viernes, 20 de julio de 2018

Lo que os habéis perdido sin querer




En la última entrada en mi “Cuaderno de bitácora”, antes de cerrarlo por vacaciones, trataba de los inconvenientes de este descanso estival en lo que a viajes y aglomeraciones se refiere. Aquí debo añadir otro: la soledad en la que quedan algunos blogs desde el momento en que muchos lectores deciden abandonar la blogosfera y lanzarse al espacio exterior, el del mundo real, para no volver al virtual hasta septiembre.

De este modo, los que hemos seguido publicando, hemos visto ─por lo menos un servidor─ cómo las visitas a nuestros sucesivos relatos han ido declinando progresivamente. Personalmente, me he sentido como el niño que va en julio a la guardería con ese juguete tan chulo que le han regalado por su cumpleaños, para enseñárselo a sus compis, pero la mayoría han dejado de ir porque sus papás se tomaron vacaciones y se los han llevado con ellos. Y así el chavalín, con su juguete nuevo en las manos, tiene que conformarse con enseñárselo a diez de los veinte amiguitos de la guarde. Y sus papás, para consolarlo, le dicen que tranqui, que ya se lo enseñará a los demás el curso que viene. Eso si vuelven todos, claro.

Mis juguetes del mes de julio son “Malditos vecinos” y “La maldición”. Ya veis, ambos con cosas malas. Algunos compañeros lectores (según la RAE ya no es necesario hacer distinción de sexos, con el masculino vale) que han seguido al pie del cañón han tenido la posibilidad de leerlos y comentarlos, pero se ha notado el declive al que me he referido anteriormente. De este modo, he decidido también bajar la persiana antes de lo deseado, dejar el nuevo relato que tengo entre manos hasta el inicio del nuevo curso, y colgar el cartel de “Cerrado por vacaciones”.

Para aquellos curiosones que quieran saber de qué iban mis dos últimos relatos, aquí les dejo los respectivos enlaces, de este modo no tendrán que buscarlos:


Felices vacaciones para los que leáis esto antes de marcharos y bienvenidos de nuevo aquellos que lo hacéis tras haber regresado.





viernes, 13 de julio de 2018

La maldición



Cuando compramos aquella vieja casona del pueblo donde solíamos veranear, con la intención de rehabilitarla y convertirla en nuestra residencia habitual, la gente nos miraba con cara aviesa. Al principio pensamos que sería porque no les gustaba que unos forasteros se hicieran con una propiedad que había pertenecido a una insigne familia de la comarca, tal como indicaba el blasón que lucía en la fachada. La vivienda, un edificio del siglo XVIII, había permanecido deshabitada durante cien años, de ahí que estuviera en tan mal estado. ¿Qué mejor que volverla a su estado original y conservarla en perfectas condiciones habitándola? La gente de pueblo tiene a veces cosas muy raras.

Un día, uno de los vecinos vino a vernos. Nosotros estábamos recorriendo las dependencias, junto con un arquitecto técnico, para tomar nota de los desperfectos y las modificaciones que considerábamos necesarias para hacerla habitable y cómoda.

“Esta casa está maldita”, nos dijo sin ningún reparo. Ante nuestra cara de estupor, se reafirmó añadiendo que si nos quedábamos a vivir allí no dormiríamos tranquilos ni una sola noche por culpa del espíritu que la habitaba, motivo por el cual nadie había querido comprarla. Su antiguo propietario y morador había sido un hombre famoso, pero no solo por su linaje sino también por su maldad. Se decía que su alma había quedado atrapada entre esas viejas paredes. ¿Qué interés podía tener aquel vecino en hacernos creer esas paparruchas? ¿Por qué esa advertencia para que no nos quedáramos a vivir allí? Lo dicho: la gente de pueblo tiene a veces cosas muy raras.

