viernes, 27 de marzo de 2015

Detrás de la puerta



La puerta crujió levemente. Absorto como estaba en la lectura del informe, Matías ni se inmutó. Si firmaba el documento que tenía en sus manos, dejarían en la calle a cientos de familias. No era la primera vez que se veía en esa tesitura. Había hecho mucho dinero con la especulación urbanística pero aquel proyecto era el mejor de su vida y no podía dejar escapar la oportunidad. Cuando estaba a punto de estampar su firma, volvió a oír el dichoso crujido. Por el sonido, parecía ser la puerta de la biblioteca. Había hecho engrasar los goznes de esa maldita puerta cientos de veces y, aun así, seguía crujiendo cada dos por tres. Estaba harto de esa vieja casona familiar que más bien parecía un castillo medieval. Algún día se mudaría a una casa moderna. Si no lo había hecho todavía no era por motivos sentimentales sino porque no hallaba a nadie dispuesto a pagar lo que pedía.

Matías dejó los papeles sobre la mesa y se dirigió hacia el que había sido el Sancta Sanctorum de su padre, esa biblioteca que contenía miles de volúmenes y millones de ácaros del polvo. La lluvia arreciaba por momentos. El viento soplaba con fuerza. Pero la puerta estaba cerrada. Qué raro. Juraría que el ruido procedía de allí. Cuando se disponía a abrirla, le sorprendió el ya habitual apagón de los días de tormenta, dejándolo sumido en la oscuridad más absoluta. Aun así, entró. No vio nada extraño, todo parecía en orden, aunque era difícil saberlo con certeza pues solo iluminaba aquel espacio el resplandor de los relámpagos. El viento, furioso, se colaba por los resquicios de los ventanales. Las ramas de los árboles del jardín, con su vaivén frenético, parecían haber enloquecido. Mientras observaba el exterior de aquella fortaleza, oyó otro crujido, esta vez a sus espaldas. Se dio la vuelta. Una oscura silueta le cerraba el paso. Intentó tumbar de un puñetazo al supuesto intruso pero antes de que pudiera levantar el brazo, un fuerte golpe en la frente le dejó sin sentido.

Cuando volvió en sí, se hallaba sentado en el viejo sillón orejero que tanto le gustaba a su difunto padre y, frente a él, una figura, a la que no lograba verle la cara, le observaba. Con un leve quejido, se incorporó para verla mejor. Lo que fuera que estaba parado a escasos metros de él, se acercó e inclinó su cuerpo hasta que sus caras estuvieron a la misma altura. Matías no podía creer lo que estaba viendo. La visión de aquel engendro le ponía los pelos de punta. Parecía un ser humano pero tenía, a la vez, el aspecto de una bestia. Tras unos instantes de vacilación, Matías se atrevió a preguntarle: ¿Quién eres y qué quieres de mí? A lo que aquella criatura, tras emitir una risita cavernosa, contestó: ¿No me reconoces? Y ante la cara de ignorancia de su interpelado, añadió: Mírame bien, Matías, porque yo soy tú o, mejor dicho, tu conciencia. Mira en lo que me has convertido.

Nadie en la Inmobiliaria se explicó aquel repentino cambio de opinión ante un proyecto de tal envergadura, pero siendo el socio mayoritario, no tuvieron más remedio que acatar su decisión. Matías alegó, sin más explicaciones, que aquel negocio no le inspiraba confianza y que, en lo sucesivo, dirigirían sus esfuerzos hacia asuntos menos turbios.

Matías duerme ahora más tranquilo, al igual que su conciencia, pero, por si acaso, mantiene cerrada, a cal y canto, la puerta de la biblioteca.
 
 

lunes, 23 de marzo de 2015

La calle



No conocía el oficio de su madre. No entendía el significado de “hacer la calle”. Pero de mayor quería ser como ella. ¡Era tan guapa! Y la quería mucho. No sabía quién era su padre, no se lo habían querido decir, pero le daba igual, con ella tenía más que suficiente. Todos los días, por la mañana, muy temprano, su madre entraba a verla, la arropaba y le daba un beso. Ya no volvía hasta el día siguiente a la misma hora. Y es que trabajaba mucho, pero los días que descansaba, la llevaba a sitios estupendos y le compraba muchas cosas. Sus abuelos, con los que pasaba la mayor parte del tiempo, cuando no estaba en la escuela, decían que con ese trabajo, acabaría mal. Su madre y sus abuelos casi no se hablaban, pues siempre acababan discutiendo por culpa de lo que ella “hacía”.

