miércoles, 29 de noviembre de 2017

Recuerdos paralelos



Si es ella, la vida la ha tratado muy bien. Desde aquí no puedo oír su voz, pero sus ademanes, su sonrisa, y sobre todo sus ojos, o debería decir su mirada, la delatan.

Han transcurrido veinticinco años desde que nos vimos por primera vez, un caluroso mes de agosto de mil novecientos noventa y uno. El escenario vuelve a ser el mismo, pero el decorado ha cambiado. La sección de música estaba en la quinta planta y ocupaba una superficie mayor. Pero, claro, ahora los jóvenes se bajan la música de internet y ya no se venden tantos discos. Entonces veníamos y nos pasábamos la tarde escuchando un montón de CD antes de decidirnos por alguno, si es que llegábamos a decidirnos. 

Recuerdo que nuestras miradas se cruzaron mientras, con los auriculares puestos, nos movíamos al ritmo de la música. Su sonrisa, franca y espontánea, me dejó sin aliento. La música se apagó en mi cerebro a la vez que se encendía mi atracción por aquella chica desconocida de ojos risueños.

Al cabo de unos días salíamos juntos y yo dejaba plantados a mis inseparables amigos, Juan y Santiago, que no acababan de entender lo que me ocurría. No contestaba a sus llamadas telefónicas, apenas si daba señales de vida en toda una semana, cuando hasta la fecha habíamos sido inseparables, compartiendo tiempo y confidencias. No comprendían mi comportamiento porque no me atrevía a confesarles que me había enamorado.

Conocer a Elena fue lo más importante que me había ocurrido en toda mi vida adolescente. Desde entonces, dejé relegados a mis amigos al baúl de los recuerdos. Fui tan injusto con ellos como ella lo sería después conmigo. Pero, tras dos años de abandono, volvieron a ocupar el hueco que aquélla dejó tras su marcha. Ellos fueron quienes me obligaron a hacer aquel viaje, creyendo, en vano, que así olvidaría el tiempo pasado junto a Elena.

No sé cómo me dejé convencer. Yo no estaba para viajes y, además, no me apetecía pasar más de siete horas en un autocar. Pero las dotes de persuasión y, sobre todo, la perseverancia de mis dos amigos, no tenían parangón. Reconozco que peor hubiera sido hacer todo el trayecto a pie, como verdaderos peregrinos. Así que los casi ochocientos kilómetros en autocar era una compensación razonable.

Yo hubiera preferido hacer todo el Camino de Santiago con mi viejo Citröen, pero mis amigos no compartían mi fe en aquel solícito y dócil compañero de viajes. Cuando conocí a Elena, dos meses después de licenciarme, lo acababa de estrenar. Era de segunda mano, pero tenía relativamente pocos kilómetros teniendo en cuenta el año de matriculación. La de excursiones que hicimos con él y los juegos a los que nos entregamos en su asiento trasero. Lo único malo de aquellos escarceos amorosos sobre ruedas era la incomodidad del cubículo y la blanda y ruidosa suspensión, más propia de la cama de mi abuela. 

Si bien la tormenta siempre precede a la calma, en mi caso fue todo lo contrario. Tras dos años de feliz relación vino el abrupto declive y la ruptura. Elena me dejó por Carlos, un arquitecto diez años mayor que ella. No sé qué vio en Carlos aparte de la cuenta bancaria, el cochazo, el dúplex en el centro, el chalé en la playa y su generosidad a la hora de agasajarla con obsequios de lo más exclusivo. Al poco de salir con él, le consiguió un buen empleo en una constructora con la que solía colaborar. Todo esto lo supe de boca de Laura, una de las mejores amigas de Elena. Cada vez que me encontraba con ella, que era más a menudo de lo que deseaba, me lo echaba en cara. Creo que disfrutaba con cada pellizco de información que me regalaba sin que se la pidiera. Debía de ser su forma de vengarse por haberla rechazado. Estaba de escándalo, pero no era mi tipo. Aunque no sabría decir cuál era mi tipo, el caso es que Laura no lo era. Hubiera hecho mejor pareja con Carlos, el arquitecto roba-novias, que conmigo. 

Nunca he podido quitarme a Elena de la cabeza. Durante todos estos años me he estado haciendo las mismas preguntas: si seguiría siendo tan atractiva y simpática como cuando la conocí, si sería feliz, si se acordaría de mí… Con el tiempo todos cambiamos, y no solo físicamente. El carácter también cambia, en función de cómo te haya tratado la vida. Yo, con cuarenta y ocho tacos, aun conservándome bastante bien, el paso del tiempo me ha dejado algunos surcos en la frente y unas, todavía discretas, bolsas bajo los ojos. Y en cuanto a mi forma de ser, me he vuelto un poco huraño e intransigente, lo reconozco. Quizá por eso sigo soltero y sin compromiso y, lo que es peor, más solo que la una.

Elena, en cambio, se ve estupenda. En una ocasión en la que me encontré con la arpía de Laura y me interesé por ella, me dijo que vivía a cuerpo de rey. Ignoro si en ese momento era cierto o lo dijo, una vez más, para fastidiarme. El caso es que poco después unos amigos me contaron que lo único que sabían de ella era que las cosas se torcieron y no le iban tan bien como Laura me había hecho creer. De haber sabido su paradero, habría ido a verla. Pero Laura dijo haber perdido el contacto e ignorar por dónde andaba.

Me ha mirado. Qué poco se imagina que soy aquel chico, recién licenciado en Biológicas, delgaducho y melenudo, del que se enamoró. No creo que me haya reconocido. Lo más probable es que se haya olvidado de mí. Yo, en cambio, no he podido. Juan y Santiago, con sus buenas intenciones, creyeron que llevándome de viaje con ellos me la quitarían de la cabeza. Nunca me he olvidado de ella ni de aquel viaje.

**

El viaje de ida fue incomodísimo y de una lentitud exasperante. No pude pegar ojo en todo el trayecto. Juan y Santiago dormían, en cambio. como marmotas, la cabeza de uno apoyada en el hombro del otro. Desde mi asiento no distinguía quién era quién. Los dos lucían una calvicie prematura impropia de su edad. Hoy día la alopecia no produce tanto complejo en un joven como en aquel entonces. La estética también ha cambiado en esto. Ahora son muchos los que parecen enorgullecerse de su cráneo rapado.  

Pero volviendo al viaje, hacía tan solo seis meses que Elena me había dejado por el guaperas de Carlos y esos dos pretendían que pasara de ella. Un amor así no se olvida en seis meses, en seis años, ni en toda una vida. Aquel viaje no me atraía en absoluto, pues no se me había perdido nada en Santiago de Compostela. Si accedí a acompañarles fue para que dejaran de apabullarme con sus consejos y para no quedarme encerrado en casa, mortificándome. De día procuraría distraerme, pero sabía que de noche volverían los ensueños, imaginando cómo habría sido mi vida si ella no hubiera decidido dejarme.

No me lo dijo, pero sabía que me dejaba por otro. Más tarde supe que era arquitecto, “guapísimo y con mucha pasta”, como me dijo textualmente Laura. Nunca supe ni quise saber cómo se conocieron. Debí parecerle poca cosa. A fin de cuentas, yo solo había logrado ser un pobre becario en un laboratorio municipal y él, a sus treinta y cinco años, ya tenía un estudio propio. Claro que su padre era muy rico y, al parecer, estaba muy bien relacionado. El dinero para el estudio lo debió de poner él y los clientes debieron llegarle a su hijo a base de recomendaciones. Así es como funcionaban, y siguen funcionando, las cosas en este país.

Todo fueron excusas. Que te aprecio mucho, pero lo nuestro no funcionaría, que en realidad somos muy distintos, que eres muy divertido pero que no todo en la vida va en broma, que tienes que madurar, y cosas por el estilo. Después de dos años descubrió que no estábamos hechos el uno para el otro. Y encima Laura metiendo el dedo en la llaga contándome todo lo que hacían, adónde iban, con quién salían. Y por si todo eso fuera poco, empezó a hacerme ojitos y a insinuarse. Que si tú y yo sí que haríamos una buena pareja, que si tal, que si cual. Y yo haciéndome el loco para no mandarla a freír espárragos. Pero al final no me quedó más remedio. Hubiera tenido que cortar de raíz y mucho menos debí haber aceptado su proposición. “Sólo una copa. Relájate, hombre, te vendrá bien desahogarte. ¿Acaso no somos amigos?” Y tuve que sacármela literalmente de encima. Aunque fuera cierto que siempre había estado enamorada de mí, yo era el ex de su mejor amiga. Tenía entendido que las mujeres valoran mucho este tipo de cosas. Pues ella no. Se lo tomó muy mal. Dejó de hablarme por un tiempo, pero casi mejor porque para calentarme la cabeza ya me tenía a mí mismo.

―Despierta, Enrique, que ya hemos llegado a León ─recuerdo que me dijo Juan, creyéndome dormido. León era nuestro destino en autocar y el punto de partida hasta Santiago de Compostela a pie. 

―Vamos, anímate, que solo nos faltan trescientos dieciocho kilómetros ─añadió Santiago─. Si todo va bien, a veinticinco kilómetros diarios, en trece días habremos llegado ─apostilló─. Justo el día veinticinco.

