jueves, 28 de mayo de 2020

Adiós para siempre



Todas las despedidas son tristes, pero esta es especialmente dolorosa. Nunca quise pensar que algún día llegaría este momento, el del adiós definitivo. Y ha llegado. Y aquí estoy, más sereno y entero de lo que cabría esperar.
Han venido amigos —los pocos que me quedan—, vecinos y algunos conocidos para apoyarme en este momento tan duro. También veo caras desconocidas. Me emociona esta muestra de solidaridad. Reconozco que en momentos así se agradece el acompañamiento, el calor humano, aunque ello no mitigue la aflicción ni repare la pérdida.
El dolor puede parecer más asumible cuando hace tiempo que esperas y temes el desenlace, pero no es así. No te sorprende, pues lo has estado aguardando largamente y sabías que el final se acercaba, inexorable, inevitable. Pero, aun así, uno no acaba de hacerse a la idea de que ya nada volverá a ser como antes.
¿Qué voy a hacer ahora? Todo se andará, tiempo al tiempo, es lo que me dicen todos. Pero, aunque afirmen que el tiempo lo cura todo, hasta las heridas más profundas, en mi caso no creo que eso vaya a ocurrir. En primer lugar, porque ya no me queda mucho tiempo. En segundo lugar, porque lo único que podría aliviar esta angustia que me corroe sería la esperanza, y esta me ha abandonado definitivamente.
¡Han sido tantos años de dicha y prosperidad! Aún recuerdo el primer día, el inicio de una nueva vida, en un caluroso y radiante mes de junio de mil novecientos ochenta. El próximo día 17 se habrían cumplido exactamente cuarenta años. Y ahora me toca empezar una nueva etapa en soledad, desnortado, sin saber qué será de mí.
El bullicio en la calle ha ido en aumento, a medida que han ido acudiendo más y más personas. Oigo pasos en la escalera, decididos, apresurados. Les abriré antes de que llamen a la puerta. Para qué alargar más el tormento.
En la calle, el movimiento vecinal dará ánimos a ese viejo que, con sus escasas pertenencias bajo el brazo, no sabe dónde dormirá esta noche, a la vez que abuchea a la policía, que dice cumplir el mandato judicial de desalojo por impago.


Ilustración: "Anciano en pena", lienzo al óleo de Vincent Van Gogh (mayo, 1890)


miércoles, 20 de mayo de 2020

El bosque

"El bosque" es la continuación del relato anteriormente publicado con el título "La ventana". Si queréis leerlo por primera vez o bien refrescar vuestra memoria, podéis pinchar AQUÍ


El bosque

Entré en las dependencias de la Guarda Civil sin resuello. El guardia que estaba en la recepción levantó la cabeza y, viéndome en tal estado de agitación, debió adivinar que traía malas noticias, pues se irguió como si estuviera ante un superior.
—¿Qué le ocurre, caballero?
Una pregunta tan escueta a la que no sabía muy bien cómo responder. ¿Por dónde empezaba?
—En el bosque que hay cerca de la cabaña donde estoy viviendo hay un cadáver que alguien enterró anoche —le solté.
En menos de un minuto, estaba ante el comandante del puesto, un sargento de mediana edad, explicándole los pormenores del hallazgo.
—A ver, a ver, cálmese y empiece por el principio —me indicó, mostrándome las palmas de sus manos, como queriendo detener a un vehículo en marcha.
Y le relaté, de principio a fin, cómo habían ido las cosas.
Tras mi declaración, una patrulla me acompañó hasta el lugar de los hechos, donde un agente inspeccionó el contenido del saco de arpillera.
—¡Mi sargento, el saco contiene el cadáver de un hombre!
El aludido y yo miramos hacia donde vino la voz y nos apresuramos a acercarnos hasta el lugar. Una vez ante el cuerpo, el sargento se me encaró.
—¿Y por qué ha hecho usted esto, si se puede saber?
—¿Co…, cómo? Yo no he sido, se lo aseguro.
—Quiero decir que por qué lo ha desenterrado. Debía usted habernos avisado de inmediato y habríamos sido nosotros quienes lo hubiéramos hecho. Puede haber borrado pruebas.
Me sentí abochornado. Tantas series televisivas que había visto sobre eso y me había comportado como un tonto atolondrado.

