miércoles, 25 de mayo de 2016

La urna (IV)


 
Chelmsford, Septiembre 18, 2015

Apreciado Mr. Whitehouse:

Lo que aquí me dispongo a revelarle me produce un gran desasosiego y un hondo pesar pero lo hago convencido de que ha llegado el momento de contar la verdad sobre mi madre, su implicación en los envenenamientos que todavía tienen en vilo a la policía, y su supuesta desaparición. Asimismo, quiero desvelar la causa real de la muerte de mi padre que, por increíble que pueda parecer, estoy convencido de que fue tal como lo detallo a continuación.

Los síntomas de la esquizofrenia de mi madre hicieron su aparición cuando contaba unos cuarenta años. Yo tendría quince por aquel entonces y no entendía lo que le ocurría hasta que mi padre me lo explicó. Al principio las crisis eran escasas pero con los años se hicieron más frecuentes, sin que la medicación lograra mitigarlas. En más de una ocasión tuvo que ser ingresada en un centro psiquiátrico pues sus arrebatos eran peligrosos tanto para ella como para los que la rodeaban. Mi padre intentó mantenerme alejado y la mejor forma de hacerlo fue enviándome a un internado en Oxford, donde pasaba todo el curso académico salvo algunos fines de semana y las vacaciones. En Oxford acabaría pasando diez años de mi vida, hasta que me doctoré. Allí conocí a Margaret, mi esposa.

Mi padre me mantuvo, de este modo, ajeno a los crecientes delirios de mi madre. Ahora sé por lo que tuvo que pasar, sin tener a nadie de su confianza cerca con quien explayarse. Quizá fue lo mejor para mí. Pero, ahora que lo sé todo, mi conciencia no me permite guardar silencio por más tiempo y como me resultaría muy vergonzante confesarlo en voz alta, prefiero hacerlo por escrito y marcharme lejos donde nadie me conozca ni conozca a mi familia, que sufrirá un duro revés si todo esto sale a la luz.

Según me contó mi padre la vigilia de su muerte, mi madre empezó a sentir unos celos patológicos por algunas de sus vecinas porque se empecinó en que mantenían relaciones adúlteras con él. No cesaba de espiarle a todas horas, controlar todos sus movimientos y registrarle sus objetos personales en busca de pruebas de su infidelidad. Por mucho que mi padre le juró que todo eran imaginaciones suyas, ella se mostraba cada vez más celosa y agresiva. Él creyó que sería algo pasajero y soportaba sus improperios lo más estoicamente posible. La convivencia llegó a ser insoportable. Mi padre estaba desesperado. Hasta que llegó el día en que creyó que mi madre se estaba recuperando pues empezó a visitar a sus vecinas con cierta frecuencia, obsequiándolas incluso con una tarta que ella misma hacía para granjearse su simpatía, según sus palabras. Todo parecía volver a la normalidad. Hasta que se produjeron las muertes.

Tras el segundo caso, mi padre, empezó a atar cabos y acabó sospechando lo peor. Rebuscó en la alacena y halló veneno para ratas. La excusa que le dio mi madre no le convenció. En nuestra casa nunca habíamos descubierto ni un solo roedor en todos los años que habíamos vivido en ella. Mi padre era muy escrupuloso en eso y tenía contratado un servicio de mantenimiento que también se ocupaba del control anti-plagas.

Con la tercera muerte, mi padre se alertó todavía más. Fue entonces cuando empezó a espiarla. Hasta que un día la vio esparciendo sobre la masa de una tarta que estaba preparando unos polvos amarillentos idénticos a los que él había visto en la caja de raticida que había hecho desaparecer semanas atrás. Una vez mi madre hubo partido hacia la vivienda de otra de sus vecinas, mi padre halló nuevamente veneno en la despensa, camuflado entre los materiales de limpieza. Al día siguiente, una nueva víctima de envenenamiento aparecía en el vecindario.

Ya eran cuatro las mujeres presuntamente envenenadas por mi madre. Mi padre tenía que detenerla como fuera. Se sentía culpable por no haber impedido la última muerte después de lo que vio, pero estaba dispuesto a que esa locura no continuara. Fue entonces cuando la policía se presentó en casa y se llevó a mi madre para interrogarla. Debieron haber relacionado el veneno hallado en los cuerpos de las víctimas y en los restos de las tartas con la visita de mi madre las tardes anteriores a las muertes. Como mi padre se había vuelto a deshacer del raticida, la policía no encontró nada en su registro. Acabaron soltándola por falta de pruebas. Pero, de seguir así, tarde o temprano la descubrirían. Mi padre dudó sobre cómo actuar. Si la incriminaba, no solo se sentiría culpable del encierro a perpetuidad de su esposa sino del descrédito que ello representaría para toda la familia. Por otra parte, no podía dejar que siguiera matando. Y tomó la decisión más descabellada. Ahora pienso si no estaría también él desquiciado por culpa de lo que había tenido que soportar.