A Santiago le hacía muchísima ilusión ese viaje. Llegar a Santiago de Compostela el veinticinco de julio, el día de su santo, y en ese año santo compostelano, era para él todo un hito. Era muy religioso, todo lo contrario que Juan y yo. Aun así, los tres éramos muy buenos amigos. Cada uno tenía sus creencias y no nos metíamos con las del otro. Solo reñíamos por política y por alguna pequeña discrepancia futbolística ─aunque los tres éramos hinchas del Barça─, nunca por religión. 

En León pasamos la noche en una pensión de mala muerte donde las chinches campaban a sus anchas. Juan y Santiago ocuparon una habitación doble y yo una individual. Al parecer solo yo fui el objetivo de esas alimañas. Estaba leyendo “La montaña mágica”, de Thomas Mann, y algo cayó sobre el libro, algo que resultó tener patas. Por muy ecologista que fuera, no me quedó más remedio que aplastarlo entre las dos páginas por las que tenía abierta la novela. Cuando alcé la vista para ver de dónde había caído, descubrí una hilera de esas cosas andantes ─todavía no había identificado que eran chinches─ que, desde una esquina del techo, caminaban en fila hasta un punto, justo encima de mi cama, desde el que se lanzaban sin paracaídas, atraídas sin duda por el calor de mi cuerpo. Apenas pude pegar ojo, por la aprensión y por el calor que me producía el cobertor con el que me protegí de los ataques de esos parásitos.

El resto de las noches que pasamos a lo largo del Camino de Santiago desde León no fueron mucho más placenteras. Dormimos en albergues, y aunque no hubo más chinches, sí mosquitos, arañas y alguna que otra cucaracha. Pero todo un boy scout como yo, que había hecho vivac en multitud de ocasiones, no podía mostrar signos de contrariedad ante tal diversidad faunística. 

Nuestra primera noche en Santiago no auguraba nada bueno a tenor del miserable aspecto del lugar ─el único que encontramos con habitaciones disponibles─ en el que debíamos alojarnos. Las manchas de humedad, el desconchado de las paredes de nuestras habitaciones y el baño comunitario, no nos dieron muy buenas vibraciones. Y eso sin saber si también deberíamos compartir el habitáculo con huéspedes con antenas y tres pares de patas. Si no hubiera sido por las chicas que conocimos al poco de llegar, no habríamos disfrutado de unos cómodos dormitorios con baño completo. Y todo gracias a Juan, nuestro guitarrista particular. 

CONTINUARÁ...

Relato con el que participé en el XXXIV concurso de cuentos Gabriel Aresti (Bilbao)

jueves, 23 de noviembre de 2017

La máquina de café


El único momento agradable de mi jornada laboral era el instante de descanso que aprovechaba para tomarme un café a solas. Esos minutos de intimidad eran como el aire que necesitaba para vivir y, de paso, abstraerme de todo cuanto me rodeaba. Pero la cantina, lugar de encuentro y cháchara para los empleados de la empresa, solía estar muy concurrida hasta el mediodía. Por tal motivo, por la mañana me tenía que conformar con tomarme una barrita energética en mi puesto de trabajo y un café, a toda prisa, en una diminuta salita que llamaban Office, un reducto sin la menor privacidad, a la vista de todo el mundo. Por la tarde, en cambio, nadie frecuentaba la cantina. Esperaba, pues, hasta pasadas las cinco, cuando la mayoría del personal había abandonado ya su puesto de trabajo, para disfrutar del esperado descanso a solas, con mi tercer café del día ─el primero me lo tomaba antes de salir de casa─ y con mis pensamientos.

Habréis colegido que soy ─o por lo menos era─ una persona solitaria. Hay quien, incluso, me catalogaría de insociable. Yo más bien definiría mi conducta como “aislacionista”. Simplemente necesitaba estar solo. Pero no siempre había sido así. Mi carácter cambió drásticamente cuando Elena me dejó después de más de diez años de convivencia. Desde entonces no toleraba la compañía de nadie, y menos la de las mujeres. Apenas hacía vida social y en el trabajo me relacionaba lo justo y necesario con mis compañeros. Durante mucho tiempo nadie en la empresa sabía que acudía todas las tardes a la cantina para refugiarme en mi soledad y revivir mentalmente la felicidad perdida. Hasta que Alicia me descubrió.

Alicia era, por aquel entonces, la nueva secretaria de dirección. Llevaba en la empresa dos o tres meses. Parecía tener muchas cualidades, pero su físico no era precisamente una de ellas. No solo era ─digámoslo claramente─ muy fea, resultaba desagradable, y nada en su aspecto (la mirada, la sonrisa, la voz, el talle, etcétera) atenuaba esa impresión. Su forzada simpatía no lograba cambiar la opinión que todos tenían de ella. No hay nada peor que la impostura. Intentaba caer bien a todo el mundo, pero hasta yo, que me mantenía al margen de lo que ocurría a mi alrededor, me daba perfecta cuenta de que los empleados del sexo masculino de su edad y condición ─es decir, solteros─, la rehuían. A sus treinta y cinco años seguía soltera y sin compromiso. Las malas lenguas, esas a las que uno presta atención muy a su pesar, decían que nunca había tenido novio. ¿Cómo podían saberlo? No creo que la chica fuera por ahí pregonándolo.

Al principio llegué a sentir pena por ella y reprobaba la conducta y los prejuicios del personal, incluyéndome a mí. Hasta que tuve ocasión de tratarla.

Cuando la ficharon pensé que como secretaria debía ser excepcional porque el “gran jefe” era un machista redomado que siempre había preferido a las secretarias buenas que a las buenas secretarias. Poco después supe que era una sobrina de su esposa y que esta había obrado como bienhechora, recomendándola “efusivamente” a su querido esposo. Después de eso, su antecesora en el cargo, conocida por todos como “la Miss Mundo” pasó a desempeñar el honroso papel de fotocopiadora humana.

Pero volviendo a Alicia, al margen de su capacidad y aptitudes laborales, era, por decirlo de un modo coloquial, una plasta. Siendo, pues, fea y plasta, difícil lo tenía. Buscaba novio desesperada e indisimuladamente. Tras su sonrisa, que no tenía nada de angelical y mucho menos de sensual, emergía una persona arrolladora e irresistible. En otras palabras, para que me entendáis mejor: avasalladora e insoportable. Otro motivo para que todos la rehuyeran. Cuando te pillaba, no te podías zafar fácilmente. De ahí que cuando me descubrió en la cantina, solo, con mi vaso de café humeante y mis pensamientos recurrentes sobre lo que fue y no pudo ser, quise desaparecer. Mis momentos dedicados al libre albedrío y solaz mental se fueron, desde entonces, al garete.

Pero eso no fue lo peor. ¿Hay algo peor a que alguien a quien no soportas decida hacerte compañía en tu momento más preciado del día?, os preguntaréis. Pues sí, os respondo. Lo peor de todo fue que Alicia se encaprichó de mí, tal como lo leéis. Desde aquella tarde, la cantina pasó de ser mi refugio a convertirse en mi infierno particular. Parecía que estaba esperando a que todo el mundo se marchara a casa, empezando por nuestro jefe en común ─que, contrariamente a lo que la mayoría podría pensar, era de los primeros en abandonar el barco─, para “acercarse”, como ella solía decir, por la cantina para hacerme compañía y tomar juntos un café.

No supe qué pudo ver en mí, con lo solitario y huraño que era, hasta que me lo refirió sin paliativos (qué mal rato pasé, Dios) y sin que le hubiera dado pie a ello. Le gustaban los hombres maduros (yo le llevaba quince años de ventaja), cultos, serios y responsables, no como esos yuppies inmaduros y engreídos que la rodeaban. Yo era atento, educado y sin duda detallista. Solo había que ver mi forma de tratar a la gente y de estar pendiente de todo hasta el mínimo detalle (lo que ella ignoraba era que mi detallismo se debe, en realidad, a un perfeccionismo casi patológico).

Nunca imaginé que me había observado hasta el punto de describirme con ese detalle. De todos modos, creo que exageraba y lo que pretendía era halagarme y, de rebote, conseguir que me sintiera agradecido con tanta lisonja. Y ya se sabe que, a veces, del agradecimiento a algo más profundo hay un pequeño trecho.

Cuántas veces, desde muy joven, había sufrido por amor. Cuántas veces me había sentido profundamente dolido por el desdén de una chica o de una mujer. Qué mal se pasa cuando alguien de quien te has enamorado no te corresponde. Pero nunca hubiera imaginado que a la inversa también se padece, aunque de otro modo. Jamás pensé que ser deseado por alguien a quien no quieres ni podrás querer pudiera ser algo tan indescriptiblemente agobiante. Intentaba ser amable con ella y quitármela de encima de la forma más cortés posible, pero todo era inútil. Era como una lapa. Y cuanto más la evitaba, más se hacía la encontradiza. Y esa conducta abandonó el ambiente laboral para pasar a la calle y a mi vida privada. Me la encontraba por todas partes, me llamaba a casa. Su comportamiento trascendió lo privado para hacerse público, pues todo el personal de la empresa estaba al corriente de lo que ocurría entre los dos. O eso creían. A las mujeres les hacía gracia verme tan atribulado y los hombres se sintieron aliviados por no ser ellos el objeto del deseo de Alicia. Creo que todos, a su manera, disfrutaban con ello porque era una forma de vengarse de mi aislamiento social. ¿No quieres caldo?, pues toma dos tazas, o tres.

