viernes, 29 de abril de 2016

La tarde en que cambió mi vida



Una tarde de primavera estaba tumbada en la cama viendo una película cuando una llamada insistente de teléfono me obligó a interrumpir ese grato momento de ocio para atender al impertinente que pretendía incordiarme desde el otro lado de la línea.

Al oír su voz me temí lo peor. Marcos siempre me había traído complicaciones, incluso después del divorcio. De eso hace ya cinco años y todavía no he podido librarme de él. Siempre me llama o se presenta sin previo aviso para pedirme lo mismo: dinero y favores.

No sé qué pude ver en él cuando decidí unir mi vida a la suya. Su físico, su simpatía y labia me cautivaron. Al principio me reía mucho con él, hasta que me di cuenta que las tonterías que hacía y decía no eran fruto de una comedia sino de su forma de ser. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que algo no andaba bien en su cabeza de chorlito.

Por si fuera poco, era un perfecto inútil. Gracias a mis habilidades siempre era yo quien tenía que arreglar lo que él estropeaba, que no era poco. Yo era su “arréglalo-todo”, su manitas, su salvadora, como solía llamarme.

Nadie diría que bajo esa planta de aventurero se escondía un majadero y un insensato impulsivo. Era capaz de hacer cualquier estupidez para impresionarme. Era peor que un niño. Siempre necesitaba a alguien que le dijera lo que debía hacer y lo que no. Desde que nos divorciamos, anda más perdido que una gamba en el desierto. Más de una vez le he tenido que sacar de un apuro por su mala cabeza. Al principio me daba pena. Le veía desorientado, sin rumbo, malviviendo a base de trapicheos y negocios turbios. Pero hace tiempo que decidí que ya no me haría cargo de él. Es lo suficientemente mayorcito como para espabilarse solo y acarrear con las consecuencias de sus actos.

Con el auricular en el oído, estaba decidida a negarle lo que fuera que me pidiera cuando, antes de que pudiera articular una sola palabra, oí que me decía:

―Marta. Por fin lo he conseguido. Soy rico, muy rico.

Ante mi mutismo, de puro asombro, continuó:

―Voy a devolverte todo el dinero que me has prestado y mucho más. Te dije que un día la suerte me sonreiría y que entonces te compensaría por todo lo que hacías por mí. Y ha llegado el momento. En menos de media hora estoy ahí. No te muevas.

No me dio tiempo a rechistar que ya había colgado.

Nunca imaginé que Marcos pudiera llegar a tal grado de imbecilidad.

Su presunta riqueza se esfumó tan pronto como la policía nos detuvo, es decir en menos de media hora, el tiempo que tardó Marcos en llegar. Su idiotez me ha arrastrado con él a la cárcel. Sin posibilidad de fianza. El juez consideró que había riesgo de fuga y mi abogado dice que, en el mejor de los casos, me pueden caer diez años por cómplice.

¿A quién se le ocurre robar un furgón blindado y venir a mi casa para que le ayudara a abrirlo?
 
 

martes, 19 de abril de 2016

La familia Sanjurjo



Joaquín Sanjurjo era hijo único. Nacido en el seno de una familia adinerada, había sido criado con todo tipo de comodidades. Mimado por sus padres y abuelos, creció rodeado de caprichos, le concedían todos sus deseos y le toleraban toda clase de excentricidades. Cuando terminó los estudios, decidió tomarse un año sabático y dar la vuelta al mundo antes de incorporarse al negocio familiar.

Tuvo, sin embargo, que volver precipitadamente a casa cuando, por Skype, su madre le informó que su progenitor había caído enfermo y estaba muy grave.

