lunes, 29 de junio de 2015

La culpa



Llegó al alba, tras un largo viaje y una noche en vela. Desde que había recibido aquella carta no dormía bien. Había pasado tanto tiempo que no había vuelto a pensar en la casa de la playa ni en aquel último verano de su niñez. Hasta ahora. Aquella misiva solo llevaba como remitente un nombre: Laura. Le pedía que fuera, necesitaba hablar con él. ¿Después de tantos años? ¿Para qué? Estuvo dudando si debía acudir o no a aquella cita. Pero ahora ya estaba allí. Ya no había vuelta atrás.

El paisaje había cambiado. Menos árboles, más edificaciones, un campo de golf donde antaño hubo un prado interminable. El espesor arbóreo, casi selvático, había sido sustituido por un enjambre de áridas urbanizaciones. Lo único que permanecía inalterable era la brisa de la mañana, procedente de un mar en calma que no tardaría en tornarse bravío. Más de una vida se había cobrado ese mar engañoso. La de muchos pescadores. Y también la de aquel niño.

Ahora ya no hay pescadores, ni barcas varadas en la playa, ni redes que reparar. El mar y la playa siguen siendo los mismos pero un poco más tristes y solitarios. Frente a ese mar, en esa playa, fue donde se despidieron por última vez.

Al atardecer, cuando las olas volvían a su vaivén sosegado, cuando el viento volvía a ser la brisa que refresca al paseante, seguía sin saber de ella. Preguntó a los ancianos que, sentados a la sombre de la arboleda de la plaza, charlaban y rememoraban sus años de juventud. Preguntó en los bares. Preguntó en las casas que se alzaban a lo largo de la playa. Preguntó a todos y cada uno de los viandantes con los que se cruzó. Todo en balde. Nadie sabía qué había sido de ella. Muchos eran los rumores pero no pasaban de ser eso, simples rumores. Parecía haberse esfumado. La casa seguía en pie, donde la recordaba, pero nadie respondió a sus llamadas. ¿A qué jugaba? Le había hecho venir y ahora no aparecía. ¿Sería una broma de mal gusto?

Cuando, cansado del largo viaje y del ir y venir por las calles del pueblo, se disponía a dar cuenta de una suculenta cena en la remozada fonda del pueblo, una mujer entrada en años se le acercó y le tendió un papel como quien entrega un tesoro. Una vez cumplido su propósito dio media vuelta y se fue, sin darle tiempo a pedirle explicaciones.

Con la boca todavía llena de un delicioso cocido, leyó lo que una mano trémula había escrito en aquella cuartilla que ahora sostenía él, intrigado.

“Mañana, a las ocho en punto, te espero junto al acantilado, donde tú sabes”

Dos líneas para una cita que se había pospuesto durante más de treinta años. ¿Por qué había esperado tanto tiempo para dar señales de vida? ¿Qué querría de él? Casi la había olvidado y ahora aparecía de la nada, le hacía venir hasta allí y, de una forma misteriosa, le citaba junto al acantilado. Precisamente en el acantilado. ¿Sería capaz de resucitar aquel penoso suceso del que ya nadie se acordaba?
 
 
Eran solo unos críos. No pretendían hacerle daño. La imagen del cuerpo de aquel niño flotando entre las rocas le impregna la retina. Recuerda el mutismo de ambos ante las preguntas de unos padres destrozados por la tragedia y los interrogantes de las autoridades. Fue un simpe empujón tras una discusión. Les amenazó con contarles a sus padres que les había visto dándose un beso. El crío no atendía a las súplicas, primero, y a las amenazas de su hermana mayor, después. Y ella temió las represalias de su padre, tan rígido e intolerante. Fue ella quien le empujó y aquel maldito traspiés acabó con su cuerpo contra las rocas y las olas. Se juraron no desvelar la verdad. Si un inocente beso hubiera traído malas consecuencias para ella, no quería ni imaginar lo que le sucedería por haber acabado con la vida de su propio hermano, aunque hubiera sido un accidente.

Cuando el ocaso hizo acto de presencia y el acantilado adquiría un tono rojizo brillante por efecto del sol poniente y del agua, la vio. Laura emergió de entre las rocas como una aparición. De sus ojos emanaban una profunda tristeza, su cara demacrada dejaba ver un gran sufrimiento y sus cabellos deshilachados transmitían un total abandono. Parecía un espectro. Se le acercó y, una vez ante él, se le abrazó con fuerza y rompió a llorar sin consuelo.
 