Llegué a sentirme acosado. Pasé de sentir lástima por ella a odiarla. Incluso a temerla. Cada vez que le contestaba con una negativa a sus proposiciones, reaccionaba más airadamente. Era como una afrenta para ella. La última vez que rehusé, con una más de mis inagotables excusas, su propuesta de cenar en su casa para que probara un estofado de no-sé-qué, con el que me chuparía los dedos, reaccionó de una forma tan violenta que me asustó. Percibí odio en su mirada y en el rictus atroz de sus labios. No exagero un ápice si digo que me pareció tener ante mí al mismísimo diablo.

Todavía resuenan en mis oídos las carcajadas del “gran jefe”, o debería decir del “gran cretino”, cuando se lo confesé, buscando en él empatía y consejo. Que cómo podía decir aquellas estupideces. “Pobre Alicia, con lo buena chica que es”. Que, en todo caso, ya puestos a decir las verdades, era yo el raro. “Para que lo sepas. Que no te relacionas con nadie, que me lo han contado. Total, porque tu mujer te dejó por otro. ¿Y qué? Hay muchos casos en los que, después de años de casados, uno descubre que su pareja ha dejado de quererle. Hay que joderse. Pero la vida sigue, hombre. Que ya eres mayorcito para estar lloriqueando por los rincones. Sí, sí, que también me han dicho que te refugias en la cantina todas las tardes para tomarte un café a solas y lamerte las heridas. ¿Qué quién me lo ha dicho? Eso no te lo puedo decir, pero por lo que veo es cierto. Quien calla otorga. Pues espabila y empieza una nueva vida. Y Alicia, ¿qué quieres que te diga? Ya sé que no es… muy…, que no es gran cosa, pero oye… esto, que es muy lista, incluso diría que inteligente. Y es joven, carne tierna, ja, ja, ja.”

Salí de su despacho cabizbajo y cariacontecido, pero en aquel preciso instante comprendí que aquel gilipollas tenía razón. Tenía que empezar de nuevo, pero no sería trabajando allí. Buscaría otro trabajo. Comprendí también que no sería tarea fácil librarme de Alicia. No la vería en la oficina, pero sabía mi número de teléfono y dónde vivía. Ser la secretaria de dirección da para eso y mucho más. Era capaz de enviarme, yo qué sé, un paquete bomba o venir a pegarme un tiro. Así estaba yo de desquiciado como para llegar a pensar en esas terribles ─o ridículas─ posibilidades. Pero estaba decidido a cambiar de empresa y, de paso, de vivienda.

Entretanto, no tenía a quién recurrir para desahogarme. Aquellos con los que podía hacerlo, hacía tiempo que se habían cansado de mi melancolía crónica, como llegaron a llamar a mi estado de ánimo. Decían que les contagiaba mi aflicción. Fueron distanciándose poco a poco, como si quisieran alejarse de un apestado. Quizá tuvieran razón y la tristeza es contagiosa. Pero ¿qué queréis? No podía olvidar a Elena. Y aunque a otros les parezca que dos años es tiempo mas que suficiente para superar su abandono, yo no lo había logrado y no sabía si lo lograría algún día. 

Tuve, por lo tanto, que pasar ese suplicio a solas. Lo primero que hice fue buscar urgentemente un nuevo empleo, pero la situación del mercado laboral no era muy halagüeña y tampoco estaba dispuesto a aceptar cualquier trabajo y mal remunerado. Tendría un poco más de paciencia. Y si la cosa se ponía muy fea, tendría que armarme de valor y hacer frente a mi acosadora a pecho descubierto.

******

De este modo discurrieron los días, refugiándome todas las tardes en mi rincón favorito, sin más contratiempos que el que pudiera provocarme la inoportuna y frecuente aparición de mi acosadora. Opté por modificar mi costumbre horaria y fui retrasando paulatinamente mi visita a la cantina. Pero ella parecía estar al acecho. Como cada vez le resultaba más difícil abordarme en mi puesto de trabajo, ante las miradas inquisitivas y burlonas, y algún que otro comentario jocoso, de los compañeros, la cantina se convirtió en su territorio de acoso y derribo. Estuve a punto de prescindir de mi “retiro espiritual” como ella lo llamaba irónicamente, pero no quise doblegarme ante su persecución. ¡¿Quién se había creído que era?! No iba a dejarme avasallar. Estaba harto de ser el hazmerreír de la empresa. Tenía que reaccionar y acabar con ello de una vez por todas, fuese como fuese. Pero del dicho al hecho…

Esa maldita situación se estaba prolongando demasiado y no aparecía ningún cambio de trabajo en el horizonte. ¿Y si, entretanto, a esa demente se le cruzaban todavía más los cables e iba a por mí al estilo Atracción Fatal? Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Me sentía trastornado. Creí que acabaría loco. Pero de todo lo que pensé que podía ocurrirme, nunca hubiera imaginado que sería la máquina de café, mi compañera vespertina, la que intentaría ayudarme.

Fue un viernes. Como tenía que finiquitar un informe que debía presentar el lunes a primera hora, tuve que hacer horas extras, más de las que ya solía realizar. Terminé mi trabajo a eso de las ocho. No quedaba nadie en la empresa, excepto el vigilante jurado. Al menos eso creía. No había señales de la presencia de la maldita Alicia. Aproveché que era más tarde de lo habitual, para tomarme un café en la más absoluta soledad. Me sentía cansado y necesitaba un estimulante antes de ponerme al volante y tragarme la caravana que me esperaba de camino a casa.

La sala estaba a oscuras. Abrí la luz. Todo estaba igual que siempre pero limpio. Ni un papel, ni un vaso abandonado, ni una cucharilla de plástico en el suelo, nada. Las señoras de la limpieza habían hecho su trabajo. El suelo resplandecía y la máquina también. Solo su ronroneo rompía el silencio sepulcral en toda la planta. Por lo demás, todo estaba en calma. Hasta que oí un taconeo. Su taconeo. Al principio, lejano, pero que iba acercándose poco a poco. Hoy no, pensé. No lo soportaré. Que se vaya, por favor. Que desaparezca. Me tapé los oídos, pero ese sonido inconfundible taladraba mis tímpanos. Sentí una mezcla de rabia y de pavor. Tenía que escapar, pero ¿por dónde? La cantina era un recinto cerrado, sin más puertas ni ventanas.

Estaba clavado frente a la máquina de café, a punto de introducir la moneda antes de hacer la selección. Me sujeté con fuerza a ella, como si de este modo pudiera recobrar fuerzas. Ojalá pudiera evaporarme, pensé. Nunca había deseado algo tan estúpido con tanto ahínco. Miré a la máquina como se mira a quien puede sacarte del agua antes de ahogarte. De pronto noté que algo era distinto y no sabía qué. Hasta que me di cuenta. El característico olor a café que siempre despedía e invadía la estancia se había esfumado y eso no se logra a base de limpieza.

Cuando volví a mirar la máquina de café con más detenimiento, me quedé sin habla. Donde debían estar las seis teclas de selección del producto a dispensar, solo había dos, en las que se leía: PASADO y FUTURO, respectivamente.

Abrí y cerré los ojos varias veces pensando que el cansancio me jugaba una mala pasada y que todo era fruto de un truco de mi cerebro, como diciéndome “vete a casa a descansar”. Pero no, todo seguía tal como lo había visto. De hecho, la máquina parecía la de siempre pero no lo era. Alguien me había querido gastar una broma. ¿Pero quién? ¿Y por qué? Gastémosle una broma al tío ese rarito que siempre baja a tomar el café cuando no hay nadie y se pasa todo el rato pensando y murmurando vete tú a saber qué. Pero ¿cómo alguien podía haber cambiado una máquina por otra solo para burlarse de mí? Ni siquiera Alicia podría hacer una cosa así. No tiene sentido, me dije, a la vez que me percaté de que en el vano de la puerta aparecía la silueta de mi perseguidora.

Volví a mirar la máquina como si esperara que me echara un cable (lo único que una máquina puede echar, de hecho). Me sentí como un niño ante uno de esos artilugios de feria, que con una moneda te vaticina el futuro. ¿Qué me depararía el futuro? ¿Quién no ha querido viajar en el tiempo? El caso es que aquellas teclas seguían allí y parecían retarme a que me decidiera: ¿pasado o futuro? ¿No quieres escapar? Pues elige de una vez. Debieron pasar tan solo unos segundos que se me hicieron eternos. Entonces sentí cómo la mano de Alicia se posaba, como una garra, en uno de mis hombros y oí su odiosa voz diciéndome: “Así que estabas aquí y yo buscándote por todo el edificio” Aquello no podía estar sucediendo. Tenía que ser una pesadilla. ¡Pero parecía tan real! En aquel momento recordé que, cuando era niño, en más de una ocasión sabía que estaba soñando y aprovechaba la irrealidad que me proporcionaba ese sueño para hacer aquello que se me antojaba, aquello que me estaba vedado en el mundo real y podía experimentar cualquier cosa extraña porque no sentía miedo al saberme a salvo. Alicia seguía hablándome, cada vez más furiosa porque no le hacía caso y eran ya sus dos brazos los que me agarraban para obligarme a darme la vuelta. Yo me resistía y ella cada vez tiraba y me zarandeaba con más fuerza, insultándome. Así que, desesperado y sin pensarlo dos veces, pulsé con todas mis fuerzas la tecla del futuro, pensando que, si aquello funcionaba, seguramente esa opción sería más prometedora que la de regresar al pasado.