―Un tumor cerebral muy agresivo, un glioblastoma creo que le llaman, está acabando con su vida a pasos agigantados -le dijo intentando sofocar el llanto.
―¿Así, de repente? –fue todo lo que acertó a preguntar Joaquín.
―Sí hijo. Hace unos días tuvo un mareo y le empezaron a fallar las piernas. En el hospital le practicaron una resonancia magnética cerebral que arrojó este horrible diagnóstico. Le dieron un mes de vida pero creo que no llegará a vivir tanto. Ven cuanto antes. Quiere verte.

Ante el lecho de muerte de su padre, Joaquín no pudo reconocer a aquel hombre que tan solo hacía dos meses estaba lleno de vitalidad. Tenía ante él a un despojo irreconocible, carcomido por la enfermedad, y que al verle levantó con gran dificultad una mano haciéndole señas para que se acercara.

Su debilitada voz era casi inaudible. Aproximando su oído a los labios del moribundo, Joaquín pudo, a duras penas, captar el mensaje que su padre quiso transmitirle antes de morir.

Tras un instante de vacilación, el joven, transmudado y más pálido que la sábana que cubría aquel cuerpo esquelético, se irguió como si le hubiera impulsado un resorte invisible y salió precipitadamente de la estancia, dejando a su madre boquiabierta.

Salió al jardín y se sentó bajo el árbol al que tantas veces había trepado de pequeño y cuyas hojas le protegieron de la lluvia que acababa de hacer aparición como si derramara las lágrimas que Joaquín era incapaz de verter.

¿Sería cierto lo que acababa de confesarle su padre o solo era fruto de las alucinaciones propias de un moribundo? Tarde o temprano lo averiguaría. De momento, no diría nada a nadie. Si su madre le preguntaba por el motivo de su reacción, le diría que había sido la emoción del momento.

Tras las exequias, oficiadas una semana más tarde, Joaquín se propuso comprobar la veracidad de aquellas palabras. Al día siguiente, al despuntar el alba, Joaquín se encaminó, provisto de una pala, hacia el bosque donde se suponía que descubriría la verdad o la farsa de aquel sórdido asunto.
 



Siguiendo las turbias indicaciones de su agonizante padre, Joaquín halló lo que buscaba. Unas piedras dispuestas en forma de cruz sobre un pequeño montículo señalaba el lugar. Cuando hubo terminado de cavar, jadeante y sudoroso, Joaquín descubrió lo que temía: un bulto del tamaño de una persona, burdamente cubierto por una sábana deshilachada. Lo que contenía aquella mortaja era lo que le había confesado su padre en un arrebato de arrepentimiento: un cuerpo descompuesto cuya calavera dejaba a la vista dos dientes de oro.

La visión de aquellos dientes le retrotrajo a su infancia. Recordó a su querido abuelo alzándole en volandas. Y dos dientes de oro asomando de su boca siempre que reía a carcajadas. Recuerda la repentina desaparición de su abuelo paterno. Nadie supo dar cuenta de su paradero. Todos creyeron la versión de su padre y de su tío que sugería un suicidio debido a la depresión que el hombre padecía a causa del fallecimiento repentino de su hermana melliza, con la que estaba tan unido. Nunca se halló el cadáver y el caso se cerró sin más pesquisas.

Ahora Joaquín sabía la verdad y por qué su padre y el hermano de éste habían heredado toda la fortuna familiar en contra del resto de miembros que componían el numeroso clan Sanjurjo. Para atar cabos, encargaría, con absoluta discreción, un estudio grafológico del testamento manuscrito en el que su abuelo lo dejaba todo a sus dos hijos varones. Este estudio revelaría si la letra era la de su padre o la de su tío. ¿Habían asesinado ambos al abuelo para quedarse con el imperio que éste había levantado con sus propias manos, dejando a sus cuatro hermanas fuera del negocio?

Solo quería saber la verdad porque así debía ser. No le gustaba dejar cabos sueltos. Fuera cual fuera el resultado, guardaría silencio. A fin de cuentas, si trascendiera la verdad él se vería privado de una gran fortuna. Su tío paterno no había tenido descendencia. Él sería el heredero universal. Por cierto, ¿cuántos años tenía su tío? ¿Y cómo andaba de salud?
 
