viernes, 13 de abril de 2018

El visitador médico (y II)




Al terminar de leer aquella carta, levanté la vista y me encontré con la mirada de angustia de la viuda de su autor y no pude más que sentir una terrible aflicción y vergüenza. Aquella mujer parecía esperar una explicación que no supe darle. Estaba tan aturdido que no sabía qué hacer ni qué decir. Todo me parecía tan irreal…

Al levantarme, las piernas apenas me sostenían. Le tendí, con manos temblorosas, las hojas de papel. Sentía como si me quemaran.

─Quédeselas. Usted sabrá mejor que yo qué hacer con ellas. Esto tendría que hacerse público.

Balbuceé algo que incluso a mí me resultó ininteligible y me marché sin despedirme. La cabeza me daba vueltas. Por fin entendía lo que Emilio quiso decirme con aquellas enigmáticas palabras la última vez que nos vimos.



El nuevo medicamento se había aprobado gracias a un soborno que el laboratorio había llevado a cabo. Altos responsables del Ministerio de Sanidad se habían embolsado una cuantiosa cantidad de dinero a cambio de agilizar los trámites para el lanzamiento del medicamento y asegurar su financiación pública. El doctor Millán, jefe de Oncología, y el director médico del hospital, estaban al tanto y habían accedido a promocionar el producto mediante su uso en su hospital, a sabiendas de que ello produciría un efecto dominó en otros Centros Hospitalarios del país. Emilio desconocía la cuantía del soborno, pero debía de haber sido millonario.

Mi ex jefe no especificaba cómo descubrió la trama, pero, tan pronto como lo hizo, se negó a colaborar. El mensaje estuvo bien claro desde un principio: o se introducía ese fármaco en aquel hospital de referencia en oncología o muchos serían los empleados que quedarían en la calle, empezando por la red de ventas, que se vería mermada drásticamente. Además, no podíamos ser menos que las filiales del laboratorio en otros países, donde el producto ya se utilizaba con éxito en la gran mayoría de hospitales, con pingües beneficios para la Central. Así pues, una vez conseguida la autorización para comercializar el medicamento, alguien debía dar el siguiente paso: dar un toque a uno de los oncólogos más prestigiosos del país y a su jefe, el director médico, para que, a cambio de una más que generosa recompensa, actuaran como cabeza de puente en la expansión comercial del producto en todo el país. No fue necesario presionarles más de lo que el dinero fue capaz de hacer, al saberse respaldados por unas autoridades sanitarias corruptas.

Emilio no quiso colaborar en aquella pantomima y, por lo tanto, se negó a ser el portador del cheque millonario, incluso se opuso a que alguno de sus colaboradores interviniera en aquel turbio asunto. Quién finalmente lo hizo era un misterio, pero alguien tenía que hacer la presentación formal del fármaco a quien luego lo prescribiría. Y ese fui yo. Me seleccionaron por mi audacia, me dijeron, que no fue tal. Todo estaba amañado cuando fui a visitar por segunda vez al prestigioso oncólogo. Así que todas mis dotes de persuasión no fueron reales, ya que estuvieron precedidas de un empujoncito económico. Ahora entendía el cambio radical de actitud del doctor Millán, que pasó de la mayor frialdad y escepticismo ante las maravillas que le contaba sobre el fármaco la primera vez que le visité al entusiasmo por utilizarlo en sus pacientes aquejados de cáncer de próstata, en mi segunda intentona, tan solo una semana después. Yo no hice nada más que interpretar un papel de reparto, con las cuatro líneas aprendidas de memoria y sin mérito alguno en la consecución de ese éxito teatral tan formidable.

Emilio pasó, por lo tanto, a ser un elemento indeseable y peligroso. Sabía demasiado. De ahí que lo apartaran de su empleo y de la Empresa, de la que percibió una generosa indemnización. A ojos de los demás, se le había rescindido el contrato por su falta de compromiso y entusiasmo en la consecución de los objetivos de la Compañía.

Todo fue sobre ruedas, según lo esperado, hasta que apareció un efecto secundario grave en algunos pacientes que estaban siendo tratados con el medicamento innovador. Las alarmas se dispararon dentro y fuera del hospital. A pesar de los esfuerzos del doctor Millán para tranquilizar a los pacientes y acallar al personal sanitario implicado ─médicos adjuntos y enfermeras─, los rumores acabaron extendiéndose hasta convertirse en noticia pública. Si se relacionaba ese hallazgo inesperado con el medicamento, la empresa se vería abocada a un nuevo descalabro económico, pero este de consecuencias imprevisibles. Había que evitarlo a toda costa.