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Clareaba. Unos finísimos rayos de luz penetraban a través de las rendijas de la persiana. No sabía qué hora era ni dónde estaba. Ni siquiera era capaz de recordar el día de la semana. Sábado, tenía que ser sábado. De pronto recordé que la tarde anterior estuve en la cantina y… ¿Qué había sucedido desde entonces? Un agujero en el tiempo. Había perdido la memoria. Me dolía la cabeza. Debía de haber dormido mal. Busqué el despertador a tientas. La mesilla de noche no estaba a mi alcance, ni el interruptor de la luz. Me senté en la cama, alarmado. ¡¿Dónde estaba?!

Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, puede vislumbrar algo del mobiliario. La mesilla de noche estaba junto a la cama, pero no tenía la forma de siempre. La lámpara no estaba sobre la mesilla sino fijada a la pared. No, no era la pared sino el lateral de la cabecera de la cama. Pulsé el interruptor de la luz.

Era mi habitación, pero la decoración había cambiado. La cama era distinta, mucho mayor. Parecía que estuviera en una habitación de matrimonio. Miré a mi lado. La ropa de cama estaba revuelta, como si alguien hubiera dormido en ella. Me incorporé. Hacía frío. Busqué a mi alrededor alguna prenda para cubrirme. Nada. Abrí el armario. Allí había ropa de hombre, pero no la reconocí como propia. Vi un horrible batín estilo quimono que nunca antes había visto. Me lo puse y salí de la habitación. Estaba, efectivamente, en mi piso, pero el mobiliario era distinto. No me atrevía a dar un paso. Me paré en seco en medio del pasillo que daba al comedor. Entonces recordé lo que había ocurrido la tarde anterior en la cantina. Seguía soñando. Eso lo explicaba todo. Había viajado al futuro en sueños. Oí ruido en la cocina. ¿Quién podía ser? ¿Qué me depararía mi subconsciente? Me apresuré tanto como mis torpes piernas me lo permitieron. Antes de abrir la puerta de la cocina, me detuve, respiré hondo y pregunté, no sin cierto reparo: ¿Hay alguien ahí? Silencio. De pronto sentí temor. Temor a lo desconocido. Pero si estaba soñando nada debía temer.

Abrí la puerta de golpe. Una figura estaba de espaldas. Era una figura de mujer. Tenía la misma complexión que Elena, pero no podía ser ella. Elena no podía estar en mi futuro, pertenecía al pasado. Pero tenía su mismo color de pelo, castaño claro, casi rubio, y también lucía aquel peinado tan corto ─a lo garçon, como lo llamaban antaño─ que tanto me gustaba. Aun presintiendo mi error, pronuncié su nombre: ¿Elena? La figura permaneció rígida, sin moverse un ápice. ¿Quién eres? ¡Mírame!, grité. Y entonces, lentamente, se dio la vuelta.

No era Elena, por supuesto. Al principio no podía dar crédito a lo que veía. Esa sonrisa maliciosa, esa mirada perversa, esa voz tan insoportable. “¡Alicia! Pero… ¿Qué haces aquí?”, casi tartamudeé.

Siempre recordaré sus palabras, altas y claras: “¿Acaso esperabas deshacerte de mí? ¿De veras creías que podías escaparte al futuro solo? Por cierto, ¿qué te parece mi nuevo look? Me he cortado y teñido el pelo esta misma mañana. ¿No te gusta? Es como el de esa chica de la fotografía del salón. He supuesto que es Elena, tu ex. Como estáis juntos y se os ve tan embelesados…”

Ahora es Alicia quien ocupa mi vida en este futuro que ha resultado ser fatídicamente real. La odio más que nunca. Ella lo sabe y no le importa. Creo que incluso le divierte. Es diabólica. Le he pedido el divorcio, claro, pero me ha amenazado con matarme si la dejo. Dice que le pertenezco y así será para siempre. ¡Para siempre!


Me siento prisionero en este futuro involuntario del que no sé cómo escapar. Cambio de trabajo con mucha frecuencia. Me despido con cualquier pretexto. En realidad, busco una empresa que disponga de cantina. Es lo que pregunto siempre al término de las entrevistas, como algo colateral y anecdótico. Tengo que encontrar una máquina de café como aquella. Espero pacientemente a que ocurra el milagro.


miércoles, 15 de noviembre de 2017

El colegio de curas



Seis meses hace ya que todo empezó y todavía no han logrado descubrir a los culpables. Con la primera desaparición nadie podía adivinar lo que estaba por venir. El único testigo de ese primer caso solo pudo afirmar que le vio con un cura. La sotana le delató. Aseguró que, por desgracia, no pudo verle la cara, pero sí la del chaval. Sabía que era uno de la clase de los mayores. Lo conocía por haberle visto muchas veces en el patio, cuando iba a recoger a su hijo.

Todos los secuestros tuvieron algo en común: se produjeron a la salida del colegio, aprovechando la aglomeración y confusión reinantes a esa hora. Lo que resultó sorprendente para todos ─padres, maestros y policía─ fue que los desaparecidos fueran internos, de ahí que sus padres no les echaran en falta ni supieran nada de lo ocurrido hasta que se les comunicó el infortunio. ¿Qué hacían, pues, fuera del colegio cuando debían haberse retirado a sus habitaciones o a la sala de estudio? ─se preguntaron. En todos los casos, seis en total, los poquísimos testigos oculares ─ya se sabe que la gente va a lo suyo, sin reparar en lo ajeno─ coincidieron en haber visto a los chicos marcharse con un hombre ataviado con una sotana. Era de esperar, pues, que sospecharan de todos y cada uno de los curas del colegio. Más de treinta.

¿Dónde estarán y qué les habrán hecho a esos pobres muchachos?, se estará preguntando todo el mundo, empezando por los padres de los desaparecidos. Los padres. Ojalá sufran lo indecible. Se lo merecen. No mostraron demasiado interés por saber la verdad sobre aquel “incidente”, como lo llamaron. Miraron hacia otro lado. Deberíamos haberlos hecho desaparecer también a ellos.

¿Quién puede adivinar quienes son los causantes de esas desapariciones? Después de lo que ocurrió, nuestro comportamiento nunca ha dado lugar a sospechas. Todo quedó en nada y todo volvió a la normalidad. Ya es cosa del pasado. Punto y aparte.

Se dice que la policía está estrechando el cerco y cree saber dónde pueden encontrar a los secuestradores. Hemos oído que solo es cuestión de días para que descubran nuestro escondrijo. No sabemos si es cierto o solo es un farol para tranquilizar a la opinión pública. Claro que el factor sorpresa es fundamental. Quizá sí que estén atando cabos. De ser así, no hay tiempo que perder. Tendremos que pensar en lo que vamos a hacer.

******

Ya hemos tomado una decisión. Lo primero será deshacernos de las asquerosas sotanas. Un buen fuego servirá. Nadie se extrañará de ver una hoguera en la noche de San Juan. Luego los cuerpos. El olor a carne quemada se hará notar, pero están tan escuálidos que las llamas los consumirán en poco tiempo. Lástima, hubiéramos deseado prolongar un poco más su suplicio. Se lo tenían merecido. Abusaron de nuestra confianza y de su autoridad. Nadie nos creyó. Nadie les culpó. Fue su palabra contra la nuestra. Y sus abusos quedaron impunes. Hasta ahora. Esta vez han sido ellos quienes han caído en la trampa.


Es el fin. No nos queda más remedio que volver al colegio e inventarnos alguna historia sobre nuestra desaparición. Cualquier cosa valdrá. ¿Acaso no dijeron que éramos unos chicos con una gran imaginación? Después de aquel “incidente” seguro que nadie se atreverá a preguntar qué hacíamos de la mano de aquellos curas. Tampoco creemos que quieran saber qué ha sido de ellos.


*Versión extendida del microrrelato de igual título con el que concursé en el 11º concurso de microrrelatos de terror y gore de Molins de Rei (Barcelona).




miércoles, 8 de noviembre de 2017

Tres historias alucinantes (y II)


─Mejor nos vemos en mi casa ─sugirió Esteban─. Si quieres, puedes venir hoy mismo, aunque tendrá que ser tarde. A partir de las nueve. Hoy me espera bastante ajetreo en el hospital y no quedaré libre hasta las ocho. Quédate a cenar y así tendremos tiempo de sobras para charlar tranquilamente.

No pude desaprovechar la oportunidad y acepté. Más vale hoy que dejar que recapacite y cambie de opinión ─pensé─. Esteban debía adivinar el motivo de mi visita y también quería zanjar el asunto cuanto antes. ¿De qué podía querer hablar con él sino de lo que había visto en el guardarropa donde nos habíamos despedido? Él se dio cuenta, sin duda, de mi descubrimiento y sabía que tarde o temprano le pediría una explicación. Por eso no me preguntó por qué deseaba verle con tanta premura.

