domingo, 22 de octubre de 2017

El fabricante de sueños



Nadie habría pensado que esto fuera posible. Ni siquiera yo, cuando, de niño, me preguntaban qué quería ser de mayor. Sabía que todo el mundo me tenía por un crío extravagante, fuera de lo común, de ahí que me hicieran la misma pregunta una y otra vez para ver si la lucidez volvía a mi alocada mente. Cuando lo mencioné por primera vez, todos los presentes, exceptuando a mis padres, soltaron una carcajada. Recuerdo sus miradas condescendientes, pensando que ello era seguramente fruto de mi excéntrica imaginación. Mi padre, cómo no, torció el gesto, mirando de soslayo a mi madre con cara de reproche. Siempre le recriminó que me llenara la cabeza de pájaros, que para él debían ser, sin duda, de mal agüero. Ella, en cambio, sonrió. Fue la única persona que entendía mis razones. Aun así, nunca imaginó ─ni yo tampoco─ lo que me depararía el futuro.

La mente fantasiosa de mi madre contrastaba brutalmente con el realismo más prosaico de mi padre. Nunca pude entender cómo dos almas tan distintas podían haberse unido, del mismo modo que mi progenitor nunca debió comprender cómo había podido engendrar a alguien que, según sus palabras, estaba siempre en las nubes.

Con el tiempo adiviné que mi madre no era feliz al lado de quien la dejó embarazada siendo una adolescente romántica e impulsiva. Hoy día esa unión no se habría llevado a cabo, pero eran otros tiempos y ambas familias extremadamente convencionales. Había que guardar las apariencias. Mi madre fue, a su manera, la oveja negra, la ficha blanca en un tablero de piezas negras, la luz del sol entre nubes borrascosas, la flor en un campo de malas hierbas. De ahí que se sintiera incomprendida y aislada y se refugiara en mí como su único consuelo, su único motivo para vivir y ser feliz.

“Soñar es imprescindible. Si no soñáramos, moriríamos” ─me dijo mi madre un día, siendo yo muy pequeño. Eso me aterró. De ahí que cuando me preguntaron poco después qué quería ser de mayor dije, sin dudarlo, “fabricante de sueños”.

Mi madre fue la que en realidad me hizo como soy. Le encantaba contarme historias fantásticas, ante las duras reprimendas de mi padre, que creía que, con ello, me convertiría en un ser débil y pueril. Yo disfrutaba con ellas hasta lo indecible y esperaba con ansia el momento de oírlas. Cada noche, al acostarme, mi madre se sentaba al borde de mi cama, me arropaba y entonces volcaba en mí toda su desbordante imaginación. Tenía una increíble facilidad para la inventiva. Mientras me contaba sus historias entornaba los ojos maliciosamente, atenta a mis reacciones y reprimiendo una sonrisa ante mi cara de asombro. Luego, solo en la oscuridad, yo prolongaba mentalmente la historia que me había relatado y, como si de algo mágico se tratase, acababa introduciéndose en mis sueños. Soñar se convirtió en algo fascinante para mí. Esperaba con ansia a que anocheciera para repetir la experiencia. Y así, día a día y noche a noche, mi madre alimentaba mis fantasías, las que luego invadían mis sueños. No sé cómo tenía lugar ese extraordinario episodio. Con el tiempo llegué a adquirir una gran pericia para inducir mis propias ensoñaciones. Debía de ser algo innato. Mi madre, estoy seguro, tenía el “don” de provocar sueños y yo lo heredé, como comprobaría más tarde.

Cuando, siendo todavía un niño, supe que lo que me había dicho mi madre sobre la necesidad vital de soñar no era cierto, sentí una gran decepción. Ignoro si simplemente iba errada, si no supe interpretar sus palabras o bien si pretendía con ellas azuzar mi imaginación. No era el hecho de no soñar lo que resultaba letal sino la imposibilidad de dormir. Descubrirlo fue un duro golpe. Mi futuro como fabricante de sueños dejaba de tener relevancia para la humanidad. Mis esperanzas se vinieron abajo. El descubrimiento de algunas verdades resulta doloroso para quien, como yo, vivía de ilusiones. Y la mayor de todas era regalar sueños a quienes los necesitara.