Cuando me lo contó, no podía creerlo. Si no llego a visitarle aquella tarde, seguramente me hubiera creído su versión de los hechos. Me llamó la atención el humo que salía de una de las chimeneas, la que procede del sótano, donde está la vieja caldera que no se utilizaba desde hacía muchos años. Había envenenado a mi madre con el mismo veneno con el que ella acabó con la vida de aquellas cuatro mujeres. ¡Y la estaba incinerando en el sótano!

Me dijo que guardaría sus cenizas en una vasija que había encontrado en la buhardilla y haría creer a todo el mundo que, en una de sus crisis, se había marchado sin dejar siquiera una nota.

No quise oír más. Me marché como alma que lleva el diablo dejando a mi padre rematando la tarea de convertir a mi madre en cenizas. Llegué a casa en tal estado de agitación que no pude ocultarle la verdad a mi mujer. Aquella noche fue una de las peores de mi vida. Porque no fue la peor. Lo peor aún estaba por llegar.

A la mañana siguiente me presenté nuevamente en casa de mi padre. No sabía qué le iba a decir pero tenía que hablar con él. Demasiado tarde. Al no contestar, entré con la llave que siempre dejaba oculta en el macetero que hay junto a la puerta de la entrada principal. En el salón, lo primero que vi fue una vasija sobre el mármol de la chimenea. Solo verla, un escalofrío recorrió todo mi espinazo pues supuse que era la que mi padre había usado para ocultar los restos incinerados de mi madre. Todavía no podía creer que todo aquello fuera real. Mi madre asesinada y reducida a cenizas por su propio marido. Y mi padre no aparecía por ninguna parte.

Lo encontré tendido en su cama, vestido. Estaba lívido pero aun tenía pulso, aunque muy débil. Según los paramédicos, había sufrido un ataque cardíaco. En el servicio de urgencias no pudieron hacer nada por él. Durando el camino al hospital, en la ambulancia, recobró temporalmente el conocimiento. Al verme a su lado me agarró del brazo y todavía pudo articular unas palabras que nunca olvidaré: “Ha sido ella. No me ha dado tiempo a enterrar la urna. Se ha vengado de mí. Así me lo ha dicho. Vuelve a casa, sella la urna y deshazte de ella antes de que pueda hacer más daño. Pero ve con cuidado. Podría lastimarte a ti también. Está más loca muerta que viva”. Se desvaneció y ya no volví a verle con vida.

Hice lo que mi padre me pidió. Sellé la urna y la volví a dejar provisionalmente sobre la chimenea. Una vez enterrado mi padre, volvería a por ella.

Pero no sabía qué hacer con las cenizas de mi madre. Obviamente no podía proceder a su inhumación oficial, pues tendría que declarar de quién eran los restos mortales y entonces se sabría que mi madre no había desaparecido como yo mismo había hecho creer, siguiendo impulsivamente los planes de mi padre. Todos creyeron mi versión: en una crisis nerviosa provocada por la muerte de su marido, había desaparecido sin dejar rastro.

Pensé en enterrarlas en el jardín pero me entró el pánico. Si mi padre llevaba razón, quizá yo fuera su siguiente víctima. A fin de cuentas, ningún sello material puede detener a un espíritu –me dije. Sellar la urna había sido una estupidez. Si ello hubiera representado una amenaza para el espectro –todavía no sé cómo llamarlo- de mi madre, me lo habría impedido. Aun ahora no sé cómo pude creer en semejante disparate.

El caso es que abandoné la casa y la urna con ella. Puse la mansión en venta y en pocos días apareció usted, Mr. Whitehouse, que acabó comprándola sin saber lo que albergaba. Mi mujer y yo decidimos entonces marcharnos de este lugar. Puede parecer absurdo, pero temí que el espíritu diabólico de mi madre viniera a por nosotros. Mi mujer está embarazada y por nada en el mundo pondría en peligro su vida y la del bebé. A usted y a todos nuestros conocidos les hemos dicho que nos vamos a París. Su inesperada visita, haciendo preguntas comprometidas, ha precipitado nuestra marcha. Nos pareció que sospechaba algo y no estábamos preparados para contarle la verdad. Le pido mis más sinceras disculpas pues si alguien debía saber lo ocurrido en esa mansión era precisamente usted.