Si bien, como dije en su momento, soy una persona que no sabe dejar cabos sueltos y que persigue siempre la verdad por difícil que esta sea de descubrir, también soy tremendamente inseguro y variable. Puedo sentir una necesidad irreprimible por averiguar algo y, una vez estoy en ello, me entran las dudas y los temores acerca de la corrección del método seguido. Soy tan impulsivo que a veces me da la impresión de que no me tomo el debido tiempo para recapacitar y planificar mi investigación. Y eso es lo que me ocurrió exactamente tras haber colgado el teléfono. Pero ya no podía, ni quería, echarme atrás. A lo hecho, pecho.

Antes de la visita, mientras hacía tiempo, mi interés por conocer los detalles fue en aumento. ¿Podía alguien como él hacer vida normal, sin despertar sospechas? Nos había comentado que ejercía de cirujano en el Hospital Clínico, pero no nos dijo ─ni le preguntamos─ su especialidad. Así que, por pura curiosidad, consulté el directorio en la web de ese prestigioso hospital universitario para ver si lo localizaba. Me costó un poco dar con él pues no había la posibilidad de hacer la búsqueda por nombres sino por especialidades. Pero mi empeño dio finalmente su fruto. Su nombre, Esteban Benavides Lorente, aparecía como jefe de servicio de cirugía vascular.

Meditando largamente la forma en cómo le plantearía mi interés, se hicieron las ocho de la tarde. Dejé sobre la mesa de mi despacho el DVD en el que me había filmado contando mis sospechas y lo que pretendía hacer. De este modo, si desaparecía sin dejar rastro, alguien daría con la explicación de mi ausencia y pondría en aviso a la policía. Aunque lo más probable es que me tomaran por un lunático o perturbado que se había fugado sin más. Simplemente, pasaría a engrosar la lista de desaparecidos en este país.

Tuve que darme prisa. No me gusta llegar tarde a las citas, sean de la índole que sean, y a esa hora el tráfico podía ser agobiante por la zona a la que tenía que acudir. Pero no fue así y a las nueve en punto estaba ante la puerta del apartamento de Esteban, un dúplex situado en la décima planta de un edificio de lujo en la parte alta de la ciudad. De pronto me sentí extrañamente nervioso, como si tras esa puerta me esperara un monstruo o una historia que albergaba un terrible secreto. Pero ¿acaso no era eso lo que me había llevado hasta allí? Por un momento sentí deseos de dar media vuelta y olvidarme del tema, pero, al fin y al cabo, Esteban había sido uno de mis mejores amigos y no tenía por qué temerle a él ni lo que pudiera contarme. Ese pensamiento me infundió ánimos y me dispuse a llamar al timbre no sin un cierto reparo.

No me dio tiempo a llamar que la puerta se abrió como si la hubiera accionado un resorte o como si alguien hubiera estado detrás observándome por la mirilla. Esperaba ver a mi amigo, pero ante mí apareció una joven de unos veinte años, alta, rubia y bellísima. Iba vestida con un ajustado vestido de color rojo muy escotado. Llevaba el cabello suelto y su larga melena reposaba sensualmente sobre sus hombros.  Me quedé perplejo. Se parecía muchísimo a Brigitte Bardot en versión juvenil. Y de pronto comprendí quién era. Esa mirada, esa tez tan pálida y esa sonrisa malévola. Volvieron a asaltarme las dudas. No sabía qué hacer, si entrar y acabar con lo que había ido a hacer, o salir corriendo sin siquiera mirar atrás. Pero en ese instante, oí una voz, a sus espaldas, invitándome a entrar. Era mi viejo amigo que, desde el fondo del salón y sentado en un amplio sillón de piel, me miraba sonriente y con la mano me indicaba que pasara. A la vez que la joven cerraba la puerta tras de mí, Esteban se levantó y se aproximó para saludarme. Cuando me estrechó la mano, huesuda como nunca antes la había notado y fría como un témpano, sentí que una rigidez se apoderaba de mí. ¿Era el miedo o el influjo de aquellos dos seres ─porque eso es lo que me parecieron en aquel momento─ lo que me impedía moverme? Entonces pensé en lo estúpido de mi decisión, que, tal como había llegado a suponer, no saldría de allí con vida o que, en el peor de los casos, acabaría siendo uno de ellos. Y por un momento llegué a resignarme. Qué ingenuo ─pensé─. ¿Qué esperabas?

Sin darme cuenta los tenía prácticamente pegados a mí, uno a cada lado, mirándome con curiosidad, escrutándome, como si estuvieran decidiendo qué hacer conmigo. Probablemente relamiéndose. Pero lejos de abalanzarse sobre mí, como temí, me invitaron a tomar asiento.

─¿Acaso no has venido a conocer toda la historia? ─me interpeló Esteban, mientras la joven se mantenía de pie a su lado, sonriendo enigmáticamente─ No debí haberos contado nada, pero ya se sabe, la bebida le suelta a uno la lengua, sobre todo a alguien como yo que no suele tomar alcohol, y a veces uno se vuelve demasiado indiscreto. Pero queríais historias increíbles y no pude resistirme a contar la mía después de haber oído esa sarta de mentiras de boca de aquellos dos majaderos. Mi historia es la única cierta y, por lo que veo, tú la creíste. De lo contrario ahora no estarías aquí.

Viéndoles a los dos ante mí, él sentado de nuevo y ella recostada en el reposabrazos del sillón, tomándole cariñosamente de la mano, adiviné el desarrollo de los hechos que no había querido, u osado, compartir con nosotros.

─Tienes razón. Te creí y por ello me intrigó más la historia que nos contaste. Lo que no entiendo es por qué no la relataste completa. ¿Por qué nos ocultaste la “especial condición” de esa hermosura francesa que ahora, por lo que veo, es tu pareja? ¿Y qué fue de… Elena, tu mujer, y de tu hija? ¿También las habéis convertido en lo que sois?

─Jajaja. No hay ninguna Elena ni ninguna niña. Todo fue una invención, la única mentirijilla que os conté. Una licencia literaria, si me permites llamarla así.

» Lo de la chica en apuros, aquí presente ─dijo, mirándola con cara de adolescente enamorado─, el coche averiado y el hotel de mala muerte fue todo tal como os lo describí. Incluso lo del restaurante; solo que cambié el orden de los acontecimientos. La cena tuvo lugar antes de buscar donde pasar la noche. Estaba hambriento y todavía no había tomado una decisión. Iba camino de La Escala, cierto, pero no para reunirme con mi supuesta familia, que nunca he tenido, sino a una casita junto a la playa que había alquilado para pasar las vacaciones. Fue en la recepción de aquel hotelucho dónde me di cuenta de la “especial condición”, como la has calificado, de Joséphine. Cuando pedí dos habitaciones, el hombre miró a mi alrededor, como buscando a un segundo huésped, y me preguntó si realmente quería dos habitaciones. Al principio pensé que nos había tomado por una pareja y que le había extrañado que no compartiéramos cama. Cuando iba a decirle que mi acompañante era solo una amiga, dirigiendo la mirada hacia ella, me di cuenta de que, en un espejo que cubría parte de la pared de la recepción solo se veía mi reflejo. Me vi, solo, de pie ante el mostrador. Cuando volví a mirarla, su sonrisa, maliciosa y provocativa, me reveló su verdadera naturaleza. Me disculpé ante el recepcionista por el lapsus, que aduje al agotamiento por el largo viaje que había realizado, y me retiré o, debería decir, nos retiramos a nuestra habitación a disfrutar de lo que tenía que suceder.

─¿Y lo dices, así, tan tranquilo? ¿No tuviste miedo? ─le interpelé, asombrado.

─¿Cómo iba a tener miedo de sobrevivir? Todo lo contrario ─exclamó, sonriente.

─¿Sobrevivir? No te entiendo ─le espeté.

Y entonces me contó la verdad.

Cuando aconteció lo que nos había narrado, Esteban estaba gravemente enfermo. Se hallaba en fase terminal de un cáncer de páncreas. Excepto los médicos que lo trataron, nadie lo sabía, ni siquiera sus compañeros del hospital. Acababa de iniciar sus vacaciones de verano, de las que no confiaba volver. Pensaba acabar sus días en esa casita junto a la playa que había alquilado. Incluso llevaba en su cartera la carta en la que contaba su situación y sus últimas voluntades.

─Y entonces apareció Joséphine y la posibilidad de ser inmortal. ¿Quién habría rehusado una oportunidad así?

» Ahora soy feliz junto a ella, y ella junto a mí ─se miraron dulcemente─. En el hospital, y especialmente en mi servicio, tenemos asegurado el alimento básico, ya me entiendes. Nunca falta ni nunca nos faltará. No tenemos que desplazarnos ni atacar a nadie para conseguirlo. Lo tenemos “en casa” ─al decir esto esbozó una sonrisa cargada de ironía─. Joséphine fue, casualmente, enfermera en su época y no me resultó difícil conseguir un puesto para ella a mi lado. A fin de cuentas, soy el jefe, the big boss ─añadió con la satisfacción de quien ha logrado con éxito su objetivo─. Y cuando pasen los años nos mudaremos a otro hospital. Y luego vendrá otro hospital, y así sucesivamente. De este modo nadie sospechará. Eso de que solo “vivimos” de noche es pura leyenda, patrañas de ignorante, propias de las novelas y películas de ficción. La verdad es algo distinta. Al menos en este aspecto. Podemos llevar una vida aparentemente normal. Incluso podemos, en caso necesario, comer alimentos como el resto de mortales. Hay que adaptarse al medio para sobrevivir. Como podrás comprender, me siento muy afortunado. ¿Qué más puedo desear? ¿A qué es preciosa mi Joséphine? ¿No crees que se parece a la Brigitte Bardot adolescente?