Pero, por fortuna, no todo estaba perdido. Mis esperanzas renacieron cuando más tarde descubrí que podría ser igualmente útil a la sociedad, aunque no de la forma en que yo había previsto. No salvaría vidas, pero podría ayudar a la gente a ser feliz. Leí en un libro sobre el mecanismo de los sueños que todos soñamos y que esta es una función vital y reparadora. De ser así, ¿cómo era posible que hubiera personas aparentemente sanas que decían no soñar jamás? Mi interés por lo que consideré una disfunción, cuyas causas y efectos desconocía, me condujo a estudiar medicina y especializarme en psiquiatría. Con esos conocimientos, añadidos al “don” que creía poseer, podría llevar a cabo mi propósito de forma mucho más eficaz. No existiendo ningún tratamiento farmacológico para la pérdida de la capacidad de soñar, decidí dedicar todo mi tiempo y esfuerzo a remediar esa carencia, aunque no representara una dolencia de gravedad. Tal era mi obsesión por ver cumplido mi deseo que mi vida giró exclusivamente en torno a esta encomienda autoimpuesta. Me aislé de tal modo del mundo exterior que, como si de una vocación sacerdotal se tratara, descuidé mi vida personal, no dejando en ella tiempo ni espacio para formar una familia. Interrogué a un numeroso grupo de individuos que decían no soñar y me percaté que ello les producía una cierta congoja. Se quejaban de que, mientras todo el mundo hablaba de sus sueños, ellos ignoraban qué era aquello aparentemente tan fantástico, se sentían excluidos de esa normalidad y temían que esa carencia les pasara factura tarde o temprano.

Todo mi trabajo de investigación lo desarrollé en el más absoluto anonimato. No fue hasta que las redes sociales se hicieron eco de mi teoría de que no soñar provoca insatisfacción e infelicidad ─de eso estaba y sigo estando convencido, y a las pruebas me remito─, que me convertí en un personaje público. En una entrevista que me realizaron para la televisión, el presentador preguntó por qué me empeñaba en querer hacer soñar a la gente. “¿Acaso resulta tan difícil de comprender que alguien desee hacer feliz al prójimo?” ─le espeté, airado─. “Pero no todos los sueños son agradables, los hay que son pesadillas y las pesadillas no logran hacer feliz a nadie, todo lo contrario” ─me replicó acertadamente. Eso me dio que pensar. Ese tipo llevaba razón: era peor tener malos sueños que la imposibilidad de soñar. Así pues, improvisé una respuesta que sería premonitoria. “Yo logro que mis clientes tengan únicamente experiencias oníricas placenteras. Anulo la generación de todo tipo de pesadillas y, en su lugar, les evoco sueños agradables” ─concluí, simulando una convicción de la que carecía en aquel instante. Esa frase marcó un punto de inflexión en mi vida.

Nadie pareció creerme. Me llovieron las críticas en forma de dardos envenenados. Y, sin embargo, no me faltaron clientes, no cesó de crecer el número de pacientes que me llamaban pidiendo ayuda. Unos, los menos, sentían curiosidad y querían simplemente resolver su incapacidad para soñar; otros, los más, deseaban evitar las pesadillas y tener, en su lugar, sueños placenteros, como yo había garantizado en público. Fueron precisamente estos últimos los que acabaron saturando mi agenda. Nunca imaginé que hubiera tanta gente que sufre pesadillas.

No inventé ningún aparato para hacer soñar, como muchos insinuaron. No he utilizado jamás ningún artefacto ni droga alguna. Todo lo logro con la mente y así lo he repetido hasta la saciedad para acallar los falsos rumores. Si bien inicié, por cautela, mis experiencias con la ayuda de la psicoterapia convencional, intentando hallar el origen y significado de las pesadillas o la ausencia de sueños de mis pacientes, solo conseguí tener éxito cuando decidí poner a prueba mi “don”. Les relataba historias fantásticas, como las que me contaba mi madre de pequeño, que luego debían rememorar al acostarse. Era como seguir la tradición familiar. De ese modo, logré con mis pacientes lo que ella lograba conmigo con sus cuentos. Por fin me sentí útil. Era feliz haciendo felices a los demás.

Pero esa felicidad duró lo que tardaron los celos en abrirse paso entre mis colegas. Mi consulta, que yo mismo califiqué como “gabinete de inducción de sueños”, acabó siendo la envidia de mis compañeros de profesión. Algunos llegaron a comentar, con sorna, que en la placa de la consulta debería poner “Dr. Roberto Arce – fabricante de sueños”, en lugar de psiquiatra. De todo lo que dijeron de mí, eso fue lo único que no me ofendió. A fin de cuentas, era la pura verdad y me sentía orgulloso por ello.

Fue tanta la notoriedad que adquirí en este campo que algunos miembros de la Sociedad Española de Psiquiatría tildaron de mala praxis mis actividades sin atender a los resultados, me criticaron, me denigraron y me persiguieron hasta lograr ser expulsado de la Sociedad primero y del Colegio de Médicos después, retirándome así la licencia para ejercer. Según ellos era una vergüenza para la profesión. Pasé a ser considerado un lunático, un curandero, un farsante, un vendedor de humo. Me condenaron al ostracismo, acabé siendo un paria. Por mucho que mis pacientes defendieran mis prácticas y elogiaran los resultados de las mismas, se les tachó de ignorantes o de testimonios comprados.

