jueves, 28 de diciembre de 2017

Los mismos propósitos de siempre

Este relato lo escribí hace hoy dos años. He modificado el título y he introducido algunos cambios en el texto. Pero, en el fondo, todo es igual, como lo es el propósito que me ha llevado a publicarlo de nuevo: que los buenos deseos para el próximo año no queden en simples palabras y buenas intenciones, sino que los hagamos realidad, sin esperar otro milagro que el de nuestro propio esfuerzo. ¿Tenéis ya preparada vuestras lista de propósitos para el 2018? ¿Estáis dispuestos a cumplirlos? Sea como sea, feliz año nuevo.




A José, la tonadilla de los niños del colegio San Ildefonso ya no le suena igual que cuando era pequeño. Tampoco le produce la misma emoción. Entonces esa cantinela infantil anunciaba el inicio de las vacaciones navideñas, tan esperadas, y ahora le produce una profunda nostalgia.

Ya lleva unos cuantos años, no quiere ni contarlos, viviendo solo y trabajando doce horas diarias para llenar el vacío que habita en su existencia. Apenas sale, por mucho que su hijo le insista para que haga alguna actividad. No es sana la vida enclaustrada que lleva. Le anima a trabajar menos y a divertirse más.

Llegadas estas fechas, José toma una hoja de papel y escribe sus propósitos para el año nuevo, pero tras el tercero ya se le terminan las ideas. Hay uno, sin embargo, que cada año encabeza la lista y esta vez se compromete a llevarlo a cabo: hacer ejercicio.

A su edad la salud es lo que más le preocupa. A la vista de los resultados de los últimos análisis, el médico le ha recomendado ponerse a dieta y, sobre todo, caminar. Lo de la dieta va en segundo lugar en su lista de propósitos, seguido de dejar de fumar. El cuarto lo ha olvidado, ya lo pensará luego. Ahora tiene mucho trabajo que hacer, el que se ha llevado a casa, pues prefiere el ambiente de su piso que el de las frías oficinas. Además, puede trabajar más tranquilo, sin interrupciones de las señoras de la limpieza o del vigilante jurado que no paran de preguntarle si tardará mucho en marcharse.

Salvo la Nochebuena, que la pasará con su hijo, su nuera y sus dos nietos, los pocos días de vacaciones que tiene se quedará en casa, trabajando. Siempre tiene cosas que hacer.

A medida que se acerca el fin de año, a José la sensación de soledad se le va intensificando y recapacita. Se convence de que tiene que poner fin a este tipo de vida. Y vuelve a tomar esa hoja de papel que dejó a medias y empieza a añadir buenos propósitos: beber menos, ese era el cuarto que había olvidado; estudiar inglés; apuntarse a ese curso de pintura; dedicar más tiempo a los amigos y a la familia; viajar; darse algún capricho de vez en cuando y… ¿por qué no?, podría intentar salir con alguien. Podría proponérselo a Rocío, su compañera de trabajo, viuda como él, que ya va siendo hora de que vuelva a vivir la vida, que total son dos días y él todavía tiene cuerda para rato. En definitiva, tiene que cambiar de vida y eso es lo que va a hacer.

Cada día, antes de acostarse, relee, uno a uno, esos propósitos que le tienen que sacar de la monotonía a la que lleva tanto tiempo entregado.

El primer día del año nuevo saldrá a pasear. Ese será el primer propósito a cumplir. Los excesos alimenticios se acabarán tan pronto se acueste la noche de fin de año. El resto de propósitos los irá cumpliendo uno a uno, sin prisa, pero sin pausa.

En la cena de Navidad de la empresa, todos sus compañeros comentaron, entre copa y copa, sus deseos para el nuevo año. También tenían su lista de buenos propósitos, pero con una diferencia: él sí sería capaz de cumplirlos. Al despedirse, deseándose mutuamente un feliz año, sabe que, cuando los vuelva a ver, será un hombre nuevo.

La melancolía que le embarga en la Nochevieja toca a su fin. Solo quedan unos minutos para estrenar un nuevo calendario. Año nuevo vida nueva; eso es lo que se dice y así será. Mañana será el primer día de su nueva vida ─piensa José. Hoy será el último de su aburrida existencia, la de todos estos años tan vacíos. Y pensando en esos buenos augurios, se acuesta poco después de medianoche, tras haberse tomado las doce uvas en solitario como preludio de lo que está a punto de iniciar. Medio adormecido por el último exceso de alcohol y con el bullicio del vecindario como telón de fondo, se sumerge en un sueño profundo, el sueño que será la frontera entre el antes y el después.

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El primer día del año amanece frío y gris, tal como predijeron los meteorólogos. Enciende la calefacción y mientras se toma la primera taza de café, contempla la calle desde la ventana de la cocina. Todo está desierto y lóbrego a las ocho de la mañana. Él se acostó inusualmente temprano, pero los demás debieron celebrar el Año Nuevo hasta el amanecer.

El cielo, de un gris plomizo, transpira tristeza e inspira apatía, abandono y melancolía. Pesa como una losa.

Hoy no saldrá a pasear, hace demasiado frío y puede que nieve. Mañana será otro día. Ahora que lo recuerda, al día siguiente, en la oficina, le espera un follón de mil demonios.

Siente apetito, abre la nevera y desayuna algo con las sobras de la noche anterior. Cuando se acaben, comeré más sano ─se dice. Toma otro café cargado y lo acompaña con un cigarrillo. Y luego otro. Cuando acabe este paquete dejaré de fumar ─piensa. Entonces repara en la hoja de papel que se dejó sobre la mesa, en la que escribió los diez buenos propósitos para el año que acaba de empezar. La toma con cierta aprensión, lee lo que hay escrito de su puño y letra y la arroja a la papelera aun sintiendo un leve remordimiento. No necesito ninguna lista que me recuerde lo que debo hacer, ya sé lo que me conviene ─exclama en voz alta. Y puesto que le quedan muchas horas por delante, abre el portátil y se dispone a aprovechar el tiempo libre para adelantar el trabajo pendiente.

Cuando al día siguiente, la mujer de la limpieza vacíe la papelera, destruirá, sin saberlo, todos los propósitos de enmienda de José y, con ellos, su nueva vida. Hasta el próximo fin de año.


martes, 19 de diciembre de 2017

Lágrimas de color azul

Este relato, de corte romántico, apareció por primera vez en este blog en marzo de 2016. Tras unos pequeños retoques, lo vuelvo a publicar para que participe en la IV edición de EL TINTERO DE ORO




Sus ojos marchitos otean el horizonte en busca de aquellos momentos e ilusiones de cuando todavía era una joven bonita, de buena familia y con toda una vida feliz por delante.

Aun ahora, después de tantos años, Eulalia tiene dos espinas clavadas en su resquebrajado corazón: la de la impotencia y la del rencor. El rechazo de los suyos y las burlas crueles de los demás no consiguieron, sin embargo, doblegarla ni, mucho menos, hundirla. Marchó lejos para olvidar, pero el olvido no entiende de distancias. Hoy, al regresar al pueblo, después de tantos años, para dar el último adiós a su madre, creía que podría resistir la tentación. Pero después de muchos titubeos ha dirigido sus pasos hasta el muelle, al atardecer, cuando solo lo ocupa el rumor de las olas, para recordar el día en que, de pie en ese mismo lugar, miraba el mar que le tenía que devolver al hombre de piel morena y cabellos negros a quien amaba.

Parece como si fuera ayer que sus ojos, entonces vivos y enamorados, le buscaban con deleite a pesar de saber que no le podían ver. Todo un océano los separaba. Hasta que llegara el momento del reencuentro.

Él le juró que volvería y ella le creyó. Siempre le había dicho la verdad. Por muy lejos que hubiera ido en busca de fortuna, no habría obstáculo en el mundo que le impidiera volver a su lado. Rico o no, le prometió que se casarían tan pronto estuviera de vuelta, a pesar de la oposición de su padre, quien no había permitido esposar a su única hija, su heredera, con un desarrapado sin futuro. Nunca entendió que la riqueza no se aloja en los bolsillos sino en el corazón.

Desde su exilio voluntario, él le escribió muchas cartas poniéndola al corriente de sus penas y de sus logros. Ella, prudente y temerosa, solo le contaba lo que él deseaba saber.

Pero por fin había llegado el momento del reencuentro. Se lo había escrito desde ultramar y ella contaba los días.