******

Me dejaron marchar, pero con una condición: que les jurara que nunca revelaría a nadie su historia. De lo contrario, harían acto de presencia y no habría lugar dónde pudiera esconderme de ellos, ni yo ni aquellos a los que se lo hubiera contado.

Al oír tal condición ─que acepté sin pensármelo dos veces─, me sentí muy aliviado. Me llevaría el secreto a la tumba antes de poner mi vida humana y la de mis amigos en peligro. Pero ese alivio solo fue momentáneo, hasta que me obligó a sellar un pacto de sangre. No es que no se fiara de mí, alegó, “pero no hay nada mejor que establecer un vínculo, conocido como Hermandad de sangre, para sellar un acuerdo de este calibre”, apostilló.

Aunque me aseguraron que era totalmente simbólico, yo no las tenía todas conmigo. Con la ayuda de un afilado cuchillo de cocina, Esteban practicó una incisión en la palma de su mano derecha y a continuación, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo, hizo lo propio con la mía, mientras Joséphine recogía las gotas de sangre que manaban de nuestras manos en una copa de vino.

El corte que me había producido era largo y profundo, pero no me dolía. La sangre parecía que iba a seguir brotando sin parar, por lo que saqué un pañuelo del bolsillo para practicar con él un burdo vendaje. Pero no hizo falta, pues mi amigo me tomó la mano por sorpresa, dándome un apretón como si con ese gesto cerrara el pacto y al soltármela ya había dejado de sangrar. Donde esperaba ver una herida abierta y sangrante, solo había una cicatriz, “que seguirá presente en nuestras manos para siempre ─me dijo─, como recordatorio de nuestro pacto secreto”.

Este es, pues, el motivo por el cual no he vuelto a ver a mis antiguos compañeros. Juan y Ramón intentaron, en varias ocasiones, que volviéramos a quedar los tres, pues, al parecer, Esteban estaba ilocalizable. Yo siempre tenía alguna excusa para no acudir a la cita. Hasta que decidí cambiar de trabajo y de residencia. Ahora, en mi nuevo destino como profesor de Ciencias Naturales y en mi nueva ciudad, estoy completamente a salvo. O eso quiero creer. Pero me siento terriblemente solo.

******

Hace un par de semanas conocí a alguien. Por fin. Y la relación, aunque muy prematura, promete. Creo que me he enamorado. Es una nueva profesora de francés que acaba de incorporarse en la misma escuela de enseñanza secundaria donde trabajo. De momento solo hemos salido unas cuantas veces como amigos, a tomar unas copas. Bueno, lo de “copas” es un decir porque es abstemia, solo bebe agua mineral y cerveza sin alcohol. Por lo demás es totalmente “normal” ─como le digo siempre en broma─. Es guapísima. Alta, rubia, y esbelta. No sé qué habrá visto en mí una chica así. Porque de lo que estoy seguro es de que yo le gusto. Noto que siente una atracción especial hacia mí. Solo hay que ver cómo me mira. Y es que tiene una mirara que hipnotiza, con sus ojos de un azul celeste. En lugar de francesa parece nórdica, con esa piel tan blanca que tiene.

La he invitado a cenar el próximo sábado. Me ha costado mucho decidirme porque temía que rechazara la invitación, pero ha accedido de buen grado. Buena señal. Incluso parece que le ha hecho ilusión. Le he sugerido un restaurante muy romántico, pero ha preferido que pasemos la velada en su casa. Vive sola. Creo que me espera una noche memorable. Con final feliz, ya me entendéis. Y si todo va bien, quizá acabe pasando el resto de mi vida con ella.


FIN


viernes, 3 de noviembre de 2017

Tres historias alucinantes


Llevábamos más de veinte años sin vernos, desde poco después de que nos licenciáramos. Cada uno se había decantado por materias distintas: Juan por la farmacia, Ramón por la física, Esteban por la medicina y yo por la biología. A pesar de seguir nuestros estudios en distintas Facultades, nunca llegamos a perder el contacto. Al contrario, nos veíamos casi a diario. El distanciamiento no se debió a nuestras distintas profesiones, una vez finalizadas nuestras respectivas carreras, sino a algo mucho más poderoso, algo que en aquel entonces desunía a los amigos o bien enfriaba la amistad largos años cultivada: las novias.

Recuerdo que al principio quedamos en alguna ocasión con nuestras respectivas parejas, pero no resultó como esperábamos. Las novias de tus amigos no tienen por qué caerte necesariamente bien, y viceversa. También puede suceder que sean ellas las que no conecten entre sí. Y todo eso fue lo que ocurrió. Así pues, tan pronto como aparecieron las mujeres, nuestra relación se fue a pique, pues nuestras parejas nos robaban el tiempo necesario para dedicarlo a los amigos. Podíamos haber hecho como los jóvenes de hoy en día: ellos quedan con sus amigos y ellas con sus amigas. Pero no. Y así fue cómo se enfrió nuestra amistad, y una vez enfriada suele ser muy difícil, si no imposible, recuperarla.

En nuestro caso, sin embargo, fue la iniciativa de Juan, “el boticario”, como así le apodábamos, que propició el reencuentro. Debió ser la añoranza del pasado o el hecho de haberse divorciado recientemente y sentirse solo lo que le motivó. El caso es que se las ingenió para dar con todos nosotros. El hombre, siempre tan meticuloso y ordenado, había conservado los números de teléfono de nuestros domicilios de solteros. Fueron nuestros respectivos padres quienes le facilitaron nuestro número de móvil.

Y allí estábamos, todos juntos de nuevo, recordando viejos tiempos y no menos viejas anécdotas. Tras una cena opípara y una larga sobremesa, fuimos a tomar unas copas en un local nocturno cercano para seguir poniéndonos al día. De eso hace ya unos cinco años y, desde entonces, no he vuelto a saber nada de ellos. Ni lo he intentado. Y todo por unas malditas historias.

Habíamos bebido bastante, el local empezaba a vaciarse, pero seguíamos queriendo hablar de eso y de aquello. Hasta que los temas se agotaron y parecía llegado el momento de la despedida. Pero Juan, el organizador del encuentro, decidió que el ambiente no podía decaer y que debíamos continuar disfrutando de esa oportunidad ─en realidad no tenía a nadie que le esperara en casa─. Como el resto de los presentes no teníamos nada más que decir, por sueño, cansancio o aburrimiento ─o las tres cosas a la vez─, se le ocurrió, para animar el cotarro, la maravillosa idea de hablar de temas paranormales, tal como solíamos hacer de niños. Muy a mi pesar, pues quería marcharme y esos temas ya no me atraían lo más mínimo, su propuesta surtió efecto y animó un poco la velada. Aunque con la edad nos habíamos vuelto más bien incrédulos, todos coincidimos en que seguían habiendo cosas inexplicables, verdaderos expedientes X. En medio de la discusión, Juan se decidió a contarnos una experiencia personal con la que ─dijo textualmente─ alucinaríamos.

Y arrimando su silla a la mesa y con una voz más baja de lo habitual, como si quisiera que nadie más le escuchara, se dispuso a contar su historia.

─Aunque os parezca un cuento fruto de mi imaginación, como los que os contaba cuando éramos niños, os juro que lo que os voy a relatar es totalmente cierto. No se lo he contado a nadie para que no me tomaran por loco. Pero es la pura realidad. Veréis… ¿Os acordáis de la tragedia del vuelo de Germanwings, el que iba de Barcelona a Düsseldorf el 24 de marzo de 2015?

Y como todos asentimos, quedándonos a la expectativa, continuó.

─Si no hubiera hecho caso al consejo de una aparición ─porque eso es lo que fue─, no habría cambiado de vuelo y ahora no estaría aquí para contarlo.

Y haciendo una pausa, que se me antojó teatral, continuó.

─Tenía previsto asistir a un congreso en Leipzig, al que me había inscrito en nombre de la empresa farmacéutica en la que trabajaba, y debía volar haciendo escala en Düsseldorf. Tenía ya los billetes en mi poder, pues solo faltaban cuatro días para el viaje.

Debo reconocer que el relato de Juan nos mantuvo en vilo. Yo intuía, sin embargo, que todo era fruto de su invención. ¿Cómo podía suponer que nos creeríamos tal patraña?

─Vivo muy ceca del trabajo, y cuando hace buen tiempo voy y vuelvo a pie de la oficina. Ese día, un viernes, se me había hecho más tarde de lo habitual. Tenía entre manos un informe que debía terminar antes de irme de viaje. El caso es que, cuando ya estaba cruzando el parque que hay frente a mi casa, se me apareció una anciana. Me dio un susto de muerte, pues salió de la nada. Vestía de negro y llevaba la cabeza cubierta con un gran pañuelo del mismo color. Su cara me resultó familiar, pero, dada la oscuridad reinante, no pude verla con claridad. Me advirtió, con una voz cavernosa, que no tomara ese vuelo pues perecería en él. Y desapareció. Al principio pensé que podía tratarse de una broma de mal gusto, pero estaba solo. Allí ya no había nadie más que yo. Luego, una vez en casa, no podía quitarme a aquella mujer, o lo que fuera, de la cabeza. Aunque me pareció una estupidez, acabé pidiendo el lunes a mi secretaria que cambiara mi plan de vuelo vía Berlín con Lufthansa, mucho más caro, pero con un horario más conveniente, aduje para justificarme.

