viernes, 29 de mayo de 2015

El sueño, la bañera y el lago


Desde hacía unos meses, Aurelio siempre tenía el mismo sueño: se veía flotando en un inmenso lago, de aguas serenas y cristalinas, hasta que una fuerza desconocida le arrastraba hacia lo más profundo. Un torbellino de agua dulce penetraba por su nariz, garganta y oídos. Sus pulmones parecían que iban a estallar de un momento a otro y unas intensas pulsaciones martilleaban su cerebro, al compás de su desbocado corazón. La vista se le volvía borrosa y, de pronto, todo era oscuridad.

En ese instante, se despertaba, empapado de un sudor frío y con una angustia que solo duraba unos segundos, los que necesitaba para volver a la realidad de su oscura habitación, atrapado entre las sábanas que le tenían aprisionado como si de un sudario se tratara.

Cada día tenía la misma pesadilla y cada madrugada se despertaba con la misma sensación de ahogo, de muerte súbita.

Buscó en el Gran Libro de los Sueños el posible significado de tal pesadilla. Eran varias las interpretaciones dependiendo del contexto. El agua, según leyó, simbolizaba la vida y si es cristalina, anuncia una larga existencia, pero ahogarse eran malos augurios, contrariedades en los negocios, en la amistad o en el amor.

Nunca había creído en la astrología, en premoniciones ni adivinaciones pero era obvio que los sueños tienen un significado oculto, fruto de vivencias archivadas en nuestro inconsciente, pero era incapaz de encontrarle un sentido al suyo. Ni el más potente somnífero lograba inducirle un sueño tranquilo y reparador. Si continuaba con ese sueño recurrente, iría a consultar a un profesional pues no soportaba volver a pasar por esa desagradable experiencia mucho tiempo más. Pero siempre dilataba la decisión.

Aurelio estaba convencido de que aquel sueño vaticinaba que moriría ahogado. Llegó a obsesionarse con el agua de tal modo que incluso bajo la ducha se sentía angustiado. Dejó de ir a la playa y a la piscina del gimnasio. Llegó hasta tal punto su paranoia que la sola mención de la palabra agua le producía un escalofrío. Cuando, finalmente, abandonó su higiene personal, evitando todo contacto con el líquido elemento, aceptó que había llegado el momento de visitar a un terapeuta, un eminente psiquiatra especialista en fobias, que le habían recomendado.

Tras examinar atentamente su caso y tras más de diez sesiones, el experimentado especialista hizo su diagnóstico: Aurelio sufría una psicosis paranoica en fase III y debían, sin más demora, iniciar una terapia para impedir su progresión a la fase IV, cuyo desenlace era impredecible, reducir paulatinamente su grado de afectación y revertir su estado patológico hasta la normalidad. Eso llevaría, por supuesto, muchas semanas, quizá meses, de psicoterapia. Debería acudir a su consulta tres veces por semana hasta que estuviera en condiciones de darle el alta clínica.

Para tratar esa fobia incontrolable al agua a la que había desembocado su paciente, éste no debía evitar el contacto con ella, como venía haciendo últimamente, -hecho que, por cierto, tenía unos efectos de lo más desagradables para su olfato, el de su enfermera y el de los clientes que permanecían en la sala de espera-, sino enfrentarse a sus miedos, plantarle cara a su fobia por mucho que le angustiara. Sufriría, al principio, un efecto similar al del síndrome de abstinencia de los drogadictos pero, poco a poco, irían remitiendo.

Así pues, por prescripción médica, Aurelio debía sumergirse en una bañera llena hasta los bordes y mantenerse bajo el agua por lo menos un minuto. Repetiría la operación a diario, alargando el tiempo de permanencia subacuática cada día un poco más hasta el máximo que sus pulmones aguantaran. Al cabo de una semana, observaría cómo sus síntomas habían menguado sensiblemente. Eso y las sesiones en su consultorio acabarían con el problema.

El primer día de psicoterapia, el buen doctor sometió a su paciente acuafóbico, a una regresión mediante hipnosis pues estaba convencido de que esa pesadilla recurrente que le había empujado a su actual estado tenía su origen en algún trauma antiguo, probablemente de su niñez, que había olvidado por completo y que, por algún motivo desconocido, había aflorado ahora, después de tantos años.

