miércoles, 20 de junio de 2018

El sabor de la venganza



Esta es la historia de una amistad, un desencuentro, dos venganzas y una locura.

Conocí a Javier y a Gonzalo en la Facultad y, aunque no llegué a intimar mucho con ellos, puedo decir que fuimos amigos. De ahí que conozca la historia de primera mano.

En aquellos años de estudiantes eran inseparables. Eran casi como hermanos, hasta que se interpuso algo que acabó con su amistad. Y no fue el amor por la misma mujer, como quizá hayáis pensado, sino algo mucho más prosaico.

Al poco de licenciarse, a los dos les apareció la misma oportunidad laboral. Como casi todo lo habían hecho en común, esa no podía ser una excepción. Ambos se presentaron a la misma entrevista de trabajo y que ganara el mejor.

Ganó Gonzalo, y Javier asumió la derrota con deportividad, como no podía ser de otro modo. Aun así, a partir de entonces sus vidas empezaron a transcurrir por derroteros distintos y se fueron distanciando. Sus respectivos trabajos y vidas familiares los mantenían demasiado ocupados.

Al cabo de diez años del inicio de ese distanciamiento, solo interrumpido por breves y esporádicas llamadas de cortesía por sus cumpleaños y por Navidad, a Gonzalo la vida le sonreía. Tras una escalada profesional meteórica, ocupaba, a sus treinta y cuatro años, la Dirección General de una importante empresa farmacéutica. A Javier al principio las cosas no le fueron del todo mal, pero seguía sin ver cumplidas sus expectativas profesionales. Tuvo que conformarse con ser un comercial, un vendedor, como él solía decir con un deje de amargura. Ofrecía y vendía a sus clientes las materias primas que fabricaba la empresa química para la que trabajaba. Esta, tras años de inestabilidad, estaba pasando por una mala racha, y a pesar de la crisis, a Javier cada vez se le exigía un mayor volumen de ventas. Y estas no solo no aumentaban, sino que iban imparablemente en descenso. De seguir así, presentía que su puesto de trabajo peligraba. Como cada vez eran más las ocasiones que salía del despacho de los jefes de compras sin un pedido que llevarse al bolsillo, decidió subir un peldaño más en el escalafón y tratar directamente con los directores generales. Pero estos declinaban una entrevista que no era propia de su rango ni responsabilidad. Y entonces fue cuando pensó en su amigo.

Javier visitaba con frecuencia la empresa que Gonzalo dirigía sin haberse nunca dado a conocer como amigo suyo, sin haberse atrevido jamás a preguntar por él y pasar a saludarle. Y todo por vergüenza. Se sentía inferior. Mientras su viejo amigo y compañero de estudios estaba en lo más alto, él era un simple vendedor, con un sueldo poco más que mediocre si no fuera por las comisiones por ventas, que iban en declive. Precisamente la empresa de Gonzalo era una de las que últimamente habían reducido drásticamente el número y volumen de sus pedidos. La competencia de los suministradores asiáticos era demoledora. Así pues, solo con que su amigo accediera a echarle una mano y se aviniera a dar las instrucciones pertinentes a su jefe de compras, podía salvarle, aunque fuera momentáneamente, del mal trago por el que estaba pasando. Sería, sin duda, un trato de favor, pero un amigo es un amigo y no le dejaría en la estacada.

