viernes, 30 de mayo de 2014

Al final se hizo la luz (La vuelta, 4ª y última parte)


Cuando Morales acabó de leer la confesión del padre Ángel, no tuvo más remedio que, compungido y avergonzado, contar su versión de los hechos. Ya no era ese hombre de carácter férreo que Andrés recordaba y, aunque de temperamento irascible, le pudo más el remordimiento que, a él también, le había corroído las entrañas durante los últimos años. Desde la visita de aquel joven e impertinente escritor, unas semanas atrás, no había podido pegar ojo y se debatía entre contar la verdad y aliviar así el peso de una culpa que soportaba desde hacía tantos años o seguir cargando con ella hasta sus últimos días. Pero la necesidad de desahogarse, la confesión de su respetado padre Ángel, y la promesa de Andrés de no denunciarle por unos delitos de encubrimiento y aceptación de soborno que, aunque ya hubieran prescrito, su revelación le acarrearía descrédito y humillación ante sus antiguos compañeros y sus actuales amigos y vecinos, hicieron que Morales relatara lo que tanto tiempo llevaba callando. Así, tras devolver a Andrés aquella nota manuscrita que le había dejado leer, profirió un profundo suspiro de resignación y, con la mirada extraviada hacia un punto inexistente, probablemente del pasado, inició una larga exposición de lo ocurrido aquel verano.

Feliciano, el hermano de su mujer, hombre de mal carácter y fuertes convicciones religiosas, halló, por azar, en un cajón de la cómoda del dormitorio y cubierto por ropa de cama, un extraño frasco que levantó sus peores sospechas. Intuyendo que su mujer visitaba, de vez en cuando, a la curandera contra su voluntad, quiso saber qué era y quien le había dado aquella pócima. Ante el silencio y evidente nerviosismo de su esposa, Feliciano, fuera de sí, le obligó a confesar que, en su última visita a María, ésta le preparó un bebedizo para evitar quedarse nuevamente embarazada. ¡Al fin y al cabo ya tenían cinco hijos! -le dijo-. Ante esta revelación, Feliciano fue  en busca de aquella mujer que muchos decían que tenía poderes ocultos.

La visita de Feliciano a la vieja María empezó con furiosos reproches sobre sus prácticas contrarias a la Ley de Dios y porque, con sus malas artes, había inducido a su mujer a cometer un pecado imperdonable, para terminar, vista la desvergüenza y burlas de aquella hereje, con serias amenazas de denunciarla públicamente como lo que era, una bruja, y allá ella con las consecuencias.

Aquella noche, una terrible tormenta azotó al pueblo y alrededores, arrasando cultivos y derribando árboles frutales, siendo Feliciano el más perjudicado por aquella catástrofe, destruyéndole toda la cosecha del año y dejando numerosos daños materiales que le costarían mucho tiempo y dinero reparar. Según él, aquello no podía ser más que el resultado de una maldición de esa bruja como venganza a sus insultos y amenazas de la tarde anterior.

Compartidas sus sospechas con Morales, éste le previno que fuera con cuidado pues si aquella mujer tenía, en verdad, poderes malignos, la cosa podría ir a peor. No obstante, para salir de dudas sobre la verdadera naturaleza de María, le propuso que hiciera una prueba para desenmascararla y, de corroborar su condición de bruja, pondría el caso en manos del cura y que fuera éste quien decidiera qué hacer.

La prueba consistía en poner un ramito de romero en la puerta de la supuesta bruja y esperar a que ésta hiciera acto de presencia. Si el ramito se agitaba al aproximarse la sospechosa, ello significaría, sin lugar a dudas, de que se trataba de una verdadera bruja. Al atardecer de aquel mismo día, Feliciano puso en práctica la recomendación de su cuñado y esperó, oculto en las sombras, el resultado de aquella prueba.

-Lo que ni mi cuñado ni yo, cuando me lo refirió, tuvimos en cuenta, seguramente por lo atemorizados que estábamos o por el deseo oculto de que aquella mujer fuera castigada o, por lo menos, desterrada de nuestra comarca, es que el viento que seguía azotando el pueblo aquella noche bien podía haber sido el causante de que aquella ramita se agitara tan violentamente como lo hizo cuando aquella mujer fue a abrir la puerta. Ahora esto puede parecer una obviedad pero entonces no se nos ocurrió –admitió un apesadumbrado Morales.

“Todo fue tan rápido que ni tiempo me dio a ponerlo en conocimiento del padre Ángel. Tendría que haber vigilado a Feliciano, pero no comentó nada ni pensé que pudiera hacer lo que hizo. Me lo contó a la noche siguiente, cuando se presentó en casa muy agitado –añadió levantando la mirada por primera vez.

Lo que le acababa de contar Morales sobre ese método para desenmascarar a una bruxa y lo que escucharía continuación era exactamente lo que Andrés había leído en aquel libro que le había sumergido en este mundo de fantasía y superstición.

Feliciano, ofuscado por su deseo de venganza y decidido a acabar por su cuenta con aquella maldita bruja, la siguió, a la mañana siguiente, hasta el bosque y, hallándose aquélla desprevenida, le propinó, con una piedra que halló por el camino, tres golpes en la cabeza, pues, según cuentan, si alguien se enfrenta físicamente a una bruja no se le puede dar un número par de golpes, pues el primero la hiere pero el siguiente la cura (1).

-Cuando nos lo contó, yo no sabía qué hacer y mi mujer no paraba de llorar rogándome que no le denunciara. Quise contárselo al cura pero al final decidí callar, esperando que todo pareciera un accidente –dijo encogiéndose de hombros en un signo de impotencia-. Cuando vi que el padre Ángel daba por sentado que había sido un castigo divino el que había acabado con la vida de aquella mujer que, según dijo, siempre había tenido por bruja, dejé que la gente lo creyera así y decidí cerrar la boca para siempre.

“Fue algo más tarde, cuando María ya hacía unos dos meses que había sido enterrada como una hereje, cuando mi cuñado vino a verme de nuevo y me dijo que no había podido soportar más los remordimientos por lo que había hecho y que se lo había contado todo al sacerdote en confesión. Yo esperaba una reacción por parte de éste pero no la hubo, al menos por un tiempo, pero al cabo de varias semanas el padre Ángel se presentó en el cuartel diciéndome que no podía revelar al pecador pero sí el pecado: que había tenido conocimiento de que la muerte de María no había sido accidental, como todos creíamos, sino que la habían matado por venganza y que, como autoridad, debía investigar el caso hasta dar con el asesino pues, aunque se tratara de una bruja, matar no solo era un pecado ante los ojos de Dios, y los tiempos de la Inquisición ya habían pasado, sino también un delito ante la ley de los hombres. Pero, sabiendo que el asesino era mi cuñado, ¿cómo podía pedirme aquello? Debió pensar que yo desconocía la autoría del asesinato y que, de hallar al culpable, me vería obligado a detenerlo y él quedaría así en paz sin haber tenido que romper el secreto de confesión.

El relato de Morales tenía a Andrés en vilo. La historia se estaba desarrollando más o menos como él había sospechado pero podía decirse aquello de que la realidad a veces supera a la ficción. Si al principio, ese hombre que tenía sentado frente a él, retorciéndose nerviosamente las manos, le había resultado detestable por lo que suponía que había hecho, ahora sentía pena por él.

Según siguió refiriéndole Morales, cuando fue a ver a su cuñado para contarle lo que le había pedido el cura, Feliciano le rogó, casi de rodillas, que no lo hiciera o, al menos, que no le descubriera, por su mujer y sus hijos, ¡qué sería de ellos! Feliciano reconoció su falta de valor, pues el cura le había dado la absolución con la condición, que él había aceptado en un momento de contrición, de que se entregara a las autoridades y, viendo la duda reflejada en la cara de Morales, acabó por ofrecerle una considerable suma de dinero a cambio de su pasividad y su silencio. Le prometió que abandonaría el pueblo y no volvería nunca más, como si aquello facilitara el olvido. ¿De qué serviría contar la verdad?, pensó Morales; solo para hacer infelices a toda una familia, incluido a él que también formaba parte de ella.