Aurelio, que quiso acudir a esa primera sesión solo, sin la presencia de su mujer, pues temía que durante la hipnosis emergiera alguna indiscreción inconfesable, incluso para ella, se sometió de buen grado a una regresión creyendo a pies juntillas la teoría de su sanador.

En la penumbra de la consulta, Aurelio acabó entrando en un estado hipnótico profundo en solo diez segundos de observar el balanceo de un pequeño péndulo que sostenía el terapeuta, mientras éste procedía a una cuenta atrás. Cuando la respiración del paciente, cómodamente tumbado sobre un diván, se hizo rítmica y profunda, aquél empezó a hacerle retroceder en el tiempo con la intención de llegar hasta su más tierna infancia y, si se le antojaba necesario, hasta el mismo útero materno, el primer reducto líquido con el que Aurelio había estado en contacto. En ese estado de sueño profundo, Aurelio fue relatando una serie de imágenes que acudían a su mente hasta detenerse bruscamente, momento en que su respiración se tornó agitada y abrió los ojos con una mirada de espanto.

-Estoy en un lago, un lago enorme, me baño en él, el agua está muy fría pero también muy limpia –empezó a referir Aurelio, ya más sosegado- y veo algo que se mueve bajo mis pies, algo que se acerca, algo que viene a por mí – añadió, volviendo la agitación a apoderarse de él, de tal modo que su cuerpo se arqueaba como queriendo liberarse del diván donde reposaba.

-Tranquilo, tranquilo, estás a salvo, no te ocurrirá nada malo, estoy aquí contigo –dijo el terapeuta para calmarlo y darle ánimos para que continuara con su relato-, pero dime qué es lo que ocurre, qué es lo que ves.

Como la excitación Iba peligrosamente en aumento, el psiquiatra decidió interrumpir la sesión y devolverlo al estado consciente. Ya proseguirían otro día.

Al llegar a casa, Aurelio, visiblemente más sosegado, decidió tomarse un baño de agua caliente, como iniciación de la terapia doméstica prescrita por su terapeuta. Quién sabe si acaba relajándome –pensó incrédulo.

Tras el miedo inicial, Aurelio fue, progresivamente y contra todo pronóstico, relajándose hasta que sus párpados se negaron a mantenerse abiertos. Completamente inmóvil y laxo, su cuerpo fue deslizándose por el respaldo de la bañera hasta quedar completamente sumergido bajo una superficie de agua humeante.

Cuando, al cabo de dos horas, su esposa, intrigada, decidió asomarse al baño, vio una bañera repleta de agua en cuyo fondo yacía el cuerpo inánime de su marido.


A miles de kilómetros de allí, unos turistas que disfrutaban de una travesía por un gran lago suizo, aseguraron haber visto cómo un cuerpo de un hombre aparecía de repente de lo más profundo de sus aguas cristalinas para desaparecer al cabo de unos segundos. Algunos aseguraron que, mientras su cuerpo flotaba cara arriba, su rostro parecía esbozar una leve sonrisa. Los equipos de salvamento, alertados por esos testigos, no lograron localizar al presunto ahogado.

De eso hace ya un año.

Su esposa está pensando someterse a tratamiento psiquiátrico. Desde la muerte de Aurelio, tiene cada día la misma pesadilla: se está dando un baño cuando, de pronto, la bañera alza el vuelo y comienza un viaje por el aire, a través de montañas y valles, hasta acabar precipitándose contra las aguas de un gran lago. En ese momento se despierta acongojada sin entender qué significa aquello.

Según pudo leer en el Gran Libro de los Sueños, volar representa un deseo de escapar a las situaciones y problemas de la vida.

No acudirá a ningún psiquiatra, no sea que, siguiendo sus consejos, le ocurra como a Aurelio y sus temores acaben haciéndose realidad.
 

 

lunes, 25 de mayo de 2015

Con el culo al aire



José quería ser actor pero su tartamudez se lo impedía. En el teatro parroquial solo le daban papeles sin diálogo. Su cojera tampoco jugaba a su favor. Pocas eran, pues, las oportunidades que se le ofrecían.

