jueves, 22 de noviembre de 2018

Conocer el futuro



Lo que os voy a contar, por increíble que parezca, le ocurrió a un buen amigo mío. Yo fui testigo directo del desenlace de esta historia y aun hoy me pregunto cómo pudo suceder. Siempre me reprocharé haber permitido que llegara a ese extremo.

Al cumplir la treintena, Luis empezó a obsesionarse por su futuro. Por mucho que le dijeran que lo verdaderamente importante en esta vida es el presente y que lo viviera con intensidad sin importarle el mañana, él hacía oídos sordos.

Consultó a videntes, echadores de cartas, lectores de los posos del café, quirománticos y toda clase de adivinadores, quedándole siempre la impresión de haber sido engañado. No perdió, sin embargo, la esperanza de hallar a alguien realmente cualificado para predecir el futuro.

Aseguraba que sin conocer lo que le depararía el día de mañana no podría tomar ninguna decisión acertada, pues nada es fruto de la casualidad y que lo que uno hace y cómo lo hace hoy es la base de su vida futura, tanto en lo profesional como en lo personal. Decía que deseaba lo mismo que cualquier agente de bolsa o apostador: disponer de información privilegiada para jugar sobre seguro.

Una noche de copas, volvió a salir el tema a colación. Éramos cuatro y el alcohol corría por nuestras venas a rienda suelta. En respuesta a nuestras burlas sobre su ─para nosotros─ ridícula obsesión, afirmó con rotundidad que estaba dispuesto a ofrecer una considerable suma de dinero a quien le asegurara sin un ápice de duda su porvenir.

Alguien debió oír esta propuesta porque al día siguiente recibió una misteriosa llamada telefónica. Una voz al otro lado de la línea le citaba, a las ocho de la tarde, en un parque de la periferia, asegurándole que, si acudía, obtendría lo que tanto deseaba: conocer su futuro. Aunque con reservas, Luis aceptó la invitación. A la hora convenida estaría en el lugar indicado por el misterioso personaje.

En el último momento, sin embargo, Luis tuvo un mal presentimiento. Algo le indicaba que fuera con cuidado, que quien le había citado no era de fiar. ¿Por qué, si no, le había invitado a acudir a un lugar tan aislado y solitario a aquella hora en pleno invierno? Aunque se consideraba un hombre valiente, que no se amedrentaba ante ningún peligro, sus dudas acabaron obligándole a confesarme lo que iba a hacer. Obvia decir que intenté persuadirle de que no cometiera tal disparate, que lo más probable era que se tratara de un desaprensivo que había oído la conversación y lo único que pretendía era estafarle. Ante su rotunda negativa, me ofrecí a acompañarle. Me mantendría oculto a una distancia prudencial, atento a lo que ocurría, por si acababa necesitando ayuda.

A la hora indicada, en el punto de encuentro se hallaba esperándole un individuo a quien no pude ver con claridad. Estaba agazapado bajo un gran plátano e iba vestido con un chándal. Llevaba puesta la capucha. Eso me dio mala espina. Por su complexión no parecía ser un hombre fuerte. En caso de que intentara agredir a mi amigo, podría fácilmente tumbarlo con un par de derechazos. De algo podrían servir mis horas de gimnasio.
 
Habíamos convenido que, antes de soltar la pasta, le pediría al sujeto pruebas de su fiabilidad como vidente, como que le adivinara algo que solo él y sus más íntimos allegados supieran. Luis debió quedar satisfecho, pues observé cómo le extendía un cheque. Una vez este hubo desaparecido en uno de sus bolsillos, el encapuchado extrajo del mismo un cuchillo de considerables dimensiones. En cuestión de segundos vi cómo el supuesto vidente le clavaba el arma en el pecho y cómo Luis se derrumbaba como un títere al que le han cortado los hilos.

Tal fue el estado de estupor que me invadió al ver a mi amigo desplomarse a sus pies, que tardé en reaccionar más de lo debido. Mientras corría para intentar auxiliarlo, el asesino desaparecía entre la espesura del parque.

Cuando llegué al lado del cuerpo inerte de Luis, vi cómo emergía de su pecho, a la altura del corazón, la empuñadura del cuchillo. Con manos temblorosas llamé al 061 para que enviaran de inmediato una ambulancia. Mientras hablaba con la operadora vislumbré que algo revoloteaba junto al cuerpo de mi amigo. Era un cheque al portador por valor de varios miles de euros, el que Luis había firmado hacía tan solo unos minutos. ¿Por qué su asesino había dejado tirado el cheque con el que le pagaba su servicio? ¿Se le habría caído del bolsillo al sacar el cuchillo? De pronto, oí un gorgoteo que me hizo dar un respingo. Era Luis, que intentaba infructuosamente respirar entre borbotones de sangre. Me miró con ojos vidriosos. Parecía querer decirme algo. Me agarró de la solapa y me atrajo sin apenas fuerzas. Acerqué mis oídos a sus labios. Solo pudo decir unas pocas palabras antes de exhalar su último aliento: “He visto sus ojos brillantes y su sonrisa cruel. Tenía que haberlo adivinado”.