Tampoco entendía el significado de “chulo”, pero debía de ser alguien muy malo y peligroso, por lo que comentaban sus abuelos cuando creían que no les oía. Pero nadie podía hacerle daño a su madre porque era muy valiente.

Una mañana, su madre no entró a darle el beso de siempre ni a arroparla. No se encontraba bien, le dijeron luego sus abuelos. Pero ella insistió en verla y, en un descuido de aquéllos, entró en la habitación donde descansaba. Cuando, medio a oscuras, le vio la cara, se asustó mucho. Casi no la reconoció, de tan deformada como la tenía, llena de magulladuras, los labios hinchados y los ojos amoratados que apenas podía abrir. Al besarla en la frente, el único lugar aparentemente intacto, su madre emitió un débil gemido e intentó sonreír, sin éxito, a su pequeña, que la miraba con cara angustiada. La niña salió de la habitación muy asustada, con los ojos anegados en lágrimas y el corazón desgarrado de pena.
 
 
Pasados los años, convertida en una mujer más bella, si cabe, de lo que fue su madre, recuerda cuando aquélla salía, todas las noches, a trabajar, a ganarse la vida. Y recuerda, con una pena infinita, cómo aquella horrible enfermedad acabó con ella, la persona a la que más ha querido en esta vida. Acaba de cumplir los veinte y su madre, de seguir a su lado, tendría treinta y ocho. Sus abuelos se preocupan ahora por su nieta como lo hicieron con su malograda hija. Los ve muy de tarde en tarde. Está demasiado ocupada con este trabajo que la obliga a ir, constantemente, de un lugar a otro. Deben creer que ha seguido los pasos de su pobre madre. Por eso les dice que no tienen de qué preocuparse, que lo que ella hace es distinto.

Si su madre la viera, estaría orgullosa porque nunca le ocurrirá lo que a ella. Hoy en día se toman muchas precauciones y están sometidas a un estricto control médico, especialmente las que son como ella. Además, Paolo la cuida y la protege; incluso diría que está enamorado y nunca le pondría la mano encima.

Cuando ya no sea tan joven y bella, se retirará y, con todo el dinero ahorrado, que será mucho, podrá disfrutar de un retiro dorado. A fin y al cabo es una “acompañante” de lujo. Nunca quiso hacer la calle; eso es para otra clase de chicas y de clientes.


jueves, 19 de marzo de 2015

Luna llena



Juan pertenecía al selecto club de escritores noveles. Eran doce y se reunían, cada martes por la tarde, en el bar del Ateneo, para debatir sobre temas literarios y gustos y lecturas. Todos habían asistido a un taller avanzado de escritura creativa que se había impartido en aquel mismo Centro y se habían hecho amigos.

Un día, Pedro, e fundador del grupo y, todo hay que decirlo, el que más ínfulas de escritor tenía, retó a sus compañeros a un concurso de relatos cortos. Para salvaguardar la objetividad del veredicto, someterían sus escritos a la consideración de Dolores, su profesora de taller, a quien le pedirían, además, que sugiriera el tema a desarrollar.

Todos estuvieron de acuerdo, incluso Dolores quien vio con muy buenos ojos la iniciativa. La consigna elegida para el primer relato fue “Luna llena”. Tenía tan hasta el martes siguiente para prepararlo.

Dicho y hecho, el grupo de célebres escritores en potencia empezó, cada uno por su cuenta, a trabajar en un relato que fuera la envidia de los otros compañeros.

Al cabo de dos días, Pedro, el más inspirado e imaginativo de todos, tenía listo ya un relato del que se sentía muy orgulloso, mientras que los demás seguían trabajando en él sin descanso.