Cuando por fin pudimos habitarla, mucho después de lo esperado y tras un dispendio mucho mayor de lo previsto, comprobamos que lo que aquel hombre nos había dicho parecía cierto. La casa temblaba, todas las noches, desde los cimientos hasta la chimenea más alta. Por raro que parezca, acabamos acostumbrándonos a ese ajetreo nocturno, incluso a los poltergeists que, de vez en cuando, acompañaban a esas violentas vibraciones. Si todo ello respondía a algo paranormal, no nos amedrantaría. La inversión que habíamos hecho era de tal cuantía que valía la pena resistir aquella incomodidad. A las pocas semanas, dormíamos como un tronco; no había temblor ni ruido capaz de desvelarnos. Mientras la casa no se viniera abajo, no corríamos ningún peligro. Hay que temer más a los vivos que a los muertos, nos decíamos. Habíamos reforzado a conciencia los cimientos, paredes y vigas; las tejas y el maderamen eran mayoritariamente nuevos. No teníamos nada que temer. El espíritu, si merodeaba por la casa, se cansaría y nos dejaría en paz.

Dicho y hecho. A las pocas semanas de resistencia pasiva por nuestra parte, todo volvió a la normalidad. O eso creímos.

Llegó el verano y con él nuestras vacaciones. Aquel año no teníamos previsto ir de viaje, pues nuestros ahorros habían quedado muy mermados después de la inversión realizada en la restauración de nuestra nueva vivienda, pero el hermano de mi mujer nos invitó a pasar con ellos quince días en la playa. “Está muy bien el aire de la montaña, pero el yodo y la brisa marina son aún más saludables”, nos dijo. Así que hicimos las maletas y cerramos la casa a cal y canto.

Al regresar, no había casa, solo cascotes y maderas quemadas. Un pavoroso incendio lo había devorado todo. “Como no dejasteis ninguna dirección ni teléfono de contacto, no pudimos avisaros”, nos dijo el alcalde.

Los bomberos no hallaron ninguna prueba que demostrara cómo se había originado el incendio. No se había producido ningún cortocircuito, la luz estaba desconectada, todos los aparatos electrodomésticos estaban, por lo tanto, inactivos, y se descartaba un posible atentado, pues, en primer lugar no existía ningún móvil ─¿quién iba a desear perjudicarnos de ese modo?─ y, en segundo lugar, no se había hallado restos de ningún producto combustible. “Quizá un rayo. Hace seis noches hubo una tormenta eléctrica del carajo. Si su póliza del seguro cubre la caída del rayo, podrán recuperar gran parte del dinero que se gastaron y construirse una casa nueva” ─remató la máxima autoridad del pueblo.

Desposeídos de nuestra vivienda, tuvimos que alojarnos en un hotelito cercano, donde emprendimos los laboriosos trámites para poder cobrar de la Compañía Aseguradora. Aun así, andando sobrado de tiempo libre, pues seguíamos de vacaciones, se me ocurrió indagar, por curiosidad más que por superstición, quién fue ese antiguo propietario de la casa y cuya fama ─buena o mala─ había llegado hasta nuestros días y cuyo espíritu había estado supuestamente incordiándonos desde el día que nos instalamos en ella.

Para ello tuve que trasladarme a la capital de la comarca e indagar, en el archivo histórico, entre legajos en un estado deplorable. Solo me habían dicho que al antiguo propietario se le conocía como el Marqués de Robles o algo así. Tras toda una mañana de intensa búsqueda di con el árbol genealógico del Marquesado de Roures, en el que la línea sucesoria terminaba con Agustín Roures Marzá (1858-1918), hijo único de Armando Roures Castillo (1818-1883), hijo, a su vez, de Raimundo Roures Monsanto (1770-1828) y este de Ramón Roures Traver, el primer Marqués de Roures (1743-1793), quien hizo construir la casa familiar en 1783, en la que vivirían cuatro generaciones de Roures antes de que nosotros la compráramos. Había dado, pues, con él. Roures, en catalán y valenciano, significa Robles. Quizá se hubiera castellanizado su apellido y de ahí que la gente del lugar le conociera como Robles. Además, habían transcurrido cien años de su muerte y la memoria de los actuales habitantes del pueblo bien pudiera haberse diluido. Pero el blasón que coronaba el documento no dejaba lugar a dudas.

