lunes, 24 de julio de 2017

Nos vamos de vacaciones


No es este un relato de ficción propio de “Retales de una vida” ni una de las reflexiones críticas y típicas de mi “Cuaderno de bitácora”. Es, simple y llanamente, lo que sugiere el título: que mis blogs y yo nos vamos de vacaciones. 

Nos ausentaremos el tiempo justo y necesario, no para recargar pilas, como suele decirse, pues estas, por fortuna, siguen a tope ─y que duren─, sino para dedicar todo el tiempo libre durante el próximo mes de agosto ─que será todo el que quede descontando el empleado en dormir, sestear y comer─ a la contemplación, cual monje franciscano. La diferencia de que no me recluiré en un convento, sino que gozaré de la naturaleza ─mar y montaña─ del turismo ─estaré quince días por tierras mexicanas─ y de la compañía de amigos y seres queridos. Y, cómo no, de mis inseparables lecturas, esos libros que aguardan ser leídos.

No escribiré, pero espero que mi mente no quede embotada por el calor y su engranaje siga girando para imaginar historias y reflexiones que luego pueda trasladar, tras este paréntesis, a mis queridos blogs, que permanecerán, entretanto, dormidos. Ellos también se merecen unas vacaciones.

¡Hasta la vuelta!


miércoles, 19 de julio de 2017

No más accidentes (segunda parte)


Llevo ya treinta años, tantos como tenía cuando entré a trabajar en esta empresa, transportando viajeros de un extremo a otro de la península y, por raro que parezca, no me he cansado de este oficio. Para nada. Es un privilegio poder visitar tantos lugares en tan poco tiempo. Claro que he repetido muchas veces las mismas rutas, pero aunque el paisaje no cambie, la gente y las anécdotas sí. 

El viaje de hoy es, sin embargo, especial. Haré el mismo recorrido que quisieron hacer mis padres hace sesenta años. Aunque pueda parecer extraño, en todo este tiempo no había tenido ocasión de realizarlo. No como pasajero.  

Este año, la Semana Santa también ha caído a mediados de abril, y hoy es mi cumpleaños. No es casualidad, pues, que esté de camino a Sevilla. Lo había planificado de este modo. Se me ocurrió de repente. Pensé que sería una buena forma de celebrar mi cumpleaños y, a la vez, de hacer este viaje en memoria de mis padres, que no tuvieron ocasión de llegar a su destino por mi culpa. Solo he necesitado un permiso especial para permutar las vacaciones de verano por las de Semana Santa. 

Hoy no voy sentado en el asiento del conductor. Hoy estoy acomodado en la última fila. He pagado billete para toda la hilera de asientos. No quería compartirla con nadie, solo con mi mujer. Me habría gustado que me acompañaran en este viaje mis dos hijas, con sus maridos y mis dos nietas, pero trabajan y solo pueden disponer de los días estrictamente festivos. Les he contado tantas veces cuándo, dónde y cómo nací, que me ilusionaba la idea de que hicieran el mismo trayecto que quisieron hacer mis padres en aquella ocasión. 

He hablado con Alberto, el conductor, y, como es compañero mío desde hace muchos años, me ha prometido que parará en la misma estación de servicio, donde tomaremos un refrigerio o lo que se tercie. Quiero que mi mujer conozca el lugar y, de paso, le presentaré al hijo de Don Enrique, aunque, claro, ya no es lo mismo. Al él le trae sin cuidado la historia de mi nacimiento. A fin de cuentas, solo la conoce de oídas. Todavía no había nacido cuando mis padres recalaron en el que ahora es su establecimiento con un recién nacido en los brazos, sucio y envuelto en una manta. Por cierto, nunca le he preguntado su nombre. No me extrañaría que se llamara Enrique, como su padre. Hoy tendré ocasión de saberlo. Tendrá unos diez años menos que yo, aunque aparenta ser mayor. Será porque tiene poco pelo. Quizá ahora ya lo haya perdido por completo. Hace tanto tiempo que no le veo. Los años no pasan en balde.

Ya falta poco para llegar. Acabamos de pasar la señal informativa de estación de servicio. Me parece ver a lo lejos la torreta identificativa de la gasolinera con ese logo tan extraño de la empresa de carburantes. Tras la próxima curva aparecerá todo el complejo. 