Tragándose su absurdo orgullo, Javier llamó, como había hecho tantas veces, a la empresa que, hasta hacía poco, era uno de sus mejores clientes, con la intención de solicitar una entrevista con Gonzalo. Tras identificarse a la recepcionista que tan bien le conocía, esta se le adelantó alegando que el jefe de compras no estaba ni estaría en toda la semana. Cuando le dijo que no era con el jefe de compras con quien quería entrevistarse sino con el Director General, el silencio que suele acompañar al pasmo y preceder a las malas noticias ocupó la línea telefónica más tiempo de lo normal. Finalmente, tras una fría disculpa, le pidió que esperara un instante. Una respuesta todavía más fría sorprendió a un angustiado Javier. “El señor director desea saber cuál es el motivo de la entrevista”. ¿Gonzalo, su amigo, quería saber por qué quería verle? “Dígale que es por motivos personales”, fue lo que a Javier le pareció más prudente alegar. Otro lapso de tiempo, que pareció una eternidad, se interpuso entre ambos extremos de la línea, hasta que, nuevamente, la voz de la recepcionista le sacó de dudas. “Lo lamento, pero el señor director no podrá recibirlo, está últimamente muy ocupado. Pruebe usted más adelante”. Eso fue todo. Casi nada. Esperaba excusas, lamentos, disculpas de boca de Gonzalo. “No puedo hacerlo, Javier, compréndelo. No está en mis manos, aunque sea el Director General, debo ceñirme a las normas, como cualquier empresa debemos reducir costes para mejorar nuestros beneficios, me debo a la Junta de Accionistas…” Cualquier cosa. Seguramente lo habría comprendido. Los negocios son los negocios y las amistades hay que dejarlas de lado. Pero nunca habría imaginado que Gonzalo ni siquiera se hubiera dignado a recibirlo, que le diera la espalda de ese modo, excusándose, a través de un intermediario, como lo habría hecho con un extraño.

Volvió a intentarlo en varias ocasiones y siempre con idéntico resultado. O estaba de viaje o reunido, Nunca podía atenderlo ni recibirlo.

En poco más de un año, la vida de ambos dio un vuelco, un salto mortal. A Javier le despidieron. La crisis se recrudeció y se cebó incluso en los profesionales más cualificados, hasta el punto de que Gonzalo también perdió su puesto de Director General. Un decrecimiento en las ventas también le pasó factura a él. De ese modo, se convirtió, de la noche a la mañana, en un alto ejecutivo en paro.

Fue para ambos un duro periodo en el que se puso a prueba su capacidad de resistencia. Después de una búsqueda sin tregua, Javier acabó encontrando un buen empleo en una empresa que acababa de instalarse en España y que en poco tiempo se había convertido en uno de los mayores fabricantes de materias primas del país y en plena expansión internacional. Paso a paso, con esfuerzo y determinación, fue entonces Javier quien fue escalando posiciones hasta ser nombrado, al cabo de cinco años, Director General y Consejero Delegado de la planta española. Ahora era a él a quien la vida le sonreía.

Gonzalo, en cambio, cayó en una depresión pues, en añadidura a la humillación que había significado su despido, no había forma de dar con una vacante de relevancia acorde a su categoría en ninguna compañía farmacéutica nacional e internacional. Tenía poco más de cuarenta años, pero ningún “cazatalentos” pudo hallarle un cargo que se adecuara a sus exigencias. Su lema seguía siendo “siempre hacia arriba, siempre hacia adelante, nunca hacia abajo, nunca hacia atrás”. Pero cinco años sin trabajar estaba dañando su imagen mucho más que cualquier causa que pudiera esgrimir para justificar la pérdida de su puesto como Director General. Nadie estaba dispuesto a contratar a un directivo que llevaba tanto tiempo en paro. Era extraño, incluso sospechoso. Así las cosas, a Gonzalo no le quedó más remedio que claudicar y buscar trabajo en cualquier otra área del sector químico-farmacéutico.

Un día las vidas de Javier y de Gonzalo se volvieron a cruzar. No sabría decir si fue el destino o la casualidad. Javier me llamó para contármelo. El Director de Recursos Humanos le había llamado a primera hora de la mañana. Iba a entrevistar a alguien que quizá conociera, pues en su currículum indicaba que se había licenciado en la misma Facultad y el mismo año que él. Era Gonzalo, y el puesto para el que se presentaba era el de jefe de almacén. Javier se mostró indiferente. Solo le pidió que, después de entrevistarlo, lo hiciera pasar a su despacho. Simplemente quería saludarlo. 

Según Javier, el semblante de Gonzalo, al verle sentado tras la mesa del Director General de la empresa, se transfiguró en algo indescifrable. El cara a cara duró el tiempo que necesitó Javier para desahogarse a sus anchas. Le hizo pagar todos sus desaires con una invitación a abandonar su despacho y su empresa con viento fresco. Me confesó que, aunque nunca había creído en el ojo por ojo, aquel acto de venganza le supo a ambrosía. Gonzalo no quiso reconocer que había obrado mal y se marchó profiriendo todo tipo de amenazas.