El cuerpo de aquel desgraciado no pudo ser identificado. No llevaba documento alguno ni era alguien conocido. Sin duda sería de otra localidad. En el pueblo no se había notificado ninguna desaparición y ese sujeto llevaba muerto poco tiempo. El forense dictaminaría cuándo y cómo había fallecido.
Esa noche me dediqué a anotar posibles escenarios para la novela, pendiente de conocer los detalles. Mejor esperar e ir sobre seguro. No quería precipitarme. Lo único que pude escribir fue la descripción de los hechos hasta la intervención de los civiles.
Por la mañana, muy temprano, se presentó el viejo.
—Me acabo de enterar de que ha desenterrado a un muerto en mi bosque. ¿Es eso cierto? —preguntó en un tomo más molesto que intrigado.
—¿Su bosque?
—Sí, mi bosque, todo eso que ve a su alrededor es mío, soy propietario de cien hectáreas de terreno y en ellas está ese bosque en el que, al parecer, alguien enterró un cadáver —dijo, esta vez malhumorado—. ¿Y se puede saber qué hacía usted husmeando en mi propiedad? —añadió irritado.
—Pues yo… —No sabía hasta qué punto contarle todo, pues el sargento me había advertido de que no debía abrir boca, que lo más probable era que aparecerían curiosos y periodistas ávidos por conocer los detalles. Que solo debía contar todo lo que había declarado en su despacho ante el juez, cosa que ocurriría en las próximas horas. Pero, caramba, el viejo tenía derecho a conocer la verdad. Así que se lo conté todo.
—Vaya, vaya. Así que la ventana no solo le proporcionó el frescor de la noche —dijo en tono irónico. ¿Y no sabría identificar al sospechoso?
—En absoluto. Estaba muy oscuro y desde la ventana al bosque habrá unos cincuenta metros.
—Sesenta y dos —precisó.
—Bueno, pues eso —respondí.
Y ahí terminó nuestra charla. El viejo se despidió con un aire taciturno y se marchó, pero no en dirección a su furgoneta, sino que se internó en el bosque y no salió hasta pasado un buen rato.
—Quería cerciorarme de que esos malditos picoletos no me habían dejado el terreno hecho un asco. Veo que el hoyo sigue abierto. Si se aburre y quiere hacer ejercicio, puede taparlo. A fin de cuentas, usted lo destapó.
—No puedo, me han dicho que…
—Es broma, hombre. Creía que los escritores tenían más sentido del humor. Por cierto, ¿todavía no ha encontrado mi cuaderno?
—Es que, con todo lo ocurrido, se me ha olvidado buscarlo.
—Bueno, ahora tengo prisa, de lo contrario lo buscaría yo mismo. En todo caso, ya volveré.  —Dicho esto, se largó, ahora sí, en su vieja furgoneta.
Entré en la cabaña para desayunar —el viejo había interrumpido mi ágape matutino— y entonces recordé mi elucubración sobre la posibilidad de que hubiera un asesino en serie. El morbo volvió a aflorar con tal intensidad que, una vez terminado mi desayuno, me interné en el bosque en busca de posibles pruebas.
Nunca he sido una persona intuitiva pero sí muy imaginativa. Pero en esta ocasión mi intuición —o deseo irrefrenable— me dio la razón. Después de una hora aproximada deambulando por el pinar, había hallado rastros de otros posibles enterramientos. Esta vez no hice nada, excepto correr. A ese paso, me pondría físicamente en plena forma.