De este modo, denostado por la clase médica y ridiculizado por los medios de comunicación, no me quedó otra salida que huir de la vida pública y de mi propio hogar, refugiándome donde creí que nadie conocería mis antecedentes.

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En el anonimato me sentí a salvo. Por los periódicos tuve conocimiento de que mis antiguos pacientes intentaban localizarme, pues se habían cansado de tener cada noche los mismos sueños y deseaban sustituirlos por otros nuevos, como si de un plan Renove se tratara, pues esa reiteración ya no los hacía tan placenteros. Lo lamenté por ellos, pero no me atrevía a salir de mi refugio so pena de sufrir una nueva persecución mediática que, dada mi introversión natural y mi dañada autoestima, no estaba dispuesto a soportar.

Mi suerte cambió el día que el alcalde de la pequeña población donde me instalé, hombre culto y leído, me acabó reconociendo y vino a verme para que le sometiera al tratamiento que, según sabía, había aplicado a otros desgraciados como él. Se sentía agredido, con total nocturnidad e inmerecida alevosía, por las pesadillas. Ya ni se atrevía a acostarse por temor a sufrirlas. La política, afirmó, era muy ingrata, no solo le quitaba el sueño, sino que le regalaba pesadillas aterradoras que le despertaban bañado en un sudor helado como un cadáver. La causa no era el peso de la conciencia ─se apresuró a aclarar─ sino de la responsabilidad. Tanto me rogó que le ayudara, que no pude negarme a hacer el bien a un pobre hombre atormentado que juró guardar secreto sumarísimo, un secreto que solo desveló, como comprobé poco después, a su querida esposa y eterna confidente.

Tanto fue el éxito conseguido con el alcalde, hombre bondadoso y buen marido donde los haya, que también tuve que claudicar ante las súplicas de su mujer. Como esposa de la máxima autoridad civil, no estaba exenta de responsabilidades y quebraderos de cabeza que le provocaban sueños indeseables, que quería y necesitaba borrar de su mente. Yo me preguntaba cómo la alcaldía de una localidad como aquella podía ser la fuente de tanto desasosiego, pero preferí callar y no hacer preguntas indiscretas. Quien  no ejerció, en cambio, la discreción fue la primera dama del Consistorio, como no tardé en constatar.

La fama es como la pólvora, una vez prende ya no se apaga, sobre todo si uno desea que lo haga. La mía, la que me granjeé sin quererlo en el pueblo, corrió tan veloz como esa sustancia explosiva, de boca en boca y de casa en casa, hasta alcanzar a todo el vecindario, de forma que volví a tener una larga cola de pretendientes a la puerta de mi humilde casa, todos reclamando el tratamiento milagroso, como le llamaron. ¿Cómo era posible que en un municipio tan pequeño hubiera tal cantidad de almas en pena? Otra incógnita que no llegué a desvelar.

Transcurridos unos meses y viendo mi altruismo, el alcalde, hombre agradecido y generoso como pocos, deseando ganarse, además, la simpatía y consideración de sus conciudadanos, quiso compensarme por mis desvelos nombrándome, sin atender a mis escrupulosas protestas, concejal de bienestar social, un cargo hasta entonces inexistente. Desde entonces, haciendo gala de mi flamante cargo y responsabilidad, me entregué en cuerpo y alma a procurar que todos los habitantes de ese recóndito pueblecito tuvieran un sueño agradable y reparador. Todos deseaban que llegara la hora de acostarse para ser felices con sus sueños. Incluso el tiempo dedicado a la siesta se alargó más de lo habitual, pues sesteando también se sueña. Todos me trataban con la máxima deferencia, no me faltaba de nada. Entre el sueldo de concejal y los generosos donativos en especie y en metálico, vivía a cuerpo de rey. Disfrutaba de una vida tan placentera como lo eran mis sueños y los de toda esa pequeña comunidad.

Pero, por lo visto, hasta de lo bueno se cansa el hombre y, de este modo, el descontento empezó a hacer mella en los hasta entonces felices ciudadanos. Estos, también hastiados por tener cada día los mismos sueños y, sobre todo, los mismos que el resto del vecindario, pidieron que se los renovara. Cada uno quería tener su propio sueño, sin compartirlo con nadie más. Pero ochocientos vecinos, incluyendo ancianos y niños, equivalen a ochocientos sueños distintos y que, con toda seguridad, tendría que modificar con frecuencia. La avidez del ser humano es inagotable. Eso superaba mis posibilidades. Mi imaginación ya no daba para tanto. La sola idea de no ser capaz de cumplir con las exigencias de esa buena gente que me había acogido con tanto cariño me angustió. Por primera vez en mi vida empecé a sufrir esas pesadillas de las que tanto me habían hablado.