 

 

miércoles, 6 de abril de 2016

Ildefonso


Ildefonso Murillo, a sus treinta y tantos años, era un individuo gris, de esos que pasan desapercibidos, de los que nadie se fija ni aunque tropiecen con ellos en la calle.

No se había casado, vivía con su madre viuda –todo un carácter-, y era funcionario de Correos y Telégrafos. Empezó a trabajar de cartero cuando dejó los estudios secundarios y seguía ocupando el mismo cargo. Llevaba casi veinte años en la misma oficina de correos de su localidad y todavía no se había granjeado las simpatías de sus compañeros. Le llamaban “el caballero”, pero no penséis que ello se debía a sus modales, que eran sin duda los de un perfecto “gentleman”, sino que era una alusión a “el caballero de la mano en el pecho”, el famoso óleo de El Greco. Y es que Ildefonso era el vivo retrato de ese retrato, valga la redundancia. Delgado, muy serio, con unas orejas un poco prominentes y una frente despejada. Y para acabar de rematar la similitud, un mostacho y barba picudos.

Si su vida laboral era anodina, la familiar era un infierno, motivo por el cual prefería pasarse casi todo el día fuera de casa. Su madre era su polo opuesto. En este caso, sin embargo, los polos opuestos no se atraían. Más bien se repelían. La madre de Ildefonso, Filo para los -pocos- amigos, doña Filomena para los vecinos, era de armas tomar. Consideraba a su hijo un pusilánime, un débil de carácter, y como tal le trataba.

―Claro que no has encontrado novia. Si eres tan soso y tan poca cosa, ¿cómo se van a fijar en ti? –le repetía su madre hasta la saciedad.
―Ya sabes que nunca he querido encontrar pareja. No sirvo para estar casado. Quiero hacer lo que se me antoje y no depender de nadie –replicaba aun a sabiendas que vivía en contradicción con esos falsos anhelos.
―Ya, ya. Ya conoces la fabula de la zorra y las uvas, ¿no? Pues eso, solo que tú de zorro no tienes nada, más bien eres un corderito  –le contestaba desdeñosamente la mujer.
―Y tú una viuda amargada. Eso es lo que eres –decía él para sus adentros. ¿O acaso os habíais imaginado que lo había expresado en voz alta? Jamás se atrevería a contrariar a su detestable madre.

Ildefonso jugaba a la lotería nacional, a los ciegos, a la primitiva y hasta hubiera jugado al tres en raya si eso le hubiera proporcionado dinero suficiente para meter a su madre en una residencia y largarse bien lejos. También frecuentaba el Bingo de la calle Urgell. Iba todos los sábados para pasar el rato y sentirse acompañado, aunque fueran unos desconocidos aquéllos con los que compartía mesa. Solía ganar, a lo sumo, un puñado de euros. Poca cosa. Simplemente le gustaba el ambiente. Y la chica rubia que cantaba los números. Rossi, oyó que la llamaban. Era su amor secreto. Casi podría decirse que era un amor platónico pues se limitaba a contemplarla y suspirar. Parecía muy joven, por lo menos debía tener diez años menos que él. Y era muy guapa. Demasiado joven y guapa para él, pensaba.

Una noche, al cerrar el local, la siguió de lejos. Nadie la esperaba a la salida y se fue sola andando hasta la que supuso sería su casa, a cuatro calles más abajo. Desde entonces, Ildefonso hacía lo mismo cada sábado. La seguía y se la imaginaba a su lado, caminando juntos cogidos de la mano. Esa ensoñación se la llevaba a casa y al trabajo. Cuando quería abstraerse de su madre o de algún problema laboral, pensaba en Rossi.

En asuntos del amor Ildefonso era un incompetente pero en el trabajo se mostraba muy meticuloso. No era ni afortunado en el juego ni en amores. El trabajo era lo único que tenía seguro.

