viernes, 27 de mayo de 2016

La urna (y V)



Al día siguiente de hallar al matrimonio Wells sin vida, me llamaron de la comisaría de policía. Querían que confirmara hasta qué punto conocía a George Wells Jr. Me temí que hubieran sabido de algún modo que fui yo quien les había llamado para informarles de que había visto el cuerpo inánime del joven en el salón. Pero solo fue una llamada rutinaria. Me citaron en comisaría y me hicieron las típicas preguntas: desde cuándo le conocía, si había estado alguna vez en su casa, si conocía a su esposa, si sabía que tuvieran algún problema conyugal o algún enemigo, si conocía sus planes de marcharse del país –encontraron las maletas preparadas en el recibidor y unos billetes de British Airways con destino a Sao Paulo para ese mismo día-, y así una retahíla de preguntas sin respuesta por mi parte.

Estuve a punto de confesarlo todo lo que sabía pero me contuve. ¿Por qué? Pues porque la historia me pareció tan descabellada que temí que me tomaran por loco o bien que me incriminaran de algún modo. No podía explicarles cómo había llegado la carta de George Wells a mis manos. ¿Cómo les explicaría mi conducta? Me acusarían de allanamiento de morada o, cuanto menos, de ocultamiento de información. Entrar y salir de un domicilio ajeno, en el que has encontrado dos cadáveres, y desaparecer tras hacer una llamada anónima a la policía no es algo normal. Preferí, pues, callar como un bellaco. Luego me arrepentí pero ya era demasiado tarde. Aunque me hubieran tomado por loco, por lo menos les hubiera hecho entrega de la urna y me habría ahorrado tener que hacer frente al fantasma de una demente peligrosa. Y dudo mucho que pudieran haberme inculpado de algo que no fuera haber actuado como un viejo entrometido.

Transcurrido un mes, la policía seguía sin saber qué les ocurrió a los Wells. La autopsia reveló un fallo cardiaco. ¿A ambos? ¿A la vez? Nadie se lo explicó ni sospechó remotamente que esas muertes pudieran estar relacionadas con la de George Wells padre ni con la “desaparecida” señora Wells. Solo yo lo sabía y estaba dispuesto a llevarme el secreto a la tumba. Insensato de mí.
 
 

Hace unos días, un amigo me preguntó si había hecho testamento o dejado por escrito mis últimas voluntades. La verdad es que, aunque parezca mentira, no había hecho ninguna de las dos cosas. Así que decidí hacerle caso. Y a la vuelta de la notaría, decidí hacer otra cosa: escribir este diario. Quizá resulte una tarea inútil pero me sirve de desahogo. Es como si se lo contara todo a un ser querido, que es lo único que el dinero no me puede conceder. De paso, si algo me ocurriera, siempre quedaría este testimonio escrito.

La urna sigue en su sitio. No he sido capaz de enterrarla ni de esparcir las cenizas que contiene. Debo confesar que últimamente me tiene muy alterado. Siento una presencia. Me da la sensación de que no estoy solo, que alguien me observa y me acompaña a todas partes y en todo momento. No la he vuelto a abrir. Cada vez que lo hacía me parecía que se hacía más liviana, como si algo se escapara de su interior. Luego volvía a su peso original, como si ese algo volviera a entrar. No sé dónde leí que el alma pesa veintiún gramos. Creo que incluso había una película que trataba de eso. Ya sé que un hombre de ciencia como yo no debería dar crédito a esas estupideces, pero después de lo que estoy viviendo ya no sé qué pensar. Pero es que, además, la variación de peso que se produce en la urna es mucho mayor. He estado dando vueltas al asunto mil veces. Si el espíritu de la difunda señora Wells fue capaz de matar a su marido cuando este se disponía a deshacerse de “ella”, o de lo que quedaba de ella, y también acabó con la vida de su hijo y de su nuera porque iban a hacerlo público en una declaración escrita, eso significa que el fantasma o lo que sea que habita en esa urna puede desplazarse libremente. Así que da igual que la urna esté abierta o cerrada, sellada o no, tal como presuponía George Wells Jr. He hecho varias pruebas y la variación de peso nada tiene que ver con la apertura de la vasija. De día suele pesar más que de noche, como si el fantasma saliera a dar un paseo nocturno para luego volver a su encierro voluntario. Debo estar sufriendo una demencia senil prematura. A veces me dan ganas de tomar la vasija y romperla en mil pedazos y que sea lo que Dios quiera.

No puedo seguir viviendo con esta turbación e inseguridad por más tiempo. He pensado que lo mejor será vender la casa y hacer como George Wells Jr.: dejar la urna donde la encontré y que sea el próximo propietario quien apechugue con las consecuencias, aunque me parece tremendamente injusto.

Ahora son muchas las preguntas que me hago sin hallar respuesta: ¿Por qué el espíritu no hizo desaparecer la carta de su hijo para que yo ni nadie supiera la verdad? ¿Quizá no puede actuar sobre los objetos? ¿Por qué a mí no me hace daño alguno? ¿Quizá me cree inofensivo o piensa que no contaré nada por temor? ¿Quizá porque me considera inocente? ¿Acaso se ha encaprichado de mí? Demasiados por qué y demasiados quizás. De seguir así acabaré loco. Por eso, antes de que pierda la cordura, he decidido ponerlo todo por escrito en este diario, contando mi historia y la de la familia que vivió en esta mansión antes que yo. Una vez haya terminado con esta narración, lo introduciré en un sobre lacrado, con la carta de George Wells Jr., y lo depositaré en la notaría junto a mi testamento.

Mientras tanto van pasando los días y las noches. Lo peor son las noches. Oigo susurros y risas sofocadas. La típica risa de una loca. Hasta he llegado a notar su aliento, frio y pegajoso, en mi cara, cuando intento conciliar el sueño. Estoy convencido de que últimamente está a mi lado a todas horas.