Cada año, por Semana Santa, tenía, eso sí, un papelito asegurado en La Pasión: de pastorcillo, de leñador, incluso un año hizo de mula.

Su gran oportunidad le llegó, sin embargo, cuando le ofrecieron el papel de Jesucristo. Solo había una particularidad: haría de doble durante la resurrección. El motivo: José solo pesaba cincuenta kilos y sería mucho más fácil de izar que a Romualdo, el verdadero Jesús, con sus cien kilogramos de masa corporal.

El final de la obra, la resurrección, sería espectacular: Jesús emergería, entre una nube de humo, hasta desaparecer en lo más alto del escenario.

El truco era sencillo: se abriría una trampilla practicada en el suelo y José, a quien nadie podría identificar por la humareda reinante, sería izado con la ayuda de dos correas que disimularía el sudario con el que iría cubierto, una especia de sábana que quedaba abierta por detrás. Qué más da, le dijeron, si total solo te van a ver de frente.

En el momento culminante, entre el humo emergió el cuerpo del resucitado ante la exclamación de sorpresa del auditorio, sorpresa que se acrecentó al ver que volvía a descender hasta desaparecer, y ante la estupefacción de los dos tiradores que no entendían cómo no podían con un cuerpo tan liviano. No se habían percatado que las correas se habían entrecruzado justo a la altura de la polea que pendía del techo. A cada tirón, el cuerpo de José emergía y las exclamaciones del público se repetían. Hasta que se convirtieron en carcajadas.

Tras la tercera intentona fallida, se unieron dos fornidos voluntarios y entre los cuatro tiraron con tal fuerza que la polea hizo girar las correas de tal modo que el cuerpo en suspensión de José dio media vuelta dando la espalda al respetable público.

Y así, Jesús resucitado quedó, ante la hilarante audiencia, con el culo al aire.

 
 
Relato inspirado en hechos reales
 
 
 

martes, 19 de mayo de 2015

Julia


Julia era, a sus catorce años, la envidia de sus amigas. Su cuerpo espigado, su ondulada melena rojiza y sus ojos verde esmeralda hacían suspirar de deseo a sus compañeros de clase y de resignación a sus equivalentes femeninas.

Extremadamente presumida, no ponía los pies en la calle sin antes haberse contemplado docenas de veces en el espejo. Aún así, pocas eran las veces que se sentía satisfecha con su aspecto. Desde que había dejado de ser una niña, solo pensaba en su físico y en deslumbrar a conocidos y extraños. Su narcisismo crecía a medida que lo hacía su cuerpo.

Ahora, recién cumplidos los dieciocho, sus formas han alcanzado unas medidas que algunos calificarían de esculturales. Para ella, sin embargo, su cuerpo no encaja con la imagen que toda mujer anhela. Cuando contempla las revistas de moda, se siente gorda y sin atractivo alguno. Sus ojos ya no le parecen tan verdes como antes y detesta el color azafranado de sus cabellos crispados.

Julia no se siente bien consigo misma. La opinión de la gente que la rodea, incluidos sus padres, no coincide con la suya. No se considera fea, eso no, pero sí del montón. Y siendo una chica vulgar no podrá jamás llegar muy alto.

Desde niña, su máxima ilusión ha sido convertirse en una top model. Pero Julia Navarro no se siente capacitada para competir con esas bellezas esculturales de la portada de Vogue. Aunque pasara a llamarse Julie Cooper o adoptara cualquier nombre exótico, no tiene el 1,78 de Irina Shayk, su ídolo actual, ni, por supuesto, su cuerpo. Solo con parecerse a una de esas jóvenes aspirantes a miss lo-que-sea ya se sentiría satisfecha.

Si en la escuela sobresalía, era admirada, ahora no es nada ni nadie. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo que le estaba ocurriendo? –se repetía. Empezó a temer lo peor el día en el que unos vaqueros de Pepe Jeans de la talla 38 se negaron a pasar por sus caderas. Pero está decidida a remediarlo. Quiere ser deseada por hombres y mujeres, por todo el mundo, por todo el Universo. Y tiene un plan. Lo único que no podrá modificar es su metro setenta de estatura pero, por lo demás, está dispuesta a someterse a una profunda transformación.