Alertadas las autoridades sanitarias de la sospecha más que razonable de la relación existente entre el fármaco y el efecto secundario, algo que debería haberse evidenciado en los estudios clínicos previos a su autorización, temieron verse involucradas en el escándalo, que por algún extraño vericueto saliera a la luz su delito de cohecho, y exigieron al laboratorio que tomara las medidas oportunas para que nadie de los que tuvieran conocimiento de su mediación se fuera de la lengua. Para ellos, el laboratorio podía irse al garete, pero el asunto no podía salpicarles. Incluso podía ser que el propio Ministro de Sanidad estuviera en el ajo. No quedaba, pues, otra salida que eliminar todo rastro que les inculpara.



Me fui a casa mucho más preocupado de lo que estaba cuando salí. Entonces lo vi claro. El laboratorio debía sospechar que yo también estaba al corriente de todo. Posiblemente alguien nos había visto charlando en aquel bar y dedujo que Emilio me lo había contado. Pero de momento solo se habían deshecho de él, el testigo principal. Pensé que quizá no debían estar seguros de mi “inocencia” y me estaban poniendo a prueba. Si no sabía nada, creería que esos anónimos eran obra de un lunático y, a lo sumo, iría a la policía. Y sin pruebas de la autoría, el caso quedaría archivado y me dejarían en paz. Pero si estaba al corriente, me acojonaría y mantendría la boca cerrada. Y ahí terminaría todo. Con un muerto era suficiente.

¿Qué podía hacer yo con la carta que me había entregado la viuda de Emilio? Me dijo que hiciera con ella lo que creyera más conveniente para destapar la trama y el asesinato de su marido, que ella no se atrevía a hacerlo por temor a que también la asesinaran, pues estaba segura de que la espiaban. ¿Y por qué yo había de hacerlo? Si la tenían bajo vigilancia, también me tendrían vigilado a mí. Y si me habían sorprendido hablando con Emilio semanas atrás y ahora me habían visto salir de la casa de su viuda, atarían cabos y vendrían a por mí. Ya no valdrían los anónimos, ahora pasarían a la acción. De esto estaba seguro.

La prueba de ello solo tardó en hacerse visible el tiempo que tardé en llegar a casa. El nuevo anónimo que me encontré no dejaba lugar a dudas: “Si te vas de la lengua, eres hombre muerto”.

Comprendí que tenía los días contados. Tanto si iba a la policía como si no, tenía un pie en la tumba. Podía ir a hablar con el director general de la Empresa ─quien sin duda era el artífice de toda esa locura─ y jurarle que mantendría silencio. Pero ¿me creería? Además, si es que todavía no lo sabía, querría saber quién me había informado y la pobre viuda sería la próxima en desaparecer. No sabía qué hacer. Desaparecer sería lo más prudente. Nadie me echaría en falta, solo los compañeros de trabajo.

Hice el equipaje como siempre se ha visto en el cine de acción, embutiendo lo indispensable en una bolsa, para pasar más inadvertida mi fuga. Debía huir antes de que vinieran a por mí. El plan consistía en esconderme donde no pudieran encontrarme y, desde mi refugio, contarlo todo a la policía.

Tras dar mil vueltas por la ciudad para asegurarme de que nadie me seguía, acabé en ese hotel de mala muerte donde pensaba pasarme el tiempo que fuera necesario hasta que todo hubiera saltado por los aires y me sintiera seguro y protegido. A la mañana siguiente llamaría a mi secretaria diciéndole que faltaría al trabajo algunos días para atender un asunto personal urgente. Aquella noche casi no pegué ojo. En los escasos momentos de sueño, dormí sobresaltado. Me asaltaban todo tipo de pesadillas. En una de ellas, unos individuos me perseguían y mi cuerpo acababa sepultado bajo los escombros de un vertedero.

Por la mañana llamé, como tenía previsto, a mi secretaria y le dije que no contaran conmigo durante unos días. Se extrañó, pero no puso ningún tipo de objeción ni preguntó acerca de ese tema tan urgente que debía resolver. Siempre había sido una secretaria eficiente y discreta. Al despedirnos, antes de colgar, me dijo algo que me dejó helado.