Un soborno, aunque fuera por parte de su propio cuñado, no podía aceptarlo, pero era mucho dinero y él tan solo un pobre cabo a quien le esperaba, el día de mañana, una pensión paupérrima. Luisa, su mujer, acabó por convencerle; siempre habían pensado en una jubilación placentera, tener una casita en el campo y vivir tranquilamente, sin problemas económicos. Su hermano tenía dinero de sobras, para él no sería ningún problema desprenderse de aquella suma, seguro que volvería a recuperarla pronto, era muy capaz y sus cinco hijos le ayudarían; en cambio, ellos no tenían nada, solo unos ahorrillos que de poco les servirían en caso de tener dificultades económicas. Al fin y al cabo, ya no se podía hacer nada por María, de quien, por otra parte, Luisa siempre había sospechado. “Esa mujer era una bruxa, de esto estoy segura; si mi hermano no la hubiera matado, lo habría hecho otro tarde o temprano, y si no, quién sabe lo que hubiera acabado haciéndonos,” le dijo, para persuadirle.

-Así fue cómo sucedió todo –le dijo Morales, irguiéndose por primera vez en todo el rato que duró su relato-. Mi mujer falleció hace tan solo dos meses; de vivir todavía, posiblemente no le hubiera confesado todo esto pues también tuvo parte de culpa por lo que hice. Ahora solo le pido que no revele a nadie los detalles de esta historia –acabó diciendo.
-Pero yo he venido precisamente a escribir esta historia –le replicó Andrés.
-Sí, pero puede cambiar los hechos, inventarse lo que ocurrió. ¿No creía usted en todas esas cosas que me dijo que había leído en no sé qué libro? Pues escriba lo que pensaba escribir, la historia de una bruja que acabó sus días en manos de los aldeanos de un pueblo a los que tenía atemorizados con sus maleficios y conjuros, mire usted si es fácil. Usted tiene imaginación y puede hacerlo –le dijo mirándole a los ojos con cara de súplica.
-Lo pensaré, algo se me ocurrirá –fue todo lo que Andrés pudo contestar antes de darle las gracias por su sinceridad, y con un apretón de manos se despidió dirigiéndose seguidamente hacia la puerta dejando al hombre sentado en la semioscuridad del atardecer que había llegado con el fin de su relato.

De regreso a Bielsa, Andrés puso sus notas y sus ideas en orden. Habían transcurrido unos cuatro meses desde que llegara hambriento de información y ahora, llegado el momento de hacer las maletas, se iba con sed de justicia. Aun así, Andrés no denunciaría a Morales, allá él con su conciencia, y además de poco serviría, excepto para hacerle justicia a María, eso sí, pero escribiría todo tal como sucedió aunque utilizara nombres y lugares imaginarios aunque, obviamente, dentro de la zona pirenaica del Sobrarbe, eso era irrenunciable.

Aun así, ya de regreso a Zaragoza, se le planteó una disyuntiva: ¿Hasta qué punto debía cambiar el desarrollo de los hechos? Bien pensado, tenía ya más de media novela esbozada en base a la brujería en la actualidad, y la historia de una bruxa en los años ochenta en el Alto Aragón tendría más gancho; el oscurantismo, lo esotérico, vendía mucho, podía llegar a ser un best seller.
 
 
Al cabo de un año, una novela que llevaba por título “La verdadera historia de una bruja del Siglo XX”, se publicaba con un gran éxito de ventas. Al parecer, la verdad también vende aunque, como ocurriría en este caso, suele originar un gran revuelo.

Hace unas semanas, Andrés leyó, en el Heraldo de Aragón, un artículo en el que José Antonio Díez, un afamado periodista de investigación y viejo conocido suyo, reclamaba la reapertura de un caso de asesinato de una mujer, María Moreno Salazar, acontecido en agosto de 1984 en la localidad oscense de Bielsa, señalando a Gustavo Morales Espinosa como responsable de la ocultación de pruebas y aceptación de soborno cuando, estando al mando de la dotación de la Guardia Civil de aquella población, se produjo el luctuoso acontecimiento. El artículo concluía afirmando que “debido a que el asesino había fallecido, a la falta de testigos vivos y de pruebas concluyentes, y la más que probable prescripción de los presuntos delitos, las autoridades competentes no parecían dispuestas a llevar a cabo ninguna diligencia pero que, no obstante, era de justicia limpiar la memoria de una inocente y…”

Andrés dejó de leer y no pudo más que torcer el gesto en señal de contrariedad y, a la vez, de resignación. Ya que él no había sido capaz de hacerlo directamente, otro intentaba, interesada o desinteresadamente, que se le hiciera justicia a María y éste no era otro que aquel viejo amigo que le ayudó a reunir pruebas. Andrés había prometido guardar silencio pero, por fortuna, siempre quedan cabos sueltos.

Hoy, de vuelta a aquel lugar que, de ahora en adelante, todavía le traerá más recuerdos, Andrés ha visitado la tumba de aquella mujer inocente de brujería pero culpable de caer mal a muchos de sus vecinos por intentar sanar con medicinas ancestrales. Donde hasta hacía poco había una burda lápida en el suelo, hoy no hay más que tierra removida. Dentro del recinto del cementerio hay, en cambio, un pequeño panteón que alguien ha mandado construir y en cuyo interior una lápida de mármol lleva grabado el siguiente epitafio:
 
María Moreno Salazar
☼ Ainsa, 28 de abril de 1904
† Bielsa, 10 de agosto de 1984
 
Tuviste una larga y solitaria vida
que se apagó por culpa de la ignorancia ajena
pero al final se hizo la luz
Descansa en paz

 
FIN
 
 
(1) Chema Gutiérrez Lera. Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón. Temas aragoneses. Ed. Prames, S.A. 1999, pp. 42-43.
 
Imagen izquierda del encabezado: La verdad saliendo del pozo, de Jean-Léon Gérôme
 
 


lunes, 26 de mayo de 2014

El descubrimiento (La vuelta, 3ª parte)


A la mañana siguiente de su llegada a Jaca, Andrés decidió ir primero al encuentro de Morales, en Biescas, y dejar la visita al padre Ángel para más tarde pues creía que aquél podía darle una información más directa y fiable que éste (ya se sabe lo reservados que son los curas). Así pues, en menos de media hora estaba ya en la dirección que le habían facilitado en el Ayuntamiento de Bielsa.

Andrés no podía salir de su asombro. Plantado frente al número 32 de la Rambla San Pedro, allí donde esperaba ver una casita de clase media, había una elegante casa de dos plantas y con un amplio jardín. Pensó que se había equivocado, pues aquello no podía salir del salario de un cabo de la Benemérita, por muy ahorrador que hubiera sido. Pero tras llamar al timbre, la figura del hombre que le abrió y que le inspeccionó de arriba abajo, con cara interrogativa, le retrotrajo, ipso facto, a aquel verano del 84 y a aquel lúgubre despacho del cabo Morales en Bielsa.

Tras presentarse, y con el mayor tacto posible, Andrés expuso el objeto de la visita a Morales, cuya cara se fue transmutando a medida que aquél avanzaba en sus explicaciones y razonamientos. De la condescendiente sonrisa inicial, su rostro fue adoptando una expresión cada vez más crispada e indignada, de modo que, en menos de media hora, Andrés volvía a estar en la calle y en el mismo punto de partida.

-¿Acaso se atreve a insinuar que falseé el informe oficial? –le contestó a voz en cuello cuando Andrés le preguntó si creía realmente que lo que decía sobre la causa de la muerte de María se ajustaba a la realidad.
-Esa mujer falleció accidentalmente a causa de un fuerte golpe en la nuca y no hubo otra explicación plausible. Estaba más claro que el agua –añadió, iracundo, cuando le insinuó si, a su juicio, no era posible otra explicación.
-Pero ¿usted está loco o qué? –le replicó, ante la sospecha de Andrés de que hubiera podido ser asesinada por la creencia de que la anciana era una bruja-. Eso no son más que supercherías de vieja. Lo que a usted le ocurre es que ha leído muchas historias fantásticas y tiene la cabeza llena de tonterías, ¡escritor tenía que ser! –acabó diciendo antes de invitarle a marchar.

Bueno, creo que he hecho la visita en balde, se dijo Andrés mientras se dirigía la salida. Pero, ya en la calle, cuando la puerta de aquella casa se cerró ante sus narices, vio en ella algo en lo que no había reparado cuando llamó al timbre y que le hizo pensar que no todo acababa allí: en lo alto de la puerta había grabada una cruz y un número: 2005. Pero eso no era todo, en el marco opuesto al del timbre, había un pequeño recuadro con una imagen en color del Sagrado Corazón.

Andrés no podía asegurar que aquel hombre hubiera ocultado un asesinato pero sí que, contrariamente a lo que había dado a entender, creía en lo que él mismo había calificado de supercherías.

