lunes, 21 de diciembre de 2020

Norwegian Wood

 



En su encierro voluntario, Alberto apenas veía la luz del sol. Su madre y abnegada cuidadora, siempre tan atenta a sus necesidades, le animaba a salir a dar un paseo para que, por lo menos, cambiara de ambiente y se distrajera un poco. No era bueno un enclaustramiento tan prolongado, ni para su cuerpo ni para su alma. Pero él todavía no se sentía preparado. Se pasaba horas y horas tumbado en la cama, con la única compañía de sus libros y sus pensamientos. Ni siquiera la música, su, hasta hacía poco, amiga inseparable, lograba sacarlo de ese estado melancólico al borde de la depresión.

Julia, una viuda todavía joven, se había convertido en la protectora y guardiana de ese hijo único que estaba pasando por un trance muy difícil y peligroso, pero del que confiaba saliera tarde o temprano. Si ella, enfermera de profesión y madre por vocación, tomaba las riendas de la vida de ese adolescente, con una larga vida de felicidad y proyectos por delante, y lograba que se dejara cuidar y aconsejar, habría valido la pena tanto sacrificio.

El joven, por su parte, hastiado de la insoportable sobreprotección a la que, desde muy niño, le tenía sometido su progenitora y que tras el accidente se había intensificado, desplegó una rebeldía como nunca antes había mostrado.

Así las cosas, no resulta difícil de imaginar el aislamiento y el blindaje tras el que Alberto se había parapetado.

Últimamente, a la lectura Alberto le había sumado alguna que otra aplicación informática para evitar que su cerebro estallara. Los juegos virtuales siempre le habían gustado. ¡Cuántas horas había dedicado a los juegos de guerra, encerrado en su habitación, hasta que su madre le llamaba insistentemente para cenar! Pero ahora se trataba de otro tipo de diversión, más tranquila, menos violenta y más saludable para la mente: mirar y remirar los álbumes de fotos en las que almacenada multitud de recuerdos de cuando era un chico feliz. Ahora, todos sus planes de futuro se habían esfumado. Todo aquello por lo que había suspirado se había desvanecido como la escarcha ante el calor del sol. Sus amigos se habían alejado de él. ¿O había sido él quien los había abandonado? Qué lejos quedaban los momentos de camaradería y las aventuras amorosas del instituto. Solo habían pasado dos años y parecía que hacía una eternidad. Solo recibió visitas de sus amigos durante los primeros meses. Luego debieron cansarse de su mal talante e insociabilidad.

A simple vista, podía parecer que se había resignado a su nuevo estado. Pero la rutina llevaba tiempo minando, cada vez más, su maltrecha entereza. Y los lentos avances médicos no auguraban que pudiera abandonar su situación actual y volver a una aceptable normalidad a medio-largo plazo. Era desesperante verse convertido en un muñeco de trapo de cintura para abajo.

Un día, por fin, accedió a sentarse frente a la ventana de su habitación que daba al patio de vecinos. «Por lo menos toma un poco el sol, que andas muy bajo de vitamina D», le había insistido su madre. Era un día luminoso y el calor del sol era realmente reconfortante.

Hay que reconocer que Julia tenía una entereza inusual. Si a la indomable tozudez de su hijo, le añadimos su propio estado de salud, que, a sus cincuenta años, no era precisamente muy boyante, habría sido comprensible que se hubiera batido en retirada y dejar a Alberto en paz. Todo lo contrario. Parecía como si ambas cosas le dieran más fuerzas, la convirtieran en una madre coraje. Pero ese coraje no estaba dando sus frutos. A ella le habría gustado que su hijo por lo menos le agradeciera sus esfuerzos y su abnegación, y que la desgracia les hubiera unido más que nunca. ¿Acaso no dicen que las contrariedades unen a quienes las padecen?, se decía.

Julia siempre consideró que aquel amor incondicional hacia su hijo era algo natural en una madre, pero en su caso también era el resultado de los acontecimientos que habían rodeado su nacimiento. Ella deseaba con locura ser madre, pero otra madre, la Naturaleza, se lo impedía. Pero cuando ya había desestimado ver esa ilusión hecha realidad, a una edad poco recomendable para la maternidad, quedó embarazada del que sería su único hijo. El embarazo fue, además, muy complicado y de riesgo. Tuvo que guardar cama durante prácticamente todo el periodo de gestación. Por si ello fuera poco, el parto se presentó difícil, llegándose a temer por ambos, madre e hijo. Así pues, Julia creyó que todo había sido un milagro. Y ese milagro la unió con una fuerza inusitada a su deseado hijo, un niño que creció débil y enfermizo. Aun haciendo vida normal, el crío requería de una atención constante, siempre pendientes de él. Tal estrés desmotivó a un padre poco dado a las responsabilidades y con un nulo amor paternal, que ya demostró con una mueca de desagrado cuando su mujer le notificó su estado de buena esperanza, de modo que no tardó en poner tierra de por medio con esa nueva familia que no deseaba.

 

Y aquí llegamos al presente, cuando tras un aparatoso accidente de tráfico, un Alberto adolescente queda parapléjico al venírsele encima un automóvil, con un conductor ebrio al volante a quien su mujer le acababa de abandonar. De este modo, un marido desdeñado acabó truncando la felicidad de un chico también abandonado por alguien que debía haberle querido incondicionalmente.

Tras dos años viviendo entre la cama y la silla de ruedas, la infelicidad del joven ha ido en aumento y su madre ya no sabe qué hacer para devolverle la sonrisa. Lo único que ha logrado Julia en todo ese tiempo ha sido moderar el abatido estado de ánimo de Alberto y crear un ambiente de relativa concordia entre ellos, aunque sigue sintiéndose impotente para lograr una mínima muestra de cariño y gratitud de un hijo que más bien parece que la culpa de todo lo ocurrido, empezando por su nacimiento.

Pero cuando los cada vez más negros nubarrones están a punto de descargar más quebranto sobre esa tensa calma materno-filial, se hace la luz, o mejor dicho la música. Y esa música no procede de un aparato, sino de una voz femenina, dulce y aterciopelada, una voz angelical que atrae al joven de tal modo que lo obliga a incorporarse de la cama, a sentarse en su silla de ruedas y acercarse a la ventana. Y entonces la ve.

 

Irene es una chica de dieciséis años, cuatro menos que Alberto. Está asomada a la ventana de enfrente. Tararea una canción de los Beatles que a Andrés le encanta: Norwegian wood. En más de una ocasión había tocado unos acordes con la guitarra que ahora yace en el fondo de un armario.

Ambas ventanas distan unos diez metros. Pertenecen a inmuebles distintos, pero comparten ese patio interior al que se asoma la gente que no se conoce ni hace nada por conocerse.

A pesar de la distancia que les separa, su voz le llega a Alberto con nitidez. Sus miradas confluyen unos segundos, los suficientes para que la chica le sonría antes de apartarse un tanto turbada y desaparecer en el interior de la vivienda.

Alberto no logra adivinar qué es lo qué le ha atraído de aquella chica, con una cara tan angelical como su voz y su sonrisa, para que no pueda quitársela de la cabeza en toda la noche. Incluso ha soñado con ella. A la mañana siguiente, su madre no puede dar crédito a lo que ve. Alberto, su hijo triste y malcarado, la ha saludado con unos «buenos días» acompañados de un asomo de sonrisa. Pero esa sonrisa no va destinada a Julia sino a la chica de sus sueños. En toda la mañana, Alberto anda nervioso sin que su madre pueda sonsacarle el motivo. Se ha acicalado como nunca antes había hecho. Incluso ha elegido la camisa que siempre le había gustado y que había rechazado llevar porque era la que llevaba puesta el día de aquel desgraciado accidente.