¡Qué extraño! Deberíamos estar aminorando la marcha. Ya casi hemos llegado. A esta velocidad no podremos entrar en el área de servicio. ¡Pero qué haces, Alberto! ¡Que te pasas! ¡Alberto, para! ¿Pero qué te ocurre? ¡Me has prometido que pararías! ¿Acaso no te acuerdas?  ¡Alberto, Alberto, por Dios, para!

─Enfermera, enfermera, venga, ¡deprisa! 
─¿Qué ocurre, señora? 
─Pues que parece que está volviendo en sí. Ha movido los labios.
─Voy a llamar al doctor. 
─Luis, Luis, ¿me oyes?
─¿Qué, qué pasa? ¿Por qué gritas de ese modo? ¿Y por qué lloras? ¿Dónde estoy?
─¿No te acuerdas? Perdiste el conocimiento. Has tenido un infarto cerebral, cariño. Pero te pondrás bien, ya lo verás.
─¡¿Un infarto cerebral?! Vaya por Dios. Te habré dado un susto de muerte. 
─Ahora eso es lo de menos, Luis. Lo importante es que te recuperes.
─Saldré de esta, no te preocupes, mujer. 
─Pues claro que sí, pero ¿cómo te sientes? ¿Te duele algo?
─Estoy bien, de verdad. Pero qué curioso.
─¿El qué, cariño?
─Lo que estaba soñando, justo antes de despertarme.
─¿Soñando, dices? ¿Y en qué soñabas?
─Pues soñaba que íbamos tu y yo de viaje a Sevilla en autocar, para pasar allí la Semana Santa.
─Pero eso no ha sido un sueño, Luis. Eso es lo que estábamos haciendo cuando has sufrido el infarto cerebral. ¿No lo recuerdas? Íbamos sentados en la última fila y de pronto te tumbaste. Te pregunté qué te pasaba, si tenías sueño o te encontrabas mal y ya no me contestaste. Menos mal que Alberto, el conductor, ha llamado de inmediato a urgencias y le dijeron que te trajera hasta aquí. Era lo más rápido.
─¿Hasta aquí? ¿Adónde?
─En el Hospital La Fe, de Valencia. Alberto, el pobre hombre, se ha quedado muy preocupado. Le llamaré luego al móvil para decirle que estás bien.
─Ni se te ocurra. Mándale un WhatsApp. Ya lo leerá cuando pueda. ¿No ves que si le llamas podrías provocar un accidente? Y, por cierto, ¿dónde me ocurrió exactamente lo del infarto?
─Pues justo cuando nos acercábamos a la gasolinera en la que teníamos que parar, esa de la que siempre nos has hablado. Pero como le dijeron a Alberto que no perdiera ni un minuto y te trajera hasta aquí… No veas lo que ha corrido el hombre. Y la que se ha armado en el autocar. Todos querían ayudar, pero nadie sabía cómo.
─Bueno, pero qué veo. Si hace usted muy buena cara, Luis.
─Este es el doctor Benavides, cariño. El responsable de la UCI.
─Mucho gusto, doctor.
─¡Nos ha dado un buen susto! Pero parece que la cosa pinta bien. El TAC no ha revelado ninguna lesión adyacente a la zona infartada. Además, la isquemia no ha sido, por fortuna, severa. Tiene la tensión arterial muy alta, eso sí. Le subiremos a planta, le instauraremos un tratamiento y le haremos algunas pruebas más. Si todo va bien, tras un par de días en observación, le daremos el alta. 
─Pero ¿podré seguir con el viaje, doctor? Todavía nos daría tiempo a llegar a Sevilla para…
─Pero, ¡qué dice hombre! Ni hablar. De momento reposo y a cuidarse. Ya tendrá otra ocasión para hacer este viaje.
─Sí, claro. Pero ya no será lo mismo…
─Ahora lo que importa es que se ponga bien. ¿Y esa sonrisa?
─No, nada, cosas mías, doctor.
─Pues lo dicho. Dentro de un rato le subirán a planta. Más tarde pasará a verle el neurólogo. Cuídese.
─Muchas gracias, doctor.
─¿Qué has querido decir con eso de que eran cosas tuyas cuando el doctor te ha preguntado por qué sonreías?
─Pensaba que en la vida hay coincidencias curiosas. Hoy he vuelto a nacer. Y también tras un accidente de la naturaleza y con un autocar de por medio. Dicen que no hay dos sin tres, pero espero no tener más accidentes en mucho tiempo.