» No le conté a nadie el motivo del cambio por vergüenza, pero cuando me enteré de la catástrofe, se me pusieron los pelos de punta. Mi secretaria no cesaba de alborotar al personal contando lo que había estado a punto de ocurrirme de haber ido en aquel vuelo, como tenía previsto. Todos alabaron mi buena estrella. Pero fue aquella aparición la que resultó ser mi ángel de la guarda. Y si no era un ángel, ¿qué o quién podía ser?, me pregunté. Pero unas semanas después, mirando con mi madre viejas fotografías de su álbum familiar, distinguí entre ellas a la mujer de la aparición. Y entonces supe quién era. No podía creerlo, pero necesitaba que mi madre confirmara mi sospecha. Cuando se lo pregunté me contestó, sorprendida: “pero hijo, ¿acaso no la reconoces? Claro que todavía eras un chiquillo cuando murió, pero has tenido que ver muchas fotografías suyas. ¡Es mi madre, tu abuela Emilia! ¿Ya no te acuerdas de ella? ¡Con lo que te quería!”.

» ¡Claro que aquella cara me había resultado familiar! La mujer que se me apareció de entre las sombras era mi abuela materna, que había venido del más allá para advertirme del peligro que corría si tomaba aquel vuelo. Desde entonces vuelvo a creer en la existencia de otra vida tras la muerte ─sentenció, terminando así su historia y reclinándose, satisfecho, en el respaldo de su silla.

Y como viera que nadie reaccionaba en ningún sentido, se encogió de hombros, cariacontecido, se terminó de un solo trago el whisky que le quedaba en el vaso y, tras dejarlo de nuevo sobre la mesa con un golpe seco, nos miró, uno a uno, animándonos a que contáramos nuestra propia historia.

─Porque no me diréis que no habéis tenido nunca una experiencia inexplicable ─sentenció.

Parecíamos unos alumnos que, no habiendo hecho los deberes, eludieran la invitación del profesor a salir a la pizarra. A falta de un voluntario, pues, apuntó con el dedo a quien tenía sentado justo enfrente, que resultó ser Ramón, “el Einstein”, como le llamábamos en nuestra época de estudiantes.

El bueno de Ramón se removió, inquieto, en su asiento, pidió una nueva ronda de bebidas ─creo recordar que ya íbamos por la tercera─ y, tras un ligero carraspeo, inició su relato.

Si la historia de Juan me había resultado una fantasía, la de Ramón la superó con creces.

─Hace años que soy un gran aficionado a la navegación ─dijo a modo de introducción─. Tengo el título de capitán de yate, tengo una pequeña embarcación a motor, y salgo a navegar con bastante frecuencia. Pues en una de mis salidas, hará de eso unos tres años, vi algo que no me he atrevido nunca a contar y que nadie más pudo ver, pues en esa ocasión salí al mar sin compañía.

Y como hizo un mutis demasiado largo, todos exclamamos al unísono:

─¿Y se puede saber qué viste?
─Pues una sirena ─afirmó, esperando una reacción por nuestra parte, que la hubo.
─¿Una sirena? ─casi gritamos también a la vez.
─Bueno, no exactamente una sirena, como la de los cuentos o la de la película “Splash”, o como se titule. Era… cómo os lo diría… como un pez enorme con cara y forma de mujer.
─¡¿De mujer?! ─otra vez el coro.
─Lo que os digo. Tenía una cara rara, pero de mujer. Los ojos grandes y frontales, con una especie de tabique nasal y con unas formaciones parecidas a las pestañas, los labios protuberantes, las aletas pectorales extremadamente largas, como si fueran brazos; incluso tenía orejas y en la cabeza algo parecido al cabello, corto, espeso y rizado.
─¿Y era rubia o pelirroja? Y de tetas, ¿qué tal andaba? ─le soltó Juan, sofocando a duras penas una risotada, a la que no pude evitar sumarme. Esteban, por el contrario, se mostró impasible, con la misma cara de indiferencia que había adoptado desde un inicio, como si todo aquello le diera igual o estuviera ausente.
─Si os tenéis que burlar, lo dejo ─respondió Ramón con acritud.
─Vale, tío, continúa ─tercié─. Disculpa, pero es que, no sé, resulta un poco… extraño, ¿no te parece?
─Pero ¿acaso no se trataba de eso, de contar experiencias extrañas? ─inquirió.

Ramón nos contó que subió a bordo esa extraña criatura, a la que dijo haber atrapado con una red sin que ofreciera la más mínima resistencia. Comprobó que podía respirar fuera del agua, como los cetáceos. Estuvo dudando si llevársela a puerto y entregarla al acuario de la ciudad para su estudio y exposición, pero le dio pena. Así que, después de contemplarla detenidamente y hacerle unas cuantas fotografías, la devolvió al mar.

─Y os juro por lo más sagrado que, una vez en el agua, me miró y me sonrió mientras agitaba sus largos brazos. Supongo que en señal de agradecimiento.
─Anda ya ─volvió a intervenir Juan─ ¿Y no sacó un pañuelo para decirte adiós? Vale, vale, me callo ─finiquitó antes de que la furibunda reacción de Ramón hiciera acto de presencia.
─¿Acaso tu fantasma es más real que mi ser acuático? ¿Eh? Si aquí alguien miente eres tú. Y si no me crees, no haberme invitado a hablar ─le reprochó aquel.
─¿Y las fotos? ─preguntó Esteban, interviniendo por primera vez.
─Eso es lo más raro ─respondió Ramón, apesadumbrado─. Cuando llegué a casa y se las quise mostrar a mi mujer y a mis hijos, habían desaparecido de la bolsa donde las había guardado. Por eso no se lo he contado nunca.
─Vamos, que la criatura no quiso que nadie fuera testigo de su existencia y se las apañó, vete tú a saber cómo, para hacer desaparecer toda prueba incriminatoria. Quizá fuera una extraterrestre y mandó a alguno de sus compañeros a destruir la prueba por el camino sin que te dieras cuenta ─añadió Esteban con ironía.
─¿Tú tampoco me crees? ¿Sabéis qué os digo? ¡Que os vayáis a la mierda! ─Y dicho esto, se reclinó contra su asiento con furia y se terminó de golpe lo que le quedaba en el vaso.

Una vez terminada su historia, o debería decir historieta, y tras un incómodo silencio, Juan me invitó a relatar mi experiencia “sobrenatural”. Todos me miraron expectantes, pero se me cerraban los ojos y al día siguiente tenía que madrugar, así que no estaba para contar cuentos de viejas. Decliné, lo más amablemente que pude, tal honor y le pasé el testigo a Esteban, quien seguía taciturno, cosa que achaqué al cansancio o a un exceso de alcohol en sangre.

Nuestro matasanos particular se mostró reacio a intervenir, pero había algo que parecía subyacer en su aparente falta de ánimos. Dudó unos segundos, como si sopesara los pros y los contras. Parecía debatirse entre contarlo o callar. Hasta que, apurando su Cubalibre, dijo: “muy bien, allá va, pero ya os adelanto que no os lo vais a creer”.

Como críos de colegio, todos, incluso yo, nos erguimos para escuchar mejor su historia. Esteban era un tipo serio y no nos intentaría colar una patraña.

Al principio, su historia parecía que iba a ser la archiconocida leyenda urbana de “la chica de la curva”, pero sin curva. La chica en cuestión también era una autoestopista. Se le había averiado el coche y necesitaba que la llevara a la población más próxima en busca de un taller.

─Era francesa, viajaba sola, no llevaba el seguro internacional ni teléfono móvil que le permitiera ponerse en contacto con su compañía aseguradora. ¿A quién se le ocurre viajar en esas condiciones?, pensé. El coche estaba detenido en el arcén, era un viejo Citröen 2CV y yo un perfecto ignorante en mecánica y de manitas tengo lo que un pingüino de ave voladora. Anochecía y era muy probable que los talleres, si es que encontrábamos alguno, ya estuvieran cerrados, pero me ofrecí a llevarla. No podía dejarla allí tirada.

Esteban nos contó que la chica, llamada Joséphine, era una rubia parisina exuberante, de unos veinte años, con unas largas piernas y una falda exigua. Como dijo textualmente nuestro amigo, era una Brigitte Bardot adolescente.

─Parecía sacada de la portada de la revista Paris Match. ¿Os acordáis cuando la profe de francés, Mademoiselle Pascal, nos obligaba a comprarla para hacer aquellas presentaciones de los lunes?

En ese punto no pude evitar esbozar una sonrisa al recordar la presentación que hice ante toda la clase a partir de un artículo sobre el hambre en el mundo. Me equivoqué de término y en lugar de decir “pour assouvir la faim” (para saciar el hambre), dije “pour assouvir la femme” (para saciar a la mujer), Las risotadas no se hicieron esperar y Mlle. Pascal me mandó sentar tan pronto como hube terminado mi discurso, sin dar paso al turno habitual de preguntas, dado el alboroto reinante.