Ya se imagina, dentro de unos meses, a lo sumo un año, desfilando por la pasarela Cibeles ante cientos de miradas fascinadas por su belleza y su clase. Recurrirá a Carlo, aquel fotógrafo italiano que, viéndola un día por la calle, se ofreció a hacerle un book. Todavía conserva su tarjeta. De eso hace ya dos años, cuando todavía era guapa y esbelta. Pero cuando la vea con su nuevo look no se resistirá a componer para ella el mejor reportaje fotográfico de su vida. Con esas fotos, su gracia y personalidad, ¿qué agente podrá negarse a brindarle una oportunidad en el mundo de la moda?

Sus amigas, o las que dicen serlo, consideran que es una locura y que, en el mejor de los casos, se trata del cuento de la lechera. Piensan, las muy envidiosas, que no tiene posibilidades, que sus sueños son inalcanzables y que lo que hace es vender la piel del oso antes de cazarlo. “Se van a enterar esas zorras de lo que vale un peine. Cuando llegue a la cumbre, me rogarán que les firme un autógrafo. Todas revolotearán a mi lado y entonces seré yo quien les dé la espalda” –piensa con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Julia ha tomado una decisión y ya no hay vuelta atrás. El espejo le ha dicho lo que debe hacer. Cuando esta mañana ha contemplado su imagen, ha tenido una visión: se ha visto en las portadas de las mejores revistas, en las pasarelas de mayor prestigio internacional, concediendo entrevistas, rebosante de fama y dinero y cambiando de acompañante cada vez que se le antoje.

Para alcanzar este objetivo solo debe hacer dos simples sacrificios: pasar por el quirófano e invertir en ello mucho dinero. Pero para eso están los bancos: para conceder créditos a jóvenes emprendedoras como ella. Porque con sus padres no puede contar. ¡Siempre el maldito dinero! Algún día no muy lejano nadará en la abundancia.

El cirujano plástico le ha dado toda clase de garantías. Le ha confirmado que, después de unas cuatro o cinco sesiones, volverá a ser la de antes, e incluso mejor. Será la belleza espectacular que siempre ha querido ser. Un retoque en los pómulos y la barbilla, una eliminación por laser de esas dichosas pecas de color azafrán, una otoplastia para que las orejas de soplillo dejen de apuntar hacia donde no deben, una ligera reducción de pecho, y una liposucción abdominal y de cartucheras, serán suficientes para recuperar las maravillosas medidas de maniquí que ambiciona.
 
 
Julia va cavilando sobre lo que le deparará su futuro profesional cuando, al cruzar la calle, un chirrido de ruedas, acompañado de un bocinazo ensordecedor, la saca de su ensimismamiento. No le da tiempo a reaccionar. Al instante, un grupo de viandantes se arremolina alrededor de su cuerpo inerte sobre el asfalto.

Las múltiples intervenciones quirúrgicas a la que es sometida le salvan la vida. Ha vuelto a nacer. Pero a partir de ahora, le dicen los médicos, deberá hacerse a la idea de que no volverá a ser la misma.
 

viernes, 15 de mayo de 2015

La vuelta




Volví al lugar al que me arrastró mi memoria. Fue una decisión repentina. Me habían asaltado viejos recuerdos y sentí la imperiosa necesitad de volver a verla, de reencontrarme con mi pasado. Esperaba hallarla allí donde nos dijimos adiós, pero había mudado su morada. Aún así, decidí visitarla por última vez. Me dijeron que murió en primavera. El cielo y yo lloramos de dolor.


Texto presentado al certamen de microrrelatos "La primavera"

lunes, 11 de mayo de 2015

El otro museo de cera


A mi mujer nunca le han gustado los museos de cera. Esos monigotes que pretenden representar a un personaje famoso, le producen rechazo cuando no pena. “¿Cómo puede haber gente que pague para ver engendros como esos?”, me decía con frecuencia.

No obstante, durante nuestra estancia en Londres, el fin de semana pasado, pude convencerla de que visitáramos el museo de Mme. Tussauds, el mejor y más famoso museo de cera del mundo.

Por primera vez en mucho tiempo tuvo que darme la razón. Las figuras expuestas en él reproducen con una fidelidad extraordinaria los personajes que representan.