Al llegar al hotel, lo primero que hizo fue buscar entre la bibliografía que había ido acumulando sobre brujería y, efectivamente, en uno de los artículos sobre creencias y supersticiones en los pueblos del Sobrarbe, halló lo que buscaba. En el capítulo dedicado a los amuletos, se incluían aquéllos que acababa de observar en la casa del exguardia civil.

El texto decía así: “En él (refiriéndose al pueblo de Ainsa), aparecen diversos tipos de signos protectores en las puertas de sus casas: vegetales, animales y cristianos” Y en el apartado dedicado a estos últimos, se detallaba: “Cruces grabadas en la madera de las puertas, con un recuadro, grabado también, debajo de la cruz, en el que pone el año de fabricación e instalación de la puerta en la entrada de la casa (…), detentes de hojalata, rectangulares, que tienen una representación polícroma del Sagrado Corazón de Jesús, clavados en la puerta…” (1)

Si ese hombre tenía en su casa dos de los reconocidos amuletos contra la brujería, es que creía en brujas y si creía en ellas bien podía haber creído que María lo era y por ello habría encubierto su asesinato, ofreciendo la versión del accidente. Y si ello era así, bien podría conocer la identidad del ejecutor. Sabía que aquello solo eran conjeturas pero, por lo menos, le indicaba que todavía no debía tirar la toalla y tenía que volver otro día, con el pretexto que fuera, a hablar con Morales. De momento, mientras no se le ocurría una excusa convincente para ello, iría a visitar al pare Ángel, si es que todavía estaba entre los vivos.
 
 
-El padre Ángel tiene Alzheimer -le dijo el portero de la residencia al preguntar por él-. Tiene ya ochenta y cinco años y hace dos que le diagnosticaron esta enfermedad. Tiene momentos lúcidos pero otros…-añadió con cara de circunstancias-. Pero pase, pase, que le acompaño al jardín, donde debe estar ahora mismo. No sé cómo le encontrará hoy pero puede intentar hablar con él, pero háblele alto, que el pobre ya no oye muy bien.

Una vez llegados al lugar, el portero le señaló con el dedo a un hombre que, sentado en un banco, de espaldas a la puerta que daba al jardín y vestido con sotana, parecía dormitar.

-¿Padre Ángel? –le dijo Andrés, inclinándose hacia aquel anciano para quedar a la altura de unos ojos acuosos que parecían no mirar a ninguna parte.

Andrés, sentándose a su lado, se esforzó para que el viejo cura entendiera y asimilara lo que le fue relatando, despacio y casi al oído, como si se estuviera confesando, con la esperanza de que aquél fuera uno de sus momentos receptivos. Sin embargo, la única reacción evidente que advirtió Andrés por parte del anciano, durante su largo discurso, fue alguna que otra mirada que le dirigía de soslayo como queriendo reconocer quién era aquel joven que, sentado en su mismo banco, le contaba todo aquello. Cuando, perdida toda esperanza de entendimiento, Andrés, puesto ya de pie, se disponía a abandonar el jardín, oyó que aquel hombre murmuraba algo así como: “Pobre María, que Dios la tenga en su seno. Yo no sabía nada. Lo supe después. Que Dios me perdone”.

Inútiles fueron los esfuerzos de Andrés para que el padre Ángel repitiera aquellas palabras, ni siquiera que volviera a conectar con la realidad. Se había ido de nuevo, estaba muy lejos, en su propio limbo, y por mucho que Andrés intentó que regresara, su mirada se había vuelto a extraviar, clavándose en la gravilla que pisaba sus pies.

¡El padre Ángel lo sabía! Sus palabras parecían indicar que María fue una víctima inocente y que, de algún modo, lo supo cuando, según había dicho, ya era demasiado tarde. Esas palabras eran, sin duda, fruto del arrepentimiento.

Así pues, de ser eso cierto, la historia daba un nuevo giro y la teoría de Andrés viraba hacia otro rumbo: María era una curandera pero, creyéndola bruja o por venganza por algún agravio, alguien acabó con ella. El cura, creyéndola también bruja, la hizo enterrar fuera de sagrado, pero si ahora decía saber, o eso daba a entender sus palabras, que no lo era y que, además, su muerte no fue accidental, ¿cómo y cuándo lo supo? La única respuesta que se le ocurría a Andrés era que el asesino, arrepentido, confesara su pecado al sacerdote, y éste, obligado por el secreto de confesión, tuvo que guardar silencio. Lo que no quedaba claro era el papel que jugó el cabo en toda esta historia, pero seguía sin descartar que estuviera, de un modo u otro, involucrado. Andrés tenía que volver a la carga, volvería a interrogar al cura, esperando una ocasión más favorable en que la lucidez regresara, aunque fugazmente, a su deteriorada mente y, esperando que aquel celador a quien había dado una generosa propina le llamara cuando tuviera indicios de ello, volvió al hotel para recapacitar sobre lo visto y oído y planificar su próximo movimiento.

Como suele suceder en las películas de intriga, Andrés buscó la ayuda de un viejo amigo periodista de investigación para que le consiguiera información de carácter privado y confidencial sobre Morales. Necesitaba investigar el pasado de ese hombre. Así, en menos de 48 horas, recibía un correo en el que, con el asunto “Cabo Morales”, su amigo pormenorizaba la información recabada. De la lectura de aquellas líneas, a Andrés le interesó sobremanera que Morales, casado con Luisa Rodríguez Ruiz y sin hijos, recibió, en agosto de 1984, una transferencia de diez millones de pesetas en una cuenta bancaria que entonces tenía, y seguía teniendo, en una oficina del Banco Popular de Jaca. El remitente de la misma fue un tal Feliciano Rodríguez Ruiz, titular de una cuenta en la sucursal de la Caja Rural Aragonesa en Bielsa. La casa donde ahora vivía Morales estaba a nombre de su esposa y que la mandó construir a principios del 2005, dos años antes de jubilarse. Que el tal Feliciano, agricultor, casado y padre de cinco hijos, abandonó el pueblo, con toda su familia, en 1985, instalándose en Barbastro. El matrimonio falleció en un accidente automovilístico hacía diez años cuando, al parecer, volvían de pasar un fin de semana en Ainsa, de donde era natural la mujer.

Así que, treinta años atrás, en aquel fatídico verano de 1984, un humilde cabo de la Guardia Civil recibió una importante suma de dinero, diez millones de pesetas de la época, de un hombre que, por sus apellidos, sin duda era su cuñado, quien al cabo de un año, se marchó con toda su familia del pueblo para no volver. Esto se estaba poniendo interesante.

Pasaron los días y Andrés iba desarrollando su historia en base a esas nuevas informaciones pero todavía no acababan de encajar todas las piezas del puzle. No sabía con qué excusa podía volver a visitar a Morales y aquel celador no llamaba. Hasta que, por fin, un día llamó. La alegría de Andrés al oír su voz se tornó en pesar cuando la misma voz le dijo que le llamaba para comunicarle que el padre Ángel había fallecido aquella misma noche. Sintió pesar por su muerte, desde luego, pero, por qué no reconocerlo, sobre todo por haber perdido la que parecía una oportunidad única para esclarecer ciertos hechos fundamentales. Pero tras el “cuánto lo siento” de rigor por su parte, la voz del celador, desde el otro extremo de la línea, le dejó sin palabras al añadir: “pero ha dejado una nota para usted”.

Aquella nota era una confesión en toda regla, una confesión hecha en un momento de claridad mental y de arrepentimiento. Sintiéndose morir, al viejo cura le sobrevino eso que algunos llaman la lucidez antes de la muerte inminente y pensó que, como ya nada le ligaba al secreto de confesión, qué mejor acto de contrición que revelarlo todo a aquel joven, que dijo llamarse Andrés, y que aquel día que fue a visitarle parecía realmente angustiado por conocer la verdad. Le dijo que volvería a verle. ¿Sería algún pariente de María?

Con la confesión del sacerdote escrita de su puño y letra, ahora sí que Andrés tenía motivos de sobra para hacerle una nueva visita a Morales y esperaba que, con lo que tenía en sus manos y la confesión que de aquél pudiera obtener, aunque fuera a base de chantaje, podría dar por zanjada la verdadera historia sobre la vida y la muerte de “María la bruja”. Eso sonaba bien como título para su novela.
 