Agustín Roures, bisnieto del primer Marqués de Roures y último propietario de la que había sido nuestra casa hasta quedar reducida a escombros, fue la oveja negra de la familia. Nunca llegó a casarse. Su padre le desheredó por su mala vida y peores costumbres. Al fallecimiento de este, Agustín, que contaba con veinticinco años, se quedó prácticamente arruinado, teniendo en cuenta el estilo de vida al que estaba acostumbrado. Excepto la casa familiar, todos los bienes (tierras y dineros) fueron donados por Armando Roures a la Iglesia. En una nota apergaminada se decía que, viéndose en la ruina, Agustín, de reconocido mal carácter, había jurado quemar todo lo que su padre le había arrebatado. El caso fue que, al poco, los campos y bosques legados al arzobispado ardieron de forma descontrolada, al igual que la iglesia y la ermita del pueblo, beneficiadas por los donativos del marqués fallecido. Siempre se sospechó de Agustín, pero no se hallaron pruebas incriminatorias. Este vivió hasta el día de su muerte, a los sesenta años, recluido en su caserón, subsistiendo con lo que obtenía de la venta de sus cuadros, joyas, candelabros, muebles, y enseres de todo tipo, y, se intuía, de alguna que otra fechoría por cuenta ajena. Varios fueron los incendios provocados por aquella época en iglesias y monasterios a los que se creía que el padre de Agustín había favorecido económicamente. Todos sospechaban que detrás de aquellos hechos estaba la mano de “El marqués pirómano”, como algunos le apodaron. En vida dijo en más de una ocasión que nadie se beneficiaría de lo que consideraba suyo, y que quien pretendiera arrebatarle lo que le correspondía por derecho ardería como un leño en la lumbre. A las puertas de la muerte dejó dicho que su casa debía preservarse como estaba hasta el final de los días, y si alguien pretendía hacerse con ella, lo pagaría caro. Una maldición como otra cualquiera, a la que no le doy más valor que a una leyenda urbana.

Los trámites con la aseguradora se están prolongando más de lo que esperábamos, pues no queda claro que la causa del incendio fuera la caída de uno o más rayos. Los peritos siempre tan escrupulosos. Nosotros dejamos el hotelito y estamos viviendo en un piso de alquiler en nuestra ciudad de origen. No hemos vuelto a poner los pies en el pueblo ni pensamos hacerlo. No es que creamos que lo ocurrido fue obra del espíritu de aquel marqués pirómano, pero nos invade una cierta aprensión. A la última persona que vimos antes de abandonar el pueblo fue al vecino que nos advirtió del peligro de habitar la casona. Todo lo que nos dijo fue que fuéramos con cuidado, que los espíritus suelen ser muy vengativos, sobre todo los de aquellos que en vida fueron especialmente malvados. Desde luego, la gente de pueblo tiene a veces cosas muy raras.



viernes, 6 de julio de 2018

Malditos vecinos



Llegaron en primavera, como las aves migratorias, y desde el primer día de su llegada, sospechamos que ocultaban algo inconfesable. Reconozco que suena a la típica película de suspense, con vecinos muy simpáticos pero que en realidad son unos asesinos o espías rusos. Pero lo nuestro no era fruto de una fantasía, sino que tenía visos de ser tan real como lo éramos nosotros. Y al decir “nosotros” me refiero a mi hermana y yo. Éramos, pues, dos los que sospechamos casi al instante de la falsa identidad de los recién llegados.

Vivimos en un adosado. El conjunto lo conforman treinta casas de dos plantas que comparten un gran jardín comunitario con piscina. Los nuevos vecinos se instalaron justo en la casa de al lado.