Y como las desgracias nunca vienen solas, la noticia de mi “don” se extendió de pueblo en pueblo y de comarca en comarca, contándose ya por miles los que acudían al pueblo en busca de sueños que les ayudase a mitigar su malestar. Incluso mis antiguos pacientes, que se habían sentido abandonados y traicionados, acabaron localizándome y reclamaban mis servicios. Y viendo mi falta de determinación y diligencia en acceder a sus peticiones, me llegaron a amenazar con denunciarme por fraude, enriquecimiento indebido, blanqueo de capitales y lo que hiciera falta. Estaban dispuestos a todo con tal de ver satisfechas sus exigencias. La felicidad se había tornado en desdicha y los amigos en adversarios.

Nunca me había sentido tan impotente y frustrado. La situación era incontrolable. Llegando a temer por mi integridad física, decidí huir de nuevo, como un vulgar ladrón, abandonando casa y pertenencias, al amparo de la oscuridad reinante en una noche con luna nueva. Solo me llevé lo puesto y todo el dinero que pude reunir.

Estaba más decidido que nunca a que no me encontraran. Trabajaría de lo que fuera en el lugar más remoto, donde nunca pudieran dar con mis huesos. Y así fue como, tras varias semanas vagando sin rumbo fijo, conocí casualmente a un viejo pastor del que aprendí el oficio y al que, con el tiempo, acabé sustituyendo tras comprarle el rebaño, invirtiendo en ello todos mis ahorros.

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Ahora vivo en lo más alto de un monte y en una cabaña de adobe. Llevo una vida de ermitaño, rodeado de ovejas y cabras, mis fieles y pacíficas compañeras. No me exigen más que los cuidados básicos y elementales para sobrevivir. Solo bajo al pueblo por necesidad: cada día a vender la leche y, una vez al año, la lana. Nadie puede reconocerme bajo este atuendo tan basto y rudimentario. Para ellos solo soy el nuevo pastor. Ahora vivo en paz y vuelvo a ser feliz.

Habré envejecido pero mi memoria se mantiene intacta. En una libreta he vuelto a escribir los cuentos que me contaba mi madre y que me sirvieron para ayudar a mis pacientes y convecinos antes de que se levantaran contra mí. Todas las noches, antes de acostarme, bajo la luz de un candil y yaciendo junto al rebaño, mi única compañía, leo en voz alta esas historias fantásticas que tantos buenos recuerdos me traen.


No sé si son imaginaciones mías, pero desde hace un tiempo, los animales parecen dormir mucho más plácidamente. A fin de cuentas, los animales también sueñan.


lunes, 16 de octubre de 2017

Una cuestión de apariencias


El comisario lee el brevísimo informe que le acaban de pasar.

“Leopoldo Haro Gutiérrez, Esperanza Garrido Huertas, vecinos del edificio sito en la calle del Arrabal, nº 68, de esta ciudad, y Aurelio Ríos Mendoza, conserje del mismo bloque de viviendas, han hallado a las doce horas del día de hoy el cuerpo sin vida de Antonio Sigüenza Ramos, de 75 años, que vivía solo en su domicilio del tercero segunda. Estando la puerta de la vivienda abierta, entraron y hallaron a su vecino tendido en el suelo del comedor, rodeado de un charco de sangre. El cuerpo ha sido trasladado al Instituto Anatómico Forense para que se lleve a cabo la autopsia. Los tres vecinos afirman haber visto al asesino”.

─¿Asesino? ¿Y cómo saben esos que se trata de un asesinato? ─dice el comisario dirigiéndose al agente que le ha hecho entrega del informe policial.
─Pues porque han visto salir del piso del finado a un individuo en evidente actitud de estar huyendo del lugar del crimen.
─Mmmm, pues que pase el primer testigo ─ profiere el comisario, dejando las gafas de leer de cerca sobre su escritorio.

******

─¿Es usted Leopoldo Haro Gutiérrez? ─pregunta el comisario.
─Sí señor, el mismo, para servirle ─asiente, el interrogado, visiblemente nervioso.
─Pues usted dirá ─le invita a declarar el comisario.
─Pues verá, señor comisario...

Y el hombre, retorciéndose las manos, inicia su descripción de los hechos.