Al mediodía, vuelve a situarse en el mismo lugar del día anterior, alegando que el sol le había hecho bien, pero su objetivo no es otro que volver a ver a aquella chica desconocida. Si aparece de nuevo, le preguntará cómo se llama. Así tendrá un nombre que ponerle a ese sueño hecho realidad.

¿Realidad? ¡Qué ingenuo! La cruda realidad es lo que les separa y no la distancia entre sus ventanas. ¿Cómo puede esperar que una chica “normal” y, por si fuera poco, tan bonita, pueda tener con él algo más que un trato de cortesía y, a lo sumo, de amistad? Ella solo le ha visto de torso para arriba. Si lo viera de cuerpo entero…

Y cuando, abatido por la dura bofetada de esa realidad tan hiriente, se dispone a retirarse a su habitáculo de enfermo enclaustrado, la vuelve a oír, pero esta vez no canta, sino que le habla.

—Hola, buenos días —escucha Alberto a sus espaldas, obligándole a girarse con mucha cautela para que no se note la rotación de su silla de ruedas. Pero esa es una auténtica misión imposible.

—Ho…, hola —le devuelve el saludo Alberto, azorado, no tanto por su timidez sino por el embarazo al verse, muy probablemente, descubierto.

—Me llamo Irene, y soy nueva en el vecindario —se le adelanta la chica—. Mis padres y yo acabamos de mudarnos. Perdona lo de ayer, pero…

—Yo soy Alberto, la interrumpe el muchacho. ¿Qué es lo que tengo que perdonarte? —inquiere, nervioso.

—Pues por haberte dejado plantado sin despedirme. Es que me pillaste desprevenida y sentí vergüenza. Fue como si me hubieras sorprendido haciendo algo ridículo —añade sonriendo.

—Tarareabas un tema de los Beatles.

—Sí, era…

Norwegian Wood —vuelve a cortarla Alberto.

—Veo que la conoces. ¿Te gustan los Beatles?

—¿Qué si me gustan? ¡Me encantan! A la mayoría de los de mi edad les resulta pasados de moda, pero para mí son tan actuales como cuando estaban en activo.

—¿Cuántos años tienes? —pregunta la chica, curiosa.

—Acabo de cumplir los veinte. ¿Y tú?

—Yo tengo dieciséis, pero voy para los diecisiete —añade vanidosa.

Tras un embarazoso silencio, Irene le pregunta:

—¿Desde cuándo estás así?

Me lo temía —piensa Alberto—. Se ha dado cuenta.

—¿Te refieres a… esto? —una pregunta retórica, mientras se mueve hacia atrás y hacia delante impulsándose con los brazos.

—Sí, a eso.

—Pues hará pronto dos años —le confirma apesadumbrado.

—¡Pues sí que es casualidad!

—¿Casualidad? ¿A qué te refieres? —pero no hace falta aclaración alguna, porque Irene le imita con los mismos movimientos de vaivén.

—Yo llevo así más tiempo que tú. En Navidad hará cinco años.

 

Desde aquel día, Alberto experimenta una metamorfosis vital. Su estado de ánimo ha cambiado de tal modo que no parece el mismo. Y no parece el mismo porque ya no lo es.

Ahora se han invertido los papeles. Alberto se ha vuelto comunicativo con su madre a la vez que ella se ha encerrado en un caparazón impermeable. Cuando él habla, Julia no le presta atención y cuando es ella quien lo hace, él no la escucha, pero no por desinterés, como antes, sino porque no puede dejar de pensar en Irene a todas horas.

Poco a poco, la situación va mutando a algo indefinible. Cuanto más animado está el joven, más se le agria el carácter a la mujer. Y Todavía irá a peor.

Alberto e Irene se han hecho inseparables y su amistad se ha trasformado en amor, un amor físico y espiritual. Salen todos los días a pasear por la mañana y mantienen largas conversaciones por la tarde, prácticamente hasta la hora de acostarse. Sus ventanas ya no son el vehículo de sus confidencias. Pasan largas horas juntos, para conocerse mejor, en casa de uno o del otro.

Están convencidos de ser la pareja perfecta. Pero Julia discrepa totalmente. Esa relación no tiene ningún futuro, opina. Pero esa opinión es, en realidad, fruto de los celos y del miedo. Celos al verse desplazada por una niñata, y miedo por verse sola en la madurez de su vida. ¡Después de lo que se ha sacrificado! Cómo puede robarle a su hijo una desconocida que ha aparecido en sus vidas hace apenas… ¿Cuánto hace que se ha interpuesto entre madre e hijo, la verdadera pareja perfecta? Qué más da, pero se le está haciendo cada vez más insoportable.

Los celos que siente Julia hacia esa advenediza han llegado a extremos enfermizos. En su fuero interno la odia y la considera una inútil, una minusválida seguramente incapaz de procrear, de ser una buena esposa y madre, como ella. Aunque años atrás un médico especialista, del que ya ni recuerda el nombre, le informó que los parapléjicos podían, en muchos casos, tener relaciones sexuales e incluso llegar a tener hijos, no quiere ni puede imaginarse a su hijo haciéndolo con “esa”. Simplemente grotesco y asqueroso. Y aun siendo cierto, ¿cómo van a criar un niño si ellos mismos necesitan el cuidado por parte de otras personas? Aquello es antinatural. Serán, como asegura Alberto, almas gemelas, pero no están hechos el uno para el otro. Se lo tiene que hacer ver a su hijo, quitarle aquella insensatez de la cabeza. Y cuando antes mejor.

Si las ventanas que dan al patio de vecinos no estuvieran cerradas, esta noche los gritos de Alberto se oirían por todo el vecindario, tal es el estado de cólera del muchacho. Los improperios que salen de su boca son los peores que ha proferido a su madre ni en uno de sus peores arrebatos.

—¡Lo que tú quieres es retenerme a tu lado para siempre! ¡Eres una maldita egoísta!

—No es verdad, tú no lo entiendes, hijo. Vuestra relación no es posible.

—Ah, ¿no? ¿Por qué?

—Sois dependientes. ¿Cómo podréis vivir solos? ¿Quién os cuidará? ¿Cómo…?

—¡Basta ya! ¡Déjame en paz! ¡Largo de aquí! ¡Te odio!

Y con un estruendoso portazo se da por terminada la discusión.

—¡Eso no acabará así, te lo juro! —grita Julia desde el pasillo, mientras se aleja, trastornada.

«Prefiero mil veces la indiferencia a la que me tenía sometida ese mocoso malcriado, que la soledad que me espera si no logro evitar este desatino. Si no encuentro una solución para acabar con esta locura, la que terminará loca seré yo», se dice, tendida en la cama, llorando amargamente.

«Desagradecido, después de lo que he hecho por ti y así me lo pagas. ¡Y encima me tachas de egoísta! ¡Egoísta tú! Pero quien ríe el último, ríe mejor. Tengo que urdir un plan para llevar a cabo mi cometido» Y convencida de que algo infalible se le ocurrirá, se queda dormida sin siquiera haberse desnudado.

 

Han pasado días y semanas, y la mente de Julia bulle y está a punto de estallar como un géiser propulsado por la energía incontrolable de su ira ciega. Su hijo la nota más inquieta de lo normal, pero lo que él percibe solo es la punta del iceberg.

Hasta que, por fin, a Julia se le ocurre una gran idea para acabar de una vez con todo, recuperar a su hijo pródigo y volver a la vida normal, a la que se había acostumbrado después de tantos años y a la que Alberto deberá volver a aclimatarse. La inquietud y el mal humor de Julia se torna en sosiego y alborozo.

—¿Estás bien, mamá? Te noto, no sé…, distinta —le pregunta Alberto durante el desayuno.

—Estoy estupendamente, cariño, mejor que nunca. Por cierto, ¿a qué hora has quedado con Irene?

—Pues…, dentro de media hora, como siempre —le contesta, mirando su reloj, ignorante de lo que acontecerá treinta minutos más tarde.