CONTINUARÁ
 
(1) Puerto, José Luis. Signos protectores en las puertas del Pirineo Aragonés. Revista de Folklore. Fundación Joaquín Díaz. Nº 120. Año 1990, pp. 189-194.




jueves, 22 de mayo de 2014

Los recuerdos (La vuelta, 2ª parte)


Antes de proseguir su viaje hasta Bielsa, Andrés no pudo resistir la tentación de subir hasta el núcleo urbano original de L’Aínsa, declarado Conjunto Histórico-Artístico, para pasear por sus calles empedradas y por su bellísima plaza porticada. El recorrido por el casco histórico, con su castillo y murallas medievales, le transportó en cuestión de minutos a tiempos pretéritos, cuando las leyendas y supersticiones constituían una parte sustancial de la cultura del pueblo llano. Habían pasado solo dos días desde que salió de Zaragoza y ya parecía que había traspasado una barrera del tiempo, sintiéndose transportado a un pasado repleto de símbolos y misterios.

A media tarde llegó a su destino, el pequeño municipio de Bielsa, a mil metros de altitud y con vistas al Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, que tan gratos recuerdos le traía, un lugar ideal para relajarse e inspirarse y que sería su centro de operaciones durante todo el tiempo que necesitara para reunir material suficiente para esa novela que estaba deseando empezar a escribir cuanto antes. Solo esperaba que, entre el medio millar habitantes, hubiera quienes estuvieran dispuestos a colaborar en sus pesquisas.

Una vez instalado, Andrés dedicó los primeros días a recorrer aquellos parajes que ejercían en él una atracción casi mística; ya encontraría las respuestas que buscaba más adelante, cuando estuviera mentalmente preparado. De momento, todavía tenía que acabar de leer aquel libro que le retrotraía hasta tiempos que no sabía si considerarlos realmente remotos.

A medida que avanzaba en su lectura, iba recordando haber visto de niño y en aquel mismo lugar algunos de los objetos que en aquella obra se describían y que él, en su ignorancia infantil, no había interpretado como lo que eran: amuletos protectores contra el mal. Y ahora, treinta años más tarde, paseando de nuevo por las calles del pueblo y por los campos colindantes, Andrés comprobó, con gran sorpresa, que todavía seguían en su lugar: espantabruxas en lo alto de las chamineras, para evitar que las brujas entraran en las casas, pezuñas de craba y garras de aliga, ramas de olivera o flores secas de cardo en el llamador de las puertas o simplemente una cruz grabada en la madera, todo ello para proteger la vivienda y sus ocupantes de todo mal. Vio también cómo en un establo había, colgada de una paridera, una piedra horadada en su centro, a la que se le atribuían poderes mágicos protectores del ganado. Y finalmente, en un campo de labranza, halló lo que se conocía como Piedras de Rayo (1), el mejor de los amuletos para, según el libro, “proteger a las cosechas y a los pastores contra la tormenta conjurada por el poder de la bruxa pirenaica”.

Si Andrés hubiera seguido buscando, quizá habría encontrado hachas, o astrales, en las ventanas, con el filo hacia arriba o tijeras en forma de cruz apuntando hacia el cielo, pero no necesitaba más pruebas para darse cuenta de lo arraigadas que todavía estaban esas supersticiones en aquel lugar. Y haciendo memoria, ahora que era conocedor de estas creencias y costumbres, entendía el significado de aquellas cruces marcadas sobre la ceniza de la brasa apagada que había visto más de una vez en la chimenea de algunas casas en las que había estado de niño con sus padres.

Andrés no necesitaba más evidencias para convencerse de que se hallaba en el lugar adecuado para desarrollar el hilo conductor de la historia que esperaba contar y de que su sospecha sobre la verdadera naturaleza de María Moreno Salazar tenía visos de ser cierta. Aquella mujer, que antes de morir extendió hacia él una mano crispada en forma de garra, no era una pobre anciana moribunda que le pedía auxilio, no; ahora comprendía lo que era y el verdadero significado de aquel gesto. Según acababa de leer en ese libro que tuvo el acierto de comprar, ”las bruxas moribundas sólo podían transmitir sus poderes a los niños y niñas pequeños, dándoles la mano justo antes de expirar”. Mira por dónde, su acto de cobardía, evitando todo contacto con ella, le había salvado de contagiarse de lo que fuera que aquella bruja le quería transmitir. Ahora entendía también por qué halló su tumba fuera del camposanto: porque sabían que María era una verdadera bruja y, como tal, no podía ser enterrada en lugar sagrado.

¿Qué era lo que decía el libro al respecto de esas mujeres? Decía que existieron mujeres, conocidas como bruxas, que eran, en realidad, sanadoras y parteras, conocedoras de las propiedades medicinales de plantas y animales, a las que la gente acudía para obtener un remedio a una enfermedad y recibir consejo o ayuda por medios, eso sí, más o menos sobrenaturales. Pero también se afirmaba que en el antiguo Aragón existieron bruxas “auténticas” perseguidas y condenadas como tales por los tribunales de la Inquisición y de la justicia ordinaria. ¿En cuál de esos dos grupos encajaba María? ¿Era una bruxa sanadora o auténtica? Andrés cada vez estaba convencido de los segundo, por extraño que resultara.

Así pues, lo que había comenzado como una simple intuición, una idea un tanto alocada, se estaba convirtiendo en algo sólido. Pero todavía faltaban algunas respuestas, las más importantes, para que su novela adquiriera cuerpo: Si María era en verdad una bruja y fue asesinada por ello, ¿quién lo hizo?, y si no lo era, ¿qué mal había podido hacerle al asesino una simple curandera que preparaba sus pócimas con las plantas que ella misma recolectaba? ¿Conocía alguien la identidad del asesino?, y de ser así, ¿por qué no lo habían denunciado? ¿Era correcto el informe oficial sobre la causa de la muerte o fue falseado? Por alguna parte tendría Andrés que empezar para resolver todas estas incógnitas.

Llegado a este punto, Andrés decidió iniciar sus pesquisas sobre terreno seguro: hablar con las gentes del lugar para conocer su opinión sobre lo ocurrido allí muchos años atrás. Pero nadie sabía, o decía no saber, lo que ocurrió en realidad, pues parecía que a muchos la memoria les traicionaba por culpa de la edad y a otros no les parecía importar lo ocurrido treinta años atrás. Lo que sí estaba claro era que, aunque no lo admitieran abiertamente, la mayoría de los habitantes con los que habló creían en la existencia de poderes ocultos, ya fuera en forma de bruxa, bruxón o, peor aún, de Diaple.

Pero Andrés no pretendía escribir un compendio sobre las creencias o supersticiones ancestrales de la zona, para ello ya habían otros mucho mejor preparados; su propósito era plasmar en su novela la historia de una bruja que fue ajusticiada por uno o varios de sus vecinos y cuya muerte fue oficialmente calificada como accidental. Descubrir los hechos y, sobretodo, al culpable o culpables de aquella muerte era lo que ahora más le interesaba a Andrés y suponía que no sería tarea fácil pues si alguien conocía lo que realmente ocurrió, lo más probable era que guardara silencio y se llevara el secreto a la tumba. Ahí estaba el reto de Andrés si quería basarse en hechos reales: buscar una fuente fiable y colaboradora, quizá algún arrepentido, y obtener respuestas.

Pasaban las semanas y nadie decía saber qué le había ocurrido a María, aparte de la versión oficial, y algunos, incluso, aseguraban no saber de quién se trataba. ¿Quién, entre los habitantes de aquel pueblo, podía serle de utilidad? ¿A quién más podía recurrir que fuera una persona seria, cabal y, sobre todo, sincera? De pronto aparecieron en la mente de Andrés dos personas, quizá las únicas, que podían serle de utilidad, ¡cómo no se le había ocurrido antes! ¿Qué había sido de aquel suspicaz cabo de la Guardia Civil que le interrogó en aquel lúgubre cuartel y que ahora debía andar por los setenta años? Sí, quizá ese hombre podría arrojar un poco de luz a ese turbio asunto, quizá podría sonsacarle algún indicio que en su momento no hubiera trascendido y estuviera dispuesto a confesarle la verdad, dado el tiempo transcurrido. Y luego, claro está, estaba el párroco, aquel hombre bonachón que veía en la misa de los domingos, el padre Ángel, creía recordar que se llamaba, con aquella sotana un tanto raída y aquellas manos grandes y rugosas más propias de un hombre de campo. Pero aquel cura ya debería contar con ochenta años o más si sus cálculos y la imagen que conservaba de él no le fallaban. Ahora la cuestión era saber si ambos seguían vivos y, de ser así, dónde podía encontrarlos, pues se habían convertido en piezas claves en su investigación y, por lo tanto, tenía que dar con ellos como fuera.