Lo que siguió a mi segunda declaración ante el sargento, se ajustó perfectamente a lo que correspondería a una serie policíaca.
Esta vez se presentó un equipo con perros rastreadores. Cuando ya oscurecía dieron por terminada la búsqueda. El macabro resultado fue el descubrimiento de otros siete cadáveres.
La alarma se extendió por todo el pueblo. La Guardia Civil acordonó la zona donde se había producido los hallazgos para impedir el paso a curiosos.
Los ocho cadáveres pertenecían a hombres de entre treinta y cuarenta años. Algunos llevaban muertos varios meses. El último hallado, solo tres días. Todos habían sido degollados. Cuando tuve conocimiento de ello, me estremecí al pensar que había estado plácidamente instalado ante un bosque lleno de cadáveres.
Tras unas semanas de intensas pesquisas, indagando las desapariciones que habían sido denunciadas durante el último año, pudo identificarse a cada una de las víctimas. Todas tenían algo en común: eran aficionados al senderismo y vivían solos. Toda esa información —debo reconocerlo— caía en mis manos como agua de mayo, era un riquísimo nutriente para mi novela, que iba avanzando a pasos agigantados. Había información a la que no pude tener acceso porque el juez consideró secreto de sumario. El autor material de esos asesinatos tenía que ser alguien del lugar y no querían facilitar más datos de los indispensables.
Yo ya tenía su retrato robot. Me imaginaba una identidad: un hombre solitario, posiblemente un psicópata, que conocía muy bien los alrededores, que se cruzaba con esos excursionistas con los que mantenía conversación, seguramente les indicaba cómo llegar a tal o cual lugar e incluso se ofrecía a acompañarlos un trecho. Se ganaba su confianza, se interesaba por sus costumbres, y cuando veía que eran presa fácil, zas, les rajaba el cuello. Cuando anochecía, los enterraba en una zona discreta y poco transitada, como era el bosque junto a la cabaña. ¿El móvil? Ni idea. ¿Acaso los psicópatas necesitan un motivo para matar?
Martín, mi amigo y editor, me enviaba continuos correos pidiendo —más bien exigiendo— novedades sobre el estado de la novela. Para calmar su apetito, le enviaba cada dos o tres días, nuevas páginas y le mantenía al corriente.
Ahora escribía a todas horas, incansablemente, esperando que descubrieran al asesino. Le puse nombre, le puse cara, pero la incógnita seguía viva. De pronto, sentí miedo, me sentí desprotegido. ¿Cómo no había pensado en ello? ¿Y si ese asesino en serie iba a por mí? Yo había sido el causante de aquella macabra revelación, de que lo estuvieran buscando. Podía querer vengarse de mí. Llamé al sargento para pedirle protección. La calidad del sonido era muy mala. Solo pude entender que no me preocupara. ¡Qué fácil decirlo cuando no eres tú quien está en peligro!
A falta de protección oficial, busqué en la leñera algo contundente con lo que defenderme. Hallé un hacha y un cuchillo de grandes dimensiones, seguramente para despellejar a un animal. Pero también di con un objeto que no buscaba: un cuaderno con tapas azules y del tamaño de una cuartilla. Por fin había aparecido, y en las circunstancias más inesperadas.
Algo más relajado, pero sin demasiadas esperanzas —¿qué haría yo con el hacha y ese cuchillo ante un tío armado?—, decidí ponerme a leer ese cuaderno tan preciado por el viejo después de cenar. Me daba reparo entrometerme en su vida, leer asuntos probablemente muy personales, pero, a fin de cuentas, era un desconocido y sus secretos estarían a buen recaudo conmigo. ¿A quién le importaría saber sus reflexiones por muy íntimas que fueran? Sería, sin lugar a dudas, una lectura interesante o, por lo menos, entretenida. ¿Qué podría contar ese hombre?
A medida que iba leyendo, un sudor frío me recorría la espalda. No podía creer que lo que aquel viejo había escrito allí fuera cierto. Había anotado, uno a uno, todos los asesinatos. Los detallaba como si de una agenda se tratara: fechas, nombres de pila, edades, de dónde eran, a qué se dedicaban, dónde los encontró y dónde los mató. Había acabado con sus vidas a plena luz del día, siempre en lugares cercanos a su cabaña. Una vez cometido el crimen, metía los cuerpos en su furgoneta y los ocultaba momentáneamente bajo una trampilla que había practicado en la leñera. Por la noche, al amparo de la oscuridad, sin nadie que pudiera descubrirle, los enterraba en el pinar. Había hecho un croquis con la ubicación de los enterramientos. En total figuraban diez nombres. Así que todavía quedaban dos cuerpos por descubrir. Se me encendió una alarma. ¿Y si…? Sacando, pues, fuerzas de flaqueza, me aventuré a inspeccionar ese escondrijo subterráneo por si quedaba allí algún cuerpo. Afortunadamente estaba vacío. El alivio que sentí me animó a volver a mi labor escritora.
Mientras tecleaba frenéticamente —si aparecía el viejo de un momento a otro, no podría acabar de relatar mi último descubrimiento—, el corazón me latía desbocado. Casi me dolían las yemas de los dedos de tanto aporrear las teclas. Serían las cuatro de la madrugada cuando terminé de escribir. Estaba agotado, no podía mantener los ojos abiertos. Necesitaba descansar. Por la mañana, temprano, volvería al cuartel para hacer entrega de ese macabro cuaderno.
Me desperté cuando empezaba a clarear. Había dormido vestido. Me incorporé y fui a la cocina a tomarme el resto del café que había sobrado de la noche anterior. Estaba frío, pero no quise perder ni un minuto en calentarlo. Antes de salir, fui a por el cuaderno, que había dejado junto al portátil. No había cuaderno ni portátil. Habían desaparecido. Los busqué por todas partes, hasta en los lugares más inverosímiles, lo que uno hace cuando ya no sabe dónde buscar. Alguien llamó suavemente a la puerta. Al abrir, allí estaba él, plantado frente a mí, sonriente. Y con el cuaderno en una mano.
—¿No dijo que si lo encontraba me lo diría? ¿O no lo dijo?
—Sí, sí, lo dije, pero es que…
—¿Es que qué? —su tono de voz ya no era el de siempre. Parecía otra persona.
—Pues que lo encontré justamente ayer —miento muy mal.
—Ya veo. ¿Y no lo habrá leído, por casualidad?
—Yo…, lo siento…
No tuve tiempo de añadir nada más. De su espalda sacó el hacha que había encontrado en la leñera —la reconocí por la forma y color de la empuñadura— y se abalanzó sobre mí. Tuve el suficiente reflejo para volverme y entrar en la cabaña en busca del cuchillo que había dejado en la mesilla de noche, pero tampoco estaba. Oí una carcajada a mis espaldas. Me volví.
—¿Buscas esto, chico? —dijo, mostrándome el cuchillo. Estaba perdido.
La lucha duró tan solo unos segundos. El viejo tenía una fuerza impropia para su edad. El hachazo en la cabeza acabó con mi escasa resistencia.
Cuando volví en mí, todo estaba oscuro. Poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Estaba, sin duda, bajo la trampilla de la leñera y él debía estar esperando a que oscureciera para arrastrarme hasta el bosque y deshacerse de mí. Debió creer que estaba muerto. Notaba el típico sabor y olor a sangre, de la que estaba empapado. Me palpé la cabeza donde me había propinado el hachazo y no grité de milagro. Me dolía a horrores. Tenía una buena brecha. Cuando se abrió la trampilla, fingí estar muerto. Mientras me arrastraba, contemplé el cielo estrellado, pensando que sería la última vez que lo vería. Entretanto, el viejo iba murmurando.
—Te creías muy listo, ¿verdad? Pero no te habrá servido de nada escribir todo eso en tu novelita. Debo reconocer que escribes muy bien. El capítulo que acababas de escribir es buenísimo. Hasta a mí me ha puesto los pelos de punta, ja, ja, ja. Pero nadie lo leerá. He quemado tu maldito manuscrito y el ordenador ha quedado hecho añicos. Nadie te echará a faltar. Les diré a todos que has vuelto a casa, pues ya no tenías nada que hacer aquí. Nadie sabe lo que estabas escribiendo. Solo tu editor. Y si este aparece por aquí preguntando por ti, te aseguro que no lo contará. Nadie sospechará de mí, un pobre viejo enfermo de Alzheimer, ni tan solo los picoletos. Nadie encontrará tu cuerpo. No voy a ser tan imbécil de enterrarte en el mismo bosque donde enterré a los otros. Malditos idiotas. Se creían que eran los dueños de la montaña, que podían ir donde quisieran, sin respetar nada ni a nadie.
Aquí dejé de oír sus palabras, pues la oscuridad volvió a cernirse sobre mí.