A bordo del barco que lo conducía hacia los brazos de Eulalia, se la imaginaba esperándole en el puerto de llegada, la piel blanca y pecosa la cara, y le hablaba desde alta mar, el viento azotándole el rostro. Ella, a su vez, miraba el horizonte desde el muelle, esperando el momento de abrazarle, jurándose no dejarlo marchar nunca más.

―Ten paciencia, mi amor, que no tardaré en llegar ─decía él, desde la cubierta, la vista fija en el mar y la espuma blanca.
―Te esperaremos el tiempo que haga falta ─le contestaba ella, de pie junto al agua.
―Me muero de ganas por volver a verte ─gritaba él contra el viento huracanado y la mar airada.
―Seremos la envidia de todos cuando nos vean de la mano por las calles del pueblo ─gritaba ahora ella, acallando a las gaviotas.
―Nos casaremos tan pronto tengamos donde cobijar nuestro amor, pese a quien pese ─clamaba él, con sus cabellos negros arremolinados.
―Cuando al fin llegues, te espera un regalo que seguro te llenará de gozo ─le anunciaba ella, ansiosa y sonrojada, jugando con los rizos de su melena del color del fuego.
―Se acerca el gran momento. Ya vislumbro la costa lejana ─celebraba él, ante la mar cada vez más encolerizada.

Un diálogo éste del que solo el mar y un niño, asido a la mano de su madre, fueron testigos mudos de un amor y de unos anhelos exaltados por la distancia. Una conversación a millas de angustiosa separación. ¡Cuán larga se hace la espera cuando el deseo es tan vehemente! ¿Cuánto más debería soportar aquel barco surcando un mar furioso? ¿Acaso la mar brava no quería que se reencontraran, celosa del amor que se profesaban?

Eso pensó Eulalia entonces y lo evoca ahora que, triste y ajada, ya solo le queda el recuerdo de la ilusión, rota a oleadas, y el dolor todavía vivo que le provocó la visión del maderamen que, flotando por la bahía, parecía haber venido a darle sus condolencias.

Como la leña cortada a hachazos, así acabó aquel viejo barco cargado de esperanza. Como un árbol arrancado de cuajo por la tormenta, así se sintió Eulalia al ver frustrados sus deseos más preciados.

Nunca quiso descubrir a su amado aquel secreto tan bien guardado para no abrumarlo durante su ausencia, un regalo que él no llegó a conocer. Aquel naufragio se llevó al fondo del mar la posibilidad de entregárselo. Un mar que ahora recibe sus lágrimas, tiñéndolas de azul. Lágrimas que brotan de una herida profunda y lacerante que jamás se cerrará.


Eulalia nunca perdonará al mar su condena a cuarenta años de dolor y de añoranza. Un dolor y una añoranza que solo ha podido aligerar gracias al fruto de aquel amor prohibido, que sacó la piel morena y los cabellos negros de su padre.


sábado, 9 de diciembre de 2017

Recuerdos paralelos (y IV)



¿Qué habrá sido de Juan y de Santiago? Dejaron de hablarme desde que les dejé plantados en Santiago de Compostela. Creo que nunca llegaron a entender por lo que yo estaba pasando. Claro, ellos nunca habían estado verdaderamente enamorados. Flirteos pasajeros, amigas íntimas de temporada y poco más. Lo mío con Elena fue un enamoramiento en toda regla, aunque para ellos eso sonara a cursilería. Aquel viaje, con el que pretendían que me olvidara de ella y que nos volviera a unir, fue motivo de nuestro distanciamiento definitivo. Y debo decir que no me siento culpable. Obré conforme a mis sentimientos. Si se hubieran comportado como verdaderos amigos, habrían vuelto conmigo. Pero ya se sabe: tiran más dos tetas que dos carretas.
Espero que les haya ido bien en la vida. Supe, por un amigo común, que Juan abandonó su trabajo como informático para formar un grupo de blues, en el cual tocaba el bajo, y que Santiago entró a trabajar en la central de una entidad bancaria como responsable de Organización y Sistemas. Seguían solteros. No sé si ahora tendrán pareja o seguirán siendo unos lobos solitarios.
La vida sigue y cada uno debe tomar su propio camino, aunque el mío no ha sido precisamente un camino de rosas en lo que se refiere al amor. A nadie le he contado esta historia. Tanto me marcó mi ruptura con Elena que no he sido capaz de hallar una mujer que pudiera llenar el vacío que dejó. Lo único que me ha procurado una vida medianamente agradable ha sido el trabajo. Por eso me he refugiado en él todos estos años, sin dejar espacio ni tiempo para formar esa familia que siempre deseé. Y ahora estoy aquí de nuevo, un día de otro mes de agosto caluroso, veinticinco años más tarde, observándola y sintiéndome un viejo solitario que solo vive de recuerdos. ¿Cómo hubiera sido mi vida al lado de Elena de haber seguido juntos? Quizá tenía razón y lo nuestro no hubiera funcionado. Pero siempre me quedará la duda. ¿Cómo le habrá ido a ella? Se lo preguntaría, pero ahora mismo no me siento ni tan siquiera con ánimos de acercarme a saludarla.

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Laura no resultó ser tan buena amiga como creía. Con el tiempo supe que había intentado ligarse a Enrique y que este la rechazó, que le había visto en más de una ocasión, incluso después de la nulidad de mi matrimonio, y que nunca le reveló que vivíamos juntas. Seguramente quería evitar nuestro reencuentro y una posible reconciliación. Me lo acabó confesando todo en un arrebato a raíz de una discusión en la que Enrique salió a relucir. Había bebido más de la cuenta y se le soltó la lengua y la rabia contenida.
Por fortuna, mi experiencia laboral previa en la constructora ─no hay mal que por bien no venga─ me permitió conseguir un empleo como administrativa y conseguir un salario lo suficientemente aceptable como para mudarme al que todavía es mi estudio. Mejor sola que mal acompañada. Desde entonces, mi vida ha estado llena de relaciones esporádicas con hombres en los que esperaba, en vano, hallar un sucedáneo de Enrique. Mi orgullo, o quizá mi vergüenza, me impedía ir en su busca y pedirle perdón. Según Laura, había rehecho su vida. Fuera o no verdad, no me atreví a mover un dedo. Ahora seguramente actuaría de otro modo, Hay que luchar por lo que se quiere, aunque uno tenga que hacer un ejercicio de humildad. Le he echado mucho de menos. No sé lo que habría sido de nosotros de haber continuado nuestra relación y nunca lo sabré. Como tampoco sé que ha sido de su vida y si es feliz.
Si ese es Enrique, tiene buen aspecto. Me ha parecido que me observaba, pero bien podrían ser imaginaciones mías. No me atrevo a acercarme para preguntarle si realmente es él. ¡Qué vergüenza si resultara que no lo es! Y si lo fuera, ¿qué le diría? ¿Que no me fue bien con Carlos y que se deshizo de mí como un trasto inservible?, ¿Que he acabado sola y que ahora trabajo aquí, como encargada de la sección de música, sin más aliciente que esperar el fin de semana para hincharme a palomitas viendo alguna película en la tele? Quizá me diría que me lo tengo merecido. Y quizá sea así.
Ha dado media vuelta. Se va. Decididamente no es él, sus andares son más propios de un viejo que de un hombre todavía joven.