Llegaron a media mañana de un sábado. Mi hermana y yo estábamos en la parte delantera lavando el coche de papá, como hacíamos todos los sábados a cambio de una pequeña recompensa económica. Cuando los vimos llegar, seguidos por el camión de las mudanzas, nos parecieron encantadores. Una pareja joven y de buen ver, sobre todo ella, una morena despampanante. Les echamos treinta y pocos años. Parecían la pareja ideal. Tan pronto nos vieron, se acercaron a saludarnos y se presentaron. Tricia y Nando ─de Patricia y Fernando, según se apresuraron a aclarar─. Por la tarde, volvieron en plan formal, para presentarse a nuestros padres, a quienes les cayeron extraordinariamente bien, por lo simpáticos y educados que se mostraron. A mi padre le encantó Tricia, aunque dudo que fuera por su maestría como pastelera, como nos dio a entender, tras probar la tarta de chocolate con la que nos obsequió y que, según dijo, había hecho con sus propias manos.

Pero desde ese día, o debería decir desde esa noche, no dejaron de incordiarnos con un molesto vocerío, que al principio atribuimos a la típica pelea de pareja. Nuestros padres no se enteraron, pues su dormitorio linda con la casa opuesta, mientras que nuestras habitaciones daban, pared contra pared, a la de nuestros jóvenes y guapos vecinos.

No fue ese un suceso aislado, sino que se repetía casi cada noche, a la hora de acostarnos. Las voces, y algún que otro grito, se alternaban con susurros, y en ambos casos parecían de personas mucho mayores que ellos. A veces eran voces desgarradoras, otras sonaban como quejidos y sonidos guturales emitidos por un ser agónico.

Cuando se lo contamos a papá y mamá, él se echó a reír ─me imagino que su interpretación iba por otros derroteros─ y ella nos miró con cara de preocupación. “¿No habréis estado fumando hierba?”, fue todo lo que nos dijo. A pesar de nuestra negativa, no quedó muy convencida. Desde entonces se pasaba el día olfateando nuestros dormitorios y mirando en los armarios, bajo la almohada y el colchón.

Cuando se producían esos “sonidos”, pegábamos la oreja a la pared para oír mejor, pero no había forma. Acabamos deduciendo que, o bien se drogaban y deliraban, o bien llevaban a cabo un ritual satánico invocando al mismísimo diablo. Acabamos inclinándonos por lo segundo. Los adoradores del diablo siempre son gente encantadora, las películas lo dejan bien claro. Esa información, sin embargo, no la compartimos con nuestros progenitores, pues entonces sí que nos habrían tomado por locos o drogatas.

Curiosos por naturaleza ─no sé a quién salimos, pues nuestros padres tienen de curiosos lo que yo de marciano─, mi hermana y un servidor nos propusimos aclarar el misterio como fuera. Pero ¿quién sería el valiente que se metería en la boca del lobo para desenmascarar a esos dos? Solo había un candidato, según mi hermanita: su noviete, el chaval más valiente y aguerrido del Instituto. Fue, por lo tanto, tarea suya convencerle para que nos echara una mano y lo que hiciera falta.

El tío no se amilanó. Fanático como era de las películas de terror y de los videojuegos de muertos vivientes, le venía como anillo al dedo una aventura de tal calibre, esperando con toda seguridad hacerse el héroe ante mi hermanita. Una vez reclutado como caza-demonios o caza-lo-que-sea, solo necesitábamos un plan. Y como, según mi hermana, yo era el más escuchimizado pero el más listo de los tres, me tocó a mí esta tarea.

Para empezar, había que hacer un seguimiento de sus costumbres y movimientos, cosa que no me resultaría fácil al tener que compaginar mi tarea de espía con la asistencia a clase. Aun así, al cabo de cinco días de intensa labor investigadora, tenía información más que suficiente, tras lo cual cité a mis dos colaboradores para comentar el resultado de mis pesquisas.