 
Era noche cerrada cuando abandonaba el lugar sin ser visto. La historia se repetía pero esta vez era él el culpable, quien había propinado el empujón mortal. ¿Cómo, a estas alturas, iban a contar la verdad de lo ocurrido hacía más de treinta años? ¿Qué sentido tenía remover el pasado y resucitar recuerdos olvidados? No se lo podía permitir. Aunque ella se auto-inculpara, él sería el cómplice y encubridor. Toda su carrera y su imagen se verían perjudicadas por algo que ya no tenía solución.

Su decisión había sido la correcta. Nadie les había visto juntos. Cuando la encontraran, creerían que había sufrido un accidente. O bien que, como llevaba años trastocada por la muerte de su hermano, había acabado suicidándose. Cualquier explicación parecería más plausible que la verdad. Una vez más.

No podía consentir que, después tantos años, viniera ella a implantarle de nuevo lo que con tanto esfuerzo había logrado eliminar de su mente: la culpa.

Por cierto, ¿quién sería aquella mujer que le hizo entrega de la nota mientras cenaba? ¿Sabría algo de la cita? Tendría que pensar en algo, no podía dejar ningún cabo suelto.
 
 

 

lunes, 22 de junio de 2015

Coincidencia extraordinaria



Gerardo Caballero, Gérard Chevalier para el público, lleva ya diez años sobre el escenario, tras los cuales se ha convertido en el mejor ventrílocuo del país.. Los mejores locales y los más selectos espectadores han tenido el placer de ver su actuación con Le Petit Prince, su inseparable compañero de fatigas. Entre ambos existe una complicidad casi humana.

Todo se lo debe a Abelardo, su hermano gemelo, quien le construyó el muñeco que ha sido, desde entonces, su partenaire y a quien ambos bautizaron como Le Petit Prince en honor a su novela favorita.

La trágica e inesperada muerte de Abelardo dejó a Gerardo al borde del abismo. Estuvo a punto de dejarlo todo, pero la voz de su hermano le dijo que no abandonara, que él seguiría a su lado. Desde entonces, Gérard Chevalier vuelve a ser el mismo de antes, quizá incluso mejor, teniendo a su gemelo a su lado. Hermano y muñeco forman ahora un tándem inigualable. ¿Ficción o realidad?

Gerardo, sin embargo, ignora que Abelardo no se ha adueñado del cuerpo del muñeco por amor a las artes escénicas sino con un claro propósito: acabar con él. Llevaba años pergeñando su plan, desde que decidiera dedicarse a la ventriloquía. Nunca imaginó que aquel muñeco de madera que le regaló por su cumpleaños le haría famoso y le alejaría de él, con lo unidos que siempre habían estado.

Nadie entendió el motivo de su suicidio. Pero no tuvo otra alternativa. Era mucho mejor cometer un asesinato desde el más allá. Nadie sospecharía de su autoría. Sería un crimen perfecto. Él era ahora el dueño de los actos del infeliz de su hermano, era su dueño y señor. Gérard Chevalier se había convertido en la voz de su amo. Haría lo que él le dictara. Otro suicidio en la familia solo sería una coincidencia extraordinaria.



lunes, 15 de junio de 2015

Julián (y III)


Julián desapareció, una noche del mes de junio de 1949, sin dejar más rastro que una nota escrita a su tía y otra a su novia. En la misiva dirigida a quien había sido su segunda madre, le agradecía todo lo que había hecho por él a la vez que le pedía perdón por hacerla sufrir al marcharse de este modo, sin siquiera despedirse con un beso; no podía decirle dónde se dirigía para no comprometerla. La carta a Remedios era mucho más larga. En ella le revelaba, si es que no lo sabía, qué tipo de persona era su padre y cómo se había enterado de que había sido su progenitor, en busca de méritos, el responsable de la encarcelación de aquellos hombres inocentes y de la muerte de su querido tío.

Lo que nunca sabría Julián sería la identidad de quien realmente les delató porque nunca se percató de que era su amada quien, en más de una ocasión, había seguido de cerca sus pasos nocturnos. De haberlo sabido, comprendería porqué a él nunca le fueron a buscar.