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El viaje de vuelta desde Santiago resultó mejor de lo que esperaba. Me decidí por la ruta que recorría la cornisa cantábrica, pues pensé que, por lo menos, el paisaje lograría apaciguar mi alterado estado de ánimo. La vista del mar siempre ha producido en mí un efecto balsámico. ¡Cuántas horas habré pasado sentado en un espigón del puerto, con la vista puesta en el horizonte, observando la forma cambiante de las nubes, viendo romper las olas y volar las gaviotas, para calmar las penas! Durante la primera parte del trayecto, sin embargo, no pude evitar que el mar me devolviera la imagen de Elena y el recuerdo de nuestros paseos por la playa. Pero algún efecto prodigioso debió de tener finalmente el paisaje que transcurría, veloz, ante mis ojos, porque al llegar a Zaragoza ya había asumido lo absurdo de aferrarme a lo imposible, de resistirme a una pérdida irreparable. Si ella había decidido emprender una nueva vida sin mí, yo debía rehacer la mía sin ella. Lo contrario solo me crearía más frustración y yo merecía ser tanto o más feliz.
Cuando bajé del autocar en la barcelonesa estación del Norte, estaba decidido a emprender un nuevo camino sin el peso de mi constante amargura. Me sentía renovado, con toda una vida por delante. Pensé que quizá fuera un efecto pasajero, pero estaba decidido a hacer lo posible por afianzarlo y no volver a caer en el estado depresivo en el que me hallaba. Decidí adoptar el plan que había estado madurando durante el viaje. Acabadas las vacaciones, aceptaría la beca para hacer el doctorado en el Instituto de Biología Marina en Vigo, donde empezaría una nueva vida alejado de Elena y de todo lo que me recordara a ella. Una vez doctorado, ya vería qué rumbo tomaba. Quizá algún día volvería a Barcelona, cuando la herida hubiera cicatrizado definitivamente. El trabajo y el tiempo lograría lo que hasta entonces me había parecido imposible: olvidarla.
Pero no la olvidé. Ayer la vi después de más de dos décadas de separación y sentí que, de repente, resucitaban en mí los sentimientos que creía haber enterrado. Y hoy estoy aquí de nuevo, en la segunda planta de estos grandes almacenes, espiándola otra vez, reconociendo en esa mujer a la Elena que tanto quise y que tanto me decepcionó. No he podido pegar ojo en toda la noche y no he podido evitar la tentación de volver para estar cerca de ella aun sabiendo que no tengo ninguna posibilidad de recuperarla. Pero quién sabe, la vida nos depara muchas sorpresas. Quizá Carlos haya desaparecido de la suya y Elena todavía sienta algo por mí. Me siento como un adolescente que no sabe cómo comportarse ante la chica de la que se ha enamorado. Vuelvo a sentir lo que sentí cuando, hace tantos años, la vi por primera vez.
Me ha mirado de soslayo en más de una ocasión. Se ha detenido y parece observarme. Quizá esté intrigada por ese sujeto que, a su vez, la observa. Quizá me viera ayer y se pregunta qué hago de nuevo aquí. ¿Me habrá reconocido? La única forma de saberlo es hablando con ella. No tengo nada que perder, salvo la ilusión.
**
Es él, de nuevo. Ha vuelto. Y me mira otra vez, como ayer. Esta vez no son imaginaciones mías. No creo que sea una casualidad que vuelva a estar aquí. Y por el modo en que me observa parece conocerme. ¿Será realmente Enrique? Me gustaría acercarme, hablar con él y salir de dudas. Pero temo hacer el ridículo. Pero si no lo hago, nunca lo sabré. Y si es él, habré perdido la oportunidad que he estado ansiando. Quizá siga soltero o esté divorciado. Quién sabe si todavía siente algo por mí. Si fuera Enrique, haría cualquier cosa por recuperarlo. Ojalá no fuera demasiado tarde y pudiera perdonarme. Se está acercando. ¡Viene hacia mí!
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─¿Elena? ¿Eres tú?
─¿Enrique? ¡Qué sorpresa!


FIN

martes, 5 de diciembre de 2017

Recuerdos paralelos (III)



De Santiago de Compostela no me ha quedado un muy grato recuerdo. Solo llegar se puso a llover y el aire soplaba muy fresco para la época del año. Así pues, la capital compostelana nos recibió con los brazos fríos y mojados. Luego, tal como sospechaba, el constante recuerdo de Elena no me permitió disfrutar de la estancia en la medida que pretendían Juan y Santiago y ello a pesar de la compañía que nos ofrecieron las tres turistas germanas. Además de alegrarnos las noches ─más a mis amigos que a mí─, nos salvaron de pernoctar en aquel tugurio en el que habíamos dejado nuestras mochilas y donde se suponía íbamos a estar alojados durante una semana. Juan propició, sin proponérselo, el encuentro. Fue por la tarde de nuestro primer día de estancia. Al mediodía habíamos cruzado la Puerta Santa en comandita. Santiago, a pesar del mal tiempo, estaba pletórico por haber hecho realidad su ilusión. Juan y yo estábamos sencillamente hambrientos. Fue entonces cuando Juan decidió ponerse a tocar la guitarra bajo uno de los soportales de la Rua Nova para ver si, a la vez que nos protegíamos de la fina pero pertinaz lluvia, conseguíamos ayuda financiera extra para nuestros gastos.  
Les debimos caer bien o yo que sé lo que las motivó a ser tan generosas. Yo creo que se apiadaron de nosotros, pensando que estábamos a dos velas y no teníamos dónde caernos muertos, o bien querían ligar con unos españoles, y a ser posible con tres para equilibrar así la balanza. Según nos dijeron luego, les caímos en gracia con nuestro aspecto afligido, sentados en el suelo, Juan rasgando su vieja guitarra y nosotros haciéndole compañía tan serios, como si se tratara de un velatorio.
Recuerdo que Juan estaba tocando unos acordes de Norwegian Wood, de los Beatles, con los ojos cerrados, como solía hacer cuando se sentía inspirado, mientras Santiago y yo no apartábamos la mirada de la funda abierta a un metro escaso de nuestros pies para ver si caía alguna dádiva y de paso no tener que mirar la cara de los transeúntes, por pura vergüenza. Tan pronto como vimos caer un billete de mil pesetas, nuestros tres pares de ojos ─uno con gafas, el mío─ se alzaron raudos para ver dónde terminaba el largo y pálido brazo que lo había depositado. La mirada nos condujo a una chica muy alta y robusta, de larga melena rubia y ojos claros, que nos sonreía, mostrándonos una dentadura perfecta. La acompañaban otras dos, no tan altas ni tan rubias, que parecían escudriñarnos como si fuéramos bichos raros.
Esa noche fue la primera en todo el viaje que tuvimos compañía femenina. Después de explicarles, en un deficitario inglés, sazonado de mímica, de dónde éramos y qué hacíamos allí, y corrernos una pequeña juerga a la española ─tapas a manta y sangría a tutiplén─, acabaron invitándonos a cohabitar con ellas ─ expresión que usó Juan, siempre tan lingüísticamente ingenioso─, pues, cuando vieron el cuchitril al que pretendíamos hacerlas entrar para terminar la fiesta, dieron media vuelta y casi nos llevaron a rastras a su hotelito ─little hotel, lo llamaron─ para que, por lo menos, nos pudiéramos asear como Dios manda ─o como ellas querían─ y pasar cómodamente la noche. Mis amigos estaban exultantes, pero un servidor no lo tenía del todo claro.
─Joder, tíos, llegar y pillar. Y todo gracias a Juan y a su guitarra de marras ─comentó Santiago por lo bajini mientras seguíamos a las tres rubias hacia su hotelito. Y es que por muy religioso que fuera Santiago, a nadie amarga un dulce. Ya se confesaría.
A mí la perspectiva de tener sexo con una extranjera a la que acababa de conocer y con la que a duras penas me podía entender, pues su inglés tampoco era una maravilla, no me resultaba tan grata como a mis dos colegas. Mi timidez original de fábrica y la sensación de serle infiel a mi ex novia, resultaban un lastre represivo para la práctica del amor libre. Hoy día se consideraría puritanismo o prejuicio, pero acostarme con una perfecta desconocida, teniendo todavía en mente a Elena, no me estimulaba suficientemente la libido, ya de por sí bastante mermada desde mi aún reciente catástrofe amorosa. Además, no sabía cuál me tocaría a mí, deseando que, por lo menos, fuera la más menudita de las tres, más a juego con mi escasa corpulencia. Pero no fue así.
Si bien Juan y Santiago dijeron haber pasado una noche inolvidable en brazos y en la cama de sus correspondientes amantes circunstanciales, yo fingí haberlo pasado en grande con mi compañera teutona. Contrariamente a lo que hubiera sido el lógico y esperado aparejamiento por estatura y complexión, a mí me tocó la más alta y corpulenta, la depositaria del billete de mil, la de la dentadura perfecta. Mi indecisión y pasividad cedió la iniciativa de la elección a mis amigos. No obstante, mi compañera pareció congratularse por haberle tocado yo en suerte. Creo que se había encaprichado de mí y no tuve más remedio que aceptar lo inevitable. A mal tiempo, buena cara.
La noche de amor con Berta ─así se llamaba mi pareja─, fue agotadora, tal era su fogosidad. Después de tanto tiempo sin acostarme con mujer alguna, debería haberme alegrado de disfrutar de aquella oportunidad sin precedentes, pero, aunque pueda parecer extraño, para hacer la situación más placentera, o menos violenta, tuve que echar mano de la fantasía e imaginarme que hacía el amor con Elena. De ahí que le propusiera hacerlo con la luz apagada, con la excusa de que la luz atraería a los mosquitos ─aprovechando la circunstancia de que a la ardiente y calurosa germana le gustaba dormir con la ventana abierta─, y que la luz amarillenta de las farolas daría a la estancia una tenue luminosidad mucho más romántica. Debió creérselo porque no solo no puso objeción alguna, sino que me sonrió lascivamente.
A pesar de que mi fantasía no hizo mucho efecto ─la diferencia de masa corporal entre Berta y Elena anulaba la más remota similitud─ me esforcé en comportarme como el macho ibérico que mi pareja debía estar esperando. No sé si estuve o no a la altura de sus expectativas, pero el caso es que me puso a prueba una y otra vez, hasta que, agotado, decidí pedir un alto el fuego con la excusa de una repentina y dolorosa lumbalgia. Debo, además, añadir en defensa propia que los tiernos juegos amorosos a los que me había acostumbrado con Elena hacían que los lances con la rubia germana parecieran más bien una lucha greco-romana sin árbitro.
Así pues, de ese encuentro sexual no conservo más que un recuerdo anecdótico y poco estimulante. Fue una experiencia más del viaje y de una estancia en la ciudad coruñesa que, aunque breve, se me hizo eterna. Para Santiago, haber visto satisfecho su deseo de ganarse el jubileo, resultó una experiencia única e inolvidable. Yo, en cambio, solo pensaba en regresar y recuperar mi vida, por muy maltrecha que estuviera. Allí me hallaba fuera de lugar, sentía que estaba perdiendo el tiempo, pensaba que estando en Barcelona quizá tendría alguna posibilidad de ver a Elena y recuperarla. La continua presencia de las tres germanas, especialmente la de Berta, me acabó fastidiando. Me irritaba ver cómo mis amigos tonteaban como adolescentes con sus respectivas parejas mientras que yo debía soportar, a todas horas, la compañía y la mirada lujuriosa de la mía. Y por la noche, otra nueva batalla campal en la semioscuridad de la habitación del hotelito. De seguir así, pensé que acabaría aborreciendo el sexo, yo que hasta entonces había sido tan fogoso física y mentalmente.