Yo no había vuelto a ver a Gonzalo hasta hoy. Había intentado visitarle muchas veces, pero a última hora me echaba atrás. ¿Qué le podía decir? Por fin decidí dar el paso y ha sido precisamente hoy, cuando se cumplen cuatro años de la muerte de Javier.

Gonzalo está muy envejecido. Solo tiene cincuenta años y aparenta diez más. Lo único en lo que no ha cambiado es en el tono de superioridad que siempre utiliza al hablar. Me ha contado un montón de mentiras. Por mi parte, solo le he hecho una pregunta, la que me ha llevado a visitarle: por qué lo hizo. Como respuesta, solo una sonrisa malévola. Cuando ya me levantaba de la mesa del locutorio con la intención de no volver nunca más, me ha tirado con fuerza de la manga de la camisa obligándome a tomar nuevamente asiento. Entonces, mirándome a la cara, me ha dicho: “no sabes cuán dulce es el sabor de la venganza”. Esas palabras han sido las más amargas que he oído en mi vida.



lunes, 11 de junio de 2018

El resucitado




Lo sucedido a mi buen amigo Jaime es lo más inaudito que uno puede imaginar. ¡¿Pues no se cree un resucitado?! Todo empezó con una serie de dejà vu. Siempre había creído en la reencarnación como una posibilidad, pero esas experiencias, cada vez más frecuentes, le acabaron convenciendo de que lo que experimentaba eran recuerdos de otra vida.

Todos hemos tenido esa sensación de haber visto o vivido algo con anterioridad. De pronto, algo, ya sea un lugar, una situación, una conversación o unas simples palabras, te resulta muy familiar, pero nunca lo he achacado a una existencia anterior. Yo no creo ni dejo de creer en la reencarnación, pero en lo que no puedo creer es en la resurrección. Él sí.

Jaime aseguraba que había muerto y que, tras un tiempo que no podía cuantificar con exactitud, había vuelto a la vida. Ese periodo en el que, según él, había estado muerto, coincidió con su desaparición temporal en Brasil, país al que viajó para participar en una acción reivindicativa de una ONG en defensa de la Amazonia. Se le perdió la pista durante unos días. Nadie supo decir dónde estaba. Cuando concluyó su misión, se despidió de sus compañeros diciendo que se tomaba unos días libres. Al volver a España, no parecía el mismo, de eso doy fe. Cuando fui a recogerle al aeropuerto casi no le reconocí, de tan demacrado como estaba. Al momento lo achaqué al agotamiento físico, pero con el tiempo sospeché que algo raro le ocurría. Pero de ahí a que, según me confesó más tarde, hubiera muerto y resucitado, había un largo e increíble trecho.

Esa obsesión ─pues solo así podría calificarse─ nació a resultas de una película, cuyo título no recuerdo pero que sin duda era de esas de serie B, que tanto le gustaban, en la que el protagonista era capturado por unos indígenas salvajes mientras exploraba tierras inhóspitas. Estos, creyendo que el intruso quería apoderarse de sus tesoros, celosamente guardados, era torturado para que revelara sus verdaderas intenciones, y finalmente abandonado a su suerte. Tras una muerte lenta, volvía milagrosamente a la vida y con poderes sobrehumanos, para acabar siendo idolatrado por aquellos que lo habían sometido a tormento.

Tras visionar esa bazofia, creyó que eso era lo que también le había ocurrido a él en Brasil. Algunas de las escenas que se desarrollaban en la película las sintió como un dejà vu, lo que se debía, con toda seguridad, a que había sufrido las mismas penalidades que su protagonista. Además, las pesadillas nocturnas que le asaltaban desde entonces estaban impregnadas de espanto y dolor.