─El caso es que cuando llegamos a Palamós eran ya los ocho y, como suponía, no encontramos ningún taller abierto. Yo tenía que seguir viaje hasta La Escala, donde me esperaba mi mujer y mi hija para pasar con ellas el fin de semana, pues por aquella época yo estaba preparando la lectura de mi tesis doctoral y tuve que quedarme en Barcelona de Rodríguez todo el mes de agosto. Pero la vi tan desvalida que me supo mal dejarla sola. Si llamaba a Elena, mi mujer, y le decía que no llegaría hasta el día siguiente porque me quedaba a pasar la noche en Palamós para hacer compañía a una francesa que había recogido haciendo autoestop, por mucha avería y mucha lástima que hubiera de por medio, no dudaría en presentarse allí hecha un basilisco y no quería parecer un calzonazos ante la francesa.

─¿Y qué hiciste? ─se me adelantó Juan.
─Pues lo que cualquier hombre amable y cortés habría hecho en mi lugar.

La cosa ya tomaba un cariz distinto a lo que imaginé en un inicio, pues ya no se trataba de un fantasma que, en medio de la noche, se sube al coche de un conductor para advertirle de un peligro allí donde ella falleció tiempo atrás, tras lo cual se esfumaba. Pero, por otra parte, no veía qué había de extraordinario en esa historia.

Lo que Esteban hizo, según nos contó, fue mentir a su mujer, alegando que se retrasaría porque le había surgido un contratiempo de última hora, y alojarse con la desconocida en un hotelito de mala muerte ─era temporada alta y, al parecer, la ocupación hotelera superaba el 90%─. Y, tomando un largo trago de su vodka con hielo, se irguió como si se hubiera tragado un palo y continuó su relato.

─Fuimos a cenar a un restaurante de comida rápida cercano al hotel. Mientras yo me tomé dos hamburguesas dobles, una ración grande de patatas fritas y una copa de helado de postre, ella, argumentando que los nervios le quitaban el apetito, solo pidió un café que apenas probó. Recuerdo que, a la luz del local, me pareció que estaba extremadamente pálida. Al comentárselo, creyendo que se encontraba mal, me dijo que su piel era así: muy blanca y muy sensible al sol.

» Mientras yo comía, me observaba de un modo que me hizo sentir incómodo. Su mirada era tan penetrante que casi llegué a sentir aprensión. ¿Y si había recogido a una lunática, o, peor aún, a una psicópata? De repente quise que ya fuera el día siguiente y que, una vez el taller se hubiera hecho cargo de su vehículo, pudiera seguir mi camino como si nada hubiera ocurrido.

» Aquella noche dormí muy intranquilo. Pensé que sería porque no tenía la conciencia tranquila por haber mentido a mi mujer, pero había algo más que no sabía definir. Me despertaba frecuentemente y, en una de esas ocasiones, me pareció notar una presencia, oír unos pasos de alguien merodeando por la habitación descalzo, o de puntillas. La verdad es que me acojoné y eso que no soy persona que se asuste fácilmente. Así que al final decidí abrir la luz. Allí no había nadie.

» Por la mañana desperté más tarde de lo previsto. Me extrañó que la chica no me hubiera llamado o me hubiera mandado llamar. Me levanté sintiéndome cansado y mareado, me dolía todo el cuerpo. Me vestí sin apenas asearme y llamé a la puerta de la habitación de Joséphine, pero no contestó. Bajé raudo al comedor, pensando que estaría desayunando, pero tampoco estaba allí. Cuando pregunté por ella al recepcionista que nos había atendido la tarde anterior, me miró como si estuviera loco. No había chica. Según él, yo había llegado solo.

Esteban se quedó mudo de repente, mirándose las manos, que las tenía en su regazo. Parecía avergonzado, como si no se atreviera a mirarnos a la cara. ¿Nos habría colado también un farol?, me dije.

─¿Ya está? ¿Eso es todo? Por lo menos, mi “fantasma” tenía un objetivo claro: salvarme la vida. ¿Qué significa, según tú, la aparición y desaparición de esa chica? ─le interrogó Juan, de corrido, sin darle tiempo a replicar.
─¿No queríais una historia extraordinaria? Pues eso es lo que me pasó.

Me dio la impresión de que había algo más, que no nos lo había contado todo, que posiblemente se había arrepentido de haber empezado a relatar esa historia y había decidido cortar en ese punto. Pero no insistí. Preferí dejarlo así. Además, deseaba marcharme de allí de una vez y no quería prolongar más la tertulia.

─¿Y no fuiste al taller a preguntar por ella? Podía haber ido por su cuenta ─esta vez fue Ramón quien intervino.
─¿De qué hubiera servido? ¿Acaso no me dijo el recepcionista que había llegado solo?
─¿Y te quedaste tan tranquilo? ¿Así, sin más? Bien podía estar confundido el tío ese. O estar en babia cuando os registrasteis. O…
─Le pedí que me enseñara el registro y a la hora en que llegamos solo figuraba mi nombre ─replicó Esteban.
─Pero debió de quedar alguna prueba. ¿No firmó nada? ¿No entregó su pasaporte? ¿Y la llave de la habitación? Yo qué sé; algún indicio de su presencia.
─También lo pensé, pero no recordaba nada de eso. Y la habitación que supuestamente le dio el recepcionista estaba ocupada, según me dijo este, desde hacía días.
─Entonces todo parece indicar que esa tal Joséphine fue una aparición. Muy bien, me lo creo. Pero como bien dice Juan, todas las apariciones tienen un propósito. ¿No te picó la curiosidad por saber quién era esa chica y qué pretendía apareciéndosete? ─volvió a intervenir Ramón.
─Pues no. Y, además, ¿cómo iba a averiguarlo? ─replicó Esteban.
─¿Y por qué francesa? ¿Acaso no hay fantasmas españoles? Ya sé, déjame adivinar. Debía ser una de tantas extranjeras que te tiraste durante las vacaciones en la Costa Brava y a la que dejaste tirada. O preñada. Se murió de pena o, ya puestos, del parto,  y quería vengarse. Luego se arrepintió y se largó ─terció, burlón, Juan, que parecía estar pasándoselo en grande.

Pero el semblante de Esteban seguía indicándome que había algo más que había decidido no revelar.

─¿Seguro que eso es todo? ─insistió Juan, ya más comedido, pues creo que también intuyó que esa no era toda la verdad─. ¿No nos ocultas nada, Esteban? ─añadió.
─Pero ¿qué os tendría que ocultar, si puede saberse? ─alegó, molesto, el interpelado.
─Pues algo que sucedió aquella noche y no nos quieres revelar. A lo mejor era una vampira que se coló en tu habitación, te mordió y ahora eres uno de ellos, jajaja ─fue Ramón quien ahora bromeaba.

Todos reímos la gracia de Ramón. Menos Esteban que, visiblemente incómodo, se levantó, dejó sobre la mesa su parte de la consumición y, excusándose porque se había hecho demasiado tarde y al día siguiente tenía una intervención quirúrgica, se dirigió al guardarropa para reclamar su abrigo.

Aprovechando la ocasión, yo también aduje cansancio y el madrugón que me esperaba y me apresuré a abandonar el local, no sin antes acordar que ya quedaríamos para un nuevo encuentro, pues ahora teníamos nuestros respectivos números de móvil.

Cuando llegué junto a Esteban, a quien le acababan de entregar su abrigo, me disculpé por si nuestras bromas le habían ofendido. Me miró de un modo extraño. No había reparado en que sus ojos azules eran mucho más claros y su tez más blanca de lo que recordaba. Me miró tan profundamente que sentí un inexplicable escalofrío. Acto seguido, suavizó el semblante y me sonrió de una forma enigmática. Dijo no sentirse ofendido en absoluto y que esperaba volvernos a ver. Eso me alivió. Hasta que descubrí la señal.

Cuando extendió su brazo derecho para introducirlo en la manga del abrigo, quedó ligeramente al descubierto parte del cuello que le cubría la camisa. Observé, con espanto, dos cicatrices redondas sobre la yugular derecha, separadas entre sí unos cuatro centímetros. Eran las típicas señales que todos hemos visto en el cine de terror. Eran las inequívocas mordeduras de un vampiro.

Pasaron los días y estuve tentado de compartir mi descubrimiento con Juan y Ramón. Pero ¿qué iba a decirles exactamente? ¿Que Esteban era un vampiro? ¿Qué Ramón tenía razón cuando, bromeando, dijo que se había convertido en eso por la mordedura de la rubia francesa de la que nos había hablado y que también lo era? ¿Qué por eso el recepcionista no la había visto llegar con él, que por eso tenía una piel tan pálida, y que por eso no comió nada esa noche en el restaurante de comida rápida? ¿Y que era ella quien merodeaba por la habitación de Esteban mientras este dormía, para morderle y convertirlo en lo que ahora es? Era una locura, pero cada vez tenía más claro que eso fue posiblemente lo que sucedió.

Si fue así, ¿por qué Esteban empezó a contarnos esa historia para dejarla inacabada? ¿Qué nos ocultó?


El caso es que mi formación científica me tiene acostumbrado a buscar la explicación a todo lo que observo, a no dejar jamás cabos sueltos, a desvelar la verdad y a despejar las dudas. Y así fue cómo decidí ir a verle y preguntarle la verdad de los hechos. Me armé de valor y le llamé por teléfono para concertar un encuentro. Contrariamente a lo que esperaba, accedió de buen grado.

CONTINUARÁ...

Imagen: Fotograma de un episodio de Stranger Things, una serie de Netflix para la televisión.