Como Juan y Santiago se encontraban de mil maravillas en aquel ambiente de turismo y sexo diario, mientras que yo me moría de ganas por desaparecer, tomé una decisión drástica, que a ellos les pilló desprevenidos pero que para mí fue un alivio una vez la hube tomado: volver a casa en el primer autocar con destino a la Ciudad Condal. De este modo, dejé a mis compañeros muy contrariados y a Berta sin tener con quien retozar. Un asunto urgente cuya causa no aclaré fue la excusa absurda que nadie se creyó. Sencillamente necesitaba huir. Y hui hacia mi reducto favorito: mi casa y mis divagaciones mentales en soledad.

CONTINUARÁ...


viernes, 1 de diciembre de 2017

Recuerdos paralelos (II)



Se aproxima. Disimularé, no vaya a pensar que soy un tío raro, un mirón. Ha pasado muy cerca pero no ha reparado en mí. Con los años transcurridos y sigue llevando el mismo peinado. Solo con cerrar los ojos la veo nuevamente cómo era de adolescente.
La última vez que supe algo de Elena fue cuando me contaron que Carlos y ella se acababan de separar. No llegaron a tener hijos. No sé si no quisieron o no pudieron tenerlos. No me extrañaría que el culpable hubiera sido él. No me lo imagino como padre de familia. Demasiado ocupado, demasiado quisquilloso, demasiado egocéntrico. Un crío hubiera trastocado su acomodada y ordenada vida. Elena se equivocó al no romper con ese tipo, a pesar de lo que le conté. En lugar de agradecérmelo, no quiso saber nada más de mí.
Carlos ya le era infiel antes de casarse con ella. Lo descubrí por casualidad. Y es que este mundo es un pañuelo, y a veces muy sucio. Fue en un bar de copas al que fui con mis amigos. Era de madrugada, el local estaba a punto de cerrar y ya se estaba vaciando. Y entonces le vi. Estaba con una chica exuberante y en actitud especialmente cariñosa. Después supe por uno de los camareros, amigo de Juan, que Carlos solía frecuentar el local muy bien acompañado. Así que el prometido de Elena era un promiscuo y ella en la inopia. Reconozco que la rabia y los celos me corroían cuando la llamé para ponerla al corriente sobre la clase de individuo que era su nuevo novio. Si pensé que podría persuadirla me equivoqué. Montó en cólera y me mandó a tomar viento fresco para siempre jamás. No la volvería a ver hasta el día de la “trifulca”.
Al poco de haberla puesto en antecedentes, Elena y Carlos contraían matrimonio. El suyo fue un noviazgo inusualmente breve. O estaba locamente enamorada o simplemente embarazada, llegué a pensar. Según Laura, sería una boda por todo lo alto. Me ofreció todo lujo de detalles, pues como amiga íntima que era la ayudó en casi todos los preparativos de índole personal. Hasta intervino en la elección del vestido de novia.
Y llegó el día de su boda, el de la “trifulca”, un sábado por la tarde. Furioso como estaba, me colé en el restaurante en el momento del aperitivo, poco antes de que los novios hicieran su aparición tras el posado fotográfico tradicional. Mezclado entre los invitados, me aposté junto al buffet donde servían las bebidas. Bebí como un cosaco y cuanto más bebía, más me enfurecía. Ebrio como una cuba, tan pronto les vi entrar me abalancé sobre el novio, lanzándole todo tipo de improperios, gritando sus infidelidades a todo el que pudiera entenderme, hasta terminar la disputa a puñetazo limpio. El final no pudo ser más humillante: fui sacado a rastras del local, con la amenaza de denunciarme por injurias y agresiones. Elena me miraba horrorizada. Esa fue la última vez que la vi. Hasta hoy.
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Ese que lleva rato dando vueltas por aquí se parece mucho a Enrique. Pero no puede ser. Lo último que supe de él, por Laura, es que se había ido a vivir a Vigo, donde había conseguido una plaza en un laboratorio de biología marina. Claro que podría haber vuelto. ¡Ha pasado tanto tiempo! De hecho, más de veinte años. Le he sorprendido mirándome fijamente un par de veces. Quizá le recuerdo a alguien. ¿Y si fuera él? Aunque, de ser él y haberme reconocido, no sé si querría hablarme después de lo que pasó.
No me comporté bien con él. Me quería. Y lo peor de todo es que yo a él también. Le acusé de ser un inmaduro y la inmadura fui yo. Así me fue. No entiendo cómo pude dejarme seducir por Carlos. Y, por si fuera poco, no hice caso a las advertencias de Enrique. Creí que le movían los celos. Carlos parecía un buen tipo. ¡Quién me lo iba a decir! Y encima sus padres, que tanto hicieron para que me sintiera parte de la familia, acabaron poniéndose en mi contra. Él fue muy duro e injusto conmigo y ellos le apoyaron. Nadie creyó en mi palabra. Yo quería tener hijos. Ser madre era mi gran ilusión y así se lo hice saber en más de una ocasión antes de casarnos. Y, en cambio, me acusó de haberle ocultado una infertilidad que ni yo misma conocía. No fue hasta después del primer año de matrimonio que me diagnosticaron una lesión congénita en las trompas de Falopio.
Todavía recuerdo sus palabras: “Pediré la anulación y me la concederán ipso facto. Este es un motivo más que suficiente para que el Tribunal de la Rota anule un matrimonio”. Se refería a la infertilidad de la esposa, especialmente cuando el marido lo ignora porque se lo han ocultado. No hubo forma de hacerle entrar en razón. Y ante mi propuesta de adoptar, se negó en redondo. Quería tener un hijo biológico, un heredero auténtico, no un “advenedizo”, como lo calificó. Y cuando le planteé trasladarnos temporalmente a los Estados Unidos para optar por una gestación subrogada, por ser allí legal, me fulminó con la mirada. Su desprecio por lo que había osado insinuarle me heló la sangre. “No necesito un vientre de alquiler sino una mujer normal”, fue su agria respuesta.
Luego descubrí sus repetidas infidelidades. ¡Qué razón tenía Enrique! Pero ya era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Tenía un marido adúltero que quería deshacerse de mí por infértil. No me extrañaría, en cambio, que tuviera por ahí más de un hijo biológico no reconocido. Eso encajaría con su doble moral.  
Carlos no quería el divorcio, no deseaba, bajo ningún concepto, que yo pudiera esgrimir su infidelidad para, a mi vez, divorciarme de él. Debía ser yo la culpable. Quería la anulación, ante la perplejidad de mis padres y el asentimiento de los suyos. Quizá temían que, como ex esposa, le reclamara dinero o cualquier tipo de compensación. Pero ¿qué iba a pedirle si todo estaba a su nombre y yo no tenía nada, salvo mi salario? ¡Qué ingenua fui! No quise nada de él ni de mis ex suegros. Y Carlos tuvo razón, la anulación llegó más veloz de lo que creía. En menos de dos años yo había dejado de tener marido, ni siquiera había estado casada. Mejor así. Entonces no lo supe ver, pero con el tiempo me di cuenta de que era lo mejor que me había podido pasar. Ya nada me ata a él.
Mis padres al principio me apoyaron. Me acogieron y tuve un hogar al que regresar. Pero las cosas pronto cambiaron. La constructora para la que trabajaba por mediación de Carlos, y con la que él seguía manteniendo relaciones profesionales, me despidió. Optimización de recursos, justificaron. Mi versión es muy distinta. La mano de Carlos tuvo mucho que ver. Así que me quedé sin empleo. Él me lo dio, él me lo quitó.