Al final he decidido revelarlo todo por su bien y por el de las familias a las que mi madre hizo tanto daño. Aunque fuera bajo el influjo de una enfermedad mental, asesinó a cuatro mujeres y sus familias merecen conocer la verdad. Y usted también, para que tome las precauciones necesarias.

Haga con esta carta lo que crea conveniente. Puede hacerla pública. Ya no me importa el buen nombre de mi familia. Estoy seguro de que un hombre tan perspicaz como usted volverá a visitarme con más preguntas. Dejé exprofeso la puerta trasera abierta para que pudiera entrar y hallar esta carta. Aquí tiene todas las respuestas.

Cuídese.

George Wells Jr.
 
 
CONTINUARÁ
 

 

15 comentarios:

  1. Ufffff sigue la emoción. Por ahora ya sabemos quien habitaba la urna y el contenido de la carta, así que espero ansiosa la siguiente entrega.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La siguiente entrega cerrará esta serie de episodios. Veremos cómo acaba.
      Muchas gracias por tu interés y seguir pacientemente esta historia.
      Un fuerte abrazo.

      Eliminar
  2. Ahora ya se sabe quien anda en la urnita, jeje. Esto se pone interesante, a ver que sucede ; )

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A ver, a ver, cómo termina esta historia que os ha mantenido alerta. De todos modos, no pinta muy bien, jeje
      Un abrazo.

      Eliminar
  3. Bien. Ya nos estamos enterando de los secretos de familia. da mucho miedo el pensar vque un espíritu enloquecido anda suelto por el vecindario.
    Que buen relato te está quedando compañero.
    Un abrazo y a por la última entrega.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Vamos avanzando con cautela hacia un final, quizá esperable, quizá sorpresivo.
      Muchas gracias, Francisco, por seguir viniendo a leer este relato y dejar tus amables comentarios.
      Un abrazo, compañero.

      Eliminar
  4. Está claro que a algunas mujeres, sobre todo si están locas, no las frena ni siquiera una incineración.
    Estupendo, Josep, ya has desvelado algo sobre la maldita urna. Ahora hay que esperar para saber cómo detener a este ceniciento espíritu.
    Enganchada estoy.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Jajaja. Veremos si a esta hay algo o alguien que la pueda detener, pero para mí que el pobre Whitehouse representa un adversario demasiado débil para esa fantasma enajenada.
      Me alegro que te hayas enganchado a la historia, del mismo modo que espero no defraudarte con el final. Veremos...
      Un abrazo.

      Eliminar
  5. Ufff menuda historia. ¿Seguro que en la urna está su madre? ¿Seguro que la mató?
    Uy uy uy, no sé... A ver que nos depara esta historia.
    No pinta muy bien para el prota...
    Un besillo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Esta es su versión de ls hechos y yo le creo. George Wells Jr. es buena gente y es de fiar. LO que ya no sé es qué hará Mr. Whitehouse después de conocer toda esa historia. Pobre hombre. No quisiera estar en su piel.
      Un abrazillo.

      Eliminar
  6. Me imaginaba que en la urna habría un cadáver de alguno de la familia, pensé que era el padre. Y está el espíritu de la madre haciendo daño. A ver que nos depara el final. Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Este espíritu no puede deparar nada bueno, creo yo, jeje
      Muchas gracias, Mª del Carmen, por tu interés y por comentar.
      Un abrazo fantasmagórico.

      Eliminar
  7. Whitehouse probablemente se siente en un callejón sin salida. El pobre hombre, sin querer, se ha visto en el ojo del huracán. Todo está ahora en sus manos.
    Veremos qué salida toma.
    Muchas gracias, Julio David, por seguirme a lo largo de este tortuoso camino.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  8. Lo bueno de llegar un poquito tarde es que ya está lista la siguiente entrega, así que voy a por ella de inmediato. Menos mal que no me como las uñas, porque si no... ¡Genial, Josep, un relato espléndido! :))

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  9. Jaja. Lo importante es llegar. En tu caso es como sentarse a la mesa donde ya están servidos el primer, el segundo plato y los postres, jeje
    No, no te muerdas las uñas, que es muy malo. Prefiero que contengas la respiración aunque creo que en pocos minutos ya podrás volver a respirar.
    Nos leemos en el siguiente y último episodio.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar