jueves, 21 de noviembre de 2019

Ella y yo



—¿Me oyes? Si me oyes, haz el favor de manifestarte.
—(¿?)
—Te digo que te manifiestes.
—Te… ¿te refieres a mí?
—¡Por fin! Ya era hora de que aparecieras. Me temía lo peor.
—Pe… pero es que no me lo puedo creer. ¡No es posible!
—De hecho, yo también tenía mis dudas.
—Es muy extraño. Me dijeron que nunca podría comunicarme directamente contigo, que mi labor era la de hacerme notar lo justo y necesario…
—¿Cómo que lo justo y necesario? ¡Ahora veo que has sido la culpable de todas mis desgracias!
—No exageres. Yo solo he hecho mi parte, con mayor o menor fortuna, pero el responsable final de todas las decisiones has sido tú. Así que no me líes.
—Bueno, vale. Yo habré tenido parte de culpa en todo lo que he hecho y me ha pasado, pero tú también has jugado un papel muy importante, lo cual, en cierto modo, me alivia.
—Pero ¿exactamente para qué me has llamado? ¿Para darme la culpa de todos tus fracasos? Si de eso se trata, doy media vuelta y me voy por donde he venido.
—Te he llamado para salir de una duda, digamos que existencial.
—¿Cuál?
—Quería saber si realmente estabas ahí.
—Y ¿por qué dudabas?
—Porque últimamente son muchas las veces que me han dicho que no existías.
—¿Y quién te ha dicho esa majadería?
—Sin ir más lejos, Olga, esta mañana, cuando le he dicho que no quería volver a verla. «No tienes conciencia», me ha replicado.
—¿Esta mañana?
—Sí, al poco de levantarme me ha llamado por teléfono.
—Ah, es que esta mañana me he despertado más tarde de lo habitual. Ya sabes, tus resacas me dejan fuera de juego. ¿Y qué le has contestado?
—Nada. He colgado. Me he sentido aliviado. Y entonces he sonreído.

300 palabras




martes, 12 de noviembre de 2019

El indiano



Me llamo Felip Pujol y nací en Barcelona un 12 de octubre de 1950, el llamado día de la Hispanidad. En casa siempre lo celebrábamos porque, me decían, mi bisabuelo, Ramón Pujol, había hecho las américas. Le llamaban “el indiano”, como a todos los que volvían a su tierra después de haber amasado una fortuna en las colonias españolas. De él heredamos esta mansión, que mi abuelo primero y mi padre después conservaron como el primer día. Yo la heredé al fallecer mi progenitor, hace ya siete años. Sin embargo, no he podido disfrutarla, como propietario, hasta que no me he jubilado. No podía dejar mis negocios en manos de mis dos hijas hasta que no hubieran demostrado verdaderas dotes de liderazgo, cosa que no se aprende de un día para otro.
Elisa, mi mujer, falleció poco después que mi padre, por lo que el trabajo ha sido hasta hace poco mi única ocupación y consuelo. Ahora, ya liberado de penas y obligaciones, puedo dedicar mi tiempo libre a hacer lo que me plazca, y lo primero que me vino a la mente fue hurgar en el árbol genealógico familiar.
La historia de mis padres y abuelos era bien sabida y datos no me faltaron para reconstruirla en poco tiempo, no así la rama anterior a la de mi abuelo paterno. De la vida de mi bisabuelo, su padre, no había constancia más que lo que todos sabíamos. Hombre emprendedor, viajero, aventurero y mujeriego ─se decía que había tenido algún hijo bastardo fruto de un amor prohibido con una negra en Cuba. Eso ya lo indagaría más tarde—, pero solo me interesaba conocer la vida como comerciante en aquella isla caribeña y cómo amasó su fortuna. ¿Una plantación, quizá? ¿Cacao, azúcar de caña, café, tabaco? ¿Con qué comerciaba Ramón Pujol que le reportó tantos beneficios?
Lo único claro y constatable era que fue un hombre de gran reputación entre la burguesía catalana y que llegó a ocupar varios cargos municipales de relevancia. Incluso se le concedió una medalla por su filantropía.
Después de varias semanas de constante estudio de los papeles familiares y de los archivos del ayuntamiento, seguía sin obtener resultados.
Visto lo visto, como tiempo me sobra y dinero también, sea dicho de paso, y además soy una persona que no se arruga frente a los obstáculos y que cuando empieza una cosa no la deja a medias, decidí trasladarme a la isla de Cuba. Me dije que si al cabo de dos semanas no obtenía ningún resultado entonces sí tiraría la toalla, pues seré terco, pero no insensato. Siempre he calibrado la eficiencia en todo lo que he hecho. Si algo no da el fruto esperado tras invertir el tiempo y dinero necesarios, hay que abandonarlo.
Una vez en Cuba, toda mi actividad se desarrolló en las dependencias del Archivo Nacional, en la Habana Vieja. Con la debida autorización expedida a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, pude hacerme con abundante material de la época en que mi bisabuelo estuvo comerciando en ese país, entre 1880 y 1900, aproximadamente.
Cuando casi estaba a punto de expirar el plazo que me había marcado, encontré lo que buscaba, pero nuca me imaginé lo que encontraría. Bajo el nombre de Ramón Pujol y Muntaner, figuraba una larga exposición de hechos y fechas, con la descripción de una única actividad comercial: esclavista. No lo podía creer. ¡Mi abuelo traficó con esclavos! Durante casi veinte años. Él era uno más de la extensa lista de esclavistas catalanes. Había oido hablar de ello, pero nunca me imaginé que aconteciera en el seno de mi familia, la honorable familia Pujol. También había leído sobre famosos esclavistas españoles que luego acabaron formando parte de la élite aristocrática, como Antonio López, el Marqués de Comillas. Pero uno nunca piensa que algo tan deleznable pueda haber anidado en su propia familia y, aun menos, que haya sido el origen de todos sus bienes, pasados y presentes.
Una vez de nuevo en casa, me asaltó una terrible duda: ¿debía informar de mi hallazgo a mis hijas o sería mejor enterrar el secreto conmigo?
Contrariado como estaba, llegué a pensar en vender todas nuestras propiedades y donar el dinero resultante a los más necesitados. Pero ¿de qué vivirían mis hijas? ¿Y mis nietos? ¿Qué culpa tenían de lo que había hecho uno de sus antepasados? Y yo ¿qué culpa tenía? Otra de las preguntas que me hice fue si mi padre supo de las andanzas de su abuelo allende los mares. Mi abuelo sí debió saberlo. O no. Nació un año después de volver su padre de Cuba. Muy probablemente nunca se habló del tema en su presencia. Pero ¿nunca se lo preguntó mientras vivía? ¿Nunca le picó la curiosidad por saber qué había hecho su padre para hacerse tan rico?
En fin, quizá le dijeron lo que yo creí, que comerció con frutas y especias y ahí quedó la cosa. Y si llegó a descubrirlo, quizá prefirió correr un tupido velo y olvidarse del tema.

***

Acabo de encargar en el Centro de Estudios Genealógicos un documento sobre el árbol genealógico familiar. Va a costar mucho dinero, pero vale la pena el dispendio a cambio de limpiar la imagen de mi ancestro. Ha costado mucho convencerles, pero finalmente han aceptado. No puedo permitir que un periodista metomentodo investigue mi pasado familiar, ahora que me acabo de meter en política, y arruine mi incipiente carrera en el Parlament. Una vez disponga del documento, ya me encargaré de hacerlo llegar a las manos adecuadas. No sé en qué estaría pensando cuando me planteé tirarlo todo por la borda. Hay que pensar en la familia y mirar al frente, nunca al pasado.



* Casa de indiano en Begur (Girona). Imagen obtenida de internet.
** Estatua de Antonio López López en Barcelona