lunes, 29 de mayo de 2017

Justicia o venganza (primera parte)


Clareaba y todavía no había logrado pegar ojo. ¿Quién me hubiera dicho que, al volver a casa, al terminar el curso, me esperaba aquella horrible confesión? Todavía tenía grabado en mi cabeza lo que, en evidente estado de embriaguez, me había revelado mi padre la noche anterior. Como el martillo golpea el yunque, sus últimas palabras no dejaban de percutir en mi cerebro. 

Hace ya cinco años que encontraron muerta a mi madre, salvajemente apuñalada. Todo apuntó a Cecilio, el lascivo, repulsivo y pendenciero jornalero. Siempre la miró y deseó como un depredador hambriento de carne y sediento de sangre. Todos lo sabían. Por eso todos le creyeron capaz.

El cadáver fue hallado cubierto de sangre y paja en las cuadras, un lugar demasiado accesible para ocultar un cuerpo. Le habían asestado veinte navajazos. El arma del crimen, a su lado, delataba al asesino: Cecilio. Aunque éste juró hasta la saciedad no haber sido el causante de la muerte de la mujer de su patrón y que no sabía cómo había ido a parar allí su navaja, fue hecho preso de inmediato. 

Todo apuntaba a su autoría. Estaba ―era un secreto a voces― obsesionado con mi madre, que, en su madurez, seguía siendo una mujer muy bella; había fanfarroneado con que se encamaría con ella, pues sólo había que ver cómo le miraba, provocativa, con sus ojos del color de la miel; se enorgullecía de su navaja toledana de la que nunca se separaba ―nunca se sabe cuándo uno puede necesitarla, decía―; y odiaba a su patrón, mi padre, a quien consideraba un arribista que había heredado las mejores fincas de la comarca sin merecerlo, solo por haberse casado con la heredera de una rica familia de hacendados.

Mi madre provenía, en efecto, de una familia pudiente dedicada a la crianza de caballos y de ganado bovino, a la par que era propietaria de una vasta extensión de campos de labranza. Me consta que mi padre se casó locamente enamorado. No se casó por su dinero sino por su belleza y personalidad. Las riquezas vinieron después, al fallecer mis abuelos maternos. Claro que mi padre sabía lo que le proporcionaría algún día aquella unión pero a él no le movió el interés. Aunque pertenecía a una familia humilde, ganaba un salario decente. Sus padres fallecieron cuando él, también hijo único, era todavía un adolescente. Sobrevivió económicamente gracias a lo poco que heredó. Aún así, tuvo que costearse los estudios trabajando. Cuando mis padres se conocieron, él ya había terminado derecho, trabajaba como pasante en un bufete de abogados de la capital y quería prepararse para las oposiciones a notario. Pero ello se vería truncado con la muerte accidental de sus suegros, al poco de haberse casado con mi madre, pues tuvo que hacerse cargo del negocio familiar. Y acabó haciéndose a la idea de que aquel era su futuro, abandonando toda carrera que no fuera la que le vino impuesta por el destino. 

De mi infancia conservo muy gratos recuerdos: unos padres unidos y felices, un padre honrado y trabajador y una madre que era el calor del hogar, siempre dispuesta a satisfacer los deseos de su esposo y los caprichos de su hijo. Yo sentía ―quizá como cualquier niño― una predilección por mi madre. Era mi compañía, mi maestra, mi cuidadora, mi confesora, mi consuelo, mi cuentacuentos… Lo era todo para mí. La figura de mi padre era la del patriarca a quien se le debe respeto y obediencia. Le tenía por un hombre justo y con dotes de mando. Cuando le veía dar órdenes, me lo imaginaba dirigiendo un ejército. De mayor quería ser como él. Cuando más tarde, con catorce años, me enviaron interno a uno de los mejores colegios de Irlanda, les veía solo cuatro o cinco veces al año pero nunca noté ni un atisbo de desamor ni de problemas entre ambos. Por eso no podía conciliar el sueño mientras rememoraba, una y otra vez, esas tres odiosas palabras: “Yo lo hice”.  

Desde aquel fatídico suceso, sólo había vuelto a casa por vacaciones, como ahora, pero, dado el estado en que se había sumido mi padre, cada vez me apetecía menos regresar. Jamás había sacado el tema a colación, Hasta esta pasada noche. Mi padre había estado todo el día bebiendo. Nunca antes le había visto beber tanto. Seguramente lo hizo para reunir fuerzas para lo que me tenía que confesar.

Así pues, tras la cena, con voz pastosa por el alcohol y arrastrando las palabras, me contó el qué y el cómo pero todavía me sigue faltando el porqué. Sus atropelladas explicaciones no me resultaron convincentes. No me dio tiempo a interrogarle porque, terminada su confusa declaración, salió dando tumbos. Al poco, le vi alejándose a lomos de su alazán favorito.