—Pues hoy yo también voy a salir. Voy a vestirme. — le dice Julia mientras se levanta y Alberto termina, distraídamente, su café con leche.

 

Nadie sabe contar cómo ha sucedido exactamente. Alguien dice que le ha parecido ver cómo una mujer, con un pañuelo en la cabeza y gafas de sol, empujaba contra la calzada a una joven en silla de ruedas cuando el semáforo estaba todavía en rojo.

Un vendedor de cupones, que hoy se ha apostado frente al paso de peatones, para ver si de este modo vende más billetes, cuenta que le ha parecido ver a un muchacho que, a unos metros del lugar del trágico suceso, se ha levantado de su silla de ruedas para evitar, seguramente, que la joven acabara atropellada. Su opinión, sin embargo, se ha puesto en duda, pues este testigo tiene una visión bastante mermada y no es de fiar. ¡¿Cómo va a levantarse un tullido de su silla de ruedas?! Lo que nadie puede explicar —¡todo ha ocurrido tan rápido! — es cómo ha acabado la mujer arrollada en lugar de la chica. ¡Qué hecho más paradójico y desgraciado! Una pobre mujer intenta evitar el atropello de una minusválida y es ella la que acaba bajo las ruedas de un autobús.

Cuando llega la policía para tomar declaración a los testigos, ambos jóvenes, con sus sillas de ruedas, han desaparecido.

Esa misma tarde, por el patio de vecinos se oyen unos acordes de guitarra, acompañados por una voz melodiosa. Si alguien de los vecinos la escuchara y fuera un amante de los Beatles, reconocería que se trata de Norwegian Wood.

 

sábado, 12 de diciembre de 2020

La nueva vecina

 


Por Germán, mi vecino de enfrente, supe que teníamos una nueva vecina, una rubia despampanante. Había alquilado el piso encima del mío. Esperaba no tener que volver a soportar el taconeo con el que me había martirizado, a todas horas, la anterior inquilina. Afortunadamente se marchó. No pudo hacer frente a la subida del alquiler. Lo sentí por ella, pero me alegré. Además del taconeo, tenía por costumbre poner la música a todo trapo. La de veces que tuve que subir para pedirle que bajara el volumen, que las ordenanzas municipales prohibían hacer ruido a partir de las diez de la noche. ¿Cómo sería la nueva?

—Es muy simpática. Ya lo comprobarás —me dijo Germán.

—Igual es una de esas rubias tontas —respondí.

—Pues no, tío, debe ser muy inteligente. Es psicóloga y, además, directora de recursos humanos de una multinacional —Lo que no supiera Germán….

Durante un tiempo estuve realmente intrigado, no por sus cualidades, sino porque era el silencio personificado. Ni siquiera oía el ruido de su puerta cuando entraba y salía. Además, debía de hacerlo a horas intempestivas, pues nunca coincidía con ella, y eso que, por mi profesión, tengo un horario muy flexible. Si conociera sus hábitos, podría hacerme el encontradizo.

Llegué a obsesionarme. Tanto silencio me desconcertaba. Si tenía televisor, lo debía de poner a un volumen muy bajo. Si ponía música, debía escucharla con auriculares. Y, desde luego, no recibía visitas. Todo un misterio para mí.

Miré en su buzón. No había nombre. Esto era muy sospechoso. Solo lo hacen quienes no quieren ser encontrados.

Le pregunté a Germán si recordaba el nombre de la Empresa en la que trabajaba nuestra nueva vecina.

—No lo recuerdo, pero, si tanto te interesa, ¿por qué no se lo preguntas tú?

—Porque no hay forma de encontrarme con ella.

—De acuerdo, cuando la vea se lo preguntaré. Pero ¿por qué quieres saber dónde trabaja?

—Porque empiezo a dudar que sea lo que dice ser, y cuando alguien miente, me resulta muy sospechoso.

—Se nota que eres policía. Lo tuyo es deformación profesional.

Al cado de dos días, Germán llamó a mi puerta.

—Me ha dado la impresión de que no le ha gustado que se lo preguntara. Me ha dicho que para qué quería saberlo.

—No le habrás dicho que te he pedido yo que se lo preguntaras.

—Bueno, solo que te había hablado de ella y que sentías curiosidad.

—Coño, Germán, ahora va a pensar que soy un fisgón. O algo mucho peor.

—No seas exagerado. Le he dicho que, como eres policía, te gusta saber a qué se dedican tus vecinos.

—Eres lo que no hay. Si lo sé no te digo nada. Ahora, cuando la vea, no sabré qué decirle, tendré que inventarme cualquier excusa.

Pero no hubo forma de encontrármela, lo cual me hizo sospechar que esa misteriosa mujer, al saber que era policía, me evitaba.

El caso es que dijo trabajar en una multinacional de seguros, lo cual me extrañó todavía más. Diréis que soy excesivamente suspicaz. Forma parte de mi profesión. Una directora de recursos humanos de una multinacional puede permitirse vivir en un barrio más elegante y en un piso más caro y confortable.

Ni corto ni perezoso, indagué en el organigrama de esa Empresa de seguros. No hallé ninguna mujer ocupando la dirección de recursos humanos. Había mentido. ¿Quién era nuestra nueva vecina? Desde luego, no quien decía ser.

Seguí esperando a encontrármela. No hubo forma. Acabé contactando con el propietario de la finca. Había dejado claro que no quería inquilinos problemáticos.

—Por muy policía que sea, no puedo darle información de mis inquilinos, a menos que hayan cometido un delito.

Se lo conté a Germán.

—¿Cómo se te ocurre preguntar a ese tío? Si se lo comenta, ella te podría acusar de intromisión en su vida privada.

—Pero, ¿tú la has visto entrar o salir de ese piso?

—Pues no, pero siempre que hemos subido juntos en el ascensor ha llamado al tercero y solo el piso de la segunda puerta estaba por alquilar.

A pesar de todo —uno que es cabezota—, me tomé unos días de vacaciones para vigilar quién entraba y salía del piso de arriba. Finalmente, mi tenacidad dio su fruto. Una noche vi salir apresuradamente a la misteriosa vecina. Iba muy abrigada y con la cabeza cubierta con una capucha que no podía ocultar su cabellera rubia. La seguí, pero acabó esfumándose como por arte de magia. Decidí quedarme apostado frente al portal, esperando su vuelta. Al cabo de unas horas, el frio intenso me hizo recuperar el juicio. ¿Qué pretendía espiando a aquella mujer? ¿Me estaba desquiciando? Y todo seguramente por nada. Si estaba metida en un lío, allá ella y, en todo caso, ya saldría a la luz algún día.

Y se hizo la luz antes de lo que pensaba. Al cabo de dos días, en la comisaría recibimos una alerta. Un paseante había encontrado el cuerpo sin vida de una mujer joven y rubia. Por cómo vestía, debía tener un alto nivel adquisitivo. No llevaba ninguna identificación. Todo apuntaba a un robo con violencia. Tuve un presentimiento y le mostré su foto a Germán. Era nuestra vecina.

Quién era en realidad, de quién se escondía, nunca lo supimos. Nadie denunció su desaparición. Una más de las casi seis mil desapariciones que siguen sin resolverse en lo que va de año.




sábado, 5 de diciembre de 2020

El plagio

 


La historia que os voy a referir la contó un compañero durante la sobremesa de una comida de Navidad de la Editorial en la que trabajo; por lo tanto, no puedo asegurar su veracidad, más bien dudo de ella, pero me causó tal impacto que no he podido evitar contárosla. De eso hace algo más de dos años.

El caso es que un escritor novel, al que llamaré en lo sucesivo Gabriel, no lograba darse a conocer por mucho que lo intentaba. Las Editoriales a las que acudía con sus manuscritos los rechazaban sin contemplaciones. Cuando ya se daba por vencido, después de varios años en el dique seco de los escritores fracasados, se le presentó una oportunidad única, que no dejó escapar sin pensar en las consecuencias de su acto.