Al poco, mis padres dejaron de ser indulgentes conmigo para empezar a recriminarme mi proceder para con el que había dejado de ser mi marido: que si podía haber tenido más mano derecha, más aguante, que hubiera tenido que someterme a más pruebas o recurrir a otros especialistas, que si hubiera debido insistir en la adopción, que si tal, que si cual. Parecía como si de pronto me hubiera convertido en una carga para mis propios padres, que siempre me habían apoyado en todas mis decisiones. Así las cosas, decidí marcharme y refugiarme en casa de mi amiga Laura.

CONTINUARÁ...


miércoles, 29 de noviembre de 2017

Recuerdos paralelos



Si es ella, la vida la ha tratado muy bien. Desde aquí no puedo oír su voz, pero sus ademanes, su sonrisa, y sobre todo sus ojos, o debería decir su mirada, la delatan.

Han transcurrido veinticinco años desde que nos vimos por primera vez, un caluroso mes de agosto de mil novecientos noventa y uno. El escenario vuelve a ser el mismo, pero el decorado ha cambiado. La sección de música estaba en la quinta planta y ocupaba una superficie mayor. Pero, claro, ahora los jóvenes se bajan la música de internet y ya no se venden tantos discos. Entonces veníamos y nos pasábamos la tarde escuchando un montón de CD antes de decidirnos por alguno, si es que llegábamos a decidirnos. 

Recuerdo que nuestras miradas se cruzaron mientras, con los auriculares puestos, nos movíamos al ritmo de la música. Su sonrisa, franca y espontánea, me dejó sin aliento. La música se apagó en mi cerebro a la vez que se encendía mi atracción por aquella chica desconocida de ojos risueños.

Al cabo de unos días salíamos juntos y yo dejaba plantados a mis inseparables amigos, Juan y Santiago, que no acababan de entender lo que me ocurría. No contestaba a sus llamadas telefónicas, apenas si daba señales de vida en toda una semana, cuando hasta la fecha habíamos sido inseparables, compartiendo tiempo y confidencias. No comprendían mi comportamiento porque no me atrevía a confesarles que me había enamorado.

Conocer a Elena fue lo más importante que me había ocurrido en toda mi vida adolescente. Desde entonces, dejé relegados a mis amigos al baúl de los recuerdos. Fui tan injusto con ellos como ella lo sería después conmigo. Pero, tras dos años de abandono, volvieron a ocupar el hueco que aquélla dejó tras su marcha. Ellos fueron quienes me obligaron a hacer aquel viaje, creyendo, en vano, que así olvidaría el tiempo pasado junto a Elena.

No sé cómo me dejé convencer. Yo no estaba para viajes y, además, no me apetecía pasar más de siete horas en un autocar. Pero las dotes de persuasión y, sobre todo, la perseverancia de mis dos amigos, no tenían parangón. Reconozco que peor hubiera sido hacer todo el trayecto a pie, como verdaderos peregrinos. Así que los casi ochocientos kilómetros en autocar era una compensación razonable.

Yo hubiera preferido hacer todo el Camino de Santiago con mi viejo Citröen, pero mis amigos no compartían mi fe en aquel solícito y dócil compañero de viajes. Cuando conocí a Elena, dos meses después de licenciarme, lo acababa de estrenar. Era de segunda mano, pero tenía relativamente pocos kilómetros teniendo en cuenta el año de matriculación. La de excursiones que hicimos con él y los juegos a los que nos entregamos en su asiento trasero. Lo único malo de aquellos escarceos amorosos sobre ruedas era la incomodidad del cubículo y la blanda y ruidosa suspensión, más propia de la cama de mi abuela. 

Si bien la tormenta siempre precede a la calma, en mi caso fue todo lo contrario. Tras dos años de feliz relación vino el abrupto declive y la ruptura. Elena me dejó por Carlos, un arquitecto diez años mayor que ella. No sé qué vio en Carlos aparte de la cuenta bancaria, el cochazo, el dúplex en el centro, el chalé en la playa y su generosidad a la hora de agasajarla con obsequios de lo más exclusivo. Al poco de salir con él, le consiguió un buen empleo en una constructora con la que solía colaborar. Todo esto lo supe de boca de Laura, una de las mejores amigas de Elena. Cada vez que me encontraba con ella, que era más a menudo de lo que deseaba, me lo echaba en cara. Creo que disfrutaba con cada pellizco de información que me regalaba sin que se la pidiera. Debía de ser su forma de vengarse por haberla rechazado. Estaba de escándalo, pero no era mi tipo. Aunque no sabría decir cuál era mi tipo, el caso es que Laura no lo era. Hubiera hecho mejor pareja con Carlos, el arquitecto roba-novias, que conmigo. 

Nunca he podido quitarme a Elena de la cabeza. Durante todos estos años me he estado haciendo las mismas preguntas: si seguiría siendo tan atractiva y simpática como cuando la conocí, si sería feliz, si se acordaría de mí… Con el tiempo todos cambiamos, y no solo físicamente. El carácter también cambia, en función de cómo te haya tratado la vida. Yo, con cuarenta y ocho tacos, aun conservándome bastante bien, el paso del tiempo me ha dejado algunos surcos en la frente y unas, todavía discretas, bolsas bajo los ojos. Y en cuanto a mi forma de ser, me he vuelto un poco huraño e intransigente, lo reconozco. Quizá por eso sigo soltero y sin compromiso y, lo que es peor, más solo que la una.

Elena, en cambio, se ve estupenda. En una ocasión en la que me encontré con la arpía de Laura y me interesé por ella, me dijo que vivía a cuerpo de rey. Ignoro si en ese momento era cierto o lo dijo, una vez más, para fastidiarme. El caso es que poco después unos amigos me contaron que lo único que sabían de ella era que las cosas se torcieron y no le iban tan bien como Laura me había hecho creer. De haber sabido su paradero, habría ido a verla. Pero Laura dijo haber perdido el contacto e ignorar por dónde andaba.

Me ha mirado. Qué poco se imagina que soy aquel chico, recién licenciado en Biológicas, delgaducho y melenudo, del que se enamoró. No creo que me haya reconocido. Lo más probable es que se haya olvidado de mí. Yo, en cambio, no he podido. Juan y Santiago, con sus buenas intenciones, creyeron que llevándome de viaje con ellos me la quitarían de la cabeza. Nunca me he olvidado de ella ni de aquel viaje.

**

El viaje de ida fue incomodísimo y de una lentitud exasperante. No pude pegar ojo en todo el trayecto. Juan y Santiago dormían, en cambio. como marmotas, la cabeza de uno apoyada en el hombro del otro. Desde mi asiento no distinguía quién era quién. Los dos lucían una calvicie prematura impropia de su edad. Hoy día la alopecia no produce tanto complejo en un joven como en aquel entonces. La estética también ha cambiado en esto. Ahora son muchos los que parecen enorgullecerse de su cráneo rapado.  

Pero volviendo al viaje, hacía tan solo seis meses que Elena me había dejado por el guaperas de Carlos y esos dos pretendían que pasara de ella. Un amor así no se olvida en seis meses, en seis años, ni en toda una vida. Aquel viaje no me atraía en absoluto, pues no se me había perdido nada en Santiago de Compostela. Si accedí a acompañarles fue para que dejaran de apabullarme con sus consejos y para no quedarme encerrado en casa, mortificándome. De día procuraría distraerme, pero sabía que de noche volverían los ensueños, imaginando cómo habría sido mi vida si ella no hubiera decidido dejarme.