Me contó que, durante los días libres que se tomó antes de su regreso, había alquilado un todoterreno con el que se había adentrado en una zona poco explorada, desoyendo las advertencias del encargado de la empresa de alquiler. Cuando devolvió el vehículo, aquel le recriminó haber tardado tres días más de lo acordado, por lo que tuvo que abonar una cantidad extra por cada día de demora. No supo ni pudo explicar lo ocurrido durante esos tres días, salvo que había sufrido una mordedura de una serpiente. Pero ello no justificaba que hubiera perdido el conocimiento y la memoria durante tanto tiempo. Según él, estando inconsciente, había sido apresado por indígenas de alguna tribu aislada, y sometido a actos y rituales salvajes que acabaron con su vida y luego, al igual que el explorador de la película que tanto le había impactado, lo abandonaron para que fuera devorado por uno de los grandes depredadores, como el jaguar, que habitan en la selva amazónica. Solo Dios había podido obrar el milagro de devolverle a la vida.

En contra de su descabellada teoría, esgrimí que no tenía ningún rastro de heridas corporales, pero él alegó que estas debían haber sanado al resucitar.

No había forma de hacerle cambiar de idea y cada vez se le veía más y más convencido de que era un resucitado. Siempre que hablábamos del tema, que era un día sí y el otro también, sacaba a colación pasajes del Nuevo Testamento y los milagros de Jesús. Y, por supuesto, la resurrección de Lázaro era el ejemplo recurrente.

Yo estaba cada vez más preocupado y él más obsesionado. Llegué a darle la razón, como a un loco al que se pretende tranquilizar, pero ello no hizo efecto alguno. Ni siquiera pudo volver a llevar una vida normal. Dejó el trabajo y se propuso compartir con el mundo entero su experiencia para que creyeran que había sido objeto de un milagro. Los milagros existían y él era un testimonio vivo. Lo único que le preocupaba era que no recordaba nada del periodo que pasó en las tinieblas, de esos tres días en que estuvo muerto. Si alguien le preguntaba qué había al otro lado, no sabría qué responder y su credibilidad se vería seriamente dañada. Y eso no podía permitirlo. Algo tenía que hacer al respecto. Y ese algo pasaba por volver a morir y resucitar, pues si Dios le había devuelto a la vida, lo haría de nuevo para que pudiera dar testimonio de su poder.

Sus dos hermanos ─uno de ellos sacerdote─ y yo intentamos buscar una solución que, inevitablemete, pasaba por ser sometido a un examen psiquiátrico. No solo se negó rotundamente, como era de esperar, sino que nos amenazó con denunciarnos por acoso y, si era necesario, con agredirnos si le poníamos una mano encima. Desde entonces, no quería ver a nadie. Pasaron semanas sin que supiéramos nada de él hasta que recibí un correo electrónico anunciándome que ya tenía todo preparado para suicidarse, y que iba a hacerlo esa misma noche. Me pedía que, si era realmente su amigo, fuera a su piso a partir de las diez para que pudiera comprobar que su cuerpo yacía sin vida en el sofá. Así, cuando más tarde resucitara, podría dar fe del milagro. Para que pudiera acceder a su vivienda, dejaría la llave bajo el felpudo. Me pedía que custodiara su cuerpo todo el tiempo que hiciera falta, quedándome en su apartamento hasta que, como hicieran dos mil años atrás los discípulos de Jesús de Nazaret, viera con mis propios ojos su cuerpo resucitado. Y, por supuesto, tenía que grabarlo.

No me quedó más remedio que acudir a esa cita macabra. Si Jaime quería quitarse la vida, no podía impedíserlo a menos que le sorprendiera en el momento en que dejaba la llave bajo el felpudo. Si le pillaba in fraganti, todavía tendría una posibilidad para evitar el fatal desenlace. Si me echaba de allí violentamente, me marcharía, pero llamaría a emergencias para que acudieran de inmediato.

Me presenté, pues, en el rellano de su piso mucho antes de las diez, comprobé que la llave no estaba donde mi amigo dijo que la dejaría y esperé pacientemente a que abriera la puerta para actuar. De lo que ocurriera allí dependería su futuro. Lo más probable era que lo declararan incapacitado mentalmente y lo recluyeran en un centro psiquiátrico. Pero mejor esto que la muerte, pensé por un momento, pero durante el tiempo que tuve para recapacitar mientras esperaba, esa creencia iba perdiendo peso. En su caso, yo preferiría estar muerto de verdad que muerto en vida encerrado en un manicomio donde, con toda probabilidad, acabaría mis días más loco de lo que estaba cuando ingresé.