Durante unas dos horas estuvimos recorriendo las dependencias del museo y no pudimos evitar visitar la denominada cámara de los horrores, una zona en la que unos actores intentan infundir terror a sus visitantes. Será algo infantil pero divertido, pensé.

Tras sobrepasar la arcada que indicaba el acceso, repleta de advertencias para salvaguardar la salud del visitante (no apto para niños menores de 12 años, mujeres embarazadas, personas con problemas cardiacos o de hipertensión, etc., etc.), nos adentramos en la zona donde se suponía que nos esperaba el mayor de los espantos. Ante nuestra sorpresa, la sala estaba vacía. Cuando me disponía a dar media vuelta para preguntar al vigilante con el que nos acabábamos de cruzar, mi mujer me agarró del brazo, incapaz de dar un paso. Estaba paralizada de espanto. Cuando dirigí la mirada hacia donde parecía tener clavados los ojos, descubrí qué era lo que la tenía tan asustada: un hombre ataviado con una capa, cubierto por un sombrero de ala ancha provisto de una gran pluma, espada al cinto, nos observaba desde el centro de la lóbrega sala. ¿De dónde había salido aquel individuo que hacía tan solo unos segundos no estaba allí?

-Vámonos ya, Enrique –me dijo con un tono de súplica-, que este hombre me da miedo.
-Vamos, no seas tonta, ¿no ves que es un actor? –le contesté, intentando calmarla. Pero mi intento resultó del todo inútil, así que tuve que claudicar y nos marchamos por donde habíamos venido.

Según me dijo más tarde, ya en el hotel, su mirada vacía era lo que más le asustaba de él. No supo decirme porqué pero le había sobrevenido de repente un mal presagio.

Lo extraño era que mi mujer no es miedosa, ni mucho menos supersticiosa, y nunca la había visto tan asustada. Ahora sé que hicimos bien marchándonos de allí.

Lo que ocurrió aquella misma noche todavía no me lo explico. Estábamos durmiendo plácidamente cuando un ruido metálico, que se asemejaba a choques de sable, nos despertó. Cuando logré abrir la luz, vimos, sentado a los pies de la cama, al individuo que horas antes había sido el causante de nuestra apresurada marcha del museo.

-¿Quién es usted y qué hace aquí? –fue lo primero que se me ocurrió decirle.
-Soy D’Artagnan, uno de los…
-De los cuatro mosqueteros, no te jode –le interrumpí saltando de la cama con intención de llamar al conserje convencido de que un loco, quizá peligroso, se había colado en nuestra habitación.
-No se burle usted, Monsieur, que la cosa es muy seria –me replicó con un marcado acento francés.
-Mire, haga el favor de largarse inmediatamente o llamo a Seguridad –eso es lo que siempre dicen en las películas, ¿no?
-Ya me voy pero antes tengo que darles un mensaje.
-¿Un mensaje? ¿Qué mensaje? –esta vez fue mi mujer la que habló.
-Madame –le contestó haciéndole una pequeña reverencia-, no quisiera inquietarla pero están ustedes en peligro. Deben abandonar el hotel, y a ser posible la ciudad, de inmediato, de lo contrario no respondo por sus vidas.
-Pero, ¿qué dice usted? ¿Y a santo de qué nos tenemos que marchar? –insistió ella.
-Desde el día del incendio, en el que mi cuerpo de cera se consumió pasto de las llamas, me he convertido en una especie de fantasma. Allí donde voy, el fuego me persigue y a aquellos que me ven les espera la misma suerte. Este maleficio me tiene agotado, no se imaginan vuestras mercedes el trabajo que me lleva tener que prevenir a todos los que tienen la fatalidad de toparse conmigo.

Y antes de que pudiera replicarle, se esfumó. Tal cual lo cuento. Se convirtió en humo y desapareció, dejando la habitación con un intenso olor a cera quemada.