Un día, navegando por la blogosfera, dio con un blog de relatos titulado Relatos inimaginables, cuyo propietario se identificaba como El Relator. La última publicación databa de cinco años atrás. El blog estaba, por lo tanto, inactivo. No hubo forma de identificar al autor. En Google, ese nombre le llevó a un perfil en Facebook que pertenecía, sin duda, a ese escritor, pues todas sus publicaciones eran relatos compartidos del blog que Gabriel acababa de descubrir. La última compartición llevaba la misma fecha que el último relato publicado en el blog. Así pues, ambas plataformas habían quedado congeladas al mismo tiempo. Cinco años era mucho tiempo. ¿Qué le había pasado a El Relator para que hubiera enmudecido de ese modo? Los datos en su perfil de Facebook solo indicaban su sexo, Varón, y su fecha de nacimiento, 1950. Tendría, pues, setenta años.

Gabriel se planteó dos posibilidades: que, por su edad, no estuviera en condiciones físicas o mentales para seguir escribiendo, o que hubiera fallecido, y su esposa o hijos, si los tenía, no habían pensado o sabido cerrar el blog y su cuenta en Facebook. Por si acaso, le envió un mensaje por Messenger y también dejó un comentario en su último relato publicado. Si en un plazo razonable no recibía respuesta por ninguno de esos dos medios, daría por sentado que ese hombre ya no existía, por lo menos públicamente.

Sus relatos eran maravillosos, realmente inimaginables, como los había bautizado en su blog. Lo más increíble era que sus seguidores eran muy escasos y los comentarios que habían dejado todavía más. ¿Cómo, un escritor de ese talento era tan ignorado? Debió haberse sentido tan frustrado como él —pensó Gabriel. O más, pues él, en comparación, era un simple aprendiz.

Leyó y releyó sus relatos y cada vez se sentía más maravillado. Había oído hablar de autores que solo lograron ser reconocidos tras su muerte, cuando alguien había descubierto casualmente sus escritos y su gran calidad literaria. Y Gabriel era uno de esos descubridores. Si El Relator, o como se llamara en realidad, tenía familia, también era posible que desconocieran su afición escritora. Quizá era una persona solitaria e introvertida que mantenía su afición en secreto. Y de haber fallecido, después de cinco años sin que nadie hubiera prestado atención a sus publicaciones, sus escritos estaban ahora al alcance de cualquiera.

Tras darle muchas vueltas al asunto, la codicia de Gabriel hizo que viera en esos textos, prácticamente anónimos, un botín precioso que le podía abrir las puertas a la fama. ¿Qué Editorial podría negarse a publicar una recopilación de relatos tan extraordinarios como aquellos?

Durante los siguientes días, se dedicó a copiar, uno por uno, todos los relatos de aquel blog caído del cielo, e hizo una selección de los que, a su juicio, eran los mejores.

Los treinta relatos elegidos eran realmente espeluznantes. Nunca antes había leído algo igual.

El caso es que, al cabo de un año —no le resultó difícil convencer a una Editorial de cierto prestigio especializada en el género fantástico— su libro salió a la venta. Fue un éxito rotundo, como era de esperar. Si la Editorial le pedía una nueva entrega, Gabriel no tendría problema alguno en seleccionar otros treinta relatos de entre los más de ciento cincuenta que había copiado.

Aunque Gabriel hubiera alcanzado el éxito de una forma inmoral e ilegal, no sentía remordimientos ni temor a ser descubierto. ¡Si casi nadie había leído sus relatos cuando, supuestamente, estaba vivo! ¿Quién podía descubrirlo?

La primera tirada se agotó más rápidamente de lo esperado. Todos sus amigos y conocidos le felicitaban y alardeaban de conocerle. Se sentía, por fin, feliz.

Pero esa felicidad se tornó en angustia tan pronto como empezó a tener unas horribles pesadillas. Unos seres horripilantes le querían dar caza, los mismos que formaban parte de los relatos publicados. Pensó que esas pesadillas eran fruto de un remordimiento inconsciente y que desaparecerían con el tiempo. Pero persistían y cada vez eran más intensas. Por fortuna duraban muy poco, pues despertaba casi de inmediato. Entonces empezó a padecer insomnio. No podía, o no quería, dormirse por temor a esas pesadillas recurrentes. Acudió al médico y este le recetó un potente sedante. Contrariamente a lo esperado, ello fue su perdición. Como el sueño inducido fue tan profundo, no logró despertarse en el momento más álgido, como solía ocurrirle, acabando siendo presa de aquellos seres.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, se sintió malherido. Las sábanas estaban revueltas y cubiertas de sangre. Corrió al baño. La imagen que le devolvió el espejo le sobrecogió; era la de alguien que parecía haber sufrido un ataque despiadado. Grandes moretones, multitud de arañazos, cortes profundos, mordiscos, y desgarros cubrían todo su cuerpo. La sangre manaba profusamente. Se desvaneció, golpeándose fuertemente la cabeza. Estuvo inconsciente varias horas.

 

Su psiquiatra le dio una explicación muy distinta a la que él le había ofrecido. ¿Cómo podían haberle hecho eso unos seres que no estaban más que en su imaginación? Probablemente había sufrido un brote psicótico. ¿Había antecedentes en su familia? ¿No?

Gabriel estaba convencido de que aquello había sido real, una venganza en toda regla. Los seres que había engendrado la mente del escritor plagiado, se habían conjurado para hacerle justicia.

Acabó contándoselo todo a su terapeuta. ¿Pero de qué blog y de qué escritor me está usted hablando? Todo está en su mente, créame.

Tan pronto como llegó a casa, Gabriel buscó a El Relator, tanto en su blog de relatos como en su perfil de Facebook. Desde el plagio, no había vuelto a hacerlo, por vergüenza o por aprensión. No obtuvo ningún resultado. Había desaparecido sin dejar rastro. No era posible. Mientras insistía, una y otra vez, perplejo, en esa infructuosa búsqueda, sintió un escalofrío en la nuca y oyó a sus espaldas una voz ronca que le decía: «¿De verdad creías que esto quedaría impune? A mí nadie me roba nada, ni vivo ni muerto». Acto seguido, una garra le oprimió la garganta con tal fuerza que perdió el sentido.

 

Ahora se dedica a escribir relatos fantásticos en su habitación del psiquiátrico donde lleva ingresado un año. Sus escritos, en opinión de quienes los han leído, tanto residentes, celadores y médicos, son excelentes y merecedores de ser publicados. Cuando se lo comentan, Gabriel sonríe maliciosamente y dice que una voz en su interior se los dicta. Es El Relator, afirma. Nadie sabe quién es ese, pero le devuelven la sonrisa, condescendientes.

Creo que le haré una visita. Podría escribir una historia sobre él y lo que le ocurrió. Si resulta ser como la contó mi compañero, espero que la Editorial me la publique. Y si no, la publicaré en mi blog.


jueves, 26 de noviembre de 2020

Que alguien me ayude (y III)

Tercera y última entrega del microrrelato participante en el reto de El Tintero de Oro. Quien todavía no lo ha hecho, puede leer la primera parte AQUÍ  y la segunda AQUÍ.


No pude reconocerme en ese grito agónico que salió de mi garganta; resonó como el aullido de un lobo solitario. Quedé sin resuello. Mi corazón latía como una locomotora en plena carrera. ¿Y ahora qué?, me dije. Que sea lo que Dios quiera, me respondí mentalmente.

Los pasos que había oído se detuvieron, pero al instante volvieron a sonar, primero muy lentos y luego más apresurados. Esta vez pude notar que se trataba de dos personas. Cuando su movimiento se hubo detenido, escuché unos susurros. Me erguí todo lo que pude y distinguí dos siluetas que, paradas a corta distancia, no correspondían, por su indumentaria, a ningún soldado. Esas dos personas debían estar observándome sin saber qué hacer. Dudaban. Decidí dar el paso.