Un frenazo brusco me devolvió la consciencia y unos gritos me alertaron. Estaba en la parte trasera de la furgoneta. ¿Qué estaba ocurriendo? De pronto se abrió el portón trasero del vehículo y vi la cara del sargento mirándome aliviado. Lo último que oí antes de volverme a desvanecer fue:
          —¿Está usted bien?

Estuve en el hospital una semana y vivo gracias a Martín, aunque por los pelos. Bueno y gracias a mi previsión. El viejo había destruido mi manuscrito en papel y mi portátil mientras yo dormía, pero ignoraba que antes de acostarme había enviado la última parte escrita a mi editor por correo electrónico y, por si no le daba tiempo a leerlo, le envié también un correo a su cuenta personal explicándole mi descubrimiento. Según me contó, por desgracia no pudo leerlo hasta por la tarde, a la vuelta del trabajo, pues se había dejado el móvil privado en casa. Por poco no le da un patatús cuando leyó mi mensaje. Mientras el viejo me mantenía todavía en la leñera, creyéndome muerto, se puso en contacto con la Guardia Civil del pueblo y les relató lo que yo le había contado. Cuando mi asesino frustrado me trasladaba a otro emplazamiento —todavía no ha confesado cuál— lo interceptaron dos coches patrulla.

Han encontrado los dos cuerpos que faltaba por descubrir gracias a las anotaciones de su puño y letra. Su hija no puede creer que aquel hombre tan bondadoso escondiera en su interior un monstruo de tal calibre, o en el que se había convertido desde que su cerebro empezó a dañarse.
El juicio todavía tardará unos meses en celebrarse. Tendré que asistir como testigo y parte afectada. No sé si podré mirar a la cara a ese viejo loco. Solo con pensarlo siento un terrible desasosiego.
Pero estoy feliz. La próxima semana saldrá a la venta “La ventana”. Espero que sea todo un éxito. Y Rebeca me ha propuesto volver a vivir juntos.