Yo no daba crédito a lo visto y oído pero de una cosa estaba seguro: no había sido un sueño. Tras beberme casi de un trago un botellín de whisky del mini-bar, decidí hacer caso a mi mujer, que no paraba de insistir en que debíamos marcharnos de inmediato aunque tuviéramos que pasar el resto de la noche en el aeropuerto o en un banco de la calle. Bajamos a recepción y, con la escusa de que habíamos recibido una llamada urgente de casa, pagué la cuenta y salimos del hotel. Ya en la calle, me pareció ver algo que se escondía entre las sombras. Me paré para cerciorarme de que solo era mi imaginación pero vi nuevamente a ese sujeto que, oculto tras unos arbustos, me saludaba con la mano a modo de despedida.

Como el vuelo de regreso no salía hasta primera hora de la tarde, hicimos tiempo vagando por las calles, bajo la cálida y húmeda brisa que despide el Támesis en verano, y decidí pasarme por el museo de cera.

-Pero, ¿acaso te has vuelto loco? –me increpó mi mujer-. ¿Qué pretendes? No vas a contar lo que nos ha ocurrido, ¿verdad? Te tomarán por un chiflado.

Mientras ella se tomaba el desayuno en una cafetería cercana al museo, yo me encaminaba hacia allí con la intención de interrogar al portero. Pero cuando estaba a pocos metros del lugar, observé una negra humareda salir del edificio mientras que una dotación de bomberos estaba acabando de extinguir un incendio que, según oí comentar a la gente allí congregada, se había originado por la noche en la cámara de los horrores sin motivo aparente.

El serio y estirado portero que el día anterior nos había cortado las entradas, estaba observando, impertérrito, la escena a cierta distancia. Tras interesarme por lo ocurrido, sin obtener de él más información de la que ya tenía, le hice la pregunta para la cual me había desplazado hasta allí.

-¿D’Artagnan, dice usted? Aquí no exponemos a personajes de ficción y en la cámara de los horrores no hay nadie que interprete a ningún mosquetero –me respondió con desdén-. Donde sí tenían expuestos a los famosos mosqueteros era en el otro museo de cera –añadió justo cuando ya me iba.
-¿En el otro museo de cera? -respondí asombrado, pues ignoraba su existencia.
-Sí señor, en el que se quemó, aunque aquél quedó reducido a cenizas. Pero de eso hace ya muchos años –masculló con un terrible acento londinense.

Cuando, de vuelta a la cafetería donde había dejado a mi mujer, conté lo ocurrido, el camarero, que estaba ya al corriente de lo sucedido, comentó que desde hacía unos años se producían en Londres extraños incendios con una frecuencia inusitada que nadie sabía explicar. Museos, cines, restaurantes y hoteles habían sido objeto de incendios que se creían intencionados pues nunca se hallaron indicios de fallos eléctricos o de otro tipo.

Una vez en casa, intrigado por todo lo sucedido, realicé varias búsquedas en internet con el denominador común de “incendios en Londres”. En una de las entradas, se comentaba los enigmáticos siniestros acaecidos en la capital inglesa desde que en 2001 se incendiara un antiguo museo de cera, inaugurado en 1810, predecesor del actual museo de Mme. Tussauds. Según el artículo, a raíz de ese incidente, su propietario había sido internado por un supuesto brote psicótico debido, según él, a la presencia de una figura andante que decía ser el mosquetero D’Artagnan y que se le aparecía pidiéndole auxilio. Desde entonces, muchos habían sido los casos en que, antes de producirse un incendio, algunas personas aseguraban haber visto en el lugar a ese personaje, y las más osadas incluso afirmaban haber sido prevenidas por el supuesto fantasma, quien les aseguraba estar poseído por la maldición del fuego (sic).

Si tenía que dar crédito a todo lo visto, oído y leído, un simple muñeco de cera, consumido por las llamas, se había convertido en un fantasma errante y sufriente que llevaba tras de sí el maleficio de incendiar los lugares donde buscaba refugio y la carga de tener que salvar de las llamas a los infortunados que eran capaces de verle. Parece una locura ¿verdad? Pues estoy firmemente convencido –y por segunda vez en mucho tiempo mi mujer me da la razón- de que el hecho es cierto. Acabo de leer en el periódico de hoy que un incendio afectó seriamente al hotel Strand Palace la mañana del domingo que abandonamos Londres. Según los bomberos, el incendio se originó, al parecer, en la habitación 324, en la que estuvimos alojados.