—Por favor, ayúdenme. Estoy herido y apenas puedo moverme —dije, consumiendo las pocas fuerzas que me quedaban.

Entonces la figura más menuda, se acercó apresuradamente, pero con mucho sigilo. Se inclinó hacia mí y, girándose hacia su acompañante, le dijo:

—Ven, corre, Armando, es un soldado herido. —Era una mujer.

—Pero ¿es de los nuestros? —le respondió quien debía ser su marido.

—¿Y que más da? El caso es que está herido y necesita ayuda —le espetó en un tono agrio. Si fuera nuestro hijo querrías que alguien le auxiliara. ¿O no?

Entonces el hombre se acercó, pero noté en él un cierto recelo por su modo de escrutarme.

Los dos tiraron de mí para intentar ponerme en pie, pero vista la dificultad y mis quejidos, abandonaron la tentativa.

—Será mejor que vayamos a por la parihuela que dejaron por el camino aquellos camilleros. No te muevas, volvemos enseguida —me dijo el hombre, en voz baja.

—Y ¿dónde quieres que vaya, el pobre, estando como está —le interpeló la mujer—. Tranquilo, hijo, te llevaremos a casa, solo tardaremos unos minutos —añadió.

Y, cómo no, esos pocos minutos se me hicieron eternos. Pero aquellos buenos samaritanos cumplieron con su palabra y volvieron a por mí.

 

Su único hijo había desaparecido en combate, luchando también en el bando republicano. Lo último que supieron de él es que estuvo combatiendo, como yo, en la batalla del Ebro y que, desde entonces, nadie supo darles noticias de él. Y esos padres salían todas las noches buscando por los alrededores a su hijo, vivo o muerto. Y hasta ahora sin resultado. Cuando me oyeron, llegaron a creer, o a esperar, que yo fuera él.

—¿Le has visto? ¿Le conoces? —me preguntó la mujer mostrándome, con mano temblorosa, una fotografía de su hijo.

—No, lo siento, señora. No le conozco. Éramos tantos…

—Claro, claro, hijo —respondió, secándose las lágrimas.

 

Me cuidaron como a un hijo, como el hijo ausente, y con la intervención del médico del pueblo, ya casi un anciano, me fui restableciendo poco a poco. Estuve varias semanas encamado, con las dos piernas escayoladas y con un fuerte vendaje en el tórax para inmovilizarme. Tenía dos costillas rotas, que me habían provocado un neumotórax, de ahí el dolor agudo que sentía al respirar. También había perdido bastante sangre. Por lo demás, no tenía nada que pusiera en peligro mi vida. Amelia, la mujer de Armando, se empeñaba en hacerme beber mucho vino. «El vino hace sangre», afirmaba convencida. No sé si ello funcionaba, pero, por lo menos, el vino me mantenía en un estado entre alegre y somnoliento la mayor parte del día. Y por las noches dormía de un tirón.

La guerra llegó a su fin al cabo de unos meses. En una vieja radio oímos al proclamado Generalísimo decir, con su voz aflautada, aquello de que: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Era el 1 de abril de 1939. Había pasado casi cinco meses con aquella familia de acogida.

Al oír esa noticia, los tres nos miramos con una mezcla de alivio y desconsuelo. La guerra había terminado, pero no el sufrimiento de quienes la habían perdido y, sobre todo, de aquellos supervivientes, del bando que fuera, que habían perdido a sus maridos, a sus padres, hermanos o hijos, como en el caso de mis dos salvadores, que nunca llegaron a saber dónde yacía el cuerpo de su único hijo.

*****

Ahora estoy en casa, con mis padres y mis dos hermanos pequeños. Cuando me vieron aparecer creyeron estar viendo a un fantasma. Me habían dado por muerto. Les dijeron que cuando fueron a por mí no hallaron ni rastro de mi cuerpo, por lo que supusieron que había sido devorado por las alimañas, pues en el estado en el que debía encontrarme era imposible que hubiera sobrevivido tanto tiempo. No se dignaron a buscar ni a preguntar en las masías de alrededor. Había tantos desaparecidos y no todos eran lo suficientemente importantes como para derrochar tiempo en su búsqueda. Si estaba vivo, ya aparecería, y si no, pues qué más daba dónde estuviera mi cuerpo.

Un muerto ya no puede servir a la Patria, pero un vivo sí, pues al cabo de unos meses de estar en casa de mis padres, en el pueblo, se presentó un Guardia Civil preguntando por mí. Debía presentarme sin falta en la Comandancia. ¿El motivo? Debía cumplir con la Ley. Tras una guerra, ahora debía volver al ejército durante dos años para hacer el servicio militar obligatorio.

Nunca me habría imaginado que celebraría tanto haber pasado por aquel horrible trance tras haber saltado por los aires en plena batalla. Mi cojera permanente sirvió para que me declararan inútil para empuñar otra vez un arma. De haber sido socorrido de inmediato por los sanitarios en el lugar de los hechos, quizá ahora me encontraría de nuevo vistiendo el uniforme militar, pero en esta ocasión el del bando de los vencedores.

 FIN


Ilustración: Jóvenes pertenecientes a la "quinta del biberón". Muchos de ellos participaron en la batalla del Ebro. Imagen obtenida de Internet.


jueves, 19 de noviembre de 2020

Que alguien me ayude (II)

Este relato es la continuación que algunos de mis lectores me han pedido del que, con el mismo título, participó en el microrreto de este mes de El Tintero de Oro. Para quienes no lo leyeron o deseen refrescar su memoria, pueden pinchar AQUÍ.



Antes de verle la cara y oír su voz, me hice una pregunta que luego se me antojó infantil: ¿Serán de los buenos o de los malos? Pero no estaba jugando a soldaditos de plomo con mi amigo Joaquín, el vecino del cuarto primera. Estaba en una guerra de verdad, en la que ya me resultaba difícil distinguir entre buenos y malos en el campo de batalla. Y en ese minúsculo instante de incertidumbre me vino a la memoria, como si fuera lo último que fuera a recordar antes de morir, mi despedida de la familia para emprender este viaje al infierno. ¿Les volvería a ver?

La luz de una linterna solo me permitía ver un cegador resplandor cuyo centro ocupaba la cara del individuo que, zarandeándome suavemente, me dijo:

—¿Estás bien, chaval? ¿Cómo te llamas?

El tono en el que habló denotaba que era alguien con mando.

—Soy el cabo Alfonso Caballero, de la 22ª Compañía, de la 11ª División, dirigida por el General Líster.

—Eso ya lo sé. ¿A qué otra División podrías pertenecer estando aquí y ahora?  —oí unas risitas a mi espalda—. ¿Crees que podrás andar? Debemos darnos prisa antes de que los nacionales nos den alcance.

—Me temo que no, mi…

—Sargento, soy el sargento Ramírez.  

—Pues creo, mi sargento, que debí pisar una mina o quizá fue un mortero el que me lanzó por los aires. Solo puedo decir que no puedo moverme —respondí con un hilo de voz, pero con la esperanza de que en breve estaría a salvo.

—Pues lo tienes jodido, chico, los sanitarios están muy lejos de aquí y nosotros cuatro no podemos transportarte. Puedes tener lesiones internas graves y solo empeoraríamos tu estado.

—¿Entonces? —mi pregunta quedó apagada por un gran estruendo. Un obús acababa de impactar muy cerca, con lo cual mis supuestos salvadores se marcharon a todo correr, dejándome allí tirado. Solo el sargento Ramírez se detuvo un momento y girándose, me miró, afligido.