Ya no puedo aguantar más. Lo tengo decidido: mañana me acercaré a la inmobiliaria para pedirles que pongan la mansión en venta. Ya encontraré algo más modesto y, sobre todo, alejado de Chelmsford. Quizá me mude a Londres.
 
 
 
El anuncio saldrá publicado la semana que viene. He puesto la casa en venta por un precio algo inferior al que me costó, pues me urge venderla.

Cuento los días esperando a que me llamen de la inmobiliaria con la buena noticia de que hay alguien interesado.

Los días se me hacen muy largos y las noches mucho más. Esta pasada noche me ha parecido oír ruidos en la cocina, como si alguien estuviera trajinando con utensilios de cocinar. He bajado, no sin reparo, pero no había nadie. Pero esta mañana, al ir a desayunar, me he encontrado con una tarta de manzana en la nevera. Le he preguntado a la señora Higgins, mi  cocinera, por si la había hecho ella. Me ha dicho que no y me ha mirado con extrañeza. He acabado diciendo que había olvidado que me la trajo una sobrina unos días atrás, cuando vino a visitarme. Su mirada ha sido todavía más extraña. Y es que creo que le dije en una ocasión que yo no tenía hermanos.

He ido a la despensa y he buscado por todas partes, hasta que he dado con lo que buscaba: una caja de raticida. Por su aspecto, debía llevar allí meses. He tirado la tarta y la caja a la basura. Me temo que la fantasma loca –ya la llamo así- no permitirá que la abandone y preferirá verme muerto antes que lejos de ella.
 
 
 
Por fin han llamado de la inmobiliaria. Ya hay un comprador interesado. Ha hecho una oferta a la baja, como era de esperar, y la he aceptado. Cuanto antes me vaya, mejor.
 
 
Mañana, antes de ir al notario para firmar la venta de la propiedad y, de paso, hacerle entrega de este diario, sellaré de nuevo la urna, por si acaso, y la enterraré en el jardín. No sé si eso la detendrá pero tengo que intentarlo. Si todo sale bien, no pienso volver.
 
 
********
 
 
En la notaría de Chelmsford se personaron, intrigados, el alcalde y el abogado del Ayuntamiento, a quienes se les había citado para proceder a la lectura del testamento que Mr. Whitehouse había firmado semanas atrás en ese mismo despacho.

―Quién lo iba a decir. Con lo sano que parecía –fueron las escuetas palabras del alcalde, ansioso por conocer los detalles.
―Y que lo diga. Y pensar que ese mismo día debía comparecer ante mí para firmar la venta de la mansión… El presunto comprador se marchó bastante enojado por el plantón. Pero cómo íbamos a imaginar el motivo de su ausencia. Pero ya se sabe, el corazón no siempre avisa –concluyó el ilustre notario.
―No somos nada –añadió, muy poco imaginativo, el abogado.
―Bien, procedamos –sentenció el notario tras un ruidoso suspiro.

El alcalde, al conocer las disposiciones del testamentario, lógicamente se alegró. Una mansión así no pasa frecuentemente a manos públicas.

―Fue un acierto que un hombre tan adinerado, sin descendencia ni herederos, dejara en manos públicas una propiedad de estas características para ser convertida en un centro cívico para uso y disfrute de sus conciudadanos –afirmó el notario, tras la lectura y ante la vehemente aquiescencia de sus distinguidos visitantes.
―Desde luego. Nunca hubiera pensado que el Dr. Whitehouse fuera tan altruista –remató el alcalde, buscando el asentimiento de su acompañante.
―¿Y tienen alguna idea de lo que van a hacer con esa magnífica mansión? ¿En qué tipo de centro cívico les gustaría convertirla?
―Mmmm. Pues no lo sé todavía. Tendremos que discutirlo en la próxima reunión del consistorio –respondió, pensativo, el alcalde-. Quizá una biblioteca –añadió.
―O un museo –terció el abogado municipal.
 
 
***************
 
 
Los habitantes más adinerados de Chelmsford y alrededores celebraron la decisión del pleno municipal de acabar convirtiendo la mansión en una residencia geriátrica de lujo.

El día de la inauguración de la calificada como “Residencia Whitehouse”, en honor a su antiguo propietario y benefactor, un grupo de acaudalados residentes se congregó alrededor de una magnífica vasija, que presidía el salón principal desde lo alto de la repisa de la chimenea, para comprobar qué contenía. Uno de ellos, con más maña y menos artritis, logró abrirla. Todos quedaron intrigados al ver su contenido. El venerable anciano que la sostenía dijo que había notado que se volvía más liviana, “como si algo se hubiera escapado de su interior”.

La tarde se volvió tormentosa. En el jardín, las hojas otoñales revoloteaban por doquier. En un rincón apartado, entre el manto de humus y hojarasca, otros tipos de hojas, las de un pequeño cuaderno medio descompuesto, aleteaban frenéticas como queriendo llamar la atención.
 
 
FIN
 
 

miércoles, 25 de mayo de 2016

La urna (IV)


 
Chelmsford, Septiembre 18, 2015

Apreciado Mr. Whitehouse:

Lo que aquí me dispongo a revelarle me produce un gran desasosiego y un hondo pesar pero lo hago convencido de que ha llegado el momento de contar la verdad sobre mi madre, su implicación en los envenenamientos que todavía tienen en vilo a la policía, y su supuesta desaparición. Asimismo, quiero desvelar la causa real de la muerte de mi padre que, por increíble que pueda parecer, estoy convencido de que fue tal como lo detallo a continuación.

Los síntomas de la esquizofrenia de mi madre hicieron su aparición cuando contaba unos cuarenta años. Yo tendría quince por aquel entonces y no entendía lo que le ocurría hasta que mi padre me lo explicó. Al principio las crisis eran escasas pero con los años se hicieron más frecuentes, sin que la medicación lograra mitigarlas. En más de una ocasión tuvo que ser ingresada en un centro psiquiátrico pues sus arrebatos eran peligrosos tanto para ella como para los que la rodeaban. Mi padre intentó mantenerme alejado y la mejor forma de hacerlo fue enviándome a un internado en Oxford, donde pasaba todo el curso académico salvo algunos fines de semana y las vacaciones. En Oxford acabaría pasando diez años de mi vida, hasta que me doctoré. Allí conocí a Margaret, mi esposa.