FIN


jueves, 13 de julio de 2017

No más accidentes (primera parte)


Nací en un autocar a causa de un accidente. No por un accidente del autocar sino de la naturaleza, que dicen que es sabia. Fui sietemesino. No me esperaban hasta el cuarenta de mayo ─como solía decir mi padre─, es decir un nueve de junio, pero decidí adelantarme a un ocho de abril. Así pues, soy Aries y, según mi carta astral, todo tenía que sonreírme. Mi madre creía a pies juntillas en la astrología y, al poco de nacer, encargó que me hicieran esa carta, que no sé por dónde anda pero que mencionaba a menudo cuando quería darme ánimos. En cambio, mi abuela no era tan optimista. Ella decía que eso de nacer antes de tiempo traía malas consecuencias, aunque, ya puestos, añadía, era mejor ser sietemesino que ochomesino. Nunca supo decirme porqué. Sea como sea, el caso es que ni el ginecólogo ni mi madre tuvieron la culpa. En todo caso fui yo el responsable. Siempre he sido muy inquieto y debía tener prisa por salir y conocer el nuevo mundo. Ahora, en cambio, me lo pensaría dos veces. Pero ya no hay vuelta atrás.

El ocho de abril de mil novecientos cincuenta y siete era lunes y el primer día del periodo vacacional de mi padre. Ya sé que puede resultar extraño, pero mi progenitor trabajaba entonces en un almacén mayorista de productos farmacéuticos y, como no cerraba en agosto, el personal tenía que hacer turnos. Siendo mi padre el empleado más nuevo dentro de su grupo y categoría, no tenía el privilegio de poder elegir cuándo disfrutar de sus vacaciones de verano, por lo que dependía de los planes de sus compañeros más veteranos. De este modo, había adquirido la costumbre de tomarlas en mayo, un mes que todavía aseguraba un buen tiempo. Pero ese año una auditoría y una inspección de Sanidad, previstas ambas para mayo, alteraron sus planes. La dirección de la empresa no permitió que ningún empleado se ausentara bajo ningún concepto durante todo el mes. A mi padre no le quedó, pues, más remedio que adelantarlas todavía más, convirtiéndolas, de ese modo, en unas vacaciones de Semana Santa, que cayó ese año a mediados de abril. Mejor adelantarlas que atrasarlas hasta octubre, pensó. Con un retoño en casa, quedaba totalmente descartado. Pero lo que no podían imaginarse mis pobres padres era que un accidente inesperado ─o sea yo─ les alteraría aún más sus planes. Si me acuerdo perfectamente de toda esta historia es porque se empeñaban en contármela cada ocho de abril, después de soplar las velas de mi tarta de cumpleaños. 

Mi padre tendría ahora la friolera de cien años, una edad que a punto estuvo de cumplir. Cuatro meses le faltaron para convertirse en centenario. Mi madre, andaría por los noventa y cinco, si no hubiera tenido prisa por marcharse antes que él. Me tuvieron de mayores. Creían que no iban a tener descendencia. Llevaban catorce años intentándolo, tantos como llevaban de casados. Ahora las mujeres son madres a una edad mucho más tardía que entonces, pero en aquella época tener el primer hijo a los treinta y cinco no era habitual. No obstante, la naturaleza, además de sabia, es caprichosa, pues después de tardar tanto tiempo para darles un vástago, decidió que ya había cumplido su cometido y me convirtió en hijo único. 

Ser hijo único no es ninguna bicoca, como muchos piensan, todo lo contrario. Y más si has nacido cuando ya no te esperaban, cuando creen que su matrimonio será como un jardín sin flores. Y entonces nace el pimpollo. Te cuidan, te miman y te protegen como si fueras de porcelana china. Luisito esto, Luisito lo otro. Hasta bien cumplidos los veinte, coincidiendo con mi alta en las fuerzas armadas para prestar el servicio militar, no pasé a ser Luis. Debo aclarar, sin embargo, que como mi padre se llamaba Luis, el diminutivo había servido hasta entonces de distinción entre ambos. Menudo lío se armó después, cuando mi madre nos llamaba. Cuando desde la cocina gritaba “Luiiiis”, indefectiblemente un dúo de voces masculinas le contestaba al unísono: “¿qué Luis?” o ¿quién, yo? En el primer caso, la respuesta materna era “el padre” o, por el contrario, “el hijo”. Pero como formuláramos la pregunta en su segunda versión, respondía con un “sí, tú”, lo cual, lejos de aclarar las cosas, nos obligaba a interrogarla de nuevo hasta desfacer el entuerto. Debo decir, empero, que mi padre y yo lo hacíamos adrede, para hacerla rabiar. Hasta que la pobre mujer decidió llamarnos Luis padre y Luis hijo. Y aquí se acabó lo que se daba.