No me lo dijo, pero sabía que me dejaba por otro. Más tarde supe que era arquitecto, “guapísimo y con mucha pasta”, como me dijo textualmente Laura. Nunca supe ni quise saber cómo se conocieron. Debí parecerle poca cosa. A fin de cuentas, yo solo había logrado ser un pobre becario en un laboratorio municipal y él, a sus treinta y cinco años, ya tenía un estudio propio. Claro que su padre era muy rico y, al parecer, estaba muy bien relacionado. El dinero para el estudio lo debió de poner él y los clientes debieron llegarle a su hijo a base de recomendaciones. Así es como funcionaban, y siguen funcionando, las cosas en este país.

Todo fueron excusas. Que te aprecio mucho, pero lo nuestro no funcionaría, que en realidad somos muy distintos, que eres muy divertido pero que no todo en la vida va en broma, que tienes que madurar, y cosas por el estilo. Después de dos años descubrió que no estábamos hechos el uno para el otro. Y encima Laura metiendo el dedo en la llaga contándome todo lo que hacían, adónde iban, con quién salían. Y por si todo eso fuera poco, empezó a hacerme ojitos y a insinuarse. Que si tú y yo sí que haríamos una buena pareja, que si tal, que si cual. Y yo haciéndome el loco para no mandarla a freír espárragos. Pero al final no me quedó más remedio. Hubiera tenido que cortar de raíz y mucho menos debí haber aceptado su proposición. “Sólo una copa. Relájate, hombre, te vendrá bien desahogarte. ¿Acaso no somos amigos?” Y tuve que sacármela literalmente de encima. Aunque fuera cierto que siempre había estado enamorada de mí, yo era el ex de su mejor amiga. Tenía entendido que las mujeres valoran mucho este tipo de cosas. Pues ella no. Se lo tomó muy mal. Dejó de hablarme por un tiempo, pero casi mejor porque para calentarme la cabeza ya me tenía a mí mismo.

―Despierta, Enrique, que ya hemos llegado a León ─recuerdo que me dijo Juan, creyéndome dormido. León era nuestro destino en autocar y el punto de partida hasta Santiago de Compostela a pie. 

―Vamos, anímate, que solo nos faltan trescientos dieciocho kilómetros ─añadió Santiago─. Si todo va bien, a veinticinco kilómetros diarios, en trece días habremos llegado ─apostilló─. Justo el día veinticinco.

A Santiago le hacía muchísima ilusión ese viaje. Llegar a Santiago de Compostela el veinticinco de julio, el día de su santo, y en ese año santo compostelano, era para él todo un hito. Era muy religioso, todo lo contrario que Juan y yo. Aun así, los tres éramos muy buenos amigos. Cada uno tenía sus creencias y no nos metíamos con las del otro. Solo reñíamos por política y por alguna pequeña discrepancia futbolística ─aunque los tres éramos hinchas del Barça─, nunca por religión. 

En León pasamos la noche en una pensión de mala muerte donde las chinches campaban a sus anchas. Juan y Santiago ocuparon una habitación doble y yo una individual. Al parecer solo yo fui el objetivo de esas alimañas. Estaba leyendo “La montaña mágica”, de Thomas Mann, y algo cayó sobre el libro, algo que resultó tener patas. Por muy ecologista que fuera, no me quedó más remedio que aplastarlo entre las dos páginas por las que tenía abierta la novela. Cuando alcé la vista para ver de dónde había caído, descubrí una hilera de esas cosas andantes ─todavía no había identificado que eran chinches─ que, desde una esquina del techo, caminaban en fila hasta un punto, justo encima de mi cama, desde el que se lanzaban sin paracaídas, atraídas sin duda por el calor de mi cuerpo. Apenas pude pegar ojo, por la aprensión y por el calor que me producía el cobertor con el que me protegí de los ataques de esos parásitos.

El resto de las noches que pasamos a lo largo del Camino de Santiago desde León no fueron mucho más placenteras. Dormimos en albergues, y aunque no hubo más chinches, sí mosquitos, arañas y alguna que otra cucaracha. Pero todo un boy scout como yo, que había hecho vivac en multitud de ocasiones, no podía mostrar signos de contrariedad ante tal diversidad faunística. 

Nuestra primera noche en Santiago no auguraba nada bueno a tenor del miserable aspecto del lugar ─el único que encontramos con habitaciones disponibles─ en el que debíamos alojarnos. Las manchas de humedad, el desconchado de las paredes de nuestras habitaciones y el baño comunitario, no nos dieron muy buenas vibraciones. Y eso sin saber si también deberíamos compartir el habitáculo con huéspedes con antenas y tres pares de patas. Si no hubiera sido por las chicas que conocimos al poco de llegar, no habríamos disfrutado de unos cómodos dormitorios con baño completo. Y todo gracias a Juan, nuestro guitarrista particular. 

CONTINUARÁ...

Relato con el que participé en el XXXIV concurso de cuentos Gabriel Aresti (Bilbao)

jueves, 23 de noviembre de 2017

La máquina de café


El único momento agradable de mi jornada laboral era el instante de descanso que aprovechaba para tomarme un café a solas. Esos minutos de intimidad eran como el aire que necesitaba para vivir y, de paso, abstraerme de todo cuanto me rodeaba. Pero la cantina, lugar de encuentro y cháchara para los empleados de la empresa, solía estar muy concurrida hasta el mediodía. Por tal motivo, por la mañana me tenía que conformar con tomarme una barrita energética en mi puesto de trabajo y un café, a toda prisa, en una diminuta salita que llamaban Office, un reducto sin la menor privacidad, a la vista de todo el mundo. Por la tarde, en cambio, nadie frecuentaba la cantina. Esperaba, pues, hasta pasadas las cinco, cuando la mayoría del personal había abandonado ya su puesto de trabajo, para disfrutar del esperado descanso a solas, con mi tercer café del día ─el primero me lo tomaba antes de salir de casa─ y con mis pensamientos.

Habréis colegido que soy ─o por lo menos era─ una persona solitaria. Hay quien, incluso, me catalogaría de insociable. Yo más bien definiría mi conducta como “aislacionista”. Simplemente necesitaba estar solo. Pero no siempre había sido así. Mi carácter cambió drásticamente cuando Elena me dejó después de más de diez años de convivencia. Desde entonces no toleraba la compañía de nadie, y menos la de las mujeres. Apenas hacía vida social y en el trabajo me relacionaba lo justo y necesario con mis compañeros. Durante mucho tiempo nadie en la empresa sabía que acudía todas las tardes a la cantina para refugiarme en mi soledad y revivir mentalmente la felicidad perdida. Hasta que Alicia me descubrió.

Alicia era, por aquel entonces, la nueva secretaria de dirección. Llevaba en la empresa dos o tres meses. Parecía tener muchas cualidades, pero su físico no era precisamente una de ellas. No solo era ─digámoslo claramente─ muy fea, resultaba desagradable, y nada en su aspecto (la mirada, la sonrisa, la voz, el talle, etcétera) atenuaba esa impresión. Su forzada simpatía no lograba cambiar la opinión que todos tenían de ella. No hay nada peor que la impostura. Intentaba caer bien a todo el mundo, pero hasta yo, que me mantenía al margen de lo que ocurría a mi alrededor, me daba perfecta cuenta de que los empleados del sexo masculino de su edad y condición ─es decir, solteros─, la rehuían. A sus treinta y cinco años seguía soltera y sin compromiso. Las malas lenguas, esas a las que uno presta atención muy a su pesar, decían que nunca había tenido novio. ¿Cómo podían saberlo? No creo que la chica fuera por ahí pregonándolo.

Al principio llegué a sentir pena por ella y reprobaba la conducta y los prejuicios del personal, incluyéndome a mí. Hasta que tuve ocasión de tratarla.

Cuando la ficharon pensé que como secretaria debía ser excepcional porque el “gran jefe” era un machista redomado que siempre había preferido a las secretarias buenas que a las buenas secretarias. Poco después supe que era una sobrina de su esposa y que esta había obrado como bienhechora, recomendándola “efusivamente” a su querido esposo. Después de eso, su antecesora en el cargo, conocida por todos como “la Miss Mundo” pasó a desempeñar el honroso papel de fotocopiadora humana.