La participación de Julián en la guerrilla de los maquis fue tan efímera como la de su padre en la guerra civil. Algunos de sus compañeros contarían, muchos años después, que Julián cayó abatido en un enfrentamiento con la Guardia Civil en una finca de Adamuz, en Córdoba, en septiembre de 1949, dos meses después de cumplir los dieciocho años. Según estas mismas fuentes, murió junto a Claudio Romera Bernal, considerado el último maquis de Sierra Morena, cuyo cadáver fue públicamente expuesto para escarmiento de la población y posteriormente arrojado a una fosa común del cementerio de esa localidad. Del cuerpo de Julián, a quien los guerrilleros llamaban el “galleguito andaluz”, nadie supo dar cuenta pero todos supusieron que corrió la misma suerte.

Desde que leyera aquella carta de despedida, su tía Consuelo recibió cada año, por Navidad, una postal deseándole felices fiestas. No iba firmada pero ella conocía bien la letra de su anónimo autor. Cada vez que leía una de esas felicitaciones, a Consuelo se le aguaban los marchitados ojos. Siempre guardó celosamente aquellas misivas que tanto significaban para ella y siempre, tras cerrar el cajón de la cómoda con llave, de su boca se escapaba un profundo suspiro de resignación y de alivio. Cada año, hasta que la muerte la venció.

A sus casi noventa años, su primo Antonio, todavía recuerda a Julián con cariño. “De seguir vivo, contaría con ochenta y tres años” –les cuenta a sus nietos.

En un pueblo de Galicia, junto al mar, fue a vivir, no hace mucho, un viejo solitario que, lejos de su familia que quedó en Francia, se pasaba los días llenando de palabras y recuerdos un ajado diario que dejaría como legado para que un día, quien se hiciera cargo de sus escasas pertenencias, supiera lo que  es abandonar la tierra natal en busca de prosperidad y, en lugar de ello, hallar traición, persecución y el exilio.

El epitafio que encabeza la lápida de su humilde tumba, y que él mismo redactó para cuando le llegara la hora, dice así:

Aquí yace un hombre al que dieron por muerto en vida y cuya vida transcurrió como si estuviera muerto
Julián Baños Nogueira
2 de Julio de 1931 – 15 de mayo de 2015
  R.I.P.
 
 
FIN
 

 

jueves, 11 de junio de 2015

Julián (II)



La vida de Julián no podía ser más satisfactoria y plácida. Llevaba seis meses en Sevilla y ya tenía un trabajo estable y un buen puñado de amigos. En más de una ocasión, había insinuado a sus tíos la posibilidad de alojarse en una pensión, para no ser un estorbo para ellos, pero éstos habían insistido, casi ofendidos, de que podía quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera como el segundo hijo que era para ellos. Además, salía con Remedios, una chica de su misma edad que bebía los vientos por él. Y él se dejaba querer. No era una chica especialmente bonita pero tenía su atractivo y lo que Julián sentía por ella se debía, sobre todo, a su adorable candidez e ingenuidad. Aunque un poco rígida en cuanto a la moral cristiana, era una buena chica y eso era lo que contaba.


Los tíos de Julián no vieron con buenos ojos la relación entre su sobrino y Remedios, hija de una conocida familia sevillana de ideología claramente fascista, pero no se atrevieron a interferir en los sentimientos del chico, con la esperanza de que aquel incipiente noviazgo no llegara a buen puerto.

Lo malo de aquella familia era el padre, un ultra-católico convencido de que la conflagración había sido, como decía el Caudillo, una cruzada de liberación, una guerra santa contra los infieles ateos, contra la conspiración judeo-masónica comunista. Era, en realidad, un personajillo con ínfulas de gran hombre que, según le había confesado Remedios, estaba profundamente dolido porque no había sido aceptado como miembro activo de Falange Española por sus nulos méritos: no había luchado en la guerra pues había sido dado por inútil total por su acentuada cojera y su corta estatura. Todo ello le había producido un hondo pesar y un resquemor que todavía perduraba. Era, simplemente, un hombre resentido y compensaba su frustración con unos aires de capitoste y dictador de opereta. Cuando Julián le conoció, tuvo un mal pálpito. La forma inquisitiva en que le observaba le pareció como si con ello quisiera adivinar sus ideas políticas y el trato que le dispensaba era cada vez más receloso. En más de una ocasión estuvo Julián tentado de romper, con cualquier pretexto, su relación con Remedios para mantenerse así alejado de aquel enemigo potencial pero pensó que un hombrecillo insignificante como aquél no podía ser demasiado peligroso. Solo era una fachada poco sólida, un muro débil y sin apenas cimientos. Así pues, con llevar una vida aparentemente anodina, todo iría bien. Algún día confesaría a Remedios la verdad. Ahora no tenía nada que temer. Julián no sabía cuán equivocado estaba.