—No te muevas, mantente quieto. Así podrás pasar desapercibido. En cuanto lleguemos a nuestro puesto de mando, daré aviso para que, cuando todo este follón se haya calmado, vengan a por ti. ¡Toma! —dijo lanzándome una cantimplora. Al menos no me moriría de sed. Pero si me encontraban los soldados marroquíes, estaría perdido. Esos no tendrían misericordia de un soldado republicano herido

*****

No sé cuánto tiempo debió pasar desde que aquellos tres soldados y el sargento me dejaron abandonado a mi suerte, pues perdí el conocimiento, no sé si por la debilidad provocada por la pérdida de sangre, por la falta de alimento o por ambas cosas.

Afortunadamente, antes de que eso ocurriera, tuve la precaución de cubrirme como pude con la abundante hojarasca que había a mi alrededor. Una forma de camuflaje que funcionó.

Solo sé que cuando volví en mí, clareaba y hacia un frío espantoso. Ese final de otoño estaba siendo anormalmente gélido.

Entonces volví a temer por mi vida. Me sentía desfallecer. Si nada ni nadie lo remediaba, no tardaría mucho en reunirme con mis compañeros caídos en la reciente batalla, la del Ebro. ¡Cuánta sangre derramada!

El silencio hacía presagiar que nuestro ejército estaba ya muy lejos y que el nacional había pasado seguramente de largo. No debía quedar nadie que pudiera venir en mi ayuda. No sentía los dedos de las manos ni de los pies. Tiritaba en forma de violentos espasmos. Pensé en gritar sin importarme si quien me encontraba era de los nuestros o no. Pero ¿quién podría estar merodeando por un campo que hasta hacía poco había sido pasto de las bombas?

Cuando volvió a oscurecer ya perdí definitivamente toda esperanza de ser rescatado. Ese sería mi final y ese campo mi lecho de muerte. Lo que más lamentaba era que mi familia no supiera nada de mí hasta mucho después de acabada la guerra, cuando mi cuerpo solo fuera un montón de huesos cubiertos por un uniforme andrajoso. Lo único que me identificaría sería mi cartilla militar.

El cielo estaba estrellado. Nunca había visto tantas estrellas y tan resplandecientes. Quizá se había acabado la guerra y lo estaban celebrando. Pero esa maravillosa visión no tardó en quedar nublada por mis lágrimas. Aquello era el fin. Decidí, pues, dejarme llevar. Que todo acabara de una vez.

Pero en ese preciso instante oí un ruido. No parecía de un animal. Eran unos pasos. Alguien andaba por allí, no muy lejos de donde yo yacía.

Y entonces grité.

 

Continuará…

sábado, 14 de noviembre de 2020

Que alguien me ayude

 


Mi visión es borrosa y solo puedo oír zumbidos ensordecedores. Debe ser fruto de la conmoción. También siento un terrible dolor al respirar, que se agudiza al moverme. Debo tener algunas costillas rotas. Las piernas no me responden. No puedo incorporarme. Recuerdo haber saltado por los aires. Debí pisar una mina. Pero al menos estoy vivo.

Me parece oír un ruido de motores. Serán los camiones, que avanzan hacia las líneas enemigas.  

Llueve. Me siento muy débil. No quiero ser uno más de los cuerpos sin vida que recogen los camilleros después de la batalla.

Todo está en calma, pero nadie viene a auxiliarme. Cuando me encuentren quizá ya sea demasiado tarde.


No sé cuántas horas han transcurrido. Está oscureciendo y la temperatura está bajando mucho. Podría morir de frío. Dicen que es una muerte muy dulce, pero sería una putada morir ahora, que la guerra está a punto de terminar.

Sigo sin ver bien, pero los acúfenos han desaparecido. Continúo sin poder moverme.  Estoy a expensas del enemigo. Y de las alimañas. Oigo explosiones. Suenan cada vez más cercanas. La línea de fuego se está acercando. Significa que retrocedemos. Espero que den conmigo.

Oigo pasos. Quiero pedir auxilio, pero no sé si son amigos. Se acercan. Oigo su respiración entrecortada. Se detienen junto a mí. Alzo la cabeza todo lo que puedo para poder verlos, pero solo distingo unas siluetas en la oscuridad. Son soldados. Uno de ellos se agacha y me observa. No puedo identificar el uniforme.       

 Continuará…



sábado, 7 de noviembre de 2020

La araña

 ¿Creíais que con la historia de la mosca (Ver aquí) todo había terminado? Yo también lo creía, pero no. Tuvo que pasar un año para que mi vida diera un nuevo vuelco.



Desde que publiqué mi segunda novela, La mosca, la gente me paraba por la calle para preguntarme qué había de cierto en esa historia tan increíble. La misma pregunta me la hicieron decenas de veces durante la firma de libros y en las entrevistas que me hicieron en la radio y en la televisión. Y siempre respondía con evasivas, dejando un halo de misterio. Era como un juego, pues en el fondo nadie podía creer que mi novela tuviera siquiera un indicio de realismo.

Así pues, durante ese tiempo de bonanza, mi vida volvió a fluir con normalidad. Incluso llegué a sentirme lo suficientemente animado como para intentar escribir una nueva novela. Solo perturbaba, de vez en cuando, esa tranquilidad una pesadilla recurrente. En ella aparecía la mosca que maté accidentalmente. Venía a visitarme y me reprochaba haberla aplastado sin contemplaciones después de todo lo que había hecho por mí. Yo intentaba disculparme, pero no atendía a razones y cada vez se volvía más agresiva. De pronto aparecía de la nada una enorme araña que, con sus no menos enormes quelíceros, la atrapaba y, sin que yo pudiera evitarlo, la engullía. Yo gritaba y gritaba. Y en ese preciso instante me despertaba empapado en sudor.

Supuse que todo era fruto de mi remordimiento, por haber sido tan descuidado. Con el tiempo y algún que otro somnífero, logré descansar por las noches y acabé por quitarme de encima el sentimiento de culpabilidad que todavía me invadía. Pero la paz no duró mucho, pues del mismo modo que después de la tormenta viene la calma, también puede ocurrir lo contrario. Esa calma en la que vivía solo fue un paréntesis, porque un día todo volvió a cambiar.

Ese fatídico día, cuando me disponía a salir al jardín para tomarme una taza de café, descubrí que, en el mismo rincón del comedor donde tiempo atrás apareció aquella araña que acabé exterminando, había una nueva telaraña en cuyo centro descansaba su tejedora. No pertenecía a la misma especie que la anterior. Solo habría faltado que se tratara de una revancha por lo que le hice a su congénere. Con la escoba en alto, dudé por unos segundos si acabar con ella o dejarla vivir. ¿Acaso no había sentido remordimientos por lo que en su día consideré una hazaña injusta? En ello estaba reflexionando, cuando mi nuevo huésped arácnido aprovechó mi indecisión y se dio a la fuga con una agilidad pasmosa, yendo a refugiarse detrás del aparador. De vez en cuando, se asomaba, pero al verme al acecho, volvía a esconderse. Parecía ser tan lista como mi querida mosca, pero más astuta.

En esta ocasión la Wikipedia me informó de que la nueva inquilina era una Loxosceles rufescens, conocida también como la araña violinista mediterránea, y la definía como la más venenosa de la península ibérica. Como estuviera urdiendo una venganza, lo tenía crudo.

Decidí que, de ser necesario, me pasaría todo el día de guardia, sin perder de vista los cuatro puntos cardinales del mueble que le había servido de refugio. Estaba preocupado y enfurecido a la vez por mi mala suerte. Estaba dispuesto a quemar ese mueble si así me libraba de ella.

Después de más de doce horas de hacer de centinela tuve que rendirme. Ya buscaría el modo de deshacerme de aquel ejemplar. Total, era un animal diminuto en comparación con un ser humano. Pero precisamente su tamaño le profería la capacidad de escabullirse e introducirse dónde le diera la real gana, y, por otra parte, siendo, como había leído, de hábitos nocturnos, podía colarse en mi dormitorio mientras dormía. Eso sí que no. Ante tal posibilidad, decidí cerrar herméticamente la puerta y las ventanas de la habitación para no dejar ningún resquicio por el que pudiera entrar.