Pero volviendo a Alicia, al margen de su capacidad y aptitudes laborales, era, por decirlo de un modo coloquial, una plasta. Siendo, pues, fea y plasta, difícil lo tenía. Buscaba novio desesperada e indisimuladamente. Tras su sonrisa, que no tenía nada de angelical y mucho menos de sensual, emergía una persona arrolladora e irresistible. En otras palabras, para que me entendáis mejor: avasalladora e insoportable. Otro motivo para que todos la rehuyeran. Cuando te pillaba, no te podías zafar fácilmente. De ahí que cuando me descubrió en la cantina, solo, con mi vaso de café humeante y mis pensamientos recurrentes sobre lo que fue y no pudo ser, quise desaparecer. Mis momentos dedicados al libre albedrío y solaz mental se fueron, desde entonces, al garete.

Pero eso no fue lo peor. ¿Hay algo peor a que alguien a quien no soportas decida hacerte compañía en tu momento más preciado del día?, os preguntaréis. Pues sí, os respondo. Lo peor de todo fue que Alicia se encaprichó de mí, tal como lo leéis. Desde aquella tarde, la cantina pasó de ser mi refugio a convertirse en mi infierno particular. Parecía que estaba esperando a que todo el mundo se marchara a casa, empezando por nuestro jefe en común ─que, contrariamente a lo que la mayoría podría pensar, era de los primeros en abandonar el barco─, para “acercarse”, como ella solía decir, por la cantina para hacerme compañía y tomar juntos un café.

No supe qué pudo ver en mí, con lo solitario y huraño que era, hasta que me lo refirió sin paliativos (qué mal rato pasé, Dios) y sin que le hubiera dado pie a ello. Le gustaban los hombres maduros (yo le llevaba quince años de ventaja), cultos, serios y responsables, no como esos yuppies inmaduros y engreídos que la rodeaban. Yo era atento, educado y sin duda detallista. Solo había que ver mi forma de tratar a la gente y de estar pendiente de todo hasta el mínimo detalle (lo que ella ignoraba era que mi detallismo se debe, en realidad, a un perfeccionismo casi patológico).

Nunca imaginé que me había observado hasta el punto de describirme con ese detalle. De todos modos, creo que exageraba y lo que pretendía era halagarme y, de rebote, conseguir que me sintiera agradecido con tanta lisonja. Y ya se sabe que, a veces, del agradecimiento a algo más profundo hay un pequeño trecho.

Cuántas veces, desde muy joven, había sufrido por amor. Cuántas veces me había sentido profundamente dolido por el desdén de una chica o de una mujer. Qué mal se pasa cuando alguien de quien te has enamorado no te corresponde. Pero nunca hubiera imaginado que a la inversa también se padece, aunque de otro modo. Jamás pensé que ser deseado por alguien a quien no quieres ni podrás querer pudiera ser algo tan indescriptiblemente agobiante. Intentaba ser amable con ella y quitármela de encima de la forma más cortés posible, pero todo era inútil. Era como una lapa. Y cuanto más la evitaba, más se hacía la encontradiza. Y esa conducta abandonó el ambiente laboral para pasar a la calle y a mi vida privada. Me la encontraba por todas partes, me llamaba a casa. Su comportamiento trascendió lo privado para hacerse público, pues todo el personal de la empresa estaba al corriente de lo que ocurría entre los dos. O eso creían. A las mujeres les hacía gracia verme tan atribulado y los hombres se sintieron aliviados por no ser ellos el objeto del deseo de Alicia. Creo que todos, a su manera, disfrutaban con ello porque era una forma de vengarse de mi aislamiento social. ¿No quieres caldo?, pues toma dos tazas, o tres.

Llegué a sentirme acosado. Pasé de sentir lástima por ella a odiarla. Incluso a temerla. Cada vez que le contestaba con una negativa a sus proposiciones, reaccionaba más airadamente. Era como una afrenta para ella. La última vez que rehusé, con una más de mis inagotables excusas, su propuesta de cenar en su casa para que probara un estofado de no-sé-qué, con el que me chuparía los dedos, reaccionó de una forma tan violenta que me asustó. Percibí odio en su mirada y en el rictus atroz de sus labios. No exagero un ápice si digo que me pareció tener ante mí al mismísimo diablo.

Todavía resuenan en mis oídos las carcajadas del “gran jefe”, o debería decir del “gran cretino”, cuando se lo confesé, buscando en él empatía y consejo. Que cómo podía decir aquellas estupideces. “Pobre Alicia, con lo buena chica que es”. Que, en todo caso, ya puestos a decir las verdades, era yo el raro. “Para que lo sepas. Que no te relacionas con nadie, que me lo han contado. Total, porque tu mujer te dejó por otro. ¿Y qué? Hay muchos casos en los que, después de años de casados, uno descubre que su pareja ha dejado de quererle. Hay que joderse. Pero la vida sigue, hombre. Que ya eres mayorcito para estar lloriqueando por los rincones. Sí, sí, que también me han dicho que te refugias en la cantina todas las tardes para tomarte un café a solas y lamerte las heridas. ¿Qué quién me lo ha dicho? Eso no te lo puedo decir, pero por lo que veo es cierto. Quien calla otorga. Pues espabila y empieza una nueva vida. Y Alicia, ¿qué quieres que te diga? Ya sé que no es… muy…, que no es gran cosa, pero oye… esto, que es muy lista, incluso diría que inteligente. Y es joven, carne tierna, ja, ja, ja.”

Salí de su despacho cabizbajo y cariacontecido, pero en aquel preciso instante comprendí que aquel gilipollas tenía razón. Tenía que empezar de nuevo, pero no sería trabajando allí. Buscaría otro trabajo. Comprendí también que no sería tarea fácil librarme de Alicia. No la vería en la oficina, pero sabía mi número de teléfono y dónde vivía. Ser la secretaria de dirección da para eso y mucho más. Era capaz de enviarme, yo qué sé, un paquete bomba o venir a pegarme un tiro. Así estaba yo de desquiciado como para llegar a pensar en esas terribles ─o ridículas─ posibilidades. Pero estaba decidido a cambiar de empresa y, de paso, de vivienda.

Entretanto, no tenía a quién recurrir para desahogarme. Aquellos con los que podía hacerlo, hacía tiempo que se habían cansado de mi melancolía crónica, como llegaron a llamar a mi estado de ánimo. Decían que les contagiaba mi aflicción. Fueron distanciándose poco a poco, como si quisieran alejarse de un apestado. Quizá tuvieran razón y la tristeza es contagiosa. Pero ¿qué queréis? No podía olvidar a Elena. Y aunque a otros les parezca que dos años es tiempo mas que suficiente para superar su abandono, yo no lo había logrado y no sabía si lo lograría algún día. 

Tuve, por lo tanto, que pasar ese suplicio a solas. Lo primero que hice fue buscar urgentemente un nuevo empleo, pero la situación del mercado laboral no era muy halagüeña y tampoco estaba dispuesto a aceptar cualquier trabajo y mal remunerado. Tendría un poco más de paciencia. Y si la cosa se ponía muy fea, tendría que armarme de valor y hacer frente a mi acosadora a pecho descubierto.

******

De este modo discurrieron los días, refugiándome todas las tardes en mi rincón favorito, sin más contratiempos que el que pudiera provocarme la inoportuna y frecuente aparición de mi acosadora. Opté por modificar mi costumbre horaria y fui retrasando paulatinamente mi visita a la cantina. Pero ella parecía estar al acecho. Como cada vez le resultaba más difícil abordarme en mi puesto de trabajo, ante las miradas inquisitivas y burlonas, y algún que otro comentario jocoso, de los compañeros, la cantina se convirtió en su territorio de acoso y derribo. Estuve a punto de prescindir de mi “retiro espiritual” como ella lo llamaba irónicamente, pero no quise doblegarme ante su persecución. ¡¿Quién se había creído que era?! No iba a dejarme avasallar. Estaba harto de ser el hazmerreír de la empresa. Tenía que reaccionar y acabar con ello de una vez por todas, fuese como fuese. Pero del dicho al hecho…

Esa maldita situación se estaba prolongando demasiado y no aparecía ningún cambio de trabajo en el horizonte. ¿Y si, entretanto, a esa demente se le cruzaban todavía más los cables e iba a por mí al estilo Atracción Fatal? Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Me sentía trastornado. Creí que acabaría loco. Pero de todo lo que pensé que podía ocurrirme, nunca hubiera imaginado que sería la máquina de café, mi compañera vespertina, la que intentaría ayudarme.

Fue un viernes. Como tenía que finiquitar un informe que debía presentar el lunes a primera hora, tuve que hacer horas extras, más de las que ya solía realizar. Terminé mi trabajo a eso de las ocho. No quedaba nadie en la empresa, excepto el vigilante jurado. Al menos eso creía. No había señales de la presencia de la maldita Alicia. Aproveché que era más tarde de lo habitual, para tomarme un café en la más absoluta soledad. Me sentía cansado y necesitaba un estimulante antes de ponerme al volante y tragarme la caravana que me esperaba de camino a casa.