Que un fantasma pirómano nos salvara de las llamas tiene su enjundia pero lo peor de todo es que mi mujer jura haberlo visto hace unos instantes en el supermercado, en la zona de congelados. Nadie más parece haberse percatado de su presencia.
 

martes, 5 de mayo de 2015

Un viaje reparador



A las seis y seis de la tarde, el tren iniciaba su recorrido por la playa de vías de la estación de Francia de Barcelona. Éste era el origen del trayecto pero el final todavía estaba por ver. Quién sabe lo que le depararía ese viaje que acababa de iniciar.

Arturo deseaba escapar del peso que había tenido que soportar siguiendo los deseos de su padre, quien le había marcado el camino a seguir sin dejarle ninguna posibilidad para decidir por sí mismo. De este modo, se había visto obligado a cursar la carrera de medicina en aras de la tradición familiar. ¿Por qué le habría hecho caso?

Pero Arturo no ejercería la medicina. Había tomado esta decisión y ya no había vuelta atrás. La única persona capaz de recriminárselo ya no estaba. La reciente muerte de sus padres había sido el detonante para cambiar de rumbo, dejarlo todo, echar a volar hacia la aventura y renegar de su pasado. Así pues, no habría una dinastía de médicos en la familia como le hubiera gustado a su progenitor. Ahora le correspondía a él tomar el timón de su vida. Aún así, sentía un miedo terrible.

Sentado en su asiento de segunda clase, Arturo contemplaba el cambiante paisaje crepuscular que desfilaba ante sus ojos. En Portbou se apearía y tomaría el primer tren nocturno hacia Francia, su próximo destino.

El cansancio por la tensión acumulada las últimas semanas había hecho mella en Arturo, quien, arropado por el agradable traqueteo del tren, cayó vencido por el sueño mientras su mente volaba más allá de la frontera que estaba a punto de cruzar. 

El chirrido de las ruedas y las sacudidas del convoy le sobresaltaron. Había llegado a Portbou, el punto de partida de su periplo.

En la taquilla, un somnoliento empleado le informó que el primer tren hacia Francia tenía como destino Estrasburgo y que todavía tardaría dos horas en partir. Eran las nueve y a Arturo el rugido de sus tripas le recordaron que llevaba más de ocho horas sin probar bocado. Así que compró el billete y se dirigió al bar de la estación para comer algo.

Desde la barra, vio a un hombre delgado, de cabello ralo y canoso que le observaba y quien, al verse descubierto, ocultó su cara tras un periódico para volver, al cabo de unos segundos, a espiarle con disimulo.

Arturo, alertado por aquella extraña conducta, se dirigió, con paso decidido, hacia el desconocido para interrogarle acerca de su interés por él.

Cuando estuvo de pie ante el sujeto quedó desconcertado al comprobar que su cara le era muy familiar. El hombre, una vez descubierto, le sonrió como un niño a quien han pillado haciendo una travesura. De pronto, se hizo la luz en la mente del joven y desfilaron ante él una serie de acontecimientos que le dejaron perplejo y desorientado. Se trataba del Dr. Segura, su psicoanalista, quien días atrás le había sugerido realizar un viaje como método para superar su problema. Arturo recordó, de repente, las palabras del terapeuta antes de dar por concluida la última sesión: “Arturo, hágame caso, un viaje a Estrasburgo le ayudará a vencer ese trauma.

Como si de un revulsivo se tratara, a este recuerdo le siguieron otros muchos, que afloraban ahora agolpados en su mente enturbiada y febril. Y oía nuevamente la voz, suave y calmada, del Dr. Segura:

“En Estrasburgo revivirá su etapa de doctorando en medicina”…
“Deje de engañarse. Usted fue quien eligió la carrera de medicina para complacer a su padre, que no pudo ser médico por culpa de la guerra”…
“No debe atormentarse. Usted no fue responsable de la muerte de sus padres en aquel accidente de tren cuando iban a asistir a la lectura de su tesis”…
“Enfrentarse a sus fobias le ayudará a aceptar la realidad y a recuperarse”…

Antes de que Arturo pudiera articular una sola palabra, el hombre le dijo: “Le he seguido hasta aquí solo para cerciorarme de que seguía mi consejo”.