sábado, 16 de mayo de 2020

La ventana



Nunca me habría imaginado llegar a esta situación. Sabía de casos así. Incluso he leído novelas con ello como telón de fondo. Tanto el protagonista de “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, de Joël Dicker, como el de “Un saco de huesos”, de mi admirado Stephen King, sufrieron esta maldición del escritor: el temible síndrome de la página en blanco. Después de varios éxitos como escritor de novelas de ficción, me hallaba sumido en un limbo, falto de ideas y, lo peor de todo, sin ánimos para sentarme ante el teclado del ordenador.
Que Rebeca me hubiera dejado después de diez años de convivencia era el motivo de mi angustia vital y de mi vacuidad inspiradora. Solo me asaltaban unas ganas irresistibles de escribir sobre mi fracaso matrimonial, sobre los últimos años de continuas peleas, de la frustración por la falta del hijo largamente deseado de la que Rebeca no había sido capaz de sobreponerse y que acabó con nuestra relación.
Al igual que a esos dos personajes de ficción que he mencionado, mi editor exigía que cumpliese mi contrato y le entregara cuanto antes un manuscrito digno de ser publicado. Y al igual que ellos, tomé la misma determinación: marcharme de casa y buscar la inspiración lejos del lugar y de los problemas que me estaban agobiando. Y qué mejor que trasladarme a una casa de campo, lo más aislada posible, donde nadie me conociera y, a ser posible, con escasa cobertura, para que Martín, mi amigo y editor, no me tocara las pelotas a diario con la dichosa novela.
Al poco de haber tomado esa decisión, ya estaba instalado en una bonita cabaña en lo alto de una colina desde donde se divisa la sierra del Cadí, un lugar que me llenaba los pulmones de aire puro y una imagen que me colmaba el alma de paz, todo lo que necesitaba. Debo decir que no pretendía encontrarme a mí mismo, la típica excusa de quienes huyen de su área de confort o de un problema sentimental. Lo que realmente buscaba era la tranquilidad necesaria para que las ideas fluyeran con naturalidad, a la vez que me olvidaba —al menos por un tiempo— de mi ruptura con Rebeca. Tras las primeras semanas de disfuncionalidad anímica, como ella la llamaba, acepté lo inevitable y me repuse con más facilidad de lo que pensaba. Pero tener cerca, a ella, a nuestras amistades comunes y a nuestra familia, me trastornaba hasta el punto de ser incapaz de retomar mi trabajo vocacional: la escritura.
Mi nueva condición de refugiado y hasta cierto punto aislado del mundo exterior, auguraba que muy pronto estaría en condiciones de llenar páginas y más páginas de mi nueva obra. Mi único contacto humano sería el viejo propietario de la cabaña, que se había visto forzado a abandonar su vida monacal para trasladarse, muy a su pesar, a vivir con su única hija en el pueblo, a poco más de cuatro kilómetros de la cabaña.
—Se empeña en que no puedo vivir tan aislado, que ya tengo una edad para dejarme cuidar. Yo me siento todavía muy capaz de valerme por mi mismo, pero ella insiste e insiste. Bueno, supongo que ya conoce a las mujeres, cuando se les pone una idea entre ceja y ceja…
—Pues yo creo que hace bien —¿qué podía decirle?
—Y todo porque, un día que vino a verme, dijo que me había visto… digamos, desorientado. Bueno, sí, la cabeza a veces me falla, me cuesta encontrar las cosas o me olvido de algo, pero eso es propio de la edad. En fin, no le molesto más. Cuídeme la cabaña, relájese y escriba.
—Eso haré.
—No quería alquilársela a nadie, pero el dinero me vendrá bien para ayudar económicamente a mi hija. Y tampoco se la habría alquilado a cualquiera. Hoy día la gente no respeta el medio ambiente, lo deja todo hecho un asco. Un escritor, una persona culta como usted, es otra cosa.
Todo esto me lo dijo sin soltarme la mano, como si quisiera retenerme.

Él sería mi único vínculo con la sociedad moderna, quien me traería el avituallamiento necesario para soportar mi vida solitaria en aquel rincón del pirineo catalán. Vendría dos veces a la semana. Procuraría que no me faltara de nada. La cabaña estaba en buenas condiciones. Tenía luz eléctrica, y en la leñera una buena provisión de garrafas de agua, bombonas de gas butano, leña que debió quedar del invierno y un montón de herramientas; en fin, todo lo indispensable para soportar meses de soledad con un mínimo de confortabilidad.