La sala estaba a oscuras. Abrí la luz. Todo estaba igual que siempre pero limpio. Ni un papel, ni un vaso abandonado, ni una cucharilla de plástico en el suelo, nada. Las señoras de la limpieza habían hecho su trabajo. El suelo resplandecía y la máquina también. Solo su ronroneo rompía el silencio sepulcral en toda la planta. Por lo demás, todo estaba en calma. Hasta que oí un taconeo. Su taconeo. Al principio, lejano, pero que iba acercándose poco a poco. Hoy no, pensé. No lo soportaré. Que se vaya, por favor. Que desaparezca. Me tapé los oídos, pero ese sonido inconfundible taladraba mis tímpanos. Sentí una mezcla de rabia y de pavor. Tenía que escapar, pero ¿por dónde? La cantina era un recinto cerrado, sin más puertas ni ventanas.

Estaba clavado frente a la máquina de café, a punto de introducir la moneda antes de hacer la selección. Me sujeté con fuerza a ella, como si de este modo pudiera recobrar fuerzas. Ojalá pudiera evaporarme, pensé. Nunca había deseado algo tan estúpido con tanto ahínco. Miré a la máquina como se mira a quien puede sacarte del agua antes de ahogarte. De pronto noté que algo era distinto y no sabía qué. Hasta que me di cuenta. El característico olor a café que siempre despedía e invadía la estancia se había esfumado y eso no se logra a base de limpieza.

Cuando volví a mirar la máquina de café con más detenimiento, me quedé sin habla. Donde debían estar las seis teclas de selección del producto a dispensar, solo había dos, en las que se leía: PASADO y FUTURO, respectivamente.

Abrí y cerré los ojos varias veces pensando que el cansancio me jugaba una mala pasada y que todo era fruto de un truco de mi cerebro, como diciéndome “vete a casa a descansar”. Pero no, todo seguía tal como lo había visto. De hecho, la máquina parecía la de siempre pero no lo era. Alguien me había querido gastar una broma. ¿Pero quién? ¿Y por qué? Gastémosle una broma al tío ese rarito que siempre baja a tomar el café cuando no hay nadie y se pasa todo el rato pensando y murmurando vete tú a saber qué. Pero ¿cómo alguien podía haber cambiado una máquina por otra solo para burlarse de mí? Ni siquiera Alicia podría hacer una cosa así. No tiene sentido, me dije, a la vez que me percaté de que en el vano de la puerta aparecía la silueta de mi perseguidora.

Volví a mirar la máquina como si esperara que me echara un cable (lo único que una máquina puede echar, de hecho). Me sentí como un niño ante uno de esos artilugios de feria, que con una moneda te vaticina el futuro. ¿Qué me depararía el futuro? ¿Quién no ha querido viajar en el tiempo? El caso es que aquellas teclas seguían allí y parecían retarme a que me decidiera: ¿pasado o futuro? ¿No quieres escapar? Pues elige de una vez. Debieron pasar tan solo unos segundos que se me hicieron eternos. Entonces sentí cómo la mano de Alicia se posaba, como una garra, en uno de mis hombros y oí su odiosa voz diciéndome: “Así que estabas aquí y yo buscándote por todo el edificio” Aquello no podía estar sucediendo. Tenía que ser una pesadilla. ¡Pero parecía tan real! En aquel momento recordé que, cuando era niño, en más de una ocasión sabía que estaba soñando y aprovechaba la irrealidad que me proporcionaba ese sueño para hacer aquello que se me antojaba, aquello que me estaba vedado en el mundo real y podía experimentar cualquier cosa extraña porque no sentía miedo al saberme a salvo. Alicia seguía hablándome, cada vez más furiosa porque no le hacía caso y eran ya sus dos brazos los que me agarraban para obligarme a darme la vuelta. Yo me resistía y ella cada vez tiraba y me zarandeaba con más fuerza, insultándome. Así que, desesperado y sin pensarlo dos veces, pulsé con todas mis fuerzas la tecla del futuro, pensando que, si aquello funcionaba, seguramente esa opción sería más prometedora que la de regresar al pasado.

******

Clareaba. Unos finísimos rayos de luz penetraban a través de las rendijas de la persiana. No sabía qué hora era ni dónde estaba. Ni siquiera era capaz de recordar el día de la semana. Sábado, tenía que ser sábado. De pronto recordé que la tarde anterior estuve en la cantina y… ¿Qué había sucedido desde entonces? Un agujero en el tiempo. Había perdido la memoria. Me dolía la cabeza. Debía de haber dormido mal. Busqué el despertador a tientas. La mesilla de noche no estaba a mi alcance, ni el interruptor de la luz. Me senté en la cama, alarmado. ¡¿Dónde estaba?!

Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, puede vislumbrar algo del mobiliario. La mesilla de noche estaba junto a la cama, pero no tenía la forma de siempre. La lámpara no estaba sobre la mesilla sino fijada a la pared. No, no era la pared sino el lateral de la cabecera de la cama. Pulsé el interruptor de la luz.

Era mi habitación, pero la decoración había cambiado. La cama era distinta, mucho mayor. Parecía que estuviera en una habitación de matrimonio. Miré a mi lado. La ropa de cama estaba revuelta, como si alguien hubiera dormido en ella. Me incorporé. Hacía frío. Busqué a mi alrededor alguna prenda para cubrirme. Nada. Abrí el armario. Allí había ropa de hombre, pero no la reconocí como propia. Vi un horrible batín estilo quimono que nunca antes había visto. Me lo puse y salí de la habitación. Estaba, efectivamente, en mi piso, pero el mobiliario era distinto. No me atrevía a dar un paso. Me paré en seco en medio del pasillo que daba al comedor. Entonces recordé lo que había ocurrido la tarde anterior en la cantina. Seguía soñando. Eso lo explicaba todo. Había viajado al futuro en sueños. Oí ruido en la cocina. ¿Quién podía ser? ¿Qué me depararía mi subconsciente? Me apresuré tanto como mis torpes piernas me lo permitieron. Antes de abrir la puerta de la cocina, me detuve, respiré hondo y pregunté, no sin cierto reparo: ¿Hay alguien ahí? Silencio. De pronto sentí temor. Temor a lo desconocido. Pero si estaba soñando nada debía temer.

Abrí la puerta de golpe. Una figura estaba de espaldas. Era una figura de mujer. Tenía la misma complexión que Elena, pero no podía ser ella. Elena no podía estar en mi futuro, pertenecía al pasado. Pero tenía su mismo color de pelo, castaño claro, casi rubio, y también lucía aquel peinado tan corto ─a lo garçon, como lo llamaban antaño─ que tanto me gustaba. Aun presintiendo mi error, pronuncié su nombre: ¿Elena? La figura permaneció rígida, sin moverse un ápice. ¿Quién eres? ¡Mírame!, grité. Y entonces, lentamente, se dio la vuelta.

No era Elena, por supuesto. Al principio no podía dar crédito a lo que veía. Esa sonrisa maliciosa, esa mirada perversa, esa voz tan insoportable. “¡Alicia! Pero… ¿Qué haces aquí?”, casi tartamudeé.

Siempre recordaré sus palabras, altas y claras: “¿Acaso esperabas deshacerte de mí? ¿De veras creías que podías escaparte al futuro solo? Por cierto, ¿qué te parece mi nuevo look? Me he cortado y teñido el pelo esta misma mañana. ¿No te gusta? Es como el de esa chica de la fotografía del salón. He supuesto que es Elena, tu ex. Como estáis juntos y se os ve tan embelesados…”

Ahora es Alicia quien ocupa mi vida en este futuro que ha resultado ser fatídicamente real. La odio más que nunca. Ella lo sabe y no le importa. Creo que incluso le divierte. Es diabólica. Le he pedido el divorcio, claro, pero me ha amenazado con matarme si la dejo. Dice que le pertenezco y así será para siempre. ¡Para siempre!


Me siento prisionero en este futuro involuntario del que no sé cómo escapar. Cambio de trabajo con mucha frecuencia. Me despido con cualquier pretexto. En realidad, busco una empresa que disponga de cantina. Es lo que pregunto siempre al término de las entrevistas, como algo colateral y anecdótico. Tengo que encontrar una máquina de café como aquella. Espero pacientemente a que ocurra el milagro.