Mi padre me mantuvo, de este modo, ajeno a los crecientes delirios de mi madre. Ahora sé por lo que tuvo que pasar, sin tener a nadie de su confianza cerca con quien explayarse. Quizá fue lo mejor para mí. Pero, ahora que lo sé todo, mi conciencia no me permite guardar silencio por más tiempo y como me resultaría muy vergonzante confesarlo en voz alta, prefiero hacerlo por escrito y marcharme lejos donde nadie me conozca ni conozca a mi familia, que sufrirá un duro revés si todo esto sale a la luz.

Según me contó mi padre la vigilia de su muerte, mi madre empezó a sentir unos celos patológicos por algunas de sus vecinas porque se empecinó en que mantenían relaciones adúlteras con él. No cesaba de espiarle a todas horas, controlar todos sus movimientos y registrarle sus objetos personales en busca de pruebas de su infidelidad. Por mucho que mi padre le juró que todo eran imaginaciones suyas, ella se mostraba cada vez más celosa y agresiva. Él creyó que sería algo pasajero y soportaba sus improperios lo más estoicamente posible. La convivencia llegó a ser insoportable. Mi padre estaba desesperado. Hasta que llegó el día en que creyó que mi madre se estaba recuperando pues empezó a visitar a sus vecinas con cierta frecuencia, obsequiándolas incluso con una tarta que ella misma hacía para granjearse su simpatía, según sus palabras. Todo parecía volver a la normalidad. Hasta que se produjeron las muertes.

Tras el segundo caso, mi padre, empezó a atar cabos y acabó sospechando lo peor. Rebuscó en la alacena y halló veneno para ratas. La excusa que le dio mi madre no le convenció. En nuestra casa nunca habíamos descubierto ni un solo roedor en todos los años que habíamos vivido en ella. Mi padre era muy escrupuloso en eso y tenía contratado un servicio de mantenimiento que también se ocupaba del control anti-plagas.

Con la tercera muerte, mi padre se alertó todavía más. Fue entonces cuando empezó a espiarla. Hasta que un día la vio esparciendo sobre la masa de una tarta que estaba preparando unos polvos amarillentos idénticos a los que él había visto en la caja de raticida que había hecho desaparecer semanas atrás. Una vez mi madre hubo partido hacia la vivienda de otra de sus vecinas, mi padre halló nuevamente veneno en la despensa, camuflado entre los materiales de limpieza. Al día siguiente, una nueva víctima de envenenamiento aparecía en el vecindario.

Ya eran cuatro las mujeres presuntamente envenenadas por mi madre. Mi padre tenía que detenerla como fuera. Se sentía culpable por no haber impedido la última muerte después de lo que vio, pero estaba dispuesto a que esa locura no continuara. Fue entonces cuando la policía se presentó en casa y se llevó a mi madre para interrogarla. Debieron haber relacionado el veneno hallado en los cuerpos de las víctimas y en los restos de las tartas con la visita de mi madre las tardes anteriores a las muertes. Como mi padre se había vuelto a deshacer del raticida, la policía no encontró nada en su registro. Acabaron soltándola por falta de pruebas. Pero, de seguir así, tarde o temprano la descubrirían. Mi padre dudó sobre cómo actuar. Si la incriminaba, no solo se sentiría culpable del encierro a perpetuidad de su esposa sino del descrédito que ello representaría para toda la familia. Por otra parte, no podía dejar que siguiera matando. Y tomó la decisión más descabellada. Ahora pienso si no estaría también él desquiciado por culpa de lo que había tenido que soportar.

Cuando me lo contó, no podía creerlo. Si no llego a visitarle aquella tarde, seguramente me hubiera creído su versión de los hechos. Me llamó la atención el humo que salía de una de las chimeneas, la que procede del sótano, donde está la vieja caldera que no se utilizaba desde hacía muchos años. Había envenenado a mi madre con el mismo veneno con el que ella acabó con la vida de aquellas cuatro mujeres. ¡Y la estaba incinerando en el sótano!

Me dijo que guardaría sus cenizas en una vasija que había encontrado en la buhardilla y haría creer a todo el mundo que, en una de sus crisis, se había marchado sin dejar siquiera una nota.

No quise oír más. Me marché como alma que lleva el diablo dejando a mi padre rematando la tarea de convertir a mi madre en cenizas. Llegué a casa en tal estado de agitación que no pude ocultarle la verdad a mi mujer. Aquella noche fue una de las peores de mi vida. Porque no fue la peor. Lo peor aún estaba por llegar.

A la mañana siguiente me presenté nuevamente en casa de mi padre. No sabía qué le iba a decir pero tenía que hablar con él. Demasiado tarde. Al no contestar, entré con la llave que siempre dejaba oculta en el macetero que hay junto a la puerta de la entrada principal. En el salón, lo primero que vi fue una vasija sobre el mármol de la chimenea. Solo verla, un escalofrío recorrió todo mi espinazo pues supuse que era la que mi padre había usado para ocultar los restos incinerados de mi madre. Todavía no podía creer que todo aquello fuera real. Mi madre asesinada y reducida a cenizas por su propio marido. Y mi padre no aparecía por ninguna parte.

Lo encontré tendido en su cama, vestido. Estaba lívido pero aun tenía pulso, aunque muy débil. Según los paramédicos, había sufrido un ataque cardíaco. En el servicio de urgencias no pudieron hacer nada por él. Durando el camino al hospital, en la ambulancia, recobró temporalmente el conocimiento. Al verme a su lado me agarró del brazo y todavía pudo articular unas palabras que nunca olvidaré: “Ha sido ella. No me ha dado tiempo a enterrar la urna. Se ha vengado de mí. Así me lo ha dicho. Vuelve a casa, sella la urna y deshazte de ella antes de que pueda hacer más daño. Pero ve con cuidado. Podría lastimarte a ti también. Está más loca muerta que viva”. Se desvaneció y ya no volví a verle con vida.