A las dos semanas de haberme instalado ya me sentía mucho mejor. Tenía todo lo que necesitaba, menos una cosa: el argumento de mi novela.
Pasaban los días y, contrariamente a lo esperado, no hallaba la inspiración, ni dentro de aquellas cuatro paredes ni ante aquellas maravillosas vistas. Busqué un lugar y un momento propicio para escribir, pero ninguno me satisfacía. Pensé que caminar y cansar mi cuerpo me relajaría y abriría la puerta a la imaginación. Hacía largas excursiones por los alrededores, incluso llegué hasta el pueblo. En una de esas caminatas me crucé con el viejo —le llamo así porque nunca supe su nombre—, quien se mostró extrañado de verme. Me preguntó si necesitaba algo y por eso había bajado hasta el pueblo. Le dije que solo buscaba relajarme haciendo ejercicio, a ver, si de ese modo, lograba activar mi mente. 
—¿Quiere activar su mente? Escriba de noche. Yo lo hacía —y ante mi cara de sorpresa que debió percibir, continuó—. Sí, sí, durante todo el tiempo que viví en la cabaña, no dejé de escribir. Llené un montón de cuadernos.
De pronto pareció como si ese comentario le trajera algo a la memoria, pues quedó por un instante dubitativo y confuso.
—Ahora que menciono lo de los cuadernos, ¿no habrá visto alguno por ahí tirado? —por cómo me miró, más que una pregunta pareció un interrogatorio, como si quisiera que confesara un hurto.
—No, no he encontrado ningún cuaderno, pero no se preocupe, que si lo encuentro se lo diré.
—Claro, claro, cuento con ello. Es que ya no sé qué hago con las cosas. Mi memoria va de mal en peor. Tendré que acabar dándole la razón a mi hija. Parece que esta maldita enfermedad me está comiendo el cerebro, ya me entiende —añadió con la resignación del enfermo que sabe que no tiene cura.
—¿Y ya no sigue escribiendo? —le pregunté—. Es una actividad que retrasa el envejecimiento cerebral —quise animarle.
—Eso es lo que dicen, pero no es verdad. Últimamente ya casi no escribía. Además, ya no tengo nada nuevo que contar. Hágame caso, aproveche el frescor nocturno de esta época del año e instálese en el cuartito de atrás, el que da al pinar. De noche, con la ventana abierta, solo escuchará el canto de los grillos, el batir de alas de algún ave nocturna y el sonido del viento. A mí me resultaba muy inspirador.
Dicho y hecho. Aquella misma noche me instalé en el cuartito que el viejo me había indicado que, con un poco de maña y paciencia, adecenté y ordené. Solo abrir la ventana de par en par, ya noté una brisa perfumada de resina de pino que agitó el montón de folios que había dispuesto junto a la impresora. Tengo la costumbre de imprimir todo lo que escribo, de ese modo me resulta más fácil leerlo y corregirlo.      
La visión del cielo estrellado, como hacía años que no veía, me produjo una sensación de paz infinita. Estaba donde quería estar y a punto de iniciar una nueva etapa, tras el bache emocional que acababa de sufrir. Encendí el portátil e hice lo que he visto en tantas películas sobre escritores. Escribí el título de la que sería mi sexta novela de éxito: La ventana.

Al cabo de tres días, de todo lo que había escrito, solo conservaba el título. ¿Qué podía inspirarme una ventana? Escribía y escribía sin ton ni son, hasta que caía en una profunda somnolencia, Y acababa acostándome frustrado.
Como me sentía cada vez mas tenso, volví a mis caminatas por el campo y, harto de dar vueltas y más vueltas, me acerqué de nuevo al pueblo. Ya no me importaba el anonimato. De hecho, seguro que todo el mundo ya sabía quién era. En los pueblos pequeños todo se acaba sabiendo.
Me senté en un bar a tomar una cerveza y así reponer fuerzas y líquidos. El viejo debió haberme visto pasar porque le vi venir hacia mí a grandes zancadas.
—Estaba a punto de subir a verle —me dijo con la voz entrecortada.
—¿Ocurre algo? —inquirí.
—¿Ha encontrado en la cabaña un cuaderno azul del tamaño de una cuartilla? 
—Pues no, pero ya le dije que si lo encontraba se lo diría. Hoy mismo volveré a buscarlo —le dije con un cierto fastidio por su insistencia.
—No, no, deje. En todo caso, la próxima vez que suba con la furgoneta ya lo buscaré yo. Con las prisas por dejarle la cabaña en condiciones, debió caérseme por algún rincón —y, dicho esto, se marchó tan raudo como había venido.
El pobre viejo parecía que, efectivamente, estaba perdiendo la chaveta, me dije. Tanto alboroto por un cuaderno. Pero bien pensado, para él ese cuaderno podía ser de gran importancia, podía ser una especie de diario vital de cuando todavía tenía la mente lúcida.