Estuve toda la noche sin apenas dormir, abriendo y cerrando la luz y dándole vueltas al asunto que ahora me traía de cabeza. Si a la mañana siguiente seguía sin dar con la araña o se me volvía a escapar, siempre me quedaba el recurso de la fumigación. Pero volvieron a asaltarme las dudas. ¿Y si le daba un voto de confianza? Total, solo había hecho lo que haría cualquier ser vivo que se sintiera acorralado: huir y esconderse. ¿Por qué iba a morderme si la dejaba en paz? Sería como un pacto tácito de no agresión mutua.

De este modo, pasaron los días sin ningún tipo de sobresalto por mi parte ni de actitud desafiante por la suya. De lo que también pude dar fe es de que nunca la casa había estado tan limpia de insectos, pues todos caían presos en su tela. No sé cómo se las arreglaba para atraerlos a su rincón. Aunque aquella visión me repelía, asumí que, por otra parte, era muy práctico. Ahora podía dejar la puerta del jardín abierta para que pasara el aire sin temor a que la casa fuera invadida por cualquier espécimen de insecto y demás calaña artropomórfica (sí, lector, ya sé que este término no existe, pero ya nos entendemos, ¿verdad?).

 

Pero esta nueva situación, a la que acabé acostumbrándome, duró poco. Duró exactamente lo que tardó en aparecer, como debía de haber supuesto, un macho de su especie en busca de pareja, sin duda atraído por las feromonas femeninas de esa Loxosceles rufescens. Su intrusión me pasó totalmente desapercibida porque, tal como me revelaron mis fuentes, los machos son de menor tamaño y porque un macho en celo se las apaña como sea para conseguir su objetivo. 

Ello se hizo patente cuando, al cabo de unas semanas desde la aparición de “mi araña”, cientos de pequeños retoños pululaban por la casa. Acabar con ellos habría sido un genocidio arañil que no podía permitir ni quería repetir. ¿Qué hacer ante tal despropósito? Pues lo que se suele hacer cuando no se sabe qué hacer. Me quedé de brazos cruzados, dejando que los acontecimientos siguieran su curso natural. Ahora me doy cuenta de mi insensatez.

Tenía todos los rincones de la casa ocupados por telarañas. Casi no podía desplazarme de un lugar a otro sin quedar atrapado por esos pegajosos filamentos que cada vez eran de mayor tamaño. Como no distinguía a la araña primigenia del resto, no podía acudir en su ayuda. Quizá ya había muerto y todas las que ocupaban mi residencia eran sus descendientes o las descendientes de sus descendientes. Cría cuervos… o arañas, que da lo mismo. No me atrevía a salir al jardín ni a la calle por temor a que me atacaran, pues cada vez que adivinaban mis intenciones se me acercaban en actitud intimidatoria. Una sola picadura podría ser inocua, pero la de cientos de individuos me podía provocar un shock anafiláctico que acabase conmigo. Si por una picadura de abeja ya tuve que tomar una buena dosis de antihistamínico…

 

Ante esa situación, me parapeté en mi despacho, el único refugio en el que me sentía a salvo. Aun así, decidí, tras pensármelo mucho, pedir ayuda a mi mujer. Le dejé un montón de mensajes de voz en su teléfono y por WhastsApp, pero no recibí respuesta alguna. Lo mismo me ocurrió con mis hijos y mis amigos. Me debieron creer loco de atar. Y mientras tanto, yo confinado entre estas cuatro paredes. Además, con las prisas, me olvidé el cargador del teléfono móvil en alguna parte de la casa. Me he quedado sin batería. No puedo pedir auxilio a nadie. No se me ocurre ninguna escapatoria.

 

Después de dos días sin comer ni beber, y sin apenas dormir, estoy tan débil que me cuesta escribir. Me tiemblan las manos y las letras se vuelven borrosas. Estoy haciendo un gran esfuerzo para dejar constancia de todo lo ocurrido.

Se acercan, oigo ese chirriar tan desagradable que producen cuando se enfurecen. Están detrás de la puerta. El sonido que producen sus patas al desplazarse por la madera me provoca escalofríos. Deben ya ser miles los ejemplares ansiosos por devorarme. Aunque he sellado la puerta por sus cuatro costados, sé que lograrán entrar.

La única esperanza que me queda es que mi mujer o mis hijos encuentren este diario y acaben publicándolo. Sería mi obra póstuma.

 Han logrado entrar. Es mi fin y el de esta historia. 



jueves, 29 de octubre de 2020

La mosca

 

Siempre me han disgustado los insectos, de todas las familias, géneros y especies, pero lo que menos soporto es la presencia de moscas en casa, algo casi inevitable en verano. Cuando menos te lo esperas, zas, entran por un resquicio de una ventana o por la puerta que da al jardín, salvando cualquier escollo, ya sean plantas repelentes de insectos, cortinas disuasorias o incluso mosquiteras que pretenden hacer de cortafuegos. Da igual, en cuanto llega el calorcillo se nos cuela en casa algún ejemplar de mosca, por no hablar de sus congéneres los mosquitos chupasangre.

Pero con un poco, o mucha paciencia, siempre hemos acabado con esos intrusos, a base de tortazos con la pala matamoscas o, cuando no hay otro remedio, con un buen chorro de insecticida, y que el medio ambiente me perdone.

Generalmente era mi mujer la que se encargaba de la exterminación de todos esos okupas. Le dejaba a ella ese menester porque se le daba muy bien. Y le encantaba, sea dicho de paso. Lo hacía con tanta enjundia que casi me daba miedo mirarla a la cara en pleno trance. Parecía una psicópata asesina.

Como habréis adivinado, si hablo en pasado es porque mi mujer ya no vive conmigo. Me dejó hace cosa de un año. Y todo por culpa de una mosca cojonera, como ella la llamaba.

Resultó que no había forma de matarla. Era muy lista. Estaba por todas partes. Tenía el don de la ubicuidad. Pero, en realidad, no molestaba. Se quedaba quieta sobre cualquier superficie, ya fuera una lámpara, un cuadro, el televisor o cualquier otro mueble de la casa. Inmóvil, como si desde su puesto de observación nos vigilara. Mi mujer se volvió histérica ante la imposibilidad de acabar con ella, bien aplastándola, bien echándola mediante toda clase de aspavientos blandiendo un trapo de cocina u otro objeto que tuviera a mano.

El caso es que, al cabo de unos días, le pedí que abandonara el intento y que la dejara tranquila, que ya se iría cuando quisiera o se cansara de nosotros. Pero no fue así y acabó convirtiéndose en un miembro más de la familia. Hasta el perro se acabó acostumbrando a su presencia y dejó de dar bocados al aire cuando la veía volar. Para mí acabó siendo otra mascota, pero con la ventaja de que no teníamos que cuidarla, se cuidaba sola.

Desde que la dejamos tranquila, me seguía a todas partes. Debió verme como su protector. Cuando me sentaba ante el ordenador, se quedaba junto a mí, posada sobre el marco de la pantalla o bien a una distancia prudencial, pero siempre alerta. Acabé creyendo que su presencia tenía un motivo providencial y no tardé mucho en darme cuenta de cuál era. Y es que desde que apareció en mi vida, mis ideas brotaban con una facilidad pasmosa, rebosaba inspiración y nunca había sentido tantas ganas de escribir. La novela que tenía encallada desde hacía meses, la completé en tres semanas. Increíble pero cierto.