Acostumbrado a los cuidados de mis padres, mi paso por la milicia fue bastante ingrato. Les eché mucho de menos. Al volver a la vida civil, como no quise seguir estudiando ─por mucho que mis padres insistieran─ me puse a trabajar. En aquella época no era tan difícil como ahora encontrar un empleo. Hice de todo un poco, pues a manitas no me gana nadie. Pero para ascender en un puesto, te exigían experiencia y títulos, aunque fueran de formación profesional, cosa que yo no tenía. Y yo no me veía mucho tiempo de simple aprendiz o de ayudante de lo que fuera. Entonces vino mi padre a echarme un cable. Como durante el servicio militar me había sacado el carnet de clase B para conducir los camiones del ejército, y en la empresa donde él trabajaba necesitaban un chofer para llevar la camioneta de reparto, me convertí en un empleado más del almacén mayorista. Pero fueron pasando los años, las cosas en la empresa empezaron a torcerse y los salarios a congelarse por aquello de que como ya ganas por encima del sueldo base… Así que, después de ocho años como repartidor de productos farmacéuticos, a los treinta recién cumplidos hice un nuevo cambio y entré a trabajar en la empresa de autocares en la que todavía sigo como conductor.

Aun ahora, cuando subo al autocar y miro por el retrovisor interior para ver si el personal está bien acomodado, no puedo evitar echar una ojeada a la última fila de asientos, en la que casi nadie quiere sentarse porque dicen que marea. Y entonces me imagino a mi madre tumbada en ella, aquel lejano ocho de abril, en que, camino de Sevilla, se armó la marimorena cuando la pobre mujer rompió aguas y tuvo que dar a luz entre dolores, gemidos y la algarabía del pasaje que no esperaba asistir a un parto en vivo y en directo. Y mucho menos sobre ruedas. A mis padres se les terminó las vacaciones al poco de iniciarlas, y su viaje hacia la Semana Santa sevillana se acabó en el bar de una gasolinera situada entre Castellón y Valencia. Ahora a esas zonas las llaman áreas de servicio. La de mi historia todavía sigue en el mismo lugar y, aunque la gasolinera pertenece a otro grupo empresarial, el bar es el mismo. Don Enrique, el propietario de entonces, hace años que ya no está. Ahora es su hijo quien sigue al frente del negocio. 

La primera vez que entré en ese bar, ya como conductor de la empresa de autocares, lo primero que hice fue preguntar por don Enrique. Cuando le conté quién era, más como algo anecdótico que por otra cosa, puso unos ojos como platos y abrió tanto la boca que creía que se le iba a soltar la dentadura, porque se notaba a la legua que era postiza. Podría haber dudado de mi palabra. A fin de cuentas, no me parecía en nada a aquel bebé pringoso y llorón que llegó a tener en sus brazos. Pero quién sino podía conocer la historia con tanto detalle. Desde entonces, cada vez que hacía la ruta hacia el sur, me detenía allí, con la excusa de hacer una parada de descanso, y rememorábamos lo ocurrido muchos años atrás. Mis pasajeros debían creer que me paraba en ese lugar porque tenía comisión. Lo cierto es que el buen hombre me invitaba a lo que quisiera tomar en memoria de aquel acontecimiento que le hizo salir por televisión.

Su hijo al principio escuchaba atentamente nuestra versión de los hechos, pero al cabo del tiempo debió acabar hartándose de oír siempre la misma historia porque, solo verme entrar, esbozaba una sonrisa de complicidad y, tras saludarme con un gesto de la cabeza, se iba al otro extremo de la barra para dejarnos solos con nuestros recuerdos.