Esa noche, la cuarta sin haber podido escribir nada mínimamente bueno, me propuse esforzarme al máximo. Y para que el sueño no me venciera, me preparé una generosa taza de café, un café fuerte y aromático que inundó de inmediato la estancia, disipando el olor a pino y a hierba fresca.
Serían las dos de la madrugada cuando apagué la luz y encendí un cigarrillo antes de acostarme con las manos y la mente vacías. A la tercera calada, me pareció ver una luz difusa a lo lejos, entre los árboles. ¿Quién podía estar a esas horas merodeando por allí? Me quedé inmóvil y apagué inmediatamente el cigarrillo. ¡Y si se trataba de un maleante? De pronto, me arrepentí de no haberme traído a Duque, mi pastor alemán, que se había quedado con Rebeca. Pero de haberlo tenido conmigo habría salido ladrando hacia lo que fuera que estaba ahí y quizá habría sido peor. Decidí seguir observando en la oscuridad, esperando que quien fuera que estuviera rondando por el bosque no se percatara de mi presencia. Lástima no tener a mano una escopeta. Pero, ¿qué habría hecho yo con una escopeta, si nunca he disparado una?, me dije.
Mientras pensaba en todo ello, me di cuenta de que había perdido de vista la maldita luz y que alguien se movía entre los árboles acercándose peligrosamente. Llevaba algo en la mano, una pala o algo parecido. Estaba demasiado oscuro para ver qué era ni qué aspecto tenía ese individuo. Pero ¿de qué habría servido verle la cara si no conocía a nadie de por allí? Luego desapareció y oí, a lo lejos, el motor de un coche que se alejaba.
Casi no pude pegar ojo. Tan pronto amaneció, salté de la cama y me dirigí hacia donde había visto merodear a ese intruso. Quizá aquel fuera un punto de encuentro de narcotraficantes. De ser así, no encontraría nada digno de interés. Pero cuando ya me daba por vencido, percibí un pequeño rectángulo de tierra removida y que alguien había, con muy poca pericia, intentado disimular con hierbajos y hojarasca. Allí había algo enterrado. No sabía si dar parte a las autoridades o desenterrar yo mismo lo que alguien había querido esconder. ¿Un alijo de drogas? ¿De armas, tal vez? El área removida era demasiado pequeña para que cupiera un cuerpo humano. De pronto, esa posibilidad me llenó de la inquietud y excitación necesaria para fabular una historia de suspense. «¿Te imaginas que un asesino ha venido a este lugar apartado para enterrar a su víctima?», me dije, sintiéndome como un niño con ganas de aventura.
Todavía no me explico por qué lo hice. ¿Curiosidad morbosa? El caso es que me armé de valor y de una pala que encontré en la leñera y empecé a cavar. En dos ocasiones estuve a punto de abortar esa misión, y en las dos seguí con mi empeño. Cuando llevaba cavado aproximadamente medio metro, la pala chocó con algo blando. Tras retirar por completo la tierra con las manos, apareció un saco de arpillera. En su interior se percibía la silueta de alguien en posición fetal. Con el corazón desbocado y las piernas temblando, arrojé la pala a mis pies. No tuve arrestos para seguir indagando y se impuso, de una vez, la cordura. Tenía que dar parte a la Guardia Civil. 
Mientas me dirigía hacia el cuartel de la benemérita, a la vez que me iba calmando, barruntaba el argumento de mi novela. Sentí una mezcla de regocijo y culpabilidad. Alguien había matado a alguien y yo sacaría provecho de ello. A simple vista, podía parecer una historia intrascendente y vulgar, como la de muchísimas novelas policíacas, pero esta sería distinta porque estaría basada en hechos reales. Eso atrapa mucho más al lector. Seguro que detrás de ese asesinato existiría una historia truculenta de la que sacar mucho partido. ¿Y si se trataba de un asesino en serie? Eso se ponía pero que muy interesante.
Cuando vi asomar ante mis ojos las primeras casas del pueblo, ya me sentía exultante. Aquella misma noche empezaría, por fin, a escribir mi próxima obra literaria. Ya tenía perfilado el inicio. Empezaría con una frase así: «Nunca me habría imaginado llegar a esta situación. Sabía de casos así. Incluso he leído novelas con ello como telón de fondo…».
No me haría tan rico como el suizo Joël Dicker, ni mucho menos como Stephen King, pero este podía ser el comienzo de una nueva etapa de mi vida como escritor de novelas del género negro.