Una noche, al salir de su encuentro semanal en casa de Don Anselmo, fueron sorprendidos en una redada policial. Alguien se había ido de la lengua o los habían estado vigilando. Pero ¿quién pudo ser el delator?

Detuvieron a todos los asistentes a la reunión clandestina de aquel martes menos a Julián que, por su agilidad juvenil, pudo escabullirse y correr como un galgo hasta llegar a casa de su tía y contarle lo sucedido. Ésta, conocedora de las actividades clandestinas de su marido, aceptó, resignada, lo que hacía tiempo veía como algo inevitable sin reprocharle a su sobrino no haber hecho nada para salvarle de la detención, a pesar de los lamentos de éste. A Julián le quedó la duda de si le habrían identificado a él también. No sería extraño que todos los allí presentes estuvieran fichados como comunistas y, de ser así, irían a por él, esa misma noche o cualquier otra noche pues los agentes actuaban casi siempre con nocturnidad. Se mantuvo, pues, unos días alejado del trabajo y oculto en casa de un buen amigo, rechazando el ofrecimiento de su primo pues su casa no resultaba un refugio seguro, ni para él ni para sus protectores. Si querían apresarlo, irían a buscarle también allí. Pero a Julián nadie le buscó.

Días de angustia sucedieron a la detención del tío Antonio, a la espera de conocer lo que había sido de él. Cuando por fin supieron de su paradero y pudieron verle, casi no le reconocieron por su lamentable estado a causa de las torturas a las que fue sometido durante el interrogatorio. Tras un juicio sumarísimo, el veredicto fue de veinte años de cárcel para cada uno de los encausados, a excepción de Don Anselmo, a quien le cayeron treinta, por instigador. Pero Antonio no llegó a conocer la sentencia pues cuando se hizo pública ya llevaba semanas muerto. Murió al poco de iniciarse el juicio. Las múltiples lesiones internas y el traumatismo craneoencefálico que le produjeron sus verdugos acabaron con su vida.

Julián, que nunca se había perdonado haberle dejado a merced de aquellos asesinos, no podía quedarse de brazos cruzados. Algo tenía que hacer, si no por aquél cuya vida se había apagado en una triste celda, al menos por su memoria y sus ideales. Lucharía en la clandestinidad contra el régimen que tanto daño les había causado. Con casi dieciocho años ya era un hombre capaz de luchar con un arma en la mano. Se uniría a la guerrilla antifranquista de la que su tío tanto le había hablado: el maquis.

 
CONTINUARÁ

 

domingo, 7 de junio de 2015

Julián (I)



Era un caluroso día de verano cuando Julián llegó a la estación de San Bernardo, en Sevilla. Desde que dejara A Coruña, no había dejado de pensar en lo que le depararía la nueva vida que estaba a punto de iniciar. Menos mal que su tía Consuelo, la única hermana de su madre, y su marido, el bueno del tío Antonio, le darían cobijo hasta que un trabajo le procurase un jornal que le permitiera valerse por sí mismo.

Eran tiempos difíciles. La guerra se había cebado con los más humildes y la madre de Julián, viuda desde el comienzo de la contienda, difícil lo tuvo para criarle. Él contaba con solo cinco años cuando su padre le dejó huérfano. Vigués de nacimiento, tan pronto como se confirmó la sublevación militar, el padre de Julián se apresuró a unirse al Frente Popular en la defensa de su ciudad. Su muerte fue extraordinariamente prematura, siendo de los primeros en caer, en la batalla de Vigo, a los dos días de su incorporación a la milicia. Su afiliación al Partido Comunista fue un estigma para la familia que le sobrevivió. Les arrebataron las pocas tierras que habían heredado de sus antepasados y que les habían dado sustento, y la vieja casa. Nadie quiso o se atrevió a ayudarles para no verse comprometidos.