─Estaba en casa cuando oí un grito. Es que yo, a pesar de mi edad, que, aunque no lo parezca, acabo de cumplir los setenta y nueve, tengo un oído finísimo, ¿sabe? Pues, como decía, oí un grito y entonces salí al rellano para ver qué ocurría. Vivo en el cuarto primera. Pues bien, cuando salí, miré por el hueco de la escalera para ver de dónde podía haber procedido el grito y entonces vi que del tercero segunda salía un individuo, un joven de unos… digamos, veintitantos años, que miró a su alrededor, seguro que para cerciorarse de que nadie le veía. Yo me agaché todo lo que pude, porque sufro de artrosis, ¿sabe?, para no ser descubierto y entonces vi cómo el sujeto, en lugar de esperar al ascensor, que en ese instante estaba subiendo, bajó por las escaleras como alma que se lleva el diablo, sin dejar de mirar si alguien le había descubierto. Una vez se hubo marchado, bajé tan raudo como mis piernas me permitieron, porque sufro de artrosis, ¿sabe?, entré en el piso de don Antonio, pues la puerta había quedado medio abierta, y entonces le vi tendido en el suelo, ensangrentado y deduje que el tipo que había salido huyendo lo había matado. Cuando iba a llamar a una ambulancia y a la policía entró mi vecina del quinto, que también había visto cómo el asesino huía escaleras abajo. Ella fue quien les llamó.
─¿Alguna cosa más? ─le apremia el comisario, pues se está haciendo tarde y hoy quiere almorzar temprano, pues apenas ha desayunado y está hambriento.
─No, señor comisario, nada más. Eso es todo lo que vi.
─Muy bien. Espérese fuera un momento que tendrá que firmar su declaración ─Y dirigiéndose al policía de la puerta─. Que pase el segundo testigo.
─La testigo, señor comisario. Es la mujer ─le aclara el agente.

******

─¿Es usted…esto… ─busca en el informe policial─ doña Esperanza Garrido Huertas?
─Sí, sí, soy yo ─responde la interpelada, también muy nerviosa.
─Dígame qué vio exactamente.
─Pues verá. Yo vivo en el quinto y estaba subiendo en el ascensor, pues volvía del supermercado, cuando, al llegar a la altura del tercero, vi que un individuo, con cara de pocos amigos, bajaba por las escaleras a toda prisa y con un objeto en la mano, seguramente el arma del crimen. Cuando vio que en el ascensor había alguien, pues es uno de esos ascensores antiguos, con una cabina acristalada, giró la cara hacia la pared para ocultar su identidad. Entonces vi a mi vecino del cuarto, don Leopoldo, entrar en el tercero segunda, por lo que sospeché que algo malo le había ocurrido a don Antonio, y tan pronto como llegué a mi planta, dejé las bolsas de la compra en el rellano y, bajé a toda prisa a ver qué pasaba. Cuando entré en el apartamento vi a don Leopoldo inclinado sobre el cuerpo de don Antonio y me dijo que hiciera el favor de llamar a una ambulancia y a la policía pues él no tiene móvil. Hubiera podido usar el teléfono fijo del pobre don Antonio, se preguntará usted, pero es que no quise tocar nada, ¿sabe usted? Lo he aprendido de las películas y series de televisión. Me encantan las películas policíacas y ...
─Bien, bien. ¿Alguna cosa más que quiera añadir antes de firmar su declaración? ─le inquiere el comisario, cubriendo con su vozarrón el ruido de sus tripas.
─Pues no, señor comisario, eso es todo lo que vi.
─Pues entonces haga el favor de esperar fuera, que le harán entrega de su declaración para que la firme.

Una vez ha abandonado la testigo el despacho, pregunta al agente uniformado que hace las veces de mecanógrafo:

─¿Hay algún testigo más que haya venido a declarar?
─Sí, señor comisario, el conserje del edificio.
─Pues hágalo pasar ─le apremia, a la vez que mira su reloj de pulsera.

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El tercer testigo entra, muy erguido y con paso decidido, como quien va a declarar en un juicio, y se sienta frente a la mesa del comisario sin esperar a que este se lo indique.

─Así que usted es el conserje del edificio de la calle del Arrabal, nº 68, don… ─vuelve a consultar el informe.
─Aurelio Ríos Mendoza, para servirle.
─Muy bien. ¿Y qué vio usted exactamente?
─Pues verá. Minutos antes del desgraciado suceso. ¡Quién lo iba a decir! ¡Pobre don Antonio, con lo buena persona que era! Pues como le decía, poco antes del asesinato de don Antonio, entró en el edificio un joven encapuchado.
─¿Encapuchado? ─pregunta, interesado, el comisario.
─Bueno, quiero decir que llevaba un chándal de esos con capucha y la llevaba puesta. Llovía un poquitín, eso sí, pero seguro que la llevaba puesta para que no le viera bien la cara. Pues el joven ese entró sin siquiera dar los buenos días, que yo pensé si serán maleducados los jóvenes de hoy, y se dirigió directamente hacia el ascensor. Yo le pregunté desde mi puesto a qué piso iba y me contestó, sin girarse, lo cual, insisto, demuestra que no quería que le viera la cara, que iba al tercero segunda, es decir a casa de don Antonio. Pude ver, eso sí, que llevaba algo que cubría con la chaqueta del chándal. Al cabo de un rato, no sabría decir cuánto, le vi salir a toda prisa. Yo estaba leyendo el periódico y al oír pasos, levanté la cabeza y vi cómo salía a la calle casi corriendo, huyendo diría yo. Seguía con la capucha puesta, así que no pude verle la cara a ese maldito asesino. Si lo llego a saber…