El desánimo que había empezado a hacer mella en Andrés se esfumó de inmediato al pensar que iba por buen camino. Tenía ya un esbozo hecho de su novela y en el mes transcurrido desde su llegada, tenía ya escritas más de cien páginas, pero todo podía quedar en papel mojado si no lograba su objetivo primordial: conocer los hechos tal como ocurrieron. De lo contrario, tendría que recurrir a la invención pero ya no sería lo mismo y él quería dar la máxima credibilidad a su historia.

En el ayuntamiento le informaron que Morales, el cabo y comandante del puesto de la Guardia Civil en 1984, se fue a vivir a Biescas, donde había comprado, poco antes de su jubilación, una casita en la Rambla de San Pedro, junto al río Gállego, y que a Don Ángel, el cura párroco en aquel entonces, la Diócesis de Huesca le había trasladado a la residencia sacerdotal de Jaca, en la plaza de la catedral, para que terminara allí sus días. Desde que ambos abandonaron el pueblo, no habían sabido nada más de ellos, así que no podían confirmarle que siguieran vivos, especialmente el cura, por su avanzada edad, pero, que si quería salir de dudas, no tenía más que desplazarse hasta aquellas direcciones y comprobarlo por sí mismo.

Desde el punto de vista práctico y logístico, no era esa una tarea muy complicada teniendo en cuenta que ambas poblaciones solo están a unos 30 Km de distancia entre sí y a una hora y media aproximadamente en coche desde Bielsa.

Así pues, Andrés trasladaría, por unos días, su centro de operaciones a la ciudad pirenaica de Jaca y, sin perder ni un minuto más, se dispuso a preparar un ligero equipaje de mano y hacer una reserva en un hotel de aquella población. Tras una consulta rápida por internet, el Hotel Ramiro I, modesto pero muy próximo a la plaza de la catedral, fue su elección.

Aquella misma noche, Andrés estaría muy cerca de sus necesarios colaboradores para poder conocer la verdad, si es que estos estaban vivos y localizables, y, lo más importante, si estaban dispuestos a contarla.
 
 
CONTINUARÁ
 
 
(1) Conocidas también como ceraunias, es el nombre que se les da a ciertas piedras, con forma puntiaguda, consideradas por diversas culturas como objetos de origen celeste y con propiedades mágicas, recibiendo este nombre por la creencia de que eran producidas por los rayos al caer a la tierra.




lunes, 19 de mayo de 2014

La vuelta


Andrés quiso volver al lugar de los hechos para recrearse mejor en los recuerdos que ahora, treinta años después, quería transportar a su nueva novela. ¿Qué mejor que revivir aquel suceso en el propio escenario en que tuvo lugar?

Treinta años eran muchos, quizá demasiados, pero aun guardaba nítidamente en su memoria lo que allí sucedió cuando él tan solo era un niño ávido de experiencias y aventuras. ¡Y eso sí que fue una experiencia inolvidable!

Hubieran podido ser sus mejores vacaciones de verano de no haber sucedido aquella desgracia. Recuerda, como si fuera hoy, el interrogatorio al que fue sometido cuando sus padres le llevaron al cuartel de la Guardia Civil para que contara lo que había visto.

Él, con un tembleque en las piernas y una voz entrecortada por el miedo, solo acertó a decir que había visto una mujer muerta en un claro del bosque, junto al río. Una señora mayor, vestida de negro, con una falda hasta los pies y un pañuelo también negro que le cubría parcialmente la cabeza, dejando entrever una melena blanca. Sí, sabía quién era, la había visto varias veces por el pueblo, pero no sabía su nombre –fue todo lo que Andrés pudo añadir tras la retahíla de preguntas que le hizo el cabo de guardia, con cierta cara de incredulidad, quizá pensando que aquello podía ser producto de la invención o exageración de un chiquillo sumamente imaginativo.

Quizá por vergüenza a que le consideraran un cobarde, no contó a nadie que, al acercarse a la mujer, ésta levantó la cabeza con gran dificultad, le miró fijamente y extendió un brazo hacia él, seguramente en petición de ayuda. Atenazado como estaba por el miedo, se quedó paralizado, como una estaca clavada al suelo, hasta que la anciana cerró los ojos y se desplomó. Fue entonces cuando echó a correr para contárselo a sus padres. Por muchos años que pasaran, Andrés siempre recordaría aquella imagen, aquella mirada y aquellas manos crispadas en forma de garra.

Cuando el cabo y dos números de la Guardia Civil se presentaron, junto con Andrés y sus padres, en el supuesto el lugar del hallazgo, encontraron, efectivamente, el cuerpo sin vida de María, una anciana a la que los lugareños apodaban “María la bruja” por sus dotes, según contaban, de curandera y adivina. Aunque muchos decían en voz alta no creer en sus pócimas y adivinaciones, otros, según les refirió el cabo, creían que tenía poderes de los que más valía protegerse. Fuera como fuese, lo que sí estaba claro es que la mujer recibía con frecuencia visitas de los habitantes del pueblo y sus alrededores.

El resultado de la autopsia reveló que la anciana había sufrido un tremendo golpe en la base del cráneo que le produjo un traumatismo cráneo-encefálico de tal magnitud que debió de producirle la muerte casi instantánea. El informe de la Guardia Civil concluyó que María, seguramente buscando sus apreciadas plantas medicinales, debió resbalar o tropezar, golpeándose la nuca contra una piedra de grandes dimensiones que, al levantar el cadáver, apareció justo debajo de la víctima y en medio de un gran charco de sangre. Caso cerrado.

Y así estaban las cosas cuando las vacaciones tocaron a su fin y Andrés y sus padres volvieron a Zaragoza para reanudar las actividades laborales y escolares.

La desaforada imaginación de Andrés hizo que aquel accidente mutara, ante los oídos de sus amigos y compañeros de clase, a un cruel asesinato perpetrado por venganza, seguramente por parte de un cliente que se había sentido engañado y estafado por esa vieja lunática y charlatana.

El verano siguiente, el último que Andrés pasaría en aquel pueblo del pirineo de Huesca, quiso visitar la tumba de María y que halló, tras una larga búsqueda que ya daba por infructuosa, fuera del recinto del cementerio, fuera de terreno sagrado. Una tosca lápida de piedra ya enmohecida y prácticamente cubierta por yerbajos, sin adornos ni flores, sin ni siquiera una cruz en su cabecera, indicaba el lugar donde descansaban los restos mortales de “María la bruja” y en la que, por toda inscripción, se podía leer:

María Moreno Salazar

1904-1984

¿Nada más? ¿Eso era todo lo que se sabía de aquella mujer?

Cuando Andrés preguntó a sus padres, no supieron darle ninguna información sobre aquella anciana con la que se había cruzado tantas veces por la calle, cada verano, desde que tenía uso de razón.

Aunque nunca olvidó aquel suceso, ahora, a sus cuarenta años, ávido por hallar un argumento original para su próxima novela, se le ocurrió que la historia de “María la bruja” bien podría servir para ese relato de intriga que siempre había querido escribir, y aunque bien podía inventarse los hechos que rodearon a aquella muerte dándole la forma de ese crimen que ideó muchos años atrás para sus amigos de la escuela, sintió la necesidad imperiosa de trasladarse hasta aquellas montañas, para inspirarse.

Volver atrás en el tiempo, relajarse en aquellos parajes que tantos recuerdos le traían, caminar de nuevo por el valle de Ordesa, hasta la Cola de Caballo, y por el de Pineta, hasta el nacimiento del Cinca, como cuando era niño, sería el acicate necesario para liberar su imaginación, últimamente un tanto mermada. Si bien, en su novela, el lugar y los personajes serían ficticios y los hechos descritos a su antojo, no así el entorno, la montaña, el río y el bosque que fueron testigos mudos de la muerte de aquella anciana solitaria.

Así pues, Andrés decidió volver al Sobrarbe para entrar en contacto con el presente de aquel lugar del Alto Aragón, tierra de mitos y leyendas ancestrales, para que le hablara del pasado.

De camino hacia su destino, entre Barbastro y L’Ainsa, hizo un alto en la pequeña población de Abizanda, junto al embalse del Grado, y, como todavía era temprano, aprovechó para visitar la famosa torre del castillo que, construida sobre un gran peñasco, hace de vigía pétreo del alto valle del río Cinca, y el no menos famoso Museo de Creencias y Religiosidad Popular, donde pudo contemplar una amalgama de símbolos y objetos mágico-religiosos que, hasta no hace mucho, le dijeron, los lugareños utilizaban para protegerse de los males sobre el cuerpo y el alma originados, bien por la naturaleza, bien por poderes ocultos de vivos y muertos.