Cuando se lo confesé a mi mujer, me tomó por loco. Nuestras discusiones por culpa de “mi mosca” —así fue como acabó refiriéndose a mi musa díptera— se hicieron cada vez más frecuentes y violentas, hasta que decidió marcharse a casa de su madre. Y encima se llevó con ella al perro. Así pues, como nuestros dos hijos ya hace tiempo que se independizaron, me he quedado completamente solo en casa. Bueno, solo no, con mi mosca. Y es que, ahora más que nunca, me hace mucha compañía. Solo tengo que llamarla y acude veloz a mi lado. Cuando veo la televisión, se posa en mi hombro o en el reposabrazos de mi sillón, y cuando me acuesto en la cama matrimonial lo hace sobre la otra almohada. Somos una pareja feliz. Cuando se lo conté —no sin cierto reparo— a mi mujer, me amenazó con declararme mentalmente incapacitado si seguía con esa historia.

 

Mi novela se publicó y, según mi editor, promete ser todo un éxito. Reservé un ejemplar para dedicárselo a mi mujer. Así vería mi buena disposición y el resultado de tanto sacrificio. Furioso como estaba cuando me dejó, no la mencioné en el apartado que suele utilizarse para las dedicatorias. Solo puse “A mi musa, que me ha acompañado en todo momento a lo largo de esta aventura”. Y, claro, sabría que no me refería a ella. Eso podría soliviantarla todavía más y no deseaba más disputas sino la reconciliación. Tenía que pensar, pues, en una dedicatoria apropiada para doblegar su animadversión hacia mí y mi mosca.

El día del lanzamiento oficial del libro acabé agotado. Demasiadas emociones. El brindis, los beneplácitos, la firma de ejemplares, para terminar con una cena con un reducido grupo de críticos invitados por la Editorial —supongo que los tienen en nómina.

Al llegar a casa, de noche, vino a saludarme mi amiga voladora. Como no estaba para cháchara, me fui directamente a la cama con un ejemplar de mi novela en la mano. Lo abrí por la página donde quería escribir mi dedicatoria personal, pero no se me ocurría nada mínimamente imaginativo y romántico. Se me cerraban los ojos y tenía la cabeza cada vez más turbia. Me había pasado con el Cava. Aun así, hice un esfuerzo y logré escribir: “Para mi querida Isabel, por haber tenido que soportar mis ausencias físicas y mentales a lo largo de la creación de esta obra”. No era precisamente una dedicatoria romántica ni original, pero fue todo lo que se me ocurrió en mi estado de semiinconsciencia. Una vez cumplido mi propósito, cerré el libro, lo lancé sobre la cama y, rendido, apagué la luz.

A la mañana siguiente, cuando fui a la cocina para desayunar, me sorprendió no encontrar a mi querida mosca revoloteando por la cocina o bien posada sobre la mesa, esperando a que sirviera, como cada mañana, las tostadas con mantequilla y mermelada de naranja que tanto le gustan. La busqué por todas partes. Ni rastro de ella. Se había esfumado. Intenté hacer memoria de dónde la había visto por última vez. En el dormitorio, ayer por la noche, recordé. De pronto, me invadió un sobresalto. Un terrible mal presagio me dominó de tal modo que me dirigí corriendo hacia allí ¡No, no, no, por favor, no!, no dejaba de repetir.

En mi cama, todavía revuelta, yacía el ejemplar del libro. Lo tomé con manos temblorosas. Un grito de horror brotó de mis entrañas. ¡No podía ser! Mi mosca yacía espachurrada sobre la colcha. Debí aplastarla al lanzar el libro sin reparar en ella. La pillaría desprevenida; últimamente había engordado mucho, se había vuelto lenta y descuidada. Y eso, en un insecto, se paga caro. ¡Pobre mosca! ¿Qué sería de mí?

A pesar de todo, le envié a mi mujer el libro dedicado. Al poco recibí un mensaje por WhatsApp: “Muy bonita la dedicatoria, pero ¿qué es ese asqueroso manchón negro que hay en la portada? Podrías, al menos, haber tenido el detalle de enviarme un ejemplar inmaculado, ¿no? Por cierto, ¿sigue en casa aquella mosca?” No le contesté. No me sentía con fuerzas para contarle lo ocurrido. Conociéndola, se habría reído y dicho algo así como «¡pobre mosquita muerta!»

Desde ese luctuoso acontecimiento no levantaba cabeza. Caí en un estado depresivo y de una pasividad creativa sin precedentes. Debía buscar una solución sin demora. ¿No dicen que un clavo saca otro clavo? Resultaba mezquino, pero quizá debía ponerlo en práctica. Encontrar una sustituta. A tal fin decidí dejar la puerta del jardín permanentemente abierta. Quizá volvería a repetirse el prodigio. Pero lo único que conseguí fue vivir rodeado de bichos de todo tipo y calaña que no dejaban de importunarme. Mi cuerpo se llenó de picaduras, ronchas e hinchazones. No dejaba de tomar antihistamínicos, que solo me producían más y más somnolencia.

Tuve que acabar adoptando una decisión drástica y pragmática: fumigar toda la casa. Ya no habría más puertas ni ventanas abiertas. Decidí olvidar todo ese increíble episodio y concentrarme única y exclusivamente en la escritura siguiendo el consejo de mi editor: “Escribe, escribe y escribe. Cada día, a todas horas. Algo bueno acabará saliendo. Debes confiar en ti”. Pero, por mucho que me esforzaba, no lograba escribir nada decente.

Por si fuera poco, unos días más tarde hallé una araña en una esquina del salón. Debió colarse sin que me diera cuenta. Iba a liquidarla cuando recordé que días atrás había leído que existe la creencia de que las arañas dan buena suerte y que, por ello, no hay que matarlas. No sé cuánto tiempo debía haber estado el animalillo en ese rincón, pero ya había tejido una pequeña red, desde la cual me observaba atentamente con sus cuatro pares de ojos. Me miraba y tejía a la vez. Muy hacendosa ella. Me cayó bien. Quizá también tenga el don de inspirarme, pensé, esperanzado.

Como, lógicamente, no podía seguirme a todas partes, decidí trasladar mi lugar de trabajo al salón. Tras dos días y sus noches ante el teclado no se me ocurría absolutamente nada. Quizá mi nueva inquilina necesitaba aclimatarse y tomarme confianza. Pero lo único que noté en ese tiempo fue que el tamaño de la telaraña había aumentado considerablemente. ¿Y si solo es una vulgar araña? Debería tener a mano, por si acaso, una escoba y el insecticida, me dije.

Consulté la Wikipedia y se trataba, por su morfología y tamaño, de una hembra de la especie Araneus diadematus, conocida también como araña de jardín o araña de la cruz. Es una especie bastante inofensiva, no suele picar a menos que se sienta acorralada y, aun así, su picadura, aunque molesta, es inocua. Menos mal, pensé.

Pero con lo que yo no contaba es que, la muy pícara, había copulado antes de buscar refugio en mi salón, pues me percaté, de pronto, que había tejido un capullo, que protegía celosamente y del que emergerían en breve vete tú a saber cuántas arañitas tocapelotas. Muy a mi pesar, no tuve más remedio que echar mano de mis armas mortíferas. Y si eso me traía mala suerte, pues que así fuera. Peor ya no me podía ir. ¡Qué ingenuo fui! Creer que podía repetirse el prodigio…

 

A falta de mi mosca viva, enmarqué una de las fotos que le hice cuando todavía gozaba de buena salud. Podría ser un buen sucedáneo, mi amuleto de la suerte, pensé. Y si algún día venía a verme mi mujer, solo tenía que esconderla y ya está. Pero han pasado ya tres meses y las ideas siguen sin fluir. ¡Cuánto echo de menos a mi mosca! Y también me pregunto si hice mal cargándome a aquella pobre araña y a toda su prole. Quizá sí que, a la larga, me habría traído suerte. Estoy hecho un lío. No sé qué hacer ni a quién recurrir. No sé…, quizá podría escribir una historia sobre todo lo que me ha ocurrido. ¡Qué gran idea!  Siempre me ha fascinado el género fantástico. Nadie tiene que saber que está basada en hechos reales. Y si llega a publicarse, espero que mi mujer sepa mantener la boca cerrada.