Hice lo que mi padre me pidió. Sellé la urna y la volví a dejar provisionalmente sobre la chimenea. Una vez enterrado mi padre, volvería a por ella.

Pero no sabía qué hacer con las cenizas de mi madre. Obviamente no podía proceder a su inhumación oficial, pues tendría que declarar de quién eran los restos mortales y entonces se sabría que mi madre no había desaparecido como yo mismo había hecho creer, siguiendo impulsivamente los planes de mi padre. Todos creyeron mi versión: en una crisis nerviosa provocada por la muerte de su marido, había desaparecido sin dejar rastro.

Pensé en enterrarlas en el jardín pero me entró el pánico. Si mi padre llevaba razón, quizá yo fuera su siguiente víctima. A fin de cuentas, ningún sello material puede detener a un espíritu –me dije. Sellar la urna había sido una estupidez. Si ello hubiera representado una amenaza para el espectro –todavía no sé cómo llamarlo- de mi madre, me lo habría impedido. Aun ahora no sé cómo pude creer en semejante disparate.

El caso es que abandoné la casa y la urna con ella. Puse la mansión en venta y en pocos días apareció usted, Mr. Whitehouse, que acabó comprándola sin saber lo que albergaba. Mi mujer y yo decidimos entonces marcharnos de este lugar. Puede parecer absurdo, pero temí que el espíritu diabólico de mi madre viniera a por nosotros. Mi mujer está embarazada y por nada en el mundo pondría en peligro su vida y la del bebé. A usted y a todos nuestros conocidos les hemos dicho que nos vamos a París. Su inesperada visita, haciendo preguntas comprometidas, ha precipitado nuestra marcha. Nos pareció que sospechaba algo y no estábamos preparados para contarle la verdad. Le pido mis más sinceras disculpas pues si alguien debía saber lo ocurrido en esa mansión era precisamente usted.

Al final he decidido revelarlo todo por su bien y por el de las familias a las que mi madre hizo tanto daño. Aunque fuera bajo el influjo de una enfermedad mental, asesinó a cuatro mujeres y sus familias merecen conocer la verdad. Y usted también, para que tome las precauciones necesarias.

Haga con esta carta lo que crea conveniente. Puede hacerla pública. Ya no me importa el buen nombre de mi familia. Estoy seguro de que un hombre tan perspicaz como usted volverá a visitarme con más preguntas. Dejé exprofeso la puerta trasera abierta para que pudiera entrar y hallar esta carta. Aquí tiene todas las respuestas.

Cuídese.

George Wells Jr.
 
 
CONTINUARÁ
 

 

lunes, 23 de mayo de 2016

La urna (III)



Aquella noche la pasé en vela intentando dilucidar si lo que me había contado George Wells Jr. sería cierto o bien se había inventado toda esa historia, perro incluido, para sacarse de encima a ese viejo fisgón que había aparecido en su casa con una vasija bajo el brazo, insinuando que contenía las cenizas de un difunto de la familia.

Desvelado como estaba, aproveché para hacer una búsqueda por internet de los antecedentes de la familia Wells. No fue poco el material que hallé pues, al parecer, era una familia my conocida en el condado. Al cabo de unos pocos minutos de lectura di con un artículo, aparecido seis meses atrás en un periódico local, que me dejó sin habla. Decía así: “Madeleine Wells, la esposa del afamado arquitecto George H. Wells, fue detenida ayer para ser interrogada por las cuatro muertes por envenenamiento acaecidas las últimas semanas en Chelmsford. Tras prestar declaración durante más de tres horas, fue dejada en libertad sin cargos”.

Así que la esposa esquizofrénica de Mr. Wells padre fue sospechosa de unos envenenamientos producidos en la localidad. Seguí buscando hasta dar con la noticia de su desaparición, según la cual la señora Wells se había esfumado una semana después de su detención. Quizá sí que la mujer estaba perturbada y la detención e interrogatorio acabó por desquiciarla aun más y tomó las de Villadiego. Pero ¿y si había sido la causante de aquellas muertes, o debería decir asesinatos, y se fugó para no acabar entre rejas?

Los problemas de aquella familia no eran de mi incumbencia, por supuesto, pero, qué queréis que os diga, soy como un Pit Bull: cuando hinco el diente a algo, ya no lo suelto aunque me muelan a palos.

A la mañana siguiente, muy temprano, me presenté de nuevo en la vivienda de la joven pareja Wells antes de que la abandonaran con destino a París. No tenía ni idea de lo que les iba a decir para justificar mi osadía. Ya improvisaría sobre la marcha. Algo, por estúpido que fuera, se me ocurriría aun sabiendo que me tomarían por un viejo chocho.

Tras cinco timbrazos, decidí explorar el jardín circundante y, por qué no, espiar a través de los ventanales. No podían haberse marchado, pues todas las ventanas tenían las persianas subidas y las cortinas descorridas. Alguien que deja su casa por un tiempo, por corto que sea, no la deja a merced de los ladrones ni de los espías como yo. Así pues, o hacían oídos sordos a mis llamadas o allí ocurría algo raro.