Quién me hubiera dicho a mí que, habiendo nacido en el último asiento de un autocar, me sentaría treinta años después en el primero, en el del conductor. No sé qué diría mi carta astral pero no creo que anticipara cosa igual.

En una ocasión, en un viaje organizado por el IMSERSO, la guía, una rubia de escándalo, habiéndosele agotado momentáneamente el guion y conociendo mi don de gentes, me animó a que contara algo al personal, alguna anécdota, algún chiste, cualquier cosa que les mantuviera distraídos y despiertos hasta la próxima entrega de información turística de interés. Lo único que se me ocurrió fue contarles la historia de mi nacimiento. Durante el tiempo que duró mi narración, como si de un cuento para niños se tratara, reinó en el autocar el más absoluto silencio, solo quebrado por alguna tos indómita, alguna exclamación femenina de asombro y el continuo sonido de fondo del motor. Cada vez que, a través del espejo retrovisor, echaba una fugaz ojeada al público que tenía a mi retaguardia, veía que cuarenta pares de ojos observaban, expectantes, a ese hábil contador de aquella curiosa historia acontecida muchos años atrás, como queriendo averiguar la veracidad de sus palabras. Como niños de parvulario, al terminar mi relato, un tropel de voces, a cual más aguda, me acribillaron a preguntas que apenas lograba entender y que la guía me ayudaba a descifrar: ¿quién asistió a su madre en el parto?, ¿fue el chofer o su padre?, ¿y con qué le cortaron el cordón umbilical?, ¿y duró mucho el parto?, ¿y qué hacía la gente del autocar mientras tanto? ¿pararon en el arcén mientras duró el parto o el autocar siguió su camino hasta la estación de servicio? Y… Debo reconocer que, para darle más aliciente a la historia, la aderecé un poco en algún que otro pasaje con un “toque personal”. Como cuando dije que mi madre, del dolor tan intenso, arrancó uno de los asientos en los que estaba recostada, o que todos los pasajeros hicieron una colecta como obsequio para mis padres por el feliz desenlace, o que me pusieron de nombre Luis en honor al dueño del bar por el trato y los cuidados que dispensó a sus tres visitantes inesperados. Visto el éxito de mi narración ─debo decir que soy muy bueno contando cuentos─ me animé a repetirla en otra ocasión, también con el mismo tipo de pasaje, pero con una pequeña variante. En esta segunda versión me habían bautizado con el nombre de Jesús, por lo del nacimiento imprevisto del Mesías en el portal de Belén. Si tuviera que contarla una vez más, quizá diría que me pusieron Ángel en honor a Angelines, una enfermera jubilada, que fue quien realmente ayudó a mi madre en el parto. 

CONTINUARÁ...

jueves, 6 de julio de 2017

La última cita


En todos los hoteles en los que me alojo, lo primero que hago al ocupar mi habitación es observar desde la ventana la ciudad que va a acogerme mientras dure mi estancia. Siempre pido una en el piso más alto. Me gusta contemplar las ciudades desde arriba. Me da una sensación de poder. 

Desde aquí la ciudad se ve distinta. Ha cambiado mucho. Como debe de haber cambiado ella. Hacía veinte años que no volvía. La última vez que pisé sus calles yo acababa de cumplir los treinta. Ella solo contaba con veintidós. Tan pronto como nos conocimos, surgió lo que llaman un flechazo. Por desgracia, nuestro idilio duró muy poco, el tiempo que permanecí en la ciudad, por un asunto que me llevó semanas resolver. Luego, mi trabajo y mis continuos viajes, con largas y frecuentes ausencias, hizo inviable nuestra relación. Nos escribíamos, nos llamábamos, pero el contacto se fue distanciando y languideciendo. Hasta que se interrumpió definitivamente cuando me comunicó que iba a casarse. No le amaba, pero debía hacerlo por el bien de la familia, me confesó. ¡Que en pleno siglo XX todavía hubiera matrimonios de conveniencia! Y ahí terminó todo lo exiguo pero intenso que hubo entre nosotros. Todavía guardo un muy grato recuerdo de aquellos días, pues no he podido olvidarlos. 

Y ahora, de vuelta a esta ciudad que nos presentó, también por un asunto de trabajo, no puedo dejar de pensar en ella. Todo me la recuerda. 