─Por cierto, ¿se ha enterado de lo de Engracia?
─¿Engracia? ¿Qué Engracia? ─pregunté, sospechando que nada bueno se escondía detrás de ese nombre.
─Pues Engracia, la mujer…, bueno, la viuda de Emilio Fuentes.
─¿Qué le ha ocurrido? ─volví a preguntar, temiéndome lo peor.
─Pues que la han encontrado muerta en su domicilio. Según hemos sabido, alguien entró ayer por la tarde en su casa con la intención de robar y, al descubrirlo, la mató. ¡Pobre mujer! Primero el marido se suicida y ahora esto ─y tras un profundo suspiro, colgó.

Pobre mujer y pobre de mí, pensé, tras colgar el auricular del teléfono de la mesilla de noche.

Pasé todo el día en la cama, recapacitando. Rechacé el servicio de habitaciones, no fuera a colarse un asesino a sueldo vestido de personal de la limpieza. Todo lo que comí fueron unos sandwiches que adquirí de la máquina expendedora que había en el pasillo de mi planta, frente al ascensor. Ir de mi habitación hasta la máquina y volver resultó toda una proeza. Esos veinte metros escasos se me hicieron eternos y peligrosos. En cualquier momento podía hacer su aparición un matón y pillarme desprevenido. Parecía más un ladrón que un huésped.

Cuando por fin me sentí con fuerzas suficientes, llamé a la policía. Me pasaron, tal como solicité, con el investigador encargado del caso de la muerte de Engracia Romero, viuda de Emilio Fuentes. Le conté todo lo que sabía. Le aturrullé de tal modo que tuvo que interrumpirme en varias ocasiones para que me tranquilizara y se lo contara todo más despacio. Me dio la sensación de que me creía. Por lo menos no me tomó por un chiflado. Me pidió que acudiera a la comisaria para poner una denuncia. Ante mi renuencia a salir del hotel, temiendo ser abordado por un sicario, se ofreció a venir a buscarme.

Al cabo de dos horas, cuando ya anochecía, recibí una llamada desde recepción anunciándome que un caballero, que decía ser policía, había preguntado por mí y que subía hacia mi habitación.

─¿Está usted seguro de que es policía? ─inquirí al recepcionista.
─Sí señor. Me ha mostrado su placa. Inspector… no-sé-qué.

Justo al colgar el aparato, llamaron a la puerta con los nudillos. Era una llamada impaciente. Me acerqué a la puerta y pregunté, por precaución, quién era.

─Abra. Policía.

Por un momento dudé de su veracidad. Solo habían transcurrido unos pocos segundos cuando el individuo añadió:

─¿Es usted Ramiro Beneitez? ─preguntó con un tono imperativo.
─Sí, soy yo ─acerté a decir con un hilo de voz, como si no quisiera que nadie más se enterara.
─Pues haga el favor de abrir. Hace apenas dos horas que hablamos por teléfono. Usted nos llamó y, por lo que me dijo, tiene información muy… delicada que quiere compartir con nosotros. Como le dije, tiene que acompañarme a comisaría para hacer una declaración en toda regla.

Esto último lo oí cuando ya había entreabierto la puerta dejando la cadena puesta. Lo primero que vi ante mis ojos fue un documento de identificación policial, tras el cual una cara de pocos amigos me insinuaba que le dejara pasar o que saliera de una vez.

¿Por qué los policías infunden siempre temor o desconfianza? Parecen gente amargada. ¿Será por el sueldo que perciben o por el trabajo que se ven obligados a hacer? El caso es que le seguí hasta el ascensor y bajamos a recepción. En el corto trayecto ─solo eran tres pisos─ ninguno de los dos dijo esta boca es mía. El tipo olía a tabaco y a alcohol. Esto último me desconcertó. ¿Acaso no tienen prohibido beber mientras están de servicio? De pronto me asaltaron las dudas. ¿Y si no era policía sino un matón y el documento que me había mostrado era falso? Las piernas me temblaban solo al pensar que había podido caer en una trampa. Pero al salir a la calle me tranquilicé al observar que un coche patrulla nos estaba esperando.

El policía me invitó a subir con él en la parte de atrás. Una vez en el interior del vehículo, vi que además del conductor había otro individuo en el asiento del copiloto. ¿Tres policías para llevarme hasta la comisaría?