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─¿Y dice usted que sabría describir al presunto asesino? ─le inquiere el agente a doña Esperanza Garrido, con cara de sorpresa.
─Sí, señor agente. Yo soy muy pero que muy fisonomista. Tengo esa aptitud. Se me quedan clavadas las caras con solo verlas unos instantes ─afirma, con orgullo, la mujer.
─Entonces, podría indicarle a nuestro dibujante cómo era para que pueda hacer un retrato robot.
─Pues claro que sí. ¡Un retrato robot! ¡Qué interesante! Como en las películas policíacas ─dice la mujer, ahora entusiasmada.

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─ No, no. La nariz más… cómo diría yo… más picuda. Sí, eso, como la de un ave. No, no, tanto no, que parece un grajo. Más fina, algo más larga. ¿O era más gruesa? Bueno, déjela así. Y las cejas más pobladas. No, tanto no, no tan cejijunto. Rectas, eso, rectas. Bueno, pero formando un poco de arco. Bueno, ya me entiende, como todas las cejas, pero no tan arqueadas. Y los ojos más juntos. Pero no tanto, hombre, que parece un búho. Rasgados, sí, pero no tanto, que parece chino. ¿Color? Ay pues eso sí que no lo sabría decir. Oscuros, eso es. Seguramente los tenía marrones. Claro que también podrían ser negros. Y los labios sí que eran muy finos, si parecía que no tuviera. Aunque podría ser que los tuviera muy apretados, ya sabe, los nervios, la tensión… ¿Las orejas? Pues no me fijé en las orejas. Supongo que normales, aunque, bien pensado, las debía tener cubiertas por esa capucha que lleva puesta. ¿El pelo? Tampoco lo pude ver con claridad por el mismo motivo, pero era tieso y abundante, eso sí, porque le salía disparado por ambos lados de la capucha, como dos penachos. Y era castaño. O negro. Ahora no lo recuerdo. No crea, que no es fácil describir a un individuo que baja corriendo por las escaleras y al que vi desde el ascensor. ¿Por qué me mira así, si puede saberse?

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─¿Y este mamarracho dice que es el presunto asesino, al que vio bajando por las escaleras? Pero si más bien parece un muñecote hecho por un párvulo. ¡Por favor! Esa mujer, o iba bebida o está cegata. ¿Cómo puede haber alguien con esa cara? Si le enseñamos ese retrato a cualquiera, va a soltar una carcajada que se oirá hasta en Tegucigalpa ─dice el comisario cuando le presentan el retrato robot siguiendo las indicaciones de la mujer aquella que dijo ser tan fisonomista.

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Al día siguiente, el médico forense encargado de realizar la autopsia del cadáver de Antonio Sigüenza Ramos está redactando el informe pericial. Cuando termina, llama al comisario que lleva el caso para adelantarle lo más significativo, tal como aquél le había pedido.

─En el momento de realizarle la autopsia, el cadáver llevaba muerto doce horas, lo cual concuerda, minuto arriba, minuto abajo, con el momento en que fue hallado sin vida por sus vecinos. Su historial médico indica que se medicaba por una angina de pecho que le habían diagnosticado varios meses atrás, lo cual explicaría los niveles hallados en sangre de nicardipino, un medicamento utilizado para tratar esta dolencia. También se han hallado niveles importantes de atorvastatina, para controlar el colesterol. Puestos en contacto con su cardiólogo, este me ha indicado que, a pesar de sus 75 años, su corazón era el de un anciano de 90. Por lo demás, sus órganos internos estaban sanos. Externamente, no he hallado señales de lucha ni de agresión, salvo el impacto en el cráneo, que justificaría el abundante sangrado, pero que no fue la causa de la muerte.
─Entonces, ¿qué le provocó la muerte? ─inquiere, impaciente, el comisario.
─Un IAM. Quiero decir un infarto agudo de miocardio. Tenía las coronarias hechas un asco, hablando coloquialmente. Le envío, de momento, el informe por correo electrónico. ─concluye el forense, antes de colgar.