Hasta al cabo de unos días no acerté a comprender lo ocurrido. Nadie me cree. Luis no deliraba, dijo la verdad. Descubrió la identidad de aquel sujeto, o debería decir ente, demasiado tarde. Solo la muerte conoce nuestro futuro.



domingo, 4 de noviembre de 2018

Una pesadilla




He pasado una noche fatal, despertándome a cada hora sin motivo aparente. Me embargaba una angustia indefinible. Sentía una extraña sensación de irrealidad, como si estuviera fuera de lugar, como si fuera un ser extraño o algo terrible tuviera que sucederme de un momento a otro. Mi corazón latía desbocado y la respiración era agitada. Parecía una crisis de ansiedad o un ataque de pánico. Incluso temía salir de la cama, como si esta fuera mi refugio salvador.

Cuando, por fin, me he levantado, todo ha vuelto a una relativa normalidad, pero solo momentáneamente. El simple acto de cepillarme los dientes, se ha convertido en un ejercicio extraño, como si nunca antes lo hubiera hecho. El cepillo se me ha caído varias veces de las manos. Hacer el café, verterlo en la taza y sujetarla por el asa, me ha resultado más dificultoso que de costumbre. Mi destreza se ha visto de pronto anulada. Parecía un niño torpe que aprende a manejar las cosas. Abrocharme la camisa y la americana me ha llevado más tiempo de lo estrictamente necesario. Peor ha sido hacerme el nudo de la corbata. He tenido que repetirlo más de diez veces para que saliera algo aceptable. Era evidente que algo extraño y posiblemente grave me estaba ocurriendo. Podía tratarse de un ictus. Llegué a temer, incluso, que algo desconocido se había apoderado de mí.

En la oficina me he sentido igual de torpe. No lograba ser mínimamente hábil. En más de una ocasión se me ha derramado el café, manchando todos los papeles que tenía sobre la mesa, y algún que otro expediente ha estado a punto de dar contra el suelo al abrirlo. La ansiedad ha hecho nuevamente acto de presencia, pero con mayor intensidad. Era como estar viviendo una pesadilla. No he tenido más remedio que inventarme una excusa y marcharme. He pensado que lo mejor era que me viera un médico, aunque no supiera qué decirle. Así que me he presentado en el servicio de urgencias del ambulatorio más cercano.

Ha sido, desde luego, una decisión acertada, aunque el diagnóstico me ha pillado por sorpresa. Esperaba que, en el peor de los casos, todo fuera resultado de una infección por un virus extraño, que es a lo que se recurre cuando no se sabe con exactitud qué explicación dar a una dolencia desconocida. El médico que me ha atendido ha sido muy meticuloso en la exploración. Ha resultado ser todo un profesional. Aunque al principio parecía desconcertado al relatarle los síntomas, al cabo de una hora larga de intenso reconocimiento, ha dado con la explicación del misterio.

Lo que me ha ocurrido es algo realmente insólito, probablemente sea el primer caso que se registra en la historia de la medicina. No ha podido asegurarme que sea reversible, pero por lo menos no es grave y podré adaptarme perfectamente a mi nueva situación, con paciencia, eso sí. Hay muchísimas personas a quienes les pasa lo mismo, aunque lo suyo es algo que ya se manifiesta a muy temprana edad y, por ello, es mucho más fácil detectarlo, aceptarlo y que los afectados se adapten a su condición con naturalidad. Antes había quien lo consideraba una enfermedad, algo antinatural, y pretendían corregirlo como fuera. Ahora todo es distinto, hemos progresado, somos más tolerantes y ya se considera como un hecho habitual, aunque siga siendo poco frecuente.

De todos modos, si no me adapto y me produce un gran malestar, el médico me ha dicho que puedo intentar recurrir al procedimiento que antaño se utilizaba para corregirlo, aunque no me lo recomienda. Podría atarme la mano izquierda a la espalda para inmovilizarla y así, con mucha paciencia, revertir el proceso. Porque lo que me ha ocurrido es que, por motivos del todo inexplicables, me he vuelto zurdo.


*Dedicado a todos los zurdos y zurdas que alguna vez en su vida se hayan sentido discriminados por el mero hecho de serlo