El tipo debió notar mi nerviosismo.

─Tranquilo ─me dijo dándome unas palmaditas en la rodilla─. Es por su seguridad. Si lo que me ha contado por teléfono es cierto, corre usted un serio peligro.

Respiré hondo e intenté relajarme durante el camino hacia nuestro destino. Pero este se hacía esperar más de lo debido. ¿Dónde está esa maldita comisaría?, me pregunté. Al poco comprendí que no era la comisaría adonde nos dirigíamos.


El seguro de la puerta estaba puesto y no he podido liberarlo. He intentado forzarla inútilmente. Mi acompañante me ha sujetado por el brazo. “Tranquilo”, me ha repetido.

Ya en las afueras de la ciudad y en plena noche, las dudas se han disipado al instante.

Hasta aquí hemos llegado, donde nadie me encontrará, en un vertedero municipal. Y el tipo que dijo ser, o que es, policía ─esto nunca lo sabré─, me está apuntando con un arma. Alguien ha accionado la apertura automática de la puerta.

─Sal del coche. Andando. Y no intentes escapar. Será inútil.

Y pensar que todo empezó con un simple y amistoso apretón de manos.


FIN



martes, 10 de abril de 2018

El visitador médico (I)




Nunca hubiera imaginado que, tras más de veinte años de fiel dedicación a la empresa, acabara de este modo, refugiado primero en un hotelucho de mala muerte, temiendo la aparición de un sicario, y luego sentado en la parte trasera de un coche policial, escoltado por tres agentes hacia un destino incierto.

Yo, que llegué a ser un empleado ejemplar de una de las más prestigiosas multinacionales farmacéuticas, me convertí, de la noche a la mañana, en una rata asustada buscando refugio donde no lo había. No podía recurrir a nadie. Todos me habrían dado la espalda. Las únicas personas que podían echarme un cable estaban muertas.

Quién me hubiera dicho que todo empezaría tras un simple y amistoso apretón de manos.

La empresa acababa de introducir un novedoso y eficaz medicamento contra el cáncer de próstata en uno de los más importantes hospitales del país y centro de referencia en oncología. No fue tarea fácil, habida cuenta del elevado precio del preparado y las restricciones en el gasto farmacéutico dentro del Sistema Nacional de Salud. Pero mi poder de persuasión, junto con la comprobada eficacia del producto, hizo posible obtener la opinión favorable del director del departamento de oncología del hospital, el doctor Millán De La Fuente, líder de opinión en este campo. Teníamos a nuestro favor el respaldo de las autoridades sanitarias del país, que no habían dudado en agilizar al máximo el proceso de autorización de comercialización del fármaco y que aceptaron considerarlo el tratamiento de elección para esa patología. Era de esperar que su introducción en dicho hospital produciría un efecto dominó y que la gran mayoría de centros hospitalarios nacionales seguirían el ejemplo del eminente oncólogo. Todo eso fue lo que creí entonces. Ahora sé que todo estaba amañado y que yo solo fui un peón en la tabla de ajedrez.

Como consecuencia de ese logro, las ventas se dispararían de tal modo que volveríamos a figurar entre los tres primeros puestos en el ranking de laboratorios farmacéuticos del mundo, una posición que habíamos perdido desde que, cinco años atrás, el Ministerio de Sanidad retirara del mercado un producto antigripal de la Compañía que, no solo no había demostrado una suficiente efectividad, sino que provocó la muerte de varios consumidores. El hecho demostrado de que los fallecimientos se debieron a una interacción inesperada entre el nuevo preparado y uno de los medicamentos más utilizados para el control de la hipertensión ─interacción que, a modo de advertencia, podría haberse incluido en el prospecto─, no fue óbice para que las autoridades sanitarias decretaran su retirada inmediata. Ello causó un descalabro en la economía empresarial, tras invertir en ese producto mil millones de dólares y más de diez años de investigación y desarrollo. Pero con el nuevo lanzamiento para el cáncer de próstata, una patología con una incidencia mundial superior al diez por ciento en los varones mayores de sesenta y cinco años, la Empresa saldría de ese bache y volvería a un porcentaje de crecimiento anual de dos dígitos. Los accionistas estarían más que satisfechos, al igual que los directivos, que verían, de paso, acrecentar su paga de beneficios a final de año. Para el resto del personal supondría una seguridad en sus puestos de trabajo y un aumento salarial por encima de lo fijado por el convenio del sector.