A las diez, la puerta se abrió y apareció Jaime, pálido como un cadáver, tambaleándose y con una llave en la mano, que cayó a sus pies la a la vez que él se desplomaba como un muñeco de trapo. Era evidente que ya estaba surgiendo efecto lo que se hubiera tomado. Arrastré su cuerpo hasta el sofá del comedor donde intenté infructuosamente reanimarlo. Llamé, como había previsto, a emergencias. Al cabo de quince minutos, el apartamento de Jaime estaba ocupado por miembros de la policía local y de la ambulancia medicalizada.

Nada pudo hacerse para reanimar a mi amigo. La autopsia y el examen toxicológico revelaría el motivo de la muerte, pero una caja vacía de un conocido ansiolítico y una botella whisky delataban la posible causa. Lo extraño era la rapidez con que se había producido el fallecimiento, sin dar tiempo a practicarle un lavado gástrico. ¿Quizá esperó hasta el último momento para acudir a la puerta sospechando que yo habría tramado algo para disuadirle?

Cuando todo el mundo se había marchado y me quedé a solas en el apartamento de mi amigo fallecido, sentí una terrible impotencia. ¿Qué hice mal? ¿Pude haber obrado de otro modo para evitar ese final? Pero lo más importante de todo era saber qué había originado toda esa locura. Llamé a sus hermanos para darles la terrible noticia y al poco los tenía conmigo, sentados a mi lado sin saber qué decir. Uno de ellos estaba convencido que su hermano había contraído una rara enfermedad, mientras que el otro, el sacerdote, alegó que todo era el resultado de una locura repentina. Jaime siempre había sido un poco raro ─afirmó─, siempre con ideas extravagantes. Quizá lo que todo el mundo había considerado una personalidad singular, no era otra cosa que un desequilibrio mental que había aflorado en la edad adulta.

Jaime tenía, efectivamente, sus rarezas y era muy influenciable e imaginativo. Siempre había tenido un don especial para inventar historias. Nos conocíamos desde niños y le encantaba contar aventuras intentando hacerme creer que eran ciertas. Pero aquello era mucho más que una historia inventada. ¿Qué le había ocurrido en realidad para acabar de ese modo?

Lo único que tenía claro era que Jaime había sufrido una mordedura de una serpiente en la selva amazónica durante un alto en el camino para descansar y tomar un refrigerio. Aunque lo intentó, le fue imposible dar caza al animal pues reptó rápidamente hacia la espesura. Debió perder el conocimiento casi al instante. Todo indicaba que no volvió en sí hasta al cabo de unos días. Cuando describió la serpiente en la empresa de alquiler de vehículos, le dijeron que podía tratarse de una especie venenosa del género yararaca y que sin un antídoto a mano su mordedura era mortal. Era un milagro que estuviera vivo. Nadie había sobrevivido a su mordedura sin recibir tratamiento. Había vuelto a nacer.

Lo primero que me vino a la cabeza fue que, sabiendo lo que le había ocurrido a Jaime, cómo pudieron exigirle una cantidad adicional por haber tardado tres días más en devolver el coche. La mente tiene, a veces, unas reacciones extrañas: mi amigo muerto y yo cavilando sobre el comportamiento humano. Aunque, puestos a evaluar comportamientos irracionales, mucho más lo era el de Jaime al creer que, por haber quedado inconsciente por un tiempo a resultas de una ponzoñosa mordedura de un ofidio, había muerto y resucitado.

Me fui a casa dándole vueltas y más vueltas a lo que debió realmente ocurrirle a mi amigo para estar desaparecido durante tres días sin poder dar una explicación verosímil, pues esas pesadillas que él interpretó como recuerdos solo eran fruto de un estrés postraumático. ¿Cómo una mordedura de una serpiente, por muy venenosa que fuera, podía dejar a un ser humano inconsciente durante varios días y no dejar ninguna otra lesión o secuela propia de una intoxicación por el veneno?