Picado por la curiosidad, adquirió allí mismo un libro en el que se describían hechos sobre brujas, hechizos y creencias antiguas de Aragón (1) y que prometía serle de gran utilidad como fuente de inspiración para lo que pretendía narrar. Al termino de su visita, que resultó más larga de lo esperado, habiéndosele hecho demasiado tarde para llegar de día a Bielsa, su destino, donde había alquilado una antigua casa restaurada para turistas, decidió hacer noche en L’Ainsa, a unos 20 Km más al norte. Ya reanudaría el viaje al día siguiente, temprano. Sin prisa pero sin pausa.

Esa misma noche, en un hotelito a orillas del rio Ara, a menos de cien metros de donde éste desemboca en el Cinca, Andrés no podía imaginar que esa obra que tenía en sus manos, con sus historias y personajes mitológicos hasta entonces desconocidos para él, no sólo liberaría su imaginación sino la certeza de algo mucho peor: María Moreno Salazar fue realmente una bruxa y que su muerte no fue accidental sino una ejecución. Andrés ya tenía material para su próxima novela. Ahora solo le faltaba indagar en el pasado de aquel pueblo y de aquella mujer para ilustrar lo que realmente sucedió en 1984.
 
CONTINUARÁ…
 
 
(1) Chema Gutiérrez Lera. Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón. Ed. Prames, S.A. 1999.
 
 
 

domingo, 18 de mayo de 2014

sábado, 10 de mayo de 2014

¿Qué ha sido de ellas? (La niña con poderes sobrenaturales, 3ª y última parte)


Pasó una semana y Don Saturnino se había dado a la fuga sin mediar explicación alguna, Don Mariano, y lo que fuera que se había apoderado de él, seguía, supuestamente, encerrado en la sacristía, el excelentísimo señor arzobispo, seguía sin soltar prenda, y Ángela y su hija seguían en paradero desconocido, seguramente todavía en poder del maligno.

Como la situación se hacía aun más insostenible y no se podía eternizar, en una asamblea extraordinaria convocada con urgencia en ese bar del barrio que se había convertido, de la noche a la mañana, en el cuartel general de la resistencia contra el maligno, se decidió, por unanimidad, contratar los servicios de alguien mucho más experimentado que ellos en estas lides de localizar y ahuyentar poderes del más allá.

Tras muchas discusiones, se llegó, por fin, a un consenso: se solicitaría la ayuda de Iker Rodríguez, el prestigioso director y presentador del famoso programa de televisión sobre temas paranormales y, paralelamente, se contrataría a un equipo de caza-fantasmas. Todo ello costaría un dineral pero, por el bien de todos, valía la pena intentarlo.

Enterado de este plan el señor arzobispo, dio, por primera vez, señales de vida alzando la voz contra lo que, a su entender, podía ser una profanación de un templo, al dejar en manos de personal no eclesiástico ese menester. Además, alegó, temía que un tema de esa magnitud se convirtiera en un circo, un espectáculo que atrajera a una multitud de curiosos, reporteros y cámaras de televisión, todos ansiosos por conocer y ver en directo el desarrollo de los acontecimientos. La noticia podría, incluso, llegar a los medios de comunicación internacionales, algo que no deseaba de ningún modo. No quería ni imaginar qué diría la Santa Sede de todo ello. Pero falto de una idea mejor y de exorcistas locales experimentados y de confianza, accedió muy a su pesar, pidiendo, eso sí, el máximo cuidado y respeto por el continente y el contenido de la casa del Señor, es decir de la vieja y lúgubre parroquia del barrio.
Iker Rodríguez, atraído por la publicidad y el mayor caché que ello le otorgaría, se acercó al lugar de los hechos, paseó su careto por todo el barrio, interrogando a todo hijo de vecino y firmando un montón de autógrafos. El equipo de caza-fantasmas, por su parte, apareció con una auto-caravana, para estudiar el terreno y elaborar un plan.

Pero, cuando el presidente de la asociación de vecinos, revestido de poderes para liderar el movimiento vecinal, aclaró, al grupo de expertos venidos de Madrid, que no se trataba de grabar psicofonías o apariciones, ni siquiera de atrapar a unos espíritus burlones sino de ahuyentar al mismísimo diablo, o diablos, porque no se sabía muy bien de cuántos se trataba, y liberar a su rehén o rehenes, porque tampoco se sabía cuántos eran, todos los llamados a protagonizar el evento más famoso de la historia de las ciencias ocultas declinaron participar en la refriega. Uno porque alegó que lo suyo eran los fenómenos paranormales, no demoníacos, y los otros porque, evidentemente, el objeto de su caza no eran precisamente fantasmas, su especialidad.

Así pues, después de tanta planificación y recaudación de fondos para aquel excelso y arriesgado propósito, los vecinos tuvieron que pensar en un plan B.

Quien llevara a cabo tamaña hazaña tenía que ser, como había dicho el señor arzobispo, un eclesiástico, un religioso, un hombre de fe, porque las mujeres quedaban descartadas, por supuesto. Y pensando, pensando, apareció el infeliz que sería llamado a la diestra de Dios Padre, porque lo más probable es que no saliera de ésta. ¿Quién era el elegido? “¡El padre Armando! –gritó Don Gustavo, el farmacéutico-, ¡cómo no se me había ocurrido!”. “¿El padre Armando? –gritaron los demás contertulios reunidos alrededor de una mesa del bar-, ¿y quién es ese?”

El padre Armando era un viejo cura escolapio que había sido profesor de religión en los años sesenta en el colegio de la Ronda de San Antonio, al que el farmacéutico habían ido de chaval Ahora, el padre Armando vivía sus últimos días de vejez en una residencia para sacerdotes a la que Don Gustavo solía ir a visitarle regularmente. El carácter amable y zalamero de ese cura siempre le había agradado y aquél, por su parte, sentía por aquel niño tan espabilado y estudioso un cariño especial, sentimiento que aun hoy en día conservaba, así que cualquier cosa que Don Gustavo le pidiera, seguro que se lo concedía, y más tratándose de algo así. Sería la última buena y ejemplar acción de su vida.

“El padre Armando, además de un santo varón, es un valiente, no como Don Mariano, que por mucha cultura que tenga ha demostrado ser un gallina -enfatizó Don Gustavo-. Se lo pediré y seguro que no rechaza la oportunidad de ser el artífice de este acto tan heroico. Mañana mismo iré a verle y ya lo veréis –concluyó, dando un puñetazo sobre la mesa, haciendo tambalear los vasos y tazas en ella dispuestos.

A los pocos días, un anciano enjuto, vestido con sotana, con una boina calada hasta las orejas y apoyado en un bastón tan viejo como él, escrutaba, con suma atención, la fachada de la vieja iglesia, como si quisiera ver algo invisible a los ojos de los demás, y hablaba, gesticulando en exceso, a un atribulado Don Gustavo, que asentía con gravedad y cara de circunstancias.

Debía esperar a la noche, le dijo, momento propicio para contactar con los malos espíritus y las fuerzas del mal, y debía hacerlo solo, sin contar con ningún acólito que pudiera interferir y, sobre todo, salir mal parado en el violento enfrenamiento que, sin duda, tendría lugar tras esas gruesas paredes.
“Volved mañana por la mañana y veremos, o veréis, si he tenido éxito. Ahora déjame a solas que tengo que prepararme concienzudamente” –fueron las últimas palabras que el anciano dirigió al farmacéutico antes de que éste se apresurara a poner en antecedentes a sus convecinos.

A la mañana siguiente, a primera hora, una multitud de vecinos, congregados ante el solar que ocupaba la iglesia, no podían dar crédito a lo que veían. Donde hasta ayer estaba la parroquia del barrio, no había más que un gran cráter humeante, cual volcán latente cuyas fumarolas indican una erupción recientemente extinguida.