En mi caso, ese logro me supuso una promoción y un bonus por objetivos muy sustancioso. Me nombraron Director Nacional de Ventas y, de pronto, tuve bajo mi mando a más de doscientos delegados de visita médica. Pero no todo el mundo salió ganando con este éxito. Sin quererlo, me gané la enemistad de Emilio Fuentes, mi predecesor en el cargo, que perdió su puesto de trabajo al ser despedido por “falta de compromiso”.

Aun lamentando ese incidente ─pues, aunque Emilio nunca fue una persona de mi agrado, me pareció que el motivo esgrimido para su despido no se correspondía con su forma de ser─, me alegré por la confianza depositada en mí por la Empresa. Desde entonces trabajé más duro si cabe, para demostrar que era merecedor de mi nuevo cargo, sin sospechar que en menos de medio año estaría temiendo por mi vida. Nunca hubiera imaginado que aquel éxito, sellado con un apretón de manos con el doctor Millán, supondría una pesadilla como la que he vivido estas últimas semanas.

Solo tuvieron que pasar unos dos meses desde mi ascenso para que recibiera el primer toque de atención. Fue un viernes por la tarde, al volver a casa después de una reunión de trabajo con mi equipo. Al entrar en mi apartamento descubrí una hoja de papel en el suelo, que alguien debió de haber pasado por debajo de la puerta. La nota, compuesta por letras recortadas de algún periódico o revista era muy escueta: “Ándate con cuidado”. Eso fue más que suficiente para alarmarme. ¿Sería un error, la obra de un lunático o realmente alguien me quería mal? Pero ¿quién podía tener algo contra mí? Si tenía que sospechar de alguien, solo me vino a la mente Emilio, mi ex jefe, que, indignado por lo que él debía considerar una injusticia, quería hacerme pagar su infortunio. No sabía hasta qué punto debía tomármelo en serio. Quizá solo era un arrebato de ira y quería hacérmelo pagar amedrentándome. A sus más de cincuenta años, no le sería nada fácil hallar un nuevo trabajo. Justo era, pues, que estuviera indignado. Pero yo no tenía culpa alguna de su destitución y mucho menos de que hubiera ido al paro. Pero conocía su carácter iracundo, de modo que cualquier cosa se podía esperar de aquel individuo. Esperé en vano a que la situación se tranquilizara y que todo volviera a la normalidad, pero las notas se sucedían, semana tras semana, y siempre con el mismo tipo de amenazas.

Tras recibir los primeros anónimos, y antes de acudir a la policía, instalé una pequeña cámara de vigilancia en el rellano de mi vivienda para probar su autoría ante las autoridades, pero la imagen que aquella me ofreció no aclaraba la identidad de quien me amenazaba. No sé si se percató de la vigilancia, pero el individuo iba perfectamente pertrechado para no dejar a la vista nada que le delatara. Abrigo, bufanda y sombrero ocultaban perfectamente su rostro, y su corpulencia no era determinante para afirmar que se trataba de mi sospechoso. Como resultaba difícil atraparlo in fraganti, pues actuaba cuando yo estaba trabajando, decidí ir a su encuentro, plantarle cara, que supiera que estaba al corriente de su fechoría y que, si no cesaba con su acoso y amenazas, le denunciaría. Le haría creer que la cámara le había delatado, que aumentando la imagen había podido ver claramente esa verruga tan desagradable que tenía junto al ojo derecho.

Me abrió la puerta su esposa. Pregunté por su marido, a la vez que miraba por encima de su hombro por si este aparecía. Por toda respuesta, un rictus de dolor y una mirada de desconcierto acudieron a su cara.

─¿Quién pregunta por él? ─quiso saber.

Y tras presentarme, no sin cierta aprensión, por si también guardaba algún recelo contra mí, simplemente dijo con un deje de amargura:

─¿Acaso no se ha enterado? Mi marido lleva dos semanas muerto.
─¿Cómo? ¿Muerto? ─acerté a decir sin acabar de creérmelo.
─Si, muerto, ha oído bien. La policía dijo que se suicidó, pero estoy convencida de que no fue así, ni tan solo creo que se tratara de un accidente. Alguien le empujó a la vía del metro.