Y, efectivamente, algo extraño había ocurrido. Cuando miré por la ventana que daba al salón-comedor me pareció ver el cuerpo de George sentado en el mismo sillón que ocupó durante mi visita, de espaldas al jardín. En realidad solo pude ver parte de su incipiente calvicie y su brazo izquierdo inmóvil y estirado como si quisiera recoger algo del suelo. Me dirigí a la parte trasera de la casa y comprobé que la puerta de acceso a la cocina estaba entreabierta, así que entré dando voces -¿hola? ¿hay alguien ahí? o algo por el estilo- no fuera a meter la pata y George se hubiera quedado dormido mientras su mujer se acicalaba. Pero, como me temía, allí había ocurrido algo muy grave. El cuerpo de George Wells Junior había alcanzado el rigor mortis, al igual que el de Margaret, el cual hallé luego en su dormitorio. Bajé tan raudo como mi artrósico cuerpo me lo permitió para llamar a la policía pero algo me detuvo en seco. En el suelo, por debajo del sillón donde reposaba el cadáver de George, sobresalía algo blanco. Era un sobre. Y un par de metros más allá había una pluma estilográfica, la misma que lució en la notaría el día que nos conocimos. En el sobre solo ponía “Para Mr. W”. Si fue él quien lo había escrito, era evidente que algo o alguien le interrumpió antes de poder completar el nombre del destinatario, el mismo algo o alguien que acabó con su vida. ¿Sería yo ese Mr. W? Decidí salir de dudas. Tomé el sobre y lo abrí. La carta que contenía iba, efectivamente, dirigida a mí. Parecía una confesión. Necesitaba tiempo y calma para leerla con detenimiento. Me la guardé y llamé a la policía. No di mi nombre. Solo informé que había visto el cuerpo inerte del joven Wells desde el jardín y colgué. Ya vería luego qué hacía con la información que contenía la carta. Sé que hubiera debido explicar a la policía cómo se había producido el hallazgo de los cadáveres y ponerla al corriente de todo, carta incluida. Pero  pudo más mi curiosidad e interés personal que el sentido del deber.

Esa noche volví a pasarla en vela. De seguir así, sería yo quien acabaría con un trastorno psiquiátrico –me dije. Pero es que lo que tenía en mis manos era una historia para no dormir.
 
CONTINUARÁ
 
 


viernes, 20 de mayo de 2016

La urna (II)


La vasija resultó no tener valor alguno, salvo el estético. Era llamativa y nada más. Eso lo supe gracias a un amigo coleccionista de obras de arte.

―¿Tu crees que alguien va a meter las cenizas de un difunto en un objeto de gran valor? –me espetó, no sin razón.

Un modo de iniciar mis pesquisas fue contactar con la inmobiliaria que había intervenido en la compra-venta de la casa. Solo ellos podían darme detalles del antiguo propietario. Me lo habían presentado en el acto de la firma de la escritura de la propiedad pero de él solo supe su nombre y apellido: George Wells. Era un joven apuesto, elegante y muy educado. Pero desconocía ciertos detalles que se me antojaban importantes, como cuánto tiempo había vivido en la mansión que ahora era de mi propiedad y qué sabía de la vasija que había encontrado en ella. Pero en aquel encuentro se mostró extrañamente esquivo. Se marchó tras la firma y no tuve ocasión de hablar con él y, por lo tanto, de interrogarle sobre la vasija que presuntamente se había dejado olvidada. Teníamos, pues, una conversación pendiente.

Pero antes de eso, llamé a mi buen amigo Jacques Bells para saber si había llevado a cabo el análisis de la muestra que se llevó y, de ser así, cuál había sido el resultado y qué opinaba al respecto.

No tuve tiempo de llamarle que mi móvil sonó. Era Collins, su adjunto y amigo común que también había asistido a mi fiesta de inauguración. Lo que me dijo me dejó sin habla.

―¿Whitehouse? Oye, esto…, no sé si sabes la noticia –y ante mi mutismo, continuó-, Bells ha fallecido.
―Pero, ¿cómo?, ¿cuándo? –logré articular todavía bajo el efecto del shock emocional.
―Pues ha sido esta noche, mientras dormía. Su mujer se lo ha encontrado tieso, al pobre. Un infarto agudo de miocardio, me ha dicho. Y eso que hacía tan solo unas semanas se había hecho un chequeo. Ya sabes lo meticuloso que era con su salud. Como me extrañó que se retrasara, ya sabes que era un obseso de la puntualidad, he llamado a su casa y…

Yo ya había desconectado. Collins seguía hablando pero mi mente retrocedía a la noche anterior, cuando el bueno de Bells introducía, circunspecto, una muestra de las cenizas en un sobre que yo mismo le facilité y que no le dio tiempo a analizar.
 
 
 
George Wells Jr., como figuraba en los documentos de compra-venta, era el hijo del anterior propietario de la mansión, George H. Wells, de quien heredó la mansión al morir este. El joven Wells resultó ser muy huidizo. Cuando le llamé y le mencioné la vasija –no utilicé el término urna para evitar suspicacias- dijo no saber de qué le hablaba. Intenté fijar una cita con él pero siempre estaba muy ocupado, reuniones y viajes le tenían atrapado y le resultaba casi imposible dedicarme ni siquiera unos minutos. Así que decidí presentarme en su casa un domingo por la mañana.

Vivía en un típico cottage, de dos pisos, de aspecto más bien ruinoso pero rodeado de un cuidado jardín. Se parecía mucho a la vivienda que yo tenía antes de convertirme en un hombre rico.

Su cara, al verme frente a la puerta con la vasija bajo el brazo, era todo un poema. Fue tan evidente su turbación que no pudo eludir por más tiempo mi acoso verbal y acabó invitándome a entrar y satisfacer mi curiosidad.

Una vez acomodados en un saloncito que hacía las veces de comedor, apareció una bellísima joven alta, rubia y de refinados modales que George me presentó como Margaret, su esposa, quien se unió a nosotros con evidentes signos de curiosidad por mi inesperada visita. Tras las presentaciones de rigor, mi obligado anfitrión tomó la palabra.

―Cuando mi padre falleció heredé la mansión familiar. Demasiado grande para mi gusto y el de mi mujer. Además, no nos gustan los lujos. Así que decidimos venderla –me comentó como si le hubiera exigido una justificación.
―Todo eso me parece muy bien, pero ¿por qué solo dejó esta vasija? –inquirí.

Ante su mutismo –yo notaba que intentaba hallar una excusa mínimamente creíble sin éxito-, decidí ir al grano.

―Mire, lo que contiene esta vasija, ¿o debería decir urna? –al usar esta palabra noté en su cara claros síntomas de alarma-, son las cenizas de un difunto –me aventuré a afirmar aun sin tener una certeza absoluta- y mucho me temo que pertenecen a su familia. ¿No serán acaso las de su padre? –añadí.
―!Pero qué dice usted! –exclamó, alzando la voz-, los restos de mi padre descansan en el cementerio municipal. No tengo ni idea de lo que contiene ese recipiente –pronunció este término con evidente aprensión-. Se lo debieron de olvidar los de la mudanza. Además, no lo había visto antes. Últimamente apenas frecuentaba la mansión. Debió ser una de las últimas antiguallas adquiridas por mi madre –acabó argumentando.
―Ya que menciona a su madre, ¿también falleció?–pregunté desde el extremo del sofá donde me había acomodado junto a la vasija de  mis desvelos.

Observé que al mencionar a la madre de George, Margaret miró de refilón a su marido como quien espera una respuesta a una pregunta comprometida. Aquél, tras un leve carraspeo, y mirando a su esposa en busca de apoyo, dijo:

―¿Le apetece un té? Lo que le voy a contar me va a tomar un buen rato.

Unos minutos más tarde, de las tres personas sentadas alrededor de un pulcro servicio de té, dos removían nerviosamente sus infusiones y la tercera –yo, quién sino- se disponía, alerta como un perro de caza, a escuchar lo que el joven Wells iba a contar.

―Mire, no tengo porqué darle explicaciones pero, al fin y al cabo, es un hecho de conocimiento público y tarde o temprano acabaría por enterarse. No hay nada de lo que tenga que avergonzarme. Y como nuevo propietario de la que fue nuestra casa familiar, prefiero que lo sepa por mí que por habladurías sin fundamento.

Y tras un momento de vacilación, continuó.

―Mi madre padecía esquizofrenia. Tenía pensamientos delirantes. Durante los últimos años, vivir en esta casa resultó un infierno. Mi pobre padre tuvo que aguantar lo indecible. Yo le insistía en que debía internarla pero él se resistía. Llegó un momento en que yo temí por la integridad física de mi padre, pues los arrebatos de violencia de mi madre eran cada vez más frecuentes y agudos. Cuando mi madre desapareció, suponemos que bajo el efecto de una de sus crisis, yo ya no vivía con ellos –acabó diciendo, tomando un sorbo de su té mientras su mujer le observaba, de reojo, visiblemente nerviosa.

―Y si no es indiscreción, ¿de qué murió su padre? –pregunté, a sabiendas de estar comportándome como un metomentodo de remate.
―Mi padre amaba mucho a mi madre y su desaparición acabó con él. Murió mientras dormía. Un infarto agudo de miocardio.
―¿Sufría su padre del corazón? –inquirí, presa de un pálpito.
―Pues no. De hecho estaba muy sano y se cuidaba mucho. Pero era mayor y ya se sabe, el corazón, a esa edad… -dejó la frase inacabada mientas que su  mujer asentía dándole afectuosas palmaditas en el brazo.

Así que un infarto agudo de miocardio mientras dormía. ¿Una simple coincidencia con lo que le ocurrió al pobre Bells?

Debí parecer una estatua de mármol empotrada en aquel mullido sofá. Sentí que me invadía una sudoración fría y la tacita de porcelana empezó a traquetear en mis manos.

―¿Y dice usted que su padre está enterrado en el cementerio de esta localidad? –insistí.
―Efectivamente. Si lo desea, puede comprobarlo usted mismo –me contestó molesto por mi insistencia.
―No, no. Disculpe usted mi pegunta. No pretendía poner en duda sus palabras; solo que no sé de quién pueden ser las cenizas que contiene esta urna –dije mirándolo fijamente a fin de vislumbrar cualquier atisbo de incomodidad o nerviosismo, como si yo fuera un polígrafo y él un embustero patológico.
―Pues, sin ánimo de ofenderle, yo creo que, sea lo que sea lo que contiene esa vasija –dijo mirándola de soslayo-, es ridículo pensar que sean restos humanos incinerados. En todo caso, ahora que lo pienso, podrían ser las cenizas de Nelson, el mastín que mi padre adoptó. Si mal no recuerdo, el pobre animal ya era bastante mayor cuando lo rescató de la perrera municipal.

Aquella era la respuesta más peregrina que había oído desde mi época de colegio, cuando intentábamos convencer al profesor de por qué no habíamos hecho los deberes. Tras un minuto de silencio, y no por un motivo luctuoso sino porque nadie sabía qué decir, George Wells Jr., claramente incómodo ante tanta pregunta, decidió poner fin a nuestro encuentro.

―Ahora, si me disculpa, nos espera una tarde muy ajetreada. Mi esposa y yo marchamos a París mañana temprano y todavía tenemos que hacer el equipaje y algunas gestiones.

La encantadora pareja formada por George y Margaret, me acompañó hasta la salida. Lo último que observé antes de que la puerta se cerrara a mis espaldas fue una mirada de complicidad entre aquella bellísima joven y su apuesto marido.
 
CONTINUARÁ
 

 

miércoles, 18 de mayo de 2016

La urna


Presidía la estancia, sobre la repisa de mármol de la gran chimenea. Era una vasija de porcelana de color negro con incrustaciones doradas que algún día debieron ser brillantes. No pude evitar examinarla. Pesaba mucho teniendo en cuenta su tamaño: no más de veinte centímetros de altura por quince de diámetro. De boca ancha, ésta estaba herméticamente cerrada por una tapa semiesférica, también de porcelana negra.

―Parece una urna funeraria –fue la escueta respuesta del vendedor cuando le pregunté si sabía qué era.

Me quedé con la casa y con la vasija, la urna o lo que fuera. Mis conocimientos de arte son más bien escasos pero me pareció bonita e incluso valiosa, aunque, de ser así, ¿por qué la había abandonado su propietario cuando no había dejado ni siquiera una sencilla cortina? Sé que lo correcto hubiera sido entregársela pero preferí esperar a que la reclamara, cosa que no hizo.

Durante la restauración del que iba a ser mi hogar, una mansión victoriana a las afueras de Chelmsford, en el condado de Essex, me llevé la vasija al apartamento en el que me alojaría mientras duraran las reformas -uno o dos meses-, no fuera que algún obrero manazas la hiciera añicos.

Antes de estimar su valor, quise saber qué era lo que contenía y qué le daba ese peso desproporcionado. Intenté abrirla pero parecía que la tapa estaba sellada a la boca del recipiente. Viendo que la fuerza bruta era del todo inútil, me apliqué, pacientemente, a la labor de probar los disolventes más eficaces, no fuera que estuviese encolada, hasta que un buen -o mal- día se abrió. Lo primero que hice, obviamente, fue mirar en su interior y lo que allí había era un polvo grisáceo inodoro e insípido. ¿Insípido?, os preguntaréis. ¿Acaso lo probó?, volveréis a inquirir.

Pues sí, lo olí, lo toqué y lo probé, como quien prueba la pureza de un alijo de cocaína. Y es que no he dicho que soy farmacéutico y el análisis organoléptico de un preparado es para mí algo indispensable antes de proceder a otras averiguaciones. Evidentemente supuse que no era veneno.

Llegado a este punto, os preguntaréis una cosa más: cómo un farmacéutico puede adquirir una propiedad de más de un millón de libras esterlinas. Bueno, lo del precio lo menciono ahora para acabar de satisfacer vuestra inagotable curiosidad. Pues bien, aun siendo doctor en farmacología por la Universidad de Cambridge y catedrático emérito, con mi sueldo no podría permitirme ese lujo. Aunque siempre he sido muy comedido en mis gastos y he llevado una vida espartana, no fueron mis ahorros lo que me permitieron este capricho sino una herencia inesperada de un tío lejano que hizo las Américas y murió solo y muy rico. Parecerá ésta una historia de las que se cuentan en los culebrones pero esa es la verdad. ¿Por qué mi tío me lo dejó todo a mí? Supongo que por ser el único hijo de su único hermano. ¿Qué cómo se hizo tan rico? Bueno, eso ya es otra historia que, además, no viene a cuento.

Pero vayamos al grano. La cuestión es que gracias a mi tío millonario pude comprarme una mansión de lujo y hallar una vasija que luego supe que hacía las funciones de una urna funeraria, tal como había insinuado aquel individuo flemático con quien cerré la compra. Aquella urna parecía contener las cenizas de un difunto. Pero ¿quién podía ser tan insensible como para abandonar los restos incinerados de un ser querido? Y si no fue tan querido, ¿por qué no se deshizo de ellos como lo hace la gente normal?

Todo era muy extraño. Quien fuera el anterior propietario de la casa debía tener dinero más que suficiente –al menos después de la venta- como para comprar o alquilar un columbario. Y si no quería gastarse ni una libra en algo así, bien podía haber dispersado las cenizas por el monte, en el rio o enterrado en el jardín, ¡qué caramba!

Los hombres de ciencia y los detectives somos curiosos por naturaleza y yo no podía cerrar el caso haciendo con aquellos restos mortales lo que no había hecho su legítimo responsable. Antes quería averiguar a quién pertenecían esas cenizas y quién tuvo la desfachatez de abandonarlas. No obstante, habida cuenta de lo ocupado que me tenían las reformas de la casa tuve que aplazar esas indagaciones hasta que tuviera suficiente tiempo libre, cosa que no ocurrió hasta haber tomado posesión de mi nueva morada.

El estreno de mi lujosa mansión lo hice coincidir con el día de mi septuagésimo primer aniversario, justo un año después de haber abandonado mi vida docente. Para celebrar la inauguración de la “residencia Whitehouse”, como la llamé pomposamente -no porque fuera blanca, que no lo era, sino en honor a mi apellido y al de mis antepasados-, organicé una cena a la que invité a amigos y colegas. Tras el opíparo ágape –el primer y último derroche de mi vida-, pasamos al salón, donde reposaba la urna exactamente en el mismo lugar donde la vi por primera vez. Solo entrar en la estancia, todas las miradas se posaron en ella. Parecía brillar como si acabara de salir de las manos de un artesano. Debe ser el efecto del medio centenar de bombillas que iluminan el salón –pensé. Pero no, la urna estaba resplandeciente. Sus doradas filigranas parecían recién repujadas y la negra porcelana acabada de pulir. Cuando, en respuesta a las preguntas de mis invitados, dije que era una urna funeraria que había hallado al adquirir la casa, todos sin excepción, entre curiosos e incrédulos, quisieron echar un vistazo a su interior. La urna fue pasando de mano en mano como una revista pornográfica en posesión de unos adolescentes. No veo qué interés puede originar las cenizas de un muerto, o de una muerta, a no ser que, como era mi caso, uno se las encuentre como quien halla un paquete abandonado en un banco del parque. Creo que debieron pensar que les tomaba el pelo y emularon al incrédulo de Santo Tomás. La mayoría, sin embargo, mostró una creciente aprensión al comprobar la veracidad de mis palabras. Excepto el profesor Bells, catedrático de química, quien, dudando todavía de la verdadera naturaleza de “aquellos polvos”, como los llamó, me pidió permiso para llevarse una pequeña muestra y analizarla en su laboratorio.

Cuando se hubieron marchado todos, devolví la urna a su lugar, presidiendo una estancia que ahora se me hacía más lúgubre y fría que nunca. Al depositarla en la repisa me dio la sensación de que algo en ella había cambiado. Parecía incluso más liviana. Manías de viejo –me dije.

Mientras me tomaba mi último whisky del día, decidí que a la mañana siguiente iniciaría mis pesquisas y que si en un plazo razonable de tiempo –dos meses como máximo- no lograba descubrir nada, me desharía de ella o por lo menos de su contenido, no fuera que el envoltorio fuera un objeto de gran valor artístico.
 
CONTINUARÁ
 

 

jueves, 12 de mayo de 2016

El destino


 
A Elisa nunca le importó en demasía la marcha del negocio familiar, que había heredado de sus padres. Hija única y consentida de un hombre que fue padre a las puertas de la vejez, no le faltó nunca de nada. Para ella, el dinero brotaba de un manantial inagotable: el bolsillo de su padre, hombre generoso donde los hubiera. A la muerte de sus progenitores, en un accidente automovilístico, Elisa, con solo quince años, heredó un imperio fruto de muchos años de esfuerzo familiar. Sus padres fueron los artífices de que aquella modesta sastrería de barrio se convirtiera, con los años, en una cadena de grandes almacenes.

De acuerdo con las disposiciones testamentarias, la tutoría fiduciaria recayó en el tío Mario como así llamaba Elisa al mejor amigo y asesor fiscal de su padre, y padrino suyo. Al alcanzar la mayoría de edad, el bueno del tío Mario, a petición de su ahijada, se ocupó del negocio familiar. De este modo, mientras ella disfrutaba de los placeres terrenales, su padrino y protector desviaba cantidades ingentes de dinero a paraísos fiscales.

Es sorprendente cómo le puede cambiar la vida a una persona en un brevísimo lapso de tiempo. Para quien ha tenido dinero a espuertas, ha estado rodeado de comodidades, se ha permitido los caprichos más sofisticados, ha sido, en definitiva, feliz haciendo lo que le venía en gana, debe resultar insoportable perderlo todo. Esto es lo que le ocurrió a Elisa, con el agravante de que el causante de esa pérdida fue quien debía amarla y protegerla. 

Un día infausto Elisa tuvo conocimiento de que su grupo empresarial había presentado suspensión de pagos y que el tío Mario había desaparecido de la faz de la tierra. Los proveedores se le echaron encima y a duras penas se pudieron satisfacer las deudas con la venta de todo el patrimonio empresarial. A Elisa, el juez la declaró insolvente pero también irresponsable, pues aun habiendo sido objeto de engaño por la persona de su mayor confianza, había desatendido sus obligaciones como empresaria. Y lo pagó muy caro.

Desde entonces, Elisa vivía en la más absoluta miseria. Los años de vida regalada quedaban muy lejos, al igual que su tío Mario, del que tendría noticias, dos años después, cuando su cuerpo apareció en un chalé de lujo de Panamá con veinte cuchilladas en el vientre. Una mano anónima acabó con su esplendoroso retiro. En el cabezal de su cama, unos dedos ensangrentados habían escrito cuatro palabras: “cien años de perdón”.

La policía panameña no logró descubrir la autoría del asesinato. Solo pudo comprobar un hecho: el dinero del que se había apropiado el finado, había desaparecido de las cuentas bancarias que este había abierto mucho antes de su llegada al país.

Elisa tuvo conocimiento de ese desenlace por la prensa. Uno de los periódicos que usaba para resguardarse del frio le dio la noticia: “Mario Duque, antiguo tutor y padrino de Elisa Monforte Rubio, la que fuera heredera del imperio Monforte & Rubio, a quien presuntamente arruinó abusando de su confianza y parentesco, ha sido hallado muerto en una villa en Panamá donde había fijado su residencia”.

Sin saberlo, su vida estaba a punto de dar otro giro inesperado cuando, unas semanas atrás, conoció a aquel hombre enigmático que una noche se interesó por ella. Elisa aun recuerda las palabras que le dijo tras contarle lo que la había llevado a vivir entre cartones: “Ten paciencia. Un día se hará justicia. A todo cerdo le llega su San Martín”. Entonces no entendió su significado.

Al poco de conocer el trágico final de su padrino, Elisa volvió a ver al misterioso personaje. Esta vez, a la luz del día, su cara le resultó familiar. Los profundos surcos que festoneaban su cara, así como sus oscuras ojeras, habían adulterado su identidad, pero su voz, grave y profunda, fue más reconocible cuando le dijo: “Ya has visto que tenía razón. Aquel ladrón ha pagado por sus pecados. Quien lo haya hecho tiene cien años de perdón”.

********

Ensimismada con sus recuerdos, Elisa se sobresalta cuando Fermín, su hombre de confianza, entra en su despacho.

―¿Querías hablar conmigo? –inquiere este.
―Sí, Fermín. Quiero preguntarte algo que hasta ahora no me había atrevido a preguntar.
―Tú dirás –dice el hombre, con su voz grave y profunda, intuyendo lo que seguirá.
―Tú sabes quién mató a mi padrino, ¿verdad? –le espeta Elisa.
Fermín, con una sonrisa socarrona, que hace proliferar esos surcos faciales que le caracterizan, solo acierta a decir:
―El destino, mi niña, el destino.

Y sin esperar la reacción de su protegida, Fermín se dirige a la puerta desde donde le sonríe y le guiña un ojo ojeroso.

Elisa todavía le recuerda, de niña, jugando con ella en la portería de la enorme casa familiar. Siempre atento y vigilante, no fuera que le ocurriera algo malo. Le recuerda al volante de un coche negro, acompañándola a la escuela y volviendo a recogerla para llevarla de nuevo a la seguridad de su hogar. Le recuerda haciéndole compañía cuando sus padres todavía no habían regresado del trabajo y la niñera debía ausentarse. Le recuerda llevándola al médico cuando sus padres no podían. Y recuerda aquellas palabras que siempre le decía, con aquella voz tan grave y profunda, cuando ella sentía miedo por algo: “No temas, niña, nadie te hará daño. Pase lo que pase, yo siempre estaré cerca para protegerte”.

Fermín desapareció de su vida al quedarse huérfana, cuando más le necesitaba. Por mucho que preguntó por él, su tío Mario siempre le contestaba con evasivas. “Ya no le necesitamos, Elisa. Le he dado dinero más que suficiente para que viva como un Rey hasta que muera”, fue su última respuesta a sus insistentes preguntas.

¿Cómo volvió el dinero robado por su padrino a las arcas familiares? Eso ya no le importa a Elisa. Lo que realmente le importa es que aquel buen hombre, el hombre de confianza de su padre, ahora es el suyo. Cosas del destino.