No hace falta decir el revuelo y la estupefacción que este hecho insólito y único en la historia de la humanidad causó en el vecindario y en la opinión pública y, tal como el arzobispo predijo, aunque por motivos bien distintos, todos los medios de comunicación, nacionales e internacionales, se hicieron eco de lo que se acabó calificando como un milagro por unos y por un acto demoniaco sin parangón por otros. En lo que sí coincidieron todos fue en que, fuera quien fuera el brazo ejecutor de aquel prodigio y fuera donde fuera que había enviado a aquellas pobres almas (que Dios las tenga en su Gloria), el caso quedaba zanjado y ya podrían respirar tranquilos para siempre, pues en aquel barrio, por lo menos, no volvería a ocurrir semejante atrocidad.

Ahora duérmete, Pedrito, que ya es muy tarde. Pero ¿por qué me miras con esa cara? ¿Acaso no te ha gustado esta historia?

Es que…no sé abuela, yo quería un cuento como los que me cuenta mamá. Esto que me has contado es muy raro y no he entendido muchas cosas. Además, me ha dado miedo y ahora no podré dormir. ¿Y dices que es una historia que pasó de verdad, lo del demonio y todo eso? ¿No me engañas?

No hijo, no. Pero no tengas miedo y duerme tranquilo, que no pasará nada, yo me quedaré a tu lado hasta que vuelva tu madre. Y también está Ursus.

Ángela apaga la luz de la mesilla de noche, se sienta en un rincón de la habitación, bajo la atenta mirada del perro guardián, y cierra los ojos aun sabiendo que no descansará. Quizá no debería haberle contado esa historia al niño, pues es muy pequeño y todavía no está preparado para asimilarlo. Cuando sea mayor, ya se lo contarán todo. Al fin y al cabo, tiene todo el derecho a saber quién es su padre.

En la oscuridad de la habitación, los ojos de Ursus se iluminan con ese brillo rojizo que siempre despiden cuando está al acecho, mientras Ángela rememora aquel aciago día en que, siendo peluquera, sucumbió a esa fuerza brutal e irresistible que se apoderó, primero de su hija y luego de ella. Aunque, después de tantos años, ya se han acostumbrado, o debería decirse resignado, madre e hija siguen preguntándose qué será de ellas.
 

jueves, 8 de mayo de 2014

Un Tanka simple y solitario



No estaré triste
aunque jamás te tenga.
Amo a la vida
por tenerte tan cerca.
Ven, Amor, cuando quieras.




Dedicado a Fanny, por haberme ilustrado



martes, 6 de mayo de 2014

La libreta azul


Desde el día en que Esteban, de vuelta de la escuela, encontró esa flamante libreta azul, medio oculta entre las hierbas del borde del camino, se dio cuenta de que su verdadera vocación era la de ser escritor. Sus impolutas hojas en blanco se convirtieron en un reclamo para su creatividad. Le apasionaba plasmar en ella lo que salía de su infatigable imaginación. No salía de casa sin llevar consigo esa libreta en la que escribía con letra menuda, para que así cupiera más texto en el menor espacio posible, todo aquello que le venía a la mente y cuya fuente de inspiración era todo lo que veía a su alrededor. Una cometa, un niños jugando a pelota, un hombre a caballo, una bandada de aves de paso, la visión del río desde el puente, una tormenta al atardecer, cualquier cosa le inspiraba una fabulosa historia que luego, por la noche, leía para sí mismo, en voz baja, tendido en la cama.

Mientras que la madre de Esteban veía con buenos ojos esa pasión de su hijo por la escritura, su esposo le reprochaba que le diera alas para lo que le parecía una terrible pérdida de tiempo y una cursilada propia de alguien que, según sus palabras, tiene la cabeza llena de pájaros. “Si de mayor quieres ser un hombre de bien, déjate de tonterías y dedícate a aprender cosas de provecho y no a perder el tiempo con estas tonterías de niño rico -le dijo un día, con esa cara que a Esteban le intimidaba tanto-. Así que no quiero verte más con esa dichosa libretita que sé que escondes para que no la vea. Cuando trabajes conmigo en la herrería ya se te quitarán esas ideas absurdas de la cabeza”.

Pero Esteban seguía en sus trece y no escatimaba ocasión para llenar páginas y más páginas de su preciada libreta azul con cuentos, pensamientos y todo tipo de historias que fluían sin parar gracias a su inagotable imaginación y sus dotes de observación. Pronto necesitaría una libreta nueva, que compraría con sus escasísimos ahorros, pues ya sólo le quedaban unas pocas páginas para completarla. Debía asegurarse, eso sí, de que su padre no se enterara de su desobediencia, no fuera que, con su mal carácter, le arrebatara lo que para él era como un tesoro y echara sus preciados escritos al fuego.

Un día, al levantarse para ir a la escuela, Esteban abrió el primer cajón de su mesilla de noche donde guardaba invariablemente su libreta azul pero ésta había desaparecido. Tenía que haber sido su progenitor el autor del hurto, quién si no, pero no atreviéndose a interrogar a sus padres por lo sucedido, no fuera a echar más leña al fuego, no se le ocurrió otra cosa que rebuscar entre las pertenecías de su padre, aprovechando un momento en que aquél se hallara en el trabajo o en la taberna.

La búsqueda fue infructuosa y Esteban, desolado, se sumió en un profundo desasosiego y tristeza, pero se juró que algún día vería cumplido su deseo de ser escritor aunque, de momento, tuviera que resignarse a seguir los pasos de su progenitor en la herrería de la que era propietario, como lo habían sido, antes que él, su abuelo y su bisabuelo.

Tendría que esperar algunos años para, siendo ya lo suficientemente mayor, poder tomar sus propias decisiones y enfrentarse a su intolerante padre, costara lo que costara. Mientras tanto, no cejaría en el empreño y, hasta que su oportunidad no llegara, escribiría a escondidas, en el bosque, junto al río, en la azotea si era necesario, un secreto que no revelaría a nadie, ni siquiera a su querida madre. Y así, compró una nueva libreta, también azul, que esta vez ocultó en un escondrijo con el que nadie daría jamás y, con ayuda de su prodigiosa memoria, intentaría reconstruir algunas de sus mejores historias perdidas y escribiría tantas otras nuevas como su inspiración le permitiera.

Y así, sin apenas darse apenas cuenta, pasaron las semanas y llegó el día de su decimocuarto cumpleaños, una fecha especialmente importante pues, a las pocas semanas, abandonaría la escuela para trabajar, como aprendiz, en la herrería.

Aun no siendo pobres, sus padres no se prodigaban en regalos por su cumpleaños, uno o dos a lo sumo y, como de costumbre, de muy poco valor. Pero, en esa ocasión, junto a la tarta de cumpleaños que siempre hacía su madre, aparecieron tres paquetes, de distintos tamaños y numerados del uno al tres: el primero contenía una bonita pluma estilográfica, el segundo, la vieja libreta azul que creía perdida, y el tercero, un libro forrado de piel y que, al abrirlo, vio que contenía todas sus historias impresas. Cuando Esteban levantó la vista, vio que su padre esbozaba una ligera sonrisa y que cruzaba con su esposa una mirada cómplice. Tras unos segundos de silencio, el adusto y fornido herrero, de manos grandes y callosas, le dijo: “Hijo, si escribiendo vas a ser feliz, adelante. Sabes que no somos ricos pero, si así lo deseas, puedes continuar estudiando y seguir el camino que te lleve a ser un gran escritor”.

Hoy, Esteban, cumple treinta años y acaba de publicar su cuarta novela. No es el gran escritor laureado que había soñado de niño, pero sí lo suficientemente reconocido como para ganarse la vida dignamente haciendo aquello que ama. Esteban ha visto cumplido su deseo: vivir para y de la literatura. Y pensar que todo empezó con una libreta azul…
 
 

viernes, 2 de mayo de 2014

La voz de la conciencia


Demasiado dolor para dejarlo correr sin más. Hace tiempo que me propuse ponerlo por escrito. Así pues, libre ya de ataduras y condicionantes, he dedicado los últimos ocho meses de mi vida a plasmarlo todo en un diario que relata mis vivencias más amargas y en el que desfilan los que han sido mis enemigos, entre los que me incluyo por haber jugado el papel de víctima propiciatoria dejándome dominar por el más fuerte. Este diario es mi venganza personal contra todos aquellos que me hicieron sufrir y dañaron mi autoestima. Sé que mis dardos envenenados nos les causarán daño alguno porque nunca llegarán a leerlo, pero necesitaba explayarme contando mis penas en esta especie de memorias a las que hoy, por fin, he puesto punto y final. Quizá haya resultado éste un ejercicio baldío pero, aun así, me siento satisfecho, aunque debo reconocer, sin embargo, que este desahogo no ha resultado ser tan catártico como creía, pues no me ha proporcionado la paz emocional que esperaba. ¡Qué le vamos a hacer! Tendré que buscar el sosiego y la serenidad en mi interior junto a mi mujer y con todos aquellos que realmente me aman y siempre me han apoyado.  

