domingo, 23 de febrero de 2014

Entre la niñez y la vejez


Desde que se jubiló o le jubilaron, como solía decir resignadamente, Armando pasaba casi el día entero en el bar de la equina, ese que siempre había visto al pasar camino del trabajo y que a las siete menos cuarto de la mañana ya abrigaba a un nutrido grupo de parroquianos.

Ahora era él quien veía pasar a los que se dirigían presurosos a la oficina o a la fábrica o donde fuera que pasaran su jornada laboral. Seguía levantándose muy temprano, no sabía a ciencia cierta si por el hábito adquirido tras tantos años de currante o porque a esa edad su reloj biológico se resistía a atrasar sus despertares y sus adormeceres, sus ritmos vitales.

Nunca se había fijado antes pero ese local conservaba el encanto de los viejos bares de su infancia, con esa barra de madera vieja que el camarero y dueño limpia constantemente con un paño húmedo, y probablemente sucio, y tras ella esos estantes repletos de botellas de todo tipo y tamaño, ese gran espejo en la pared que reduce la sensación de estrechez de ese pequeño bar de barrio y que devuelve el reflejo de los clientes que, de pie y apretujados, toman sus cafés, solos o con leche, con o sin bollería, antes de partir raudos hacia sus respectivos destinos.

Armando había convertido esa mesa de mármol y hierro forjado de la esquina junto al ventanal, en su mesa de trabajo, un trabajo en el que utilizaba sus dotes naturales de psicólogo y escritor. Le gustaba observar a la gente y forjarse una idea sobre su carácter y hábitos, y siempre había querido escribir algo distinto a esas actas e informes tan espantosamente aburridos y que fuera fruto de su pericia como conocedor de la conducta humana.

Así, cada día, invariablemente, tras tomarse un suculento desayuno a base de zumo de naranja natural, unos churritos recién hechos  y una generosa taza de café con leche, cargadito de café, hazme el favor Fermín, y después de leer concienzudamente el periódico, algo que siempre había deseado hacer y no había podido por falta de tiempo, abría su bloc de notas –a él no le iba eso de los ordenadores- y se disponía a escribir sobre cualquier cosa que le llamara la atención.

Al principio, sólo escribía banalidades sobre la rutina diaria del bar y del barrio, como si de un diario se tratara, esperando la inspiración o la oportunidad de hallar un tema valedor de una buena historia. Se inventaba semblanzas sobre las personas que frecuentaban el local, personajes anónimos cuya apariencia, modales, conversaciones pilladas a traición y costumbres daban rienda suelta a su imaginación. Pero, por mucho que se esforzaba en desarrollar una historia a partir de aquellas observaciones, todo le resultaba falso y vacío, y seguía esperando el momento propicio para iniciar un verdadero relato o, quién sabe, incluso una novela.

Y un día llegó, por fin, el momento esperado con la aparición de un nuevo cliente que, como él, se convirtió en un asiduo del local y que, también como él, se sentaba siempre en la misma mesa pero en la esquina opuesta, junto a los servicios, como si quisiera pasar desapercibido.

Ese personaje, de su misma edad, aparecía todos los días a eso de las ocho cuando Amando ya había terminado su desayuno y se marchaba al mediodía y ya no volvía hasta la mañana siguiente, mientras que Armando cumplía un estricto horario de mañana y tarde, como si todavía estuviera en activo y el bar fuera la oficina.

Durante el tiempo en que el “barbudo”, como Armando le apodó a falta de un nombre real, permanecía en su mesa del rincón, se dedicaba a leer, primero el periódico, el mismo que leía Armando, por cierto, y luego un libro. Acabada esta actividad lectora, siempre a la misma hora, el barbudo se marchaba. Lo mismo todos los días, excepto los fines de semana y festivos.

A las pocas semanas de iniciada esa rutina, Armando había trazado ya un perfil de su vecino de bar: hombre educado, seguramente con carrera universitaria, muy culto a decir de sus lecturas, minucioso, ordenado y puntual, recién llegado al vecindario pues nunca antes le había visto y frecuentaba el bar desde hacía muy poco tiempo, soltero o viudo pues llevaba siempre el mismo traje y bastante arrugado y las camisas con el cuello y los puños gastados y con algún botón de menos.

Pero con eso no podía elaborar un relato interesante, debía intentar una aproximación, saber quién era, a qué se había dedicado en su vida laboral, dónde vivía, si vivía con alguien, y un largo etcétera que pudiera ilustrarle.

Se llamaba Fernando, estaba jubilado y era viudo. Tenía una hija, a la que veía los fines de semana, y había dedicado casi toda su vida a la diplomacia, lo que le había obligado a cambiar frecuentemente de lugar de residencia. Su gran ilusión era publicar sus memorias, pues había tenido una vida muy intensa e interesante, pero no se le daba muy bien eso de escribir y, además, dudaba mucho de que se las publicaran. Incluso había elegido el título: “Entre la niñez y la vejez”, por una frase que había leído sobre la vida y que le había gustado.

Armando, ávido por satisfacer su afán de escribir, se ofreció, sin pensarlo dos veces, a ser el autor de las memorias de su nuevo amigo, haciendo, de este modo, realidad los deseos de ambos. Lo de su publicación era harina de otro costal pero ya vería Armando el modo de conseguirlo. Ahora debían ponerse manos a la obra y elaborar una buena historia.

Varios fueron los meses que ocupó, a escritor y protagonista de esa obra biográfica, el arduo trabajo de plasmar en palabras una vida repleta de infortunios y de dichas, de bondades y de vilezas, de amores y de desamores, de vida y de muerte. Pero, a la postre, Armando había hecho un buen trabajo y, tras múltiples revisiones, lo dio por finalizado una de sus largas noches de insomnio.

A la mañana siguiente, un lunes de enero que nunca olvidará, Armando se