─Cada noche, a eso de las diez, llega gente, llaman mirando a su alrededor, como asegurándose que no son vistos, y cuando les abren entran sigilosamente.
─Eso sí que es sospechoso ─afirmó el amiguete de mi hermana─. ¿Y no les has visto la cara?
─Delante de su casa no hay ninguna farola, por lo que la entrada queda muy oscura. Lo único que sé es que, por cómo van vestidos y se mueven, son hombres y mujeres. El número varía. Unas veces son cuatro, otras hasta seis. Alguna noche solo dos.
─¿Y qué más? Porque solo con esto no podemos pensar que hagan nada malo ─terció mi hermana.
─Ni Tricia ni Nando salen a trabajar. Siempre están en casa. Cuando salimos para ir al “Insti” su coche está aparcado en la calle, y cuando volvemos, a las cinco y media, sigue allí. Vivimos lo suficientemente lejos del núcleo urbano como para que necesiten ir en coche a todas partes. Solo salen para ir de compras. Esta semana lo han hecho dos tardes, a eso de las seis, y tardaron unas dos horas en volver del Centro Comercial que hay junto a la autovía. Solo usan el coche para eso.
─¿Y cómo sabes que van a comprar a ese Centro Comercial, listillo? ─eso lo preguntó el tonto del noviete de mi hermana, quién si no.
─Pues porque lo pone en las bolsas de plástico que llevan. “Centro Comercial Los Andes” ─contesté con un deje de desprecio.
─Ya te dije que mi hermano es muy listo ─volvió a terciar mi querida hermana.
─Además, ¿no te has fijado ─dije dirigiéndome a ella─ que nunca dejan el coche dentro del garaje?
─¿Y eso qué significa, según tú? ─volvió a cuestionar mi poder deductivo el valiente, aguerrido pero estúpido noviete de la tonta de mi hermana. ¿Cómo podía aguantar a aquel besugo?
─Pues está claro ─afirmé con rotundidad, dejando a la silenciosa concurrencia expectante.
─¿…?
─¡Que son unos terroristas islámicos y preparan un atentado!
─¿Cómo dices? ¿Pero no se suponía que eran adoradores del diablo o algo así? ─saltó mi hermana. Y ante la cara de estupor de la pareja de incrédulos oyentes, rematé:
─A ver, no trabajan, de algo tienen que vivir, digo yo. En el Centro Comercial pueden comprar de todo, incluso sustancias para fabricar explosivos. Todo lo almacenan en su garaje, de ahí que tengan que dejar el coche en la calle, para que nadie vea la mercancía al abrir y cerrar la puerta batiente. Sus visitantes nocturnos son miembros de una célula durmiente que ha recibido órdenes para actuar. ¿Y dónde hallarían un lugar mejor que en este tranquilo vecindario? Se hacen los simpáticos para no levantar sospechas. ¿Acaso no habéis visto cómo siempre los vecinos de los terroristas los describen como chicos muy normales y muy majos, que quién lo iba a decir?
─¿Y por qué yihadistas? ─esta vez fue mi hermana quien preguntó, doliéndome su falta de perspicacia en lo más hondo de mi ser.
─Al principio no caí en la cuenta, pero solo hay que ver su pelo negro y rizado, su piel morena, especialmente la de ella, con esos ojos tan oscuros. ¿Y qué me dices de su acento tan… especial?
─Eso es verdad, hablan un pelín raro, pero como papá dijo que debían ser del norte, seguramente vascos… ─acabó admitiendo mi hermana.
─Qué acento vasco ni qué niño muerto, es acento árabe. Y ahora manos a la obra ─declaré, poniendo fin a la cháchara.
─¿Cómo que manos a la obra? ─era el presunto cuñadín quien preguntaba con cara de palurdo.
─Pues que ahora es el turno del valiente y aguerrido amiguito de mi hermana ─dije con retintín─, que para esto te hemos metido en el ajo ─añadí, sintiéndome por fin liberado de tanta tensión acumulada a lo largo de mi investigación, pasando el testigo a ese pardillo que mi hermana tenía por novio.

Y entonces pasé a relatarle cuál iba a ser su papel.

─Solo tienes que colarte en su casa. No pongas esa cara, ¿no dices que eres como Spiderman? Pues eso, escalas o te las compones como sea para entrar. Pero antes mira en el garaje, a ver qué esconden y haces una foto con el móvil. Luego, cuando estés dentro, subes al piso de arriba y vas al dormitorio, que es donde deben tener su centro de operaciones. Mira, te he hecho un plano. A fin de cuentas, su casa es como esta, pero dispuesta al revés, como si fuera una imagen especular de la nuestra ─dije lo de “especular” a sabiendas de que no entendería el término y eso me daría más autoridad y respeto, como debe ser en un jefe de equipo.
─Lo que no acabo de entender es lo de los gritos y susurros y todas esas voces extrañas que oímos ─comentó mi todavía incrédula hermana.
─Pues está más claro que el agua: discuten sobre cómo y dónde llevar a cabo el atentado, ya sabes que los árabes discuten a gritos, por eso no entendíamos lo que decían. Y las otras voces son las de otros compañeros, que hablan en voz más baja por prudencia, para no llamar la atención.