Hoy he visto a Rosa cansada y un poco abatida; quizá lo ha estado todos estos meses y no había reparado en ello, tan concentrado como he estado en mí mismo y en este trabajo que me ha tenido absorto y aislado hasta hoy. El caso es que no me he atrevido a preguntarle por temor a las recriminaciones. Pero no es tarde para reparar el posible daño causado. A partir de ahora le prestaré la atención que se merece.

Ahora yace adormilada a mi lado con un libro en frágil equilibrio entre sus manos. Como cada noche, en unos pocos minutos se le cerrarán completamente los párpados y el libro acabará desplomándose sobre su pecho para despertarla sobresaltada. Ese es el momento en que apaga su lámpara y me desea buenas noches. Y hasta hace muy poco, ese era también el momento en que mi mente empezaba a volar hacia lugares y momentos detestables.

Veo ahora a Rosa dormida a mi lado y me sobreviene una ternura que no recordaba haber sentido desde mucho tiempo atrás, pues creo que mi estado de continua ansiedad e irritación me cegaba y blindaba mis sentimientos. Viéndola dormir y oyendo su respiración acompasada, me asalta de pronto una extraña somnolencia que me impide progresar por las páginas de esta novela que hace días intento terminar. Así pues, contraviniendo mi arraigada costumbre de no abandonar la lectura hasta no haber concluido el capítulo en el que me hallo (comportamiento perfeccionista u obsesivo, no lo sé), no me importa hoy dejarla en el punto donde me encuentro y apagar la luz para, relajado por primera vez en mucho tiempo, hacer planes para estas vacaciones, pues faltan sólo unos pocos días para la Semana Santa y ni siquiera me había planteado qué hacer. Aunque haga mal tiempo, como casi siempre ocurre en esta época del año, quiero que nos marchemos a alguna parte, no importa adónde, y romper, de una vez por todas, esa monotonía que nos envuelve desde hace demasiado.
 
 
Quien así habla es Luis que, desde que perdió su trabajo, ha vivido en una constante rebeldía y en un estado depresivo que le ha llevado a culparse de todos los males e injusticias de las que cree haber sido objeto por culpa de su carácter ingenuo y sumiso. Torturado por lo sucedido y por cómo sucedió, ha trasladado su drama personal a un manuscrito que ha ido escribiendo, día a día, buscando con ello exorcizar a esos demonios que le atormentan y hallar, con ello, la paz interior. No obstante, como él mismo reconoce, esa venganza pueril de confesarlo todo en unas hojas de papel que nunca verán la luz, no le han servido para liberarse totalmente de sus malos recuerdos y quedar en paz con ese mundo hostil en el que se ha tenido que desenvolver. Pero todo no está perdido porque su conciencia, que sí está tranquila, vendrá a echarle una mano. Esta noche, su conciencia se hará oír y como Luis le ha hecho oídos sordos tantas veces mientras estaba despierto, qué mejor forma de hablarle que en sueños. Y aunque Luis se resiste a cerrar los ojos, temeroso de que vuelvan esas pesadillas recurrentes, parece que el cansancio está ganando la batalla.
 
 
Podríamos ir a… pero ¿qué es lo que hay en mi mesilla de noche? A ver… Es una nota manuscrita. ¡Qué extraño! ¿Será uno de esos escritos que Rosa y yo solíamos dedicarnos en ocasiones especiales? Pero hoy es un día normal y no veo motivo para ello. Bueno, salgamos de dudas, a ver qué pone.

Querido Luis:
Ha sido un placer hacer un repaso de tu vida y recorrer contigo todos esos episodios tan íntimos y que tanto han significado para ti y he disfrutado de esa oportunidad de compartirlos y rememorarlos juntos.
También quiero decirte que me siento orgulloso de ti, por ser como eres y por cómo te has comportado a lo largo de tu vida, aunque hayas censurado tu modo de proceder en muchas, quizá demasiadas, ocasiones.
Olvídate del pasado y pon ahora en práctica tus intenciones: dedícale más tiempo a Rosa, a tus hijas y a todos tus seres queridos, pues son lo más importante y preciado de tu vida. Disfruta de su compañía y amor.
Quiérete como nunca te has querido, reconcíliate contigo mismo, sé feliz e intenta hacer feliz a los que te rodean. Recuerda que la energía positiva atrae positividad. Cultiva y mantén viva esa energía positiva y aleja de ti la negativa, y a todo aquél que la desprenda.
Ahora descansa, relájate y duerme tranquilo que mañana será el primer día de una nueva vida y tienes que estar preparado para disfrutarla plenamente.
Quizá cuando despiertes no recuerdes nada de todo esto, no lo sé. Ahora relájate y repite, como si de un mantra se tratara: “voy a ser feliz, voy a ser feliz” y déjate llevar por este sueño apacible, un sueño reparador que hoy tiene mucho más que reparar que de costumbre.
Vive intensamente el presente, borra de tu mente lo ingrato e irreparable del pasado y sólo planifica tu futuro a corto plazo. Todo lo demás ya vendrá por sí solo. Vive y sé feliz.
Hasta siempre.
Tu inseparable y olvidada conciencia

¿Mi conciencia? ¿Cómo que mi conciencia? ¿Qué significa esto? ¿Quién lo habrá escrito? Parece mi letra. ¿Cómo es posible semejante locura?
 
 
¿Qué hora es? ¡Pero si son casi las nueve! Menos mal que hoy es sábado. Si no recuerdo mal, me quedé dormido a eso de las… ¿Qué hora debía ser? Bueno, qué más da. Lo que sí recuerdo es que me sentía muy… no sé cómo decirlo, muy relajado, tremendamente relajado y… estaba leyendo algo y creo que no era la novela. Ha debido ser un sueño, pues por aquí no veo nada que no sea la novela que estoy leyendo.

Y ahora que lo pienso, esta noche he tenido un sueño libre de pesadillas, al menos que yo recuerde. Incluso diría que ha sido un sueño reparador. Sueño reparador… Esto me resulta familiar. Bueno, el caso es que me siento fenomenal, como nunca me había sentido desde ya ni me acuerdo. Incluso me siento hambriento. Huelo a tostadas y a café. Seguro que Rosa está desayunando. Quizá todavía estoy a tiempo de unirme a ella.

También siento una necesidad imperiosa de irnos lejos, adonde sea. Me parece recordar que en eso estaba pensando cuando me dormí. Un viaje nos sentará bien a los dos.

Mírala, está en la terraza. ¡Qué sexy está con el albornoz entreabierto y un poco despeinada! Parece como si la viera por primera vez. ¡Qué cosas!

-Hola cariño –le dice Luis, risueño-, ¿qué puedo desayunar?, estoy hambriento –añade sonriente.
-Buenos días, cariño. Pues… lo que quieras –le contesta Rosa un tanto sorprendida.
-Bueno, creo que tomaré lo mismo que tú.
-¿Pasa algo? Te noto… no sé, distinto.
-¿Qué va a pasar? Simplemente que me siento fenomenal.
-Vaya, no sabes cuánto me alegro. Eso es nuevo.
-Rosa, ¿te gustaría que hiciéramos un viaje? –le pregunta ilusionado.
-¿Un viaje? ¿Adónde?
-Qué más da. Adonde sea. Tú y yo. Ahora, mañana o pasado, pero lo antes posible.
-¿Tan de repente? Pero… –Rosa no sale del asombro.
-¿Sabes, amor mío? Será un viaje maravilloso, como una segunda luna de miel. Así que prepárate porque vamos a hacer las maletas ahora mismo.
 
Y dicho esto, Luis, saboreando un café todavía humeante, mira al cielo, que hoy resplandece de una forma especial y, inspirando profundamente, mira de nuevo a Rosa de un modo tan enigmático como soñador para regalarle la mejor de sus sonrisas y un guiño cómplice que ella no alcanza a comprender.

Tras unos segundos de silencio, Rosa se le acerca, se sienta en su regazo y, besándolo dulcemente, le susurra: “Creía que te había perdido, pero ahora que te tengo de nuevo iré contigo hasta el fin del mundo”.

Y él, sin saber cómo ni de dónde, oye una vocecita en su interior que le dice: “Así me gusta, Luis, que seas muy feliz. Te lo mereces. Ya estaremos en contacto”.