Juan, sin embargo, no hallaba ningún motivo de inspiración en la luna, por muy llena que fuera. Era domingo y todos los borradores habían ido a parar ala papelera. De pronto, recordó haber oído que el lunes por la noche habría luna llena. Eso podría ser un estímulo para la creatividad –pensó Juan. Tenía que aprovechar, pues, la ocasión. Quizá contemplando la brillante luz de aquel astro bajo el cielo estrellado, le llegaría la inspiración que necesitaba, como si él fuera el poeta y la luna su amada.

Así pues, al día siguiente, a medianoche, Juan subió a la azotea de su casa, donde, al abrigo de las luces de la calle y cómodamente instalado sobre una tumbona, se relajó mirando fijamente a la una, sin apenas parpadear, como si esperara recibir de ella un mensaje alentador.

Pasó el tiempo, quizá unos minutos, quizá unas horas, y Juan se sintió extrañamente atraído, casi hipnotizado, por aquella esfera tan blanca y perfecta que le dejó paralizado y que parecía hablarle. Oía unos susurros que penetraban hasta su cerebro. ¿Acaso se estaba volviendo loco? Lo único que le venía, una y otra vez, a la mente era la historia del hombre lobo. ¡Qué disparate! De repente, un escalofrío invadió todo su cuerpo y un mareo le dejó inconsciente.

Al día siguiente por la tarde, once miembros del club y Dolores, sentados en el bar del Ateneo, esperaban ansiosamente la llegada de Juan, pero éste no acudió a la cita, ni ese día ni ninguno más. Nadie supo dar cuenta de su paradero.

Entretanto, en un recóndito pueblecito del Pirineo, un joven pasa los días, solo y alejado del contacto humano, escribiendo compulsivamente. Dicen que, desde su llegada, todas las noches de luna llena, unos aterradores aullidos, como nunca antes se habían oído por aquellos contornos, ahuyentan, atemorizados, hasta a los lobos.
 
 

domingo, 15 de marzo de 2015

El avaro de Molière



Cuentan que en Molière, una pequeña población del Rosellón, vivía Jérôme Cabot, famoso por su avaricia. Ya de niño, contando solo con cinco años, el pequeño Jérôme, protagonizó su primer acto de usura al no querer devolver una caja de lápices de colores que un compañero le había dejado compartir en la clase de dibujo. Y no es que Jérôme hubiera olvidado sus lápices en casa, es que no quería gastarlos. ¿Para qué voy a gastar los míos si puedo usar los de las demás? –pensaba.

Aunque no pudieron demostrarlo, sospechaban que también era el responsable de las misteriosas desapariciones de material escolar: libros de ejercicios, libretas, tinteros, pinceles, cartulinas, gomas de borrar y así un sinfín de objetos. A medida que ese material menguaba en la escuela, aumentaba en la misma proporción en la buhardilla del rapaz. Su problema no era la cleptomanía, el robar por robar, sino el afán de tener de todo más que los demás y, peor aún, no compartirlo con nadie.

Cuando a los ocho o nueve años, el cura del pu
eblo, en una de las clases de catequesis, les habló de los siete pecados capitales y citó la avaricia como uno de ellos, Jérôme se sintió íntimamente aludido y miró a su alrededor por si sus compañeros le miraban con cara acusadora pero no fue así. Saberse a salvo le dio, pues, alas para seguir atesorando cualquier cosa que tuviera un cierto valor a ojos de sus congéneres.

La avaricia de Jérôme fue en aumento a medida que pasaron los años. Nunca tenía suficiente, siempre quería más. Sus novias no le duraron más que unas pocas semanas debido a su desmesurada tacañería. Obviamente, se quedó soltero.

Su avaricia le llevó al ostracismo y a la misantropía. No se relacionaba con nadie. Vivía de las rentas que le procuraban las tierras heredadas de sus difuntos padres y sus ahorros crecían a pasos agigantados. Su afán de acumular objetos valiosos le empujó a la ostentación. Si durante los últimos cincuenta años se había complacido y contentado con observar, en la clandestinidad de sus aposentos, lo que poseía tras muchos años de adquisiciones, ahora necesitaba exponerlo públicamente para satisfacer su ego.