De pronto recordé la última vez que le vi y lo enigmático que estuvo. Fue en el bar en el que solíamos reunirnos algunos miembros del equipo, cuando era un simple “vendedor”, como él nos llamaba. Fue un encuentro casual. Recuerdo que estaba muy desmejorado y un poco bebido.

─¿Cómo te va, Ramiro? ─me preguntó con una sonrisita que no supe interpretar.
─Pues muy bien, ya sabes, trabajando duro. Oye, siento que acabaras en el paro. Todavía no entiendo lo que sucedió ─fue todo lo que se me ocurrió decirle.
─Ya, ya, claro. Así que te parece ético todo ese asunto, ¿no? ─ahora la pregunta ya no iba acompañada de sonrisa alguna. Parecía una acusación velada.
─¿Ético el qué? ¿A qué te refieres? Yo hice lo que tenía que hacer. ¿Desde cuándo convencer al doctor Millán para que utilizara nuestro fármaco es algo ilegal o inmoral? ¿Acaso no es lo que siempre hacemos? Es nuestro trabajo, para eso nos pagan, ¿A qué viene esto?
─¿Lo dices en serio? ¿De verdad piensas que solo fue eso? Todavía no sé cómo pudiste aceptar el cargo y lo que ello implicaba.
─No te entiendo. ¿De qué me estás hablando?
─¿Sabes qué? ─me dijo, alzando la voz estropajosa─ Que te den. Ya te estallará todo en las narices y entonces me reiré, por imbécil, por cabrón, o por las dos cosas a la vez.
─Pero ¿de qué va todo esto? ¿Qué mosca te ha picado? ─ahora fui yo quien alzó la voz.

Lo último que recuerdo de él es su mirada, primero odiosa y luego, en cuestión de segundos, compasiva, y su salida del bar a trompicones. Si se hubiera sincerado conmigo, ahora quizá no me encontraría en esta situación.

La voz de aquella mujer, plantada en el quicio de la puerta, me devolvió a la realidad.

─¿Quiere pasar?
─Si no es molestia ─pensé que hacerle un momento de compañía no nos vendría mal a ninguno de los dos. Le hablaría de lo buen jefe que fue ─una buena ocasión para las mentiras piadosas─ y quizá ella me contaría la verdad de su despido, que propició, en cierto modo, mi ascenso.

La mujer llevaba, al parecer, mucho tiempo deseando desahogarse y decidió desvelarme la verdad, la que ella misma había ignorado hasta encontrar la carta que su difunto marido había dejado escrita, seguramente sospechando que irían a por él.

Me hizo pasar a un saloncito en el que las fotografías de familia eran el común denominador, mirara donde mirase. En un marco de plata, una fotografía de su boda, con un Emilio Fuentes muy joven y sonriente, junto a su flamante novia que parecía estar en la gloria. Visto en esa foto, ya un tanto desvaída, parecía un hombre distinto al que conocí, sin ningún rastro de la amargura que siempre parecía acompañarle. Tiempos felices, sin duda, pensé. Fotos que pretendían inmortalizar viajes y celebraciones, el nacimiento, el bautizo y la primera comunión de sus dos hijos, fotos de juventud y de madurez, de cuando todo iba bien y no tenían nada que temer. Recorrí la vista por todo el espacio, deteniéndome en cada una de ellas. Yo no tenía hijos, ni mujer, ni siquiera hermanos, y mis padres habían fallecido años atrás. A ese hombre le llorarían su esposa, hijos y, probablemente, nietos. A mí, en caso de ocurrirme algo, nadie me echaría en falta.

En eso andaba cavilando cuando la viuda de Emilio apareció con un sobre en las manos.

─Mejor que lo lea usted. Yo hay cosas que no acabo de entender. Lo único que queda claro es que a mi marido se lo sacaron de en medio porque no quiso colaborar en algo muy feo y que, de haberlo denunciado, habrían metido a más de uno en la cárcel. Eso es lo que viene a decir esta carta escrita de su puño y letra.

Era una carta muy prolija. En cuatro folios escritos, con letra menuda y apretada, por ambas caras, Emilio explicaba de forma pormenorizada lo que antecedió a su despido y a mi ascenso. A medida que avanzaba en la lectura de aquella confesión, se me secaba cada vez más la boca. El vaso de agua que su mujer me había ofrecido no servía para aliviar la sed y el sofoco que aquella información me provocaba.


CONTINUARÁ...