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─Así pues, le falló el corazón ─comenta el comisario al equipo de investigación.
─Seguramente del susto ─afirma uno de los agentes.
─¿Susto? ¿Por qué causa?
─Pues, porque el chaval, haciéndose pasar por… pongamos, un mensajero, dijo traerle un paquete. Al abrir el viejo la puerta, le apuntó con el arma que los testigos vieron que llevaba en la mano, le obligó a entrar en la vivienda con la intención de robarle, y al hombre le dio un soponcio. El viejo se desmayó y, al caer, se dio con el canto de la mesa, en la que hallamos restos de sangre, y la palmó. O bien el chaval le empujó y con el golpe perdió el sentido.
─Eso no me convence, Gutiérrez. Según la autopsia, está claro que murió de un infarto, no del golpe en la cabeza. Todo apunta a un homicidio involuntario, pero no veo el móvil. ¿No dijeron que el piso no estaba revuelto? ¿Acaso alguien vio señales de robo?
─No le dio tiempo a desvalijarle. El viejo gritó y el chaval se asustó y se largó.
─¿Y por qué querría robar en casa de un viejo que, al parecer, no tenía ni un duro, digo ni un euro. Si buscaba algo en concreto, algo valioso, habría aprovechado que el hombre estaba sin sentido para buscarlo, a pesar del grito. ¿Quién iba a saber de dónde había salido ese grito? Que, por otra parte, me pregunto cómo un viejo pudo proferir un grito tan fuerte que llegara a oírse en la escalera y con la puerta cerrada. Las paredes y las puertas de esos pisos tan antiguos son casi tan gruesas como las murallas romanas del barrio gótico. Y luego, una vez hallado “el botín”, podía haber esperado a que no hubiera movimiento en la escalera para largarse silenciosamente en lugar de salir en estampida dejando la puerta de par en par.
─No, señor comisario, dijeron que la hallaron entornada.
─Ya lo sé. Da igual. Es una forma de hablar. Los ladrones y los asesinos, por lo menos los profesionales, no dejan ninguna señal de su presencia. Se largan y punto. Parece mentira que no lo sepan, carajo.

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─Las huellas dactilares que hallaron en la puerta no son de ningún delincuente fichado, así que no hay forma de saber a quién pertenecen. La científica identificó unas pisadas de alguien que calzaba unas deportivas del número cuarenta y tres y por el dibujo de la suela no pudieron determinar la marca. 
─Entonces qué hacemos, ¿cerramos el caso?
─Eso lo decidirá el señor comisario, pero yo soy de la opinión, como él, de que el desconocido es un homicida, pues le provocó la muerte, por muy accidental que fuera. Así que es más que suficiente para seguir buscando.
─De momento, los interrogatorios que hemos efectuado por el barrio no han dado fruto. Nadie vio a nadie salir corriendo del portal a aquella hora ni nadie reconoce al individuo del chándal a partir del retrato robot.
─No me extraña. Si ese dibujo es peor que aquel Ecce Homo restaurado de Borja, esa pintura que se hizo tan famosa.
─Hey, hey, ¡cuidado con lo que dices! Que yo lo dibujé siguiendo las indicaciones de aquella mujer, ¿vale?
─Vale, hombre, no te cabrees. Ya sé que eres un buen dibujante, de lo contrario no estarías aquí, pero es que el resultado fue…
─Pues por lo que te digo, tío. Además, la chiflada esa le dio el visto bueno.
─Pero ¿no viste que era una cegata? No se puso las gafas por coquetería, para parecer más joven, y cuando te miraba con esa cara de boba tenía que entrecerrar los ojos para enfocar mejor. Además, los otros dos testigos, el del cuarto y el conserje, no parecían estar muy convencidos del resultado.
─Bueno, ya está bien de cháchara, al curro y seguid buscando al mierda ese. Hay que dar con él sea como sea. Me he comprometido con el señor comisario que de esta semana no pasaba que diéramos con él. No tiene que ser tan difícil, joder ─concluye el inspector jefe. 
                                                                   
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Pero, transcurridos seis meses sin haber obtenido ningún dato adicional, el caso se dio por cerrado. Lo único que quedó claro fue que un individuo no identificado se presentó en casa del finado, que este le abrió la puerta voluntariamente, por lo que debía conocerle o aquel debió de identificarse sin que ello le hiciera sospechar sus intenciones. No hubo indicios de forcejeo o violencia física ni evidencia de robo. Seguirá, pues, siendo un misterio el motivo de la visita y las intenciones del desconocido. Las únicas pruebas halladas dentro del domicilio hacen suponer que algo debió ocurrir entre visitante e inquilino que hizo que este último se desplomara, golpeándose la cabeza con el canto de la mesa del comedor. No se pudo confirmar si la muerte se produjo antes o después de la caída, aunque el golpe no tuvo nada que ver con el deceso. La causa fue, según el dictamen forense, un Infarto Agudo de Miocardio (IAM). La búsqueda del sujeto, a pesar de la descripción facilitada por tres testigos que aseguraron haberle visto, resultó infructuosa.

