólver abrumador.
 
 
 

domingo, 6 de marzo de 2016

El peor tormento



Con los ojos enrojecidos, la garganta seca, el corazón roto y el alma ajada, así fue como Eduardo quedó cuando Amelia lo dejó por otro. No era la primera vez que pasaba por un tormento así, pero sí fue el peor de todos porque el hombre por el cual le abandonó era –o había sido hasta entonces- su mejor amigo.

De situaciones como esta hemos oído hablar con frecuencia. No nos deberíamos sorprender. Pero lo sorprendente del caso fue el desenlace: dos cadáveres manchando de rojo oscuro una alfombra gris perla.

Enterados de la dolorosa separación y conocedores del rencor que invadía el corazón y la mente del hombre abandonado y traicionado, todos señalaron a Eduardo como el culpable de aquellas muertes violentas. Le confiscaron el arma y le dieron de baja del cuerpo hasta que no se aclarara el caso. Tantos años como fiel servidor público y, de la noche a la mañana, se había convertido en un criminal despreciado incluso por sus compañeros.

La acusación estableció que el móvil de Eduardo estaba bien claro; los celos. El típico crimen pasional. Todo apuntó a que el objeto inicial de su venganza era su ex pareja  pero que, al hallarla en compañía, no dudó en abatir también al único testigo casual de la cruel revancha.

No valieron las coartadas presentadas ni las evidencias que exculpaban al acusado de aquel doble homicidio. Las pruebas, por circunstanciales que fueran, resultaron suficientemente inculpatorias como para sentenciarlo a veintinueve años de cárcel. Y gracias al atenuante de enajenación mental transitoria.

Con los ojos enrojecidos, la garganta seca, el corazón ajado y el alma rota, Eduardo entró en la cárcel para cumplir una pena por un acto que, insistía hasta la extenuación, no había cometido.

Muchos inviernos después y una vida maltrecha más tarde, un hombre con los ojos secos de tanto llorar, la garganta enrojecida de tanto gritar, el corazón ajado de tanto sufrir y el alma rota por la sinrazón, salía a la luz de la calle, enfermo de soledad y abatimiento. Sin ganas de vivir pero todavía con sed de justicia, Eduardo fue en busca de quien sabía culpable de su desgracia.

Mucho tiempo tuvo, en la soledad de la celda, para pensar. No habían sido sus manos las que acabaron con la vida de Amelia y la de aquel extraño que yacía junto a ella abatido por un disparo en la cabeza, sino unas manos más traicioneras.

Horas más tarde, inflamado de odio por primera vez en su vida, Eduardo arrancó, a puñetazos y puntapiés, la confesión de los labios destrozados del verdadero asesino. Malherido y sin apenas resuello, aquel malnacido que un día fuera su compañero y mejor amigo vomitó, entre borbotones de sangre, la verdad que durante tantos años se había engullido.
 

― Los celos son nuestros peores enemigos. Irracionales y vengativos –reconoció entre lastimeros jadeos. 

¡Qué broma del destino! Pensó que ahora era él el engañado. ¿Qué hacía allí ese hombre con su amante?

― ¡Las barbaridades que podemos llegar a hacer por culpa de la irracionalidad de los celos! –adujo, extenuado y sin aliento.

¿Qué sabía él de la ex pareja de su compañero? Quién le hubiera dicho que no era más que una puta que se liaba con el primero con el que se cruzaba. Pero eso a él nadie se lo hacía. Eduardo era un imbécil, un mentecato que no se enteraba de nada. Pero él no. Nadie se burlaba de él.

― La cara de culpabilidad de aquellos dos, tras deshacerse del abrazo, lo decía todo -alegó.

Pareció que ella iba a decir algo, cualquier excusa del tipo “eso no es lo que parece”. Pero no les dio ninguna oportunidad. Él ya sabía lo que tenía que saber. Sobraban las palabras. Dos disparos ahogaron cualquier palabra de descargo. ¡Todo fue tan rápido!

― ¿Cómo iba a saberlo? –añadió antes de perder el sentido.

En eso tenía razón. ¿Cómo podía adivinar que con su acto deleznable dejaba tendidos, exánimes, los cuerpos de dos hermanos que se acababan de reencontrar tras décadas de ausencia?
 
 
Eduardo no había matado a nadie en su vida. Nunca tuvo que utilizar su arma reglamentaria. Y ahora ya no tenía arma. Se la habían arrebatado, junto con su honor y su dignidad. Pero la ira es un arma muy poderosa y el iracundo saca fuerzas que creía inexistentes. Qué más le daba volver a la cárcel, ahora que se sentía, por fin, liberado. El peor tormento lo había vivido hacía muchos años, cuando Amelia lo dejó por aquel maldito cabrón, que ahora yacía sin alma a sus pies, manchando de negrura unas baldosas blancas.