Desde hacía un par de días su mayor problema no era Rossi ni su odiosa madre sino un paquete postal. Había pasado todo el fin de semana dándole vueltas. Pero del lunes no pasaba. Se lo comentaría a su jefe. Aunque éste pudiera pensar que no tenía iniciativa, no quería tomar una decisión precipitada. 

El lunes, al llegar a la oficina de correos, se dirigió al despacho de don Javier Portillo, su superior inmediato.

―Don Javier, disculpe que le moleste por una nimiedad pero resulta que hemos recibido un paquete certificado dirigido al señor alcalde que no podemos entregar correctamente porque contiene un error en su NIF –le informó de corrido temiéndose una respuesta airada, dado el mal carácter del interfecto.
―¿Pero el nombre y apellidos son correctos? –le preguntó don Javier.
―Sí, eso sí pero la letra que sigue a los ocho dígitos es incorrecta. Figura una ene donde debería haber una eme.
―Eso habrá sido un error de quien rellenó el impreso del envío certificado. El señor alcalde sabrá si está esperando un paquete y conocerá el remitente, digo yo –replicó, impaciente, el jefe con cara y tono de jefe.
―Pues ahí está el problema: que el señor alcalde no quiere aceptar el paquete porque no se fía, ya que no conoce a quien lo envía.
―Pues devuélvanlo al remitente, que es lo que procede y que él se apañe. ¿O es que después de tantos años todavía no conoce el procedimiento, señor Murillo?
―Sí, claro, pero es que el remitente ya no existe. Lo he comprobado.
Y antes de que  el señor Portillo pudiera decir esta boca es mía, Ildefonso soltó lo que llevaba todo el fin de semana sospechando.
―Creo que se trata de un paquete bomba.
―Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¡Cómo va a ser un paquete bomba! Usted ha visto muchas películas, eso es lo que ocurre. Mire, vuelva a casa del señor alcalde y le dice que lo abra y si lo que contiene no es de su incumbencia, pues se destruye y santas pascuas.

Pero Ildefonso no podía hacer tal cosa. En lugar de esa barbaridad –imagínese que explota al abrirlo, le había replicado a su jefe antes de que éste le enviara a freír espárragos- se fue directamente a las dependencias de la Policía Local.

―Aquí no tenemos ningún escáner ni ningún detector de metales con el que comprobar lo que usted dice –le interpeló el cabo de guardia.
―¿Y no podrían reclamar la presencia de un artificiero?
―¿Un artificiero? ¿Está usted de broma? ¿Qué prueba tiene de que haya un  explosivo dentro de ese paquete, eh? ¿Y si luego resulta que hay unas cajas de turrones, por poner un ejemplo, qué?
―Pero es que pesa mucho para ser turrones, por poner el mismo ejemplo –insistió Ildefonso viendo que tenía la batalla perdida.

Dada la situación de incomprensión y desamparo, Ildefonso se adentró en un bosquecillo cercano a su casa  y dejó el paquete sospechoso en el centro de un claro. ¿Cómo iba a abrirlo sin resultar herido o, peor aún, muerto?, pensó.

Y en estas estaba cuando vio aproximarse a un jabalí -animal harto frecuente por aquellos parajes-, seguramente en busca de alimento. Harto estaba su tío Ambrosio de los desmanes perpetrados en su huerto por esos parientes salvajes de los cerdos. Pero Ildefonso, un defensor a ultranza de los animales, no podía permitir que ese pobre jabalí sufriera daño alguno.

No hubo tiempo de ahuyentar al mamífero artiodáctilo de la familia de los suidos. Un brutal estruendo acompañado de una llamarada lanzó al animal, o debería decirse a los pedazos de lo que había sido hasta bien poco un animal, por todo el contorno. Algunos pinos quedaron seriamente dañados. Lo único positivo de aquella explosión fue que no quedó ni rastro de la procesionaria del pino que traía de cabeza a los guardas forestales y al ayuntamiento en pleno.