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A Sebastián todavía no le llega la camisa al cuerpo. No ha podido superar el trauma. Y no las tiene todas consigo. Todavía cree que pueden identificarle. Lo sueña todas las noches desde ese fatídico día. Una pesadilla horrible.

Quién le iba a decir que le ocurriría ese percance cuando solo llevaba una semana en la notaría. Aunque fue accidental, no se atrevió a contarlo. Seguro que lo habrían despedido. Y más estando a prueba. Que un error lo puede cometer cualquiera, caramba. Que también es casualidad de que hubiera dos Antonio Sigüenza viviendo en la misma calle, en edificios contiguos, y los dos en un tercero segunda, uno en el número 66 y el otro en el 68. De acuerdo, hubiera tenido que fijarse en el segundo apellido. A aquel a quien iba dirigido el sobre se llamaba… Rueda, y el otro, el pobre hombre que se dio el susto de muerte se llamaba… Ramos. Rueda y Ramos. Pero da igual, el caso es que no se fijó en ello. Cuando llamó a su puerta, preguntó por don Antonio Sigüenza, nada más. Ya se sabe, las prisas. Entró en el portal equivocado. No habría pasado nada si en el tercero segunda no hubiera vivido ese otro Antonio Sigüenza. Y ahora se atormenta.

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¿Cómo iba a saber lo que contenía el sobre? Yo solo me fijé que a medida que leía lo que ponía esa carta los ojos se le ponían como platos y se puso de un rojo granate, hasta que cayó fulminado. Aún resuena en mi cerebro el golpazo que el pobre se dio en toda la cabeza. Cuánta sangre. ¡Qué horror! Y cuando le tomé el pulso, tal como me habían enseñado en aquel curso de primeros auxilios, ya no tenía. ¡Estaba muerto! No entendía lo que le había provocado aquel patatús. Hasta que leí lo que ponía en aquel papel. Como heredero único de no sé quién, el señor notario le comunicaba que acababa de heredar cinco millones de euros y que se presentara cuanto antes en su despacho. Me sonó un poco raro que un hombre tan mayor como él fuera el único heredero de alguien, pero tampoco le di demasiada importancia.

Lo primero que pensé es que se había desmayado del pasmo y que el golpe que se había dado en la cabeza al caer lo había desnucado. Salí al rellano y grité pidiendo auxilio, pero entonces me acojoné. Volví a entrar y cerré la puerta. No sabía qué hacer. Pensé en todo el lío: los vecinos, la ambulancia, la policía, el interrogatorio. Así que pensé que lo mejor era poner pies en polvorosa y que cuando lo encontraran y leyeran lo que ponía la carta, comprenderían lo que había pasado. Pero, cuando ya me iba, me acordé de que no le había hecho firmar el recibo conforme le había entregado aquella notificación. Y me entró el pánico. Cuando se supiera lo de su muerte y descubrieran quién le había hecho entrega de aquella notificación notarial, ¿cómo iba a decirles que lo había dejado con vida y que me había ido sin firmarme el recibo? Entonces se me ocurrió hacer un garabato en el recuadro de la firma, como hace todo el mundo, y Santas Pascuas. Pero resultó que también tenía que poner su número de DNI, así que rebusqué en sus bolsillos. Y lo encontré. Suspiré de alivio. Pero ¡horror!, cuando leí su nombre y apellidos completos, me di cuenta de la equivocación. No era Antonio Sigüenza Rueda sino Antonio Sigüenza Ramos.

Salí corriendo como una liebre, dejando, por lo que leí, la puerta abierta. Esperaba que nadie me viera, pero subía el maldito ascensor. Menos mal que llevaba el chándal y me cubrí la cabeza con la capucha. Salí disparado a la calle, sin atender a la llamada del conserje. Al cabo de un buen rato, después de merodear por el barrio para ver que todo estuviera despejado, hice la entrega de la notificación al verdadero destinatario, quien se extrañó mucho de que el sobre estuviera abierto. Ni siquiera recuerdo la excusa que le di, pero se olvidó de este detalle tan pronto como leyó la carta. Pensé por un momento que volvería a ocurrir lo mismo que al pobre hombre que había dejado muerto en el suelo de su comedor, pero este era mucho más joven y supongo que con un corazón más fuerte. Me dio una generosa propina y volví raudo a la notaría.


Y aquí estoy, rezando para que no se descubra el pastel que, sin querer, organicé por mi mala cabeza. Suerte he tenido de que la testigo que dijo haberme visto la cara, cosa que dudo, y que dirigió la mano del dibujante, no acertara ni por asomo. Seré tonto y despistado, pero mucho más guapo.