Al terminar mi argumentación, mi hermana me miraba asombrada, seguramente por mi pericia, y el otro, con una cara de bobo que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula. Pero, como el perro fiel que era de mi hermanita, quien le dirigió una mirada entre suplicante y provocadora, el noviete e improbable cuñadete se puso las pilas. Al día siguiente, a las nueve de la noche, que era, según mis observaciones, cuando Tricia y Nando, o como se llamaran, cenaban en la planta baja, se coló, armado con un puñado de herramientas de bricolaje, en la casa de nuestros vecinos terroristas. Después de eso, haríamos historia.

A las nueve y media estaba de vuelta, jadeando y sudoroso, en la habitación de mi hermana, quien pasó el cerrojo para evitar la esperada intrusión de nuestra madre para avisar que la cena estaba lista. Cuando se hubo repuesto del agotamiento físico y mental, desembuchó.

─Joder, tío ─evidentemente se refería a mí─, vaya embolao en el que me has metido. No he podido entrar en el garaje porque tienen una alarma independiente de la de la casa y seguro que estaba conectada. He entrado por la cocina y he subido al piso de arriba. Por cierto, tienen la casa muy bien decorada y llena de velas encendidas, de esas aromáticas. Aunque he ido con tiento, deben haberme oído porque, cuando estaba justo delante de la puerta del dormitorio, ha aparecido un tío con cara de bestia parda y, ay la hostia, ¡con una pistola en la mano! Si no la he palmao es porque debo tener el corazón de hierro y porque el tío no me ha disparado, que si no… Mientras me apuntaba, preguntándome quién coño era, cómo había entrado y qué quería, oía una voz de mujer en la planta baja que llamaba a la policía. Todavía o sé cómo lo he logrado, pero me he largado tan rápido como el rayo y he saltado por una ventana que estaba abierta al final del descansillo. Por fortuna he caído sobre unas hortensias y no me he roto la crisma de puro milagro.
─Pues sí que has tenido suerte, sí ─quien dijo eso era yo.
─¿Seguro que estás bien, cari? ─eso lo dijo mi hermana.

En eso llamó mamá a la puerta informando a mi hermana que la cena estaba lista y preguntándole si yo estaba con ella pues no me encontraba en toda la casa. Con ello dimos por terminada la reunión.

─Tranquilos ─dije aparentando tranquilidad─, esperaremos hasta mañana a ver qué pasa. Si se presenta la policía, es que realmente la han llamado y entonces no son terroristas. Y si no aparece la policía es que no la han llamado y eso solo puede significar que estamos en lo cierto. ¿Os imagináis la casa de unos terroristas que están preparando un atentado llena de policías husmeando aquí y allí en busca de explosivos y pistas, exponiéndose a que entren donde no deben y vean lo que no deben descubrir?

Como la policía no hizo acto de presencia, al día siguiente, a las cinco y cuarto de la tarde, era yo quien llamaba al 091 para denunciar la existencia de unos terroristas que se hacían pasar por unos vecinos ejemplares.

Llamé desde un locutorio que hay muy cerca del Instituto. Aun así, utilicé un pañuelo para cubrirme la boca y enmascarar mi voz. Les dije que no podía identificarme porque temía por mi vida, les di la dirección de mis vecinos y les recomendé que se presentaran a las diez y pico de la noche para que pudieran coger a todos los miembros del comando in fraganti.