“Nada en esta vida es lo que parece”. Así empezó su incomprensible relato con el que, según dijo, pretendía descargar su mala conciencia. Al terminar, me sentí horrorizado y confuso a la vez. ¿Por qué ahora esa necesidad de confesarlo todo cuando Cecilio, el autor oficial y no confeso de aquel asesinato, había muerto en la cárcel dos años atrás de fiebre tifoidea? El caso estaba cerrado y enterrado. Mi padre tenía razón: nada era lo que parecía. ¿Cómo un hombre decente puede acabar siendo un asesino? ¿Cómo un hombre justo puede dejar que culpen a un inocente? ¿Pueden los celos llevar a un hombre a perder la cordura? Después de lo oído, pensé que mi padre no era aquel hombre a quien yo conocí y amé. Ahora era, para mí, un perfecto desconocido.  

Después de lo que sabía, no podía permitir que todo quedara en un simple testimonio de arrepentimiento entre padre e hijo. Al horror se le sumaba la rabia. Mi padre debía pagar por lo que hizo. Pero antes necesitaba saber la verdad sobre algo que no acababa de creer: ¿Tuvo mi madre un amante? Mi padre mencionó reiteradamente a don Eusebio, con quien no se atrevió a ajustar cuentas. Según él, de haberlo hecho, habría sido el principal sospechoso. La rivalidad existente entre ambos era bien conocida y las habladurías le apuntaban en calidad de marido ultrajado.

Al día siguiente, como mi padre seguía sin aparecer, le busqué por los campos que tantas veces había recorrido a caballo con él. Cada vez que me cruzaba con un grupo de jornaleros, éstos intercambiaban miradas y hacían comentarios que cesaban tan pronto me acercaba para preguntar por su patrón. ¿Acaso sabían algo que yo desconocía? Pensé que por la tarde, terminada la jornada laboral, si mi padre seguía en paradero desconocido, llamaría a Manuel, el capataz y su hombre de confianza, con la intención de conocer qué sabía de lo ocurrido años atrás y hasta qué punto mi padre le había confiado su secreto.  

Horas más tarde y sentados frente a una botella del mejor vino de la bodega, Manuel se explayó haciendo un largo repaso de lo vivido en la hacienda junto a mi padre. Él tenía ganas de hablar y yo de escuchar.

CONTINUARÁ


jueves, 18 de mayo de 2017

La vidente

Microrrelato con el que participé en el "II certamen de microrrelatos IASA ascensores" y cuyo requisito temático consistía en que debía aparecer en el texto, como frase o parte de una frase, "maldito escalón".


Nunca he creído en videntes, pero ahí me encontraba, sentado ante ella. Felipe, con quien comparto piso y amistad, me la recomendó. 

Cuando, tras la sesión, me hallé de nuevo en el rellano de esa escalera tan lúgubre y sin ascensor, pensé que no debía haberlo hecho.  

Bajé los cinco pisos saltando los peldaños de dos en dos. Quería llegar cuanto antes a la calle y olvidar lo que me había dicho: “te espera algo muy duro”.

Sólo unos segundos después comprendí que aquella mujer no había errado en su predicción. Lo que me esperaba era una fractura de tibia y peroné y varias costillas rotas. Maldito escalón.


viernes, 5 de mayo de 2017

La autobiografía


Ildefonso era un hombre de aspecto imponente y huraño. A pesar de su introversión ─esa era la única lacra tras esa engañosa apariencia─ era un tipo amable, siempre dispuesto a echar una mano. Era el típico empleado solícito de quien se aprovechan superiores e iguales. Vivía totalmente entregado a su trabajo, un trabajo ingrato pero que le ayudaba a evadirse de la realidad. Su vida había estado repleta de fracasos amorosos y de penurias de toda índole. Perdió a sus padres siendo muy joven y tuvo que abrirse camino con mucho esfuerzo y no pocas dificultades. Ello, en lugar de dotarle de una elevada autoestima, le convirtió en una persona taciturna y solitaria, arrastrando consigo una existencia gris. En su vida no había colores, todo era en blanco y negro, monótono y aburrido.

A Ildefonso le llevó más de cincuenta años darse cuenta de lo inútil de su existencia. ¿De qué le había servido ser tan trabajador y disciplinado? Cuando le prejubilaron, poco antes de cumplir los sesenta, pensó que le quedaban por delante otros veinte años, por lo menos, siendo un don nadie, un ser anodino, un cero a la izquierda. Entonces se vino abajo pues ya ni siquiera tenía una ocupación a la que dedicar la mitad de su tiempo, de su día a día.

Pero, contra todo pronóstico, logró vencer el desánimo. Estuvo madurando una idea, la que había ocupado su mente durante tantos años y que había desechado repetidamente por ridícula, pues no se sentía capacitado para ello. Hasta que decidió hacer realidad su sueño: ser escritor. Y, de la noche a la mañana, se puso manos a la obra. Pero por mucho que se esforzaba, no hallaba una idea suficientemente original como para plasmarla en una novela. Como había supuesto, tampoco tenía tablas para lanzarse a escribir algo que mereciera la pena ser leído. Por no hablar de lo complicado que resultaría dar con una editorial interesada en publicárselo. No, escribir una novela era poner el listón demasiado alto, recapacitó. En su lugar, escribiría una autobiografía. Material tenía de sobras y no hacía falta ser un Cervantes para escribir sobre sí mismo. Pero ¿quién podría estar interesado en su vida? No era famoso, ni siquiera conocido. No era un tertuliano de un programa de televisión de gran audiencia, no era un periodista reconocido, no estaba relacionado con el mundo editorial, no era un locutor de radio que hubiera ganado un Premio Ondas, no era cantante, ni concursante de un Gran Hermano, ni amigo o conocido de un famosillo de turno. En fin, no era nadie cuya vida pudiera atraer la curiosidad de posibles lectores. A menos que hiciera algo que le catapultara a la fama o que le hiciera pasar a la historia, por el motivo que fuese.