De este modo, transformó los bajos de la casa familiar en una exposición de antigüedades y de objetos de todo tipo y valor que sabía serían motivo de envidia de conocidos y extraños. Pero, contrariamente a lo esperado, nadie en todo el pueblo se dignó a visitar aquella exhibición de pequeñas obras de arte. Al vicio de la avaricia se le añadió, entonces, el de la soberbia. Ni corto ni perezoso, aprovechando la feria anual de antigüedades, plantó en medio del recinto ferial su puesto para que los muchos visitantes foráneos pudieran deleitarse con la visión de aquellos preciados objetos. La diferencia con respecto a sus potenciales competidores era que su mercancía no estaba a la venda, por lo que todo aquél que se interesaba por algo de lo expuesto debía resignarse a irse con las manos vacías, dejando a Jérôme con una sonrisa de satisfacción avariciosa en los labios.

La feria duraba, como siempre, un fin de semana, por lo que la noche del sábado se cubrían los puestos para preservarlos de las inclemencias del tiempo, a la vez que entre todos los feriantes se contrataba a un par de vigilantes nocturnos para proteger sus pertenencias de los amantes de lo ajeno. Pero Jérôme no estaba dispuesto a pagar ni un franco para que unos desconocidos hicieran lo que él podía hacer mucho mejor.

Así pues, llegada la noche del sábado, se refugió bajo el gran toldo envolvente de su tenderete dispuesto a quedarse allí hasta que se volvieran a abrir los puestos al público.

Cuando Jérôme despertó, al alba, se quedó estupefacto al comprobar que, salvo el balancín de principios del siglo XIX que le había hecho las veces de cama, no quedaba objeto alguno bajo el toldo, ni siquiera la mesa que había servido de expositor.

Nadie supo dar cuenta de lo ocurrido. Los vigilantes aseguraron no haber visto ni oído nada extraño ni a nadie merodeando por el lugar.

Avisados los aguaciles, éstos resultaron ser unos inútiles a la hora de buscar y encontrar a los ladrones. Jérôme tuvo que resignarse a perder todo lo que había acumulado durante tantos años. Ya era demasiado viejo para empezar de nuevo. Solo e ignorado, se refugió de nuevo en aquella casa inhóspita que era lo más parecido a un hogar y ya no le vieron aparecer más.

Entretanto, lejos de allí, en Perpignan, un nuevo museo abría las puertas al público, un museo que exponía objetos de gran valor hallados en excavaciones, adquiridos a sus antiguos propietarios o donados por éstos para satisfacción de los amantes del arte autóctono antiguo, moderno y contemporáneo. En las vitrinas de una de las salas más visitadas lucía un cartelito que rezaba: cedido al museo por gentileza de Jérôme Cabot.

Cuentan que Jérôme, el avaro de Molière, nunca llegó a saber de su existencia.


miércoles, 11 de marzo de 2015

Instinto básico


Oswaldo se jactaba de poseer un instinto de viejo sabueso. No se le escapaba ni el más mínimo detalle. Había estudiado psicología, criminología y, tras pasar por la Academia de Policía Nacional, se había convertido en un destacado miembro de la brigada de homicidios.

Muchos eran los elogios recibidos por su sagacidad en la resolución de casos muy complejos y de gran relevancia.

Tras más de veinte años en el Cuerpo, ostentaba el cargo de inspector jefe y le acaban de comunicar que tenía muchas papeletas para ocupar el de Comisario, que en breve quedaría vacante.

Oswaldo se sentía feliz, ignorante de que su esposa mantenía, desde hacía años, un idilio con uno de sus compañeros de la brigada.


sábado, 7 de marzo de 2015

Así es la vida


Carlos tenía por delante todo un fin de semana para desconectar del trabajo sin interrupciones ni urgencias de ningún tipo Desaparecería de la oficina el viernes por la tarde y no le volverían a ver el pelo hasta el lunes por la mañana. No llevaría con él el portátil ni el móvil de la empresa, como solía hacer. Así no le molestarían. Tenía planes y qué planes. Por fin Ingrid, superadas sus reticencias y prejuicios iniciales, había aceptado pasar los próximos dos días en un hotelito en la montaña. El entorno no podía ser más bucólico y romántico. Por lo tanto, no podía desperdiciar la ocasión. Sospechaba que ella le correspondía y ese encuentro amoroso debía servir para que afloraran sus sentimientos y decidiera convertirse en su pareja. Ese fin de semana prometía ser de lo más fructífero.