CONTINUARÁ…

jueves, 7 de mayo de 2020

Un placer malogrado



Un hotel de tres estrellas es a lo máximo que podemos aspirar los currantes que, como nosotros, vivimos con una modesta economía familiar. Es uno de los pocos caprichos que nos podemos permitir de vez en cuando si descubrimos alguna oferta interesante en internet. De ese modo, gozamos, a un precio más que razonable, de unas mayores comodidades que las que tenemos en casa y sin tener que preocuparnos por la factura de la luz, del gas o del agua que gastamos; sin necesidad de cocinar, hacer la cama y la limpieza semanal. Eso sí que es un placer de los buenos.
Desde que nos casamos, Julia y yo hemos hecho lo mismo cada año, en agosto, el único mes disponible para nuestras vacaciones de verano. Por poco dinero hemos podido disfrutar a tope de tres semanas de descanso, un año en la playa, el siguiente en la montaña. Para asegurarnos plaza, eso sí, siempre hemos hecho la reserva con muchos meses de antelación.
Este año, sin embargo, la cosa no salió como esperábamos.
Yo ya no habría ido cuando la directora del “hotelito con encanto”, como así se anunciaba, nos comunicó que, por culpa de un overbooking motivado por la mala gestión de la agencia de viajes con la que solían trabajar, no nos podían asegurar el alojamiento contratado. Que, en todo caso, si el problema se acababa resolviendo, nos lo comunicarían de inmediato. Y si ello no fuera posible, que no nos preocupáramos, pues nos devolverían el dinero que habíamos abonado por adelantado para la reserva.
Yo era partidario de no esperar y cambiar de planes, aunque tuviéramos que pagar más en otro hotel. Pero Julia, tan terca como siempre, dijo que no, no y no. «Ahora ya estamos en temporada alta y no encontraremos nada que valga la pena. ¿No sabes que los hoteleros se aprovechan y ponen los precios por las nubes, los muy ladrones? Incluso un hotel de tres estrellas nos saldría por un ojo en la cara. ¿Acaso no dijimos que ahorraríamos al máximo para dejar de una puñetera vez este piso de mierda? ¿Es que no sabes a qué precios están los alquileres hoy día?». Y tal y cual. No hubo forma de que cambiara de opinión, tozuda como es. «Antes me quedo en casa, mira lo que te digo», remató. Asunto concluido, como siempre que la contradecía.
Por suerte —eso es lo que creí en ese momento—, quince días antes de empezar las vacaciones y cuando ya me veía tomando el sol en la galería que da al patio de vecinos, nos llamó la directora del hotel para decirnos que todo estaba arreglado y que nos esperaban en la fecha convenida. Que solo había un pequeño detalle sin importancia, pero que seguro que no representaría ningún inconveniente para nosotros. Un pequeño cambio, nada más. «Ya verán, ya verán qué bien que se lo pasarán», dijo la mujer antes de colgar el teléfono sin darme tiempo a preguntarle en qué consistía ese pequeño cambio.
—¿Y si vamos en persona para que nos lo explique y lo veamos? Total, solo son dos horas de viaje en coche. Así saldremos de dudas —le propuse a Julia.
—Pero ¿qué más da? No será que no hemos estado en hoteles de dos estrellas, que daban pena, e incluso en hostales de mala muerte y todavía estamos vivos. Anda, no te preocupes. Seguro que solo se trata de que la habitación será más pequeña o sin vistas al mar, tal como pedimos. O, mira por dónde, quizá nos pasa como a Rosa y Antonio cuando fueron a París. ¿No te acuerdas? Sí hombre, sí, que también por culpa de un overbooking de esos los acabaron alojando en un hotel de más categoría por el mismo precio.
—Si fuera eso, ¿no crees que me lo habría dicho por teléfono?
Y así se acabó, una vez más, la discusión.

Al volver del viaje, me temía las típicas preguntas de los típicos curiosones: ¿Dónde habéis estado este año? ¿Cómo ha ido? ¿Qué tal el hotel? ¿Era bonito? ¿Estaba bien ubicado? ¿Y la habitación, qué tal? ¿Era amplia? Y el baño, ¿qué tal? ¿Había bufete libre? Y, así, una retahíla de preguntas que más bien parece que te estén sometiendo a un tercer grado. Pero nunca nos había incomodado tanto tener que contestarlas como en esta ocasión. Y lo hicimos con tantas evasivas que creo que todos sospecharon que algo extraño nos había ocurrido.
Pero ¿cómo podíamos decirles que este año nuestro capricho se fue al carajo y que tuvimos que pasar las vacaciones en un camping que hay junto al hotel? Cuando, al llegar, nos lo dijeron, torcimos el gesto, no nos entusiasmó la idea, pero acabamos aceptando. ¿Qué podíamos hacer? ¿Volver a casa en el último momento? Además, hay campings muy buenos, nos dijimos como consolación. Pero lo que no sabíamos, porque nadie nos había advertido, es que era un camping nudista.
En las dos semanas de estancia no salimos ni un solo día del minúsculo bungalow que nos ofrecieron en compensación. Ahora bien, todo sea dicho de paso, el agua estaba fresquísima y en la bañera se estaba de lujo. Ahora boca arriba, ahora boca abajo. Y el ventilador hacía aceptablemente las funciones de brisa marina. Julia se compró un montón de revistas del corazón que, no solo le servían para mantenerse al día del chismorreo social sino también de matamoscas. Yo, por toda distracción, mataba el tiempo con los juegos instalados en mi móvil o me asomaba por la ventana aprovechando la siesta de Julia. Las vistas no podían ser mejores. ¡Había cada una que quitaba el hipo!