Lo estuvo meditando largo y tendido y a su edad solo le quedaba una salida, una forma de alcanzar notoriedad. De algo le tenían que servir tantas series televisivas como había visto desde que no tenía nada mejor que hacer. Quien lea esto pensará que se volvió loco. Y quizá tenga razón. Pero esa fue su decisión. Pensó que su plan no podía fallar. Sería el único modo de que todo el mundo quisiera saber de él y se interesara por su biografía. Decidió convertirse en un asesino en serie.

¿Qué vida tuvo de pequeño? ¿Qué le llevó a ser un despiadado homicida? ¿Fue acaso un niño desgraciado e incomprendido? ¿Tuvo unos padres maltratadores, drogadictos o alcohólicos? ¿Odiaba a las mujeres maduras, sus víctimas, porque le recordaban a su odiosa madre, o a las mujeres en general porque todas le habían despreciado? ¿Era un resentido con sed de venganza contra la sociedad? Muchos serían los interrogantes que llevarían a comprar su libro a un abundante público dotado de una curiosidad morbosa. Ello le convertiría en el centro de atención de la gente que hasta entonces le había ignorado.

Pero para ello, tenía que ser descubierto y aprehendido. Si al principio cuidaba mucho los detalles, estudiaba con detenimiento a sus víctimas, después de tres asesinatos impunes, empezó a ser deliberadamente descuidado, dejando una pista aquí y otra allá. Forzosamente tenían que identificarle. Tras la quinta víctima, le pillaron. Por fin. No tuvieron que esforzarse mucho para que confesara. Lo contó todo, menos el verdadero motivo que le había movido a llevar a cabo esos asesinatos. Prefirió que le calificaran de psicópata. El caso es que había logrado su primer objetivo en menos de un año: ser famoso. Todos los medios hablaron de él. Fue el tema de conversación durante meses. Le enviaron a una cárcel de alta seguridad, donde cumpliría una larga condena. Ya contaba con ello. Pero con el atenuante de colaboración con la justicia, el trabajo redentor, el arrepentimiento y la buena conducta, en menos de diez años disfrutaría del tercer grado, tiempo más que suficiente para cumplir con su objetivo último y definitivo: publicar su biografía. 

Cuando diera a conocer su obra autobiográfica, las editoriales se la disputarían. Acabaría gozando de popularidad y, con toda probabilidad, de la empatía del público. Sazonaría su vida de niño y de adolescente con los ingredientes necesarios para despertar la pena, la comprensión y hasta la simpatía de los lectores. Se arrepentiría, pediría perdón al mundo, se sometería a tratamiento psicológico, se rehabilitaría. Cuando saliera a la calle, aun con setenta años, todavía le quedarían unos cuantos por delante para disfrutar de la merecida gloria y del dinero. Fama y riqueza. Ya no sería el don nadie de antaño.

Pero la vida tiene, a veces, formas caprichosas de hacer justicia. Ildefonso no podía adivinar que en el mismo centro penitenciario se hallaba recluido un hermano de una de sus víctimas. Su fama le había precedido, de modo que cuando ocupó la que iba a ser su nueva residencia por mucho tiempo, había quien le estaba esperando con los brazos abiertos.

Una mañana le encontraron ahorcado en su celda. Había utilizado una pequeña cuerda que debió obtener en la lavandería donde prestaba sus servicios. Nadie vio ni oyó nada sospechoso. Quizá el tratamiento estuviera haciendo efecto y el discernimiento de su condición de abominable asesino y la culpabilidad por lo que había hecho le llevó al suicidio. Caso cerrado.

En su taquilla hallaron una especie de diario. Solo había llegado a escribir unas veinte páginas. Como no tenían a quién entregarle sus pertenencias, lo arrojaron al contenedor de papel para reciclar. 

Sin saberlo ni vivirlo, Ildefonso logró, en parte, su propósito. Su vida fue llevada a la gran pantalla. Toda la historia fue fruto de la invención de su guionista. En ella se mostraba a un ser despreciable convertido en un Norman Bates. Lo único real del personaje fue lo que era bien conocido por los que habían sido sus compañeros: que, a pesar de su apariencia, era un buen tipo, aunque introvertido, acomplejado, solitario y amargado. En definitiva, el perfil típico de un psicópata asesino. 

La película fue todo un éxito de taquilla. Ildefonso consiguió la fama, aunque esta fuera a título póstumo. Pero dinero, ninguno. Y es que no puede tenerse todo en esta vida. El cuento de la lechera se lo llevó por delante.