Estuve casi todo un día buscando información sobre los efectos de las mordeduras de serpientes venenosas. Nada describía la posibilidad de una muerte clínica pero sí hallé un artículo que trataba de las propiedades de algunas toxinas neurotóxicas de origen animal, como el veneno de la cobra y otras serpientes, que pueden llegar a producir alucinaciones y sensaciones extrañas. Eso explicaría los falsos recuerdos del maltrato recibido por unos indígenas y todas esas sensaciones de miedo y dolor que le asaltaban durante el sueño. Lo que resultaba realmente extraordinario era cómo todo ello le había llevado a creer que había muerto y vuelto a la vida de forma milagrosa. Quizá la neurotoxina de esa serpiente era tan potente que le había dañado el cerebro de tal forma que había perdido la cordura.

A media tarde del día siguiente, casi tres días después del supuesto suicidio, llamé al anatómico forense para interesarme por los resultados del estudio toxicológico. La mujer que me atendió me dijo que los resultados de este tipo de análisis tardaban mucho en recibirse, pues se llevaban a cabo en un centro de Madrid. No obstante, ante mi insistencia, accedió a consultarlo con el forense que llevaba el caso y que debía practicarle la autopsia. Tras mantenerme a la espera un largo tiempo, una voz de hombre atendió mi llamada.  

─¿Oiga?
─Sí, dígame ─respondí intrigado.
─Soy el doctor Muriel, el médico forense. ¿Es usted de la familia?
─Sí, sí, soy uno de sus hermanos ─mentí.
─Lo que tengo que decirle es algo… insólito. ─parecía dubitativo, como quien no sabe cómo dar una mala notica─. El caso es que su hermano no estaba muerto.
─¿Qué no estaba muerto? Pero ¿qué dice?
─Creemos que sufrió un episodio de catalepsia. Es la primera vez que me encuentro ante un caso así. Los hay, pero son extraordinariamente raros. ¿No le había ocurrido anteriormente?
─Pues no, que yo sepa ─no podía creer lo que estaba oyendo.
─Quizá nunca se le había manifestado y la mezcla de benzodiazepina y alcohol exacerbó un trastorno cerebral hasta ahora latente. No hay otra explicación. Afortunadamente despertó poco antes de practicarle la autopsia. ¡Imagínese si no llega a suceder!

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Él sigue convencido de que ha vuelto a resucitar. Los psiquiatras no se ponen de acuerdo con el diagnóstico, pues no hay evidencia de esquizofrenia ni de psicosis. Los exhaustivos exámenes neurológicos a los que fue sometido no revelaron ninguna alteración que pudiera hacerle propenso a sufrir catalepsia. De haber sido catalepsia lo que le había sucedido, a su edad resultaba muy extraño que no hubiera tenido ningún otro episodio con anterioridad. Los análisis de laboratorio confirmaron la presencia de elevados niveles de alprazolam y de alcohol en sangre, pero, de haber sido los responsables de la muerte clínica que sufrió, nada justificaba su posterior reanimación espontánea.

No pudimos evitar lo que su empecinamiento provocó. Ni los antipsicóticos más potentes combinados con psicoterapia han logrado sacarle de la cabeza la idea de que ha resucitado dos veces. Lo único que nos consuela es que está en el mejor centro psiquiátrico del país.

Yo sigo preguntándome qué le ocurrió realmente en Brasil. ¿Fue una mordedura de serpiente lo que causó esa pérdida de consciencia y de memoria o tal vez un primer episodio de catalepsia? ¿Qué le ha hecho perder la cabeza de este modo? Quién sabe. Cada vez lo visito con menos frecuencia, pues siempre me pide que lo saque de allí pues insiste en que no está loco. A veces se comporta violentamente y me acusa de ser un mal amigo, un traidor. Entonces se lo llevan y le ponen una camisa de fuerza para que no se autolesione en la celda. Me da pena, pero no puedo hacer nada por él.

Su hermano sacerdote, que sí cree en los milagros, afirma que lo sucedido a Jaime es simplemente fruto de su mente enferma. Yo no sé qué pensar.