Cuando, en 1940, sus tíos maternos, junto con su primo Antoñito, seis años mayor que él, decidieron abandonar el pueblo para establecerse en A Coruña, su madre no lo pensó dos veces y marcharon con ellos. Allí nadie les conocía y tendrían más oportunidades de llevar una vida tranquila y digna. Pero después de tres años en la capital coruñesa, la situación no había mejorado tanto como esperaban y sus tíos volvieron a emigrar, esta vez a Sevilla, donde ya les habían precedido algunos amigos. Su madre no quiso, en esta ocasión, acompañarlos; no deseaba abandonar su Galicia natal, ya se las apañarían. El marisqueo y la costura les darían de comer.

Ahora, después de un lustro y tras la reciente muerte de su pobre madre, Julián se reencontraría con su escasa familia materna y probaría fortuna en una Sevilla que prometía una vida mejor.

Sevilla era, en 1948, una ciudad con unos 350.000 habitantes y ofrecía, con su incipiente pero intensa actividad constructora, muchas más oportunidades de trabajo para quien, como Julián, tuviera buenos conocimientos de albañilería. A sus diecisiete años recién cumplidos, el muchacho era fuerte y vigoroso y no escatimaría en esfuerzos para ir, de obra en obra, ofreciéndose como aprendiz de albañil.

Su primo Antoñito, que iba para los veinticuatro años, llevaba ya uno casado con Rosario, una guapa sevillana de buena familia, y vivían en el barrio de Santa Cruz, en una casita de esas con patio andaluz. Ella, encinta de tres meses, se ocupaba, como era menester, de la casa mientras que su marido trabajaba como encargado en una tienda de ultramarinos del barrio. No podían ser más felices.

El tío Antonio, desde su llegada a la capital hispalense, había lógicamente ocultado su pertenencia al Partido Comunista en el que había militado activamente, junto con su amigo y luego cuñado, el padre de Julián, durante más de diez años, hasta terminada la guerra. Ahora, de cara a la galería, era un ciudadano respetable y procuraba no delatar su ideología antifascista. En el barrio se le consideraba una persona afín al Movimiento, lo que le favoreció a la hora de encontrar trabajo como contable en el Consistorio, donde nadie puso en duda el certificado de buena conducta falso que presentó, gracias a unos antiguos camaradas con los que seguía manteniendo contacto, y al aval de un buen amigo y empleado del Ayuntamiento.

El tío de Julián llevaba, pues, una doble vida. Por el día era un ciudadano respetuoso con las leyes del régimen franquista y de noche, un día por semana, acudía a una reunión con otros miembros del ilegalizado Partido Comunista, en un piso de la calle Sierpes, propiedad de Don Anselmo, un conocido joyero del barrio, en cuyos bajos tenía instalada la tienda y el taller de orfebrería, y que, en más de una ocasión, había servido de piso franco. ¿Quién iba a sospechar de aquel joyero, un viudo entrado en años, que durante la guerra no había dejado de ir a misa ni un solo día? Así pues, Don Anselmo, a sus sesenta y tantos años, tampoco era quien aparentaba ser. Casi todos los martes, a menos que fuera fiesta de guardar, acogía en su casa a un buen puñado de amigos con los que, según decía a sus crédulos vecinos, jugaba a las cartas –“sin apostar ni una sola peseta, por supuesto, no vayan ustedes a pensar mal”-. Nadie sospechó lo que allí tenía lugar y es que nunca nadie tuvo motivos para desconfiar de aquellos caballeros tan educados que llegaban y se iban sin hacer el más mínimo alboroto, cosa que tenía su mérito habida cuenta del motivo lúdico de sus encuentros.

Julián, que no tenía un pelo de tonto, empezó a sospechar de esas salidas nocturnas; creyó que su tío, quien también ofrecía la misma coartada a sus vecinos (nunca se sabía dónde habitaban los chivatos), le era infiel a su ingenua y bondadosa esposa y que donde se suponía que jugaba al mus en realidad le esperaba una amante. Dolido por tal inmerecida infidelidad hacia aquella mujer a la que quería como a una madre, una noche salió tras él y ya en la calle le abordó echándole en cara su engaño. El hombre, antes de que su sobrino pensara tal cosa de él, tuvo que contarle la verdad. Al cabo de media hora, ambos se hallaban en el salón de la vivienda del joyero junto con otros invitados a ese peligroso juego que era asistir a una reunión subversiva.
 