Una vez en el hotel, todo parecía salir a pedir de boca. La cena romántica que habían compartido, como preludio a lo que estaba por venir, no podía haber ido mejor. Sus miradas cómplices lo decían todo. Sus manos unidas sobre el mantel y esas sonrisas bobaliconas, con un bolero como fondo musical, eran el presagio de una historia de amor como las de antes.

Desde que se habían sentado a la mesa, Carlos e Ingrid, nerviosos como adolescentes, iban contando los minutos que faltaban para el momento crucial, ese que marcaría un antes y un después en sus vidas.

De camino a la habitación, se sentían tan nerviosos como si fueran unos adolescentes en su primera cita. Él había bebido algo más de la cuenta pero esperaba estar a la altura. Ganas no le faltaban. Ella, también un poco achispada, pensaba en que le esperaba una noche maravillosa que siempre recordaría. Ahora que él, por fin, se había decidido, tenía puestas muchas esperanzas en esta relación que acababan de iniciar. El sexo no lo es todo –pensaba- pero sí algo muy importante para comprobar su afinidad y complicidad como pareja. En ambos, a su manera y con sus propias fantasías, se iba inflamando el deseo hasta cotas tan elevadas que el trayecto desde el comedor hasta su nido de amor se les hizo interminable.

Cuando, ya en intimidad de la habitación y con la euforia propia del primer encuentro sexual, retozaban como posesos, la joven empezó a emitir unos gemidos que fueron aumentando de intensidad y frecuencia. Carlos, en la certeza de que ello era resultado de su destreza amatoria, aumentó la cadencia de sus embestidas hasta que un grito desgarrador salió de la boca de su pareja.

Carlos, asustado, se separó de un salto como si creyera que Ingrid estaba poseída. La joven empezó a retorcerse. Ésta, fuera de sí y creyéndole a él culpable del terrible dolor que sentía en sus entrañas, le propinó tal puñetazo en todo el tabique nasal que lo estampó de espaldas contra la moqueta.

Ahora eran dos los que proferían gritos y gemidos lastimeros. Carlos, de rodillas, intentaba en vano contener la sangre que manaba abundantemente de sus fosas nasales. Ingrid, por su parte, daba tumbos por la habitación profiriendo insultos contra quien, hasta hacía bien poco, había sido su amado amante. Hasta que, cegada por el dolor, dio un desafortunado traspié, que la proyectó contra la cristalera que daba a la terraza, la cual atravesó limpiamente, quedando en ella tendida cuan larga era.

Al cabo de una media hora, dos ambulancias se llevaban a sendos accidentados al hospital más próximo.

El lunes por la mañana, Carlos aparecía por la oficina luciendo una vistosa escayola nasal mientras Ingrid permanecía en el hospital, convaleciente de una apendicectomía y con una doble fractura de tibia y peroné.

A la pregunta de sus compañeros masculinos sobre cómo le había ido ese encuentro amoroso, Carlos les contestó, con voz nasal: “de puta madre, si hubierais visto cómo gemía y gritaba”. Y a la siguiente pregunta sobre cómo se había roto la nariz, respondió: “qué queréis que os diga, tíos, pues una mala caída de la cama”.

Lo que no entendieron sus colegas fue la explicación que les dio para no volver a verla. “Así es la vida”, fue todo lo que supo decirles.
 
 

 

lunes, 2 de marzo de 2015

Vivan las normas


Siempre me han gustado las normas y he vivido ceñido a ellas. Mi padre, cuyo lema era “sin normas, la vida sería un caos”, me las inculcó. En casa las teníamos para todo. Siempre sabíamos lo que teníamos que hacer en cada momento. Gracias a ello, he sido una persona cumplidora y respetuosa y nunca he tenido problemas con los demás. Siempre me he sabido comportar, incluso en las situaciones más embarazosas. Hasta hoy. Es la primera vez en mi vida que no sé qué hacer. Debería gritar pero siempre lo he considerado una conducta inapropiada, fuera de las normas sociales. Tendré, pues, que esperar a que alguien necesite ir al baño para que sepan que me he quedado encerrado.
 
 
Medalla de plata en el concurso Gigantes de Liliput. Netwriters, Semana V, 26/02/2015.