Llegué a temer que me tomaran por un chiflado o por un bromista, que hubieran detectado una voz infantil ─aunque ya la tengo bastante grave─ y creyeran que todo era una travesura de críos. Pero no fue así. El horno no está para bollos, estamos en el nivel cuatro de alerta terrorista y nadie se atrevería a ignorar un aviso de tal magnitud.

La policía se presentó a las diez y media en punto. Mi hermana, el guaperas y yo estábamos vigilando el escenario del asalto desde la ventana de su dormitorio, que da a la calle, pues el mío da a la zona comunitaria.

El despliegue fue de película. Decenas de agentes uniformados, con casco, chalecos antibalas y metralletas se apostaron sigilosamente ante la casa de nuestros vecinos. Llamaron a la puerta de las dos casas colindantes para penetrar hasta el jardín trasero y así cerrarles el paso si pretendían escapar por la parte de atrás. Mis padres, más tiesos que un poste de la luz y con cara de acojonados, se apartaron para dejarles el camino libre, guardando silencio tal y como el agente que encabezaba la comitiva les pidió por señas. Nosotros tres, en el piso de arriba, íbamos del cuarto de mi hermana al mío y viceversa, para no perdernos un detalle de lo que ocurría delante y detrás de la vivienda. Finalmente, y de forma sincronizada, los agentes se abrieron paso derribando las puertas delantera y trasera de la casa de los vecinos y, dando voces de “policía, policía”, entraron en tromba.

Desde nuestros dormitorios oímos gritos que no parecían proceder de los agentes sino de los presuntos terroristas. Nos llamó poderosamente la atención unos chillidos agudos, propios de alguien que está aterrorizado, seguidos de llantos de mujer. No acertábamos a entender nada de lo que se decía. Por una vez quise que las paredes fueran realmente de papel de fumar, como solía decir mi padre.

Al cabo de una media hora se hizo la paz, la policía se marchó dejando el barrio en un silencio solo alterado por los ladridos de unos perros que debían oler el miedo. De la casa de nuestros vecinos salieron precipitadamente cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, y cada pareja tomó un rumbo distinto. Los hombres iban refunfuñando y las mujeres sofocando el llanto. En unos segundos todos habían desaparecido de nuestra vista. Y a nosotros tres, perplejos e intrigados, no nos quedó más remedio que esperar a oír las noticias de la mañana, pues algo así no podía pasar desapercibido.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, antes de partir hacia el Instituto, sugerí a mis padres que pusieran la televisión para ver si se comentaba algo sobre lo sucedido la noche anterior. Dicho y hecho. Al encender el televisor, el locutor del programa de noticias matutinas estaba dando la información que, más o menos, decía así:

“La pasada noche, alertados por una llamada anónima, efectivos del grupo antiterrorista de la Guardia Civil se personaron en un complejo de viviendas adosadas de la urbanización conocida como “El pulmón verde”, en las afueras de la capital, con objeto de desmantelar un supuesto grupúsculo yihadista que presuntamente se disponía a perpetrar un atentado. La amenaza resultó ser falsa, pues en la vivienda sospechosa no había indicios de comisión alguna de un delito contra la seguridad ciudadana. Lo que hallaron los agentes que irrumpieron en la citada vivienda fue a un grupo de seis personas, entre ellas la pareja de propietarios, que llevaban a cabo una sesión de espiritismo. Al parecer, los propietarios, de origen rumano, solían recibir, casi todas las noches, a un grupo de clientes con la finalidad de contactar con sus seres queridos fallecidos. Farsantes o no, no se les pudo imputar ningún otro delito que el de tenencia ilícita de armas pues, al parecer, se les incautó un revolver. Seguramente, la asidua presencia de tales visitas nocturnas, despertó la sospecha de algún ciudadano que no quiso darse a conocer”.

─Bueno, ya decía yo que nuestros vecinos ocultaban algo ─dije una vez terminada la noticia. Todos seguimos desayunando como si tal cosa.

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Tricia y Nando, o como se llamen, se han mudado. Creo que tienen algún asunto pendiente con la policía, pero ya no me interesa su vida privada. Mi hermana y el cachas de su noviete no dejan de burlarse de mí desde entonces. Y todo por culpa de esos malditos vecinos.