CONTINUARÁ
 
 


miércoles, 3 de junio de 2015

Gertrudis y la merienda campestre



El frío recorrió su espalda. Gertrudis no había reparado en que las nubes amenazaban lluvia y el aire de esa tarde de otoño era demasiado fresco como para pasarla a la intemperie. Pero no había podido resistirse a la invitación de Anselmo para merendar al aire libre. Hacía mucho tiempo que esperaba una ocasión como aquélla, a solas por unos momentos, sin testigos. Al fin él se había decidido a invitarla. Seguro que le declararía su amor. Así que ni la lluvia ni el frío más intenso la hubiera disuadido de pasar la tarde junto a él en ese paraje tan romántico.

Anselmo, joven heredero de una rica familia de viticultores, llevaba tiempo frecuentando la casa de los padres de Gertrudis con motivo del recién iniciado negocio con su progenitor. Acababan de formar una sociedad exportadora de vinos y licores y este floreciente negocio les obligaba a mantener continuas reuniones de trabajo. Siempre se encerraban en el despacho, portando ambos una copa de coñac en una mano y un puro habano en la otra. Antes de cerrar la puerta tras de sí, Anselmo la obsequiaba con una sonrisa y una mirada que lo decían todo.

Más de tres meses habían transcurrido desde que Anselmo apareciera en su vida y aun no se le había declarado. Gertrudis sabía que sus padres, pero sobre todo su madre, verían con muy buenos ojos una relación amorosa entre ambos. Pero faltaba lo más importante: que el joven, guapo y rico heredero le dijera aquellas palabras que esperaba oír con tanto anhelo.

Y por fin, iba a suceder. ¿Por qué sino la había invitado a pasar una tarde en el campo?

Ensimismada en sus cavilaciones, no se percató que Anselmo le ofrecía una copa de ese vino dulce que a ella le agradaba tanto. Levantó la mirada y allí estaba él, tan guapo y elegante, con su bigotito afilado más propio de un intelectual que de un comerciante.

Con una simulada timidez, Gertrudis aceptó amablemente la copa y dio un sorbo sin apenas mojarse los labios. Debía mantener los modales propios de una señorita de buena familia. Al poco, la muchacha sintió que se ruborizaba cuando él, obsequiándole con una sonrisa, tomó asiento junto a ella, muy cerca, demasiado cerca para quienes todavía no están prometidos. Pero quien algo quiere algo le cuesta, se dijo y, al fin y al cabo, llevaba tanto tiempo esperando esa íntima cercanía…

Tras un brindis por la mistad, la salud y el negocio común, Anselmo carraspeó y la miró fijamente a los ojos. Ha llegado el momento –pensó ella-, por fin me va a declarar su amor.

Anselmo, tragando saliva, dubitativo, casi sin aliento, se decidió a hablar.

-Gertrudis, tengo que pedirle algo y no sé cómo reaccionará. Llevo mucho tiempo dándole vueltas, pensando en cómo formulárselo pero no puedo soportar más esta indecisión, así que…
-Hable sin temor alguno, Anselmo, aunque creo adivinar lo que le inquieta –le interrumpió Gertrudis, ávida por oír la confesión de su amado.
-¿De veras? –preguntó el joven sorprendido y aliviado a la vez.
-Bueno, hable de una vez y saldremos de dudas –le conminó ella.
-Sí, sí, a ello voy, pero antes quiero que sepa que he hablado de ello con su señor padre y me ha dado su consentimiento. –Y aclarándose la garganta, prosiguió con su discurso- Pues quería proponerle…, quería preguntarle…, vamos que quería solicitarle, y perdone mi atrevimiento, si no tendría usted inconveniente en ser una de las damas de honor en mi boda. Es que mi futura esposa casi no tiene amigas en este país, es polaca y….

Unos pitidos intensos anularon toda capacidad auditiva de la pobre Gertrudis, que vio cómo todo a su alrededor se volvía borroso y empezaba a dar vueltas. Alguien, a lo lejos, le hablaba pero no podía captar con claridad qué le decía.

-Gertrudis, Gertrudis, ¿está usted bien? –le preguntaba, angustiado, Anselmo, a la vez que le daba unos suaves cachetes en las mejillas.

Pero Gertrudis, incapaz de reaccionar, lo único que pudo hacer fue perder el conocimiento. Solo los truenos fueron capaces de romper el silencio y la lluvia, por fin, hizo acto de presencia.
 
 
Ilustración: Berenar al camp/Merienda en el campo (1905-1906). Gaspar Homar. Museu Nacional d'Art de Catalunya.