A Ildefonso solo le quedaron unos rasguños y quemaduras sin importancia en cara y manos, las únicas partes del cuerpo desprotegidas en el momento de la deflagración, la cual fue audible a varios kilómetros a la redonda.

Los telenoticias se hicieron rápidamente eco de lo sucedido.

Cuando se aclararon los hechos, siendo el alcalde, destinatario de tal misiva, el primer interesado en ello, Ildefonsso pasó de ser un don nadie a un héroe local, en primera instancia, y nacional en segunda. Las pesquisas apuntaron a una célula islamista durmiente que se había instalado en la pequeña localidad de Villa Molinos de los Reyes, célula que fue desmantelada y sus integrantes detenidos.

De este modo, Ildefonso vería sus sueños hechos realidad. El primero de ellos, escribir un libro, no se hizo esperar. Le llovieron ofertas de las más prestigiosas editoriales del país. Lo tituló “el hombre que no tuvo miedo”  En él contó, con más exageración y menos pericia de las necesarias, su heroica experiencia. Fue un éxito de ventas.

El segundo de sus sueños cumplidos fue el de ser famoso. Obtuvo el reconocimiento público, le otorgaron la medalla al valor y le nombraron hijo predilecto de la Villa.

El tercer sueño materializado fue el de ser rico, o medianamente rico, o ligeramente rico; no era excesivamente ambicioso. Recibió una sustanciosa recompensa económica que invirtió en su cuarto sueño: acomodar a su madre en una residencia para la tercera edad y ser, por fin, libre.

El quinto y último sueño no esperaba poder verlo cumplido. Si antes era desafortunado en el juego y en amores, su suerte cambió radicalmente. No sabríamos decir si fue la fama, el dinero o ambas cosas, pero se hizo con el corazón o, por lo menos, con el afecto y buena disposición de Rossi. Gracias al aumento salarial derivado de su fulgurante ascenso y al nuevo cargo de concejal de Seguridad Ciudadana, cambió el pisito con olor a rancio por un moderno y acogedor apartamento que compartiría con su amada.

Pero de todo ello, de lo que más disfrutó, más incluso que el amor que decía profesarle su querida Rossi, fue de la seguridad en sí mismo, de su recién estrenada autoestima. Ya no era el pusilánime de antaño, el don nadie, ese con quien la gente se cruzaba sin verlo. Ahora era otro hombre, un hombre maduro –algunas canas le habían surgido del susto  de la explosión- e interesante. Ahora, cuando se miraba al espejo le parecía que éste reflejaba la imagen de un hombre incluso atractivo. El patito feo se había convertido en un bello cisne.

Y como colofón, sus compañeros dejaron  de llamarle “el caballero” para apodarle “el James Bond de Villa Molinos de los Reyes”.
 
 

 

sábado, 2 de abril de 2016

Microrelato de amor novecentista

Y tras el breve paréntesis, vuelta al romanticismo de antaño, con un microrelato surgido del baúl de los recuerdos
 


Nunca experimentó gozo más efímero que cuando vio que en sus ojos risueños el reflejo de la sorpresa mudaba en el del hastío más desalentador.

Nunca una mirada acabó siendo tan dolorosa, produciéndole un hondo pesar. Él, que esperaba con anhelo mostrarle, de viva voz y no con su ya gastada pluma, cuán profundos y sinceros eran sus sentimientos, sintió al instante una terrible punzada en el costado.

La mirada de indiferencia de su amada, salpicada de desdén, fue la lanza que le hirió mortalmente.

La muerte, sin embargo, no fue instantánea, como hubiera deseado. Le sobrevino, tras una larga agonía, el día en que volvió a verla, feliz y radiante, luciendo, del brazo de su peor enemigo, un bellísimo vestido de novia.