Como lo que me ha traído hasta aquí me retendrá muy poco tiempo, debo aprovecharlo al máximo. Por eso no he podido evitar buscarla. Necesitaba verla, aunque solo fueran unos minutos. Saber de ella, cómo ha sido su vida durante estas dos últimas décadas. Mi fuente de información me ha facilitado su dirección y número de teléfono. La he llamado. Su alegría al oírme ha parecido sincera. Hoy no tenía ningún compromiso y su marido está en viaje de negocios. Parece una señal, un buen augurio.

Mi informador también me ha dicho quién es su marido y a qué se dedica. Al parecer está forrado y es un elemento de cuidado, un hombre de negocios sin escrúpulos. No me extrañaría que tuviera una amante. Ya se sabe, el típico matrimonio de conveniencia para fortalecer alianzas familiares. Como en la mafia. Quizá siga sin amarle. Quién sabe si todavía hay un hueco en su vida que yo pueda ocupar. Esta noche lo descubriré. Si no hay motivo para la esperanza, esta será nuestra primera y última cita.

Iremos a cenar y recordaremos los buenos tiempos. Nos pondremos al día. Espero que no me pregunte el motivo de mi visita a la ciudad. No quiero mentirle de nuevo, como hice entonces. En tal caso, solo le diré que trabajo como freelance. Siempre suena mejor que autónomo.

Esta vez mi estancia será mucho más breve. No parece que el trabajo vaya a ocuparme más de dos días. Luego deberé marcharme, pues otro encargo me espera en otro lugar. 

*****

Todavía siente algo por mí. La cena fue como esperaba, inolvidable. Estaba espléndida, radiante. La madurez le ha dotado de unas facciones todavía más atractivas que en su adolescencia. Hacía tiempo que no me sentía tan a gusto, como si el tiempo se hubiera detenido veinte años atrás. Me contó cómo ha sido su vida durante estos años. Tal como sospechaba, es sumamente infeliz. Desea divorciarse, pero hay muchos impedimentos económicos y financieros que resolver. Propiedades compartidas, intereses familiares en común, mucho dinero de por medio a repartir. Su marido se lo pondrá muy difícil. 

Una vez concluya los trabajos para los que me he comprometido, volveré para quedarme. Quiero estar cerca de ella. Quizá necesite mi ayuda. Haré lo que sea necesario para estar a su lado. Está decidido.

No puedo dejar mi trabajo. Soy el mejor profesional del sector, el más buscado y el mejor pagado. Tengo muchas ofertas y nunca he fallado a mis clientes. Tengo una reputación que mantener. Pero puedo cambiar mi centro de operaciones. Al fin y al cabo, mis actividades no requieren una oficina. Lo que hago es como un teletrabajo. Podría establecerme aquí e iniciar juntos una nueva vida.

De momento no le diré nada de mis planes. Cuando salga de la ducha la tantearé.

Llaman a la puerta. 

Era el servicio de habitaciones. Pero, junto al copioso desayuno que he encargado, para reponer fuerzas después de una intensa noche de pasión, el camarero me ha hecho entrega de un sobre que alguien ha dejado en recepción a mi nombre. Deben ser las instrucciones que estoy esperando. 

Pero antes está el placer que el trabajo. Ya abriré el sobre cuando hayamos disfrutado del desayuno y ella se haya marchado. No quiero preguntas indiscretas.  

*****

Nunca había estado tan nervioso a la hora de conocer la identidad de mis víctimas, gente anónima cuya existencia me la trae al pairo. Solo un nombre y una dirección. Su vida a cambio de un buen puñado de dinero. 

Esta vez, sin embargo, me siento inquieto, como si temiera que algo fuera a torcerse. Serán las prisas por liquidar los asuntos que me esperan y volver a los brazos de mi amada.

*****

Mis ojos no dan crédito a lo que ven. El nombre, por sí solo, podría llevar a un equívoco. Supongo que habrá muchas mujeres en esta ciudad con el mismo nombre, pero la dirección no da lugar a dudas. Es la que me dio mi contacto. Adivino quién está detrás de este encargo, quién quiere deshacerse de ella. Por eso se ha ausentado de la ciudad en viaje de negocios.

Pero soy todo un profesional y nadie ni nada puede interponerse en mi trabajo y en mi prestigio. Muy a mí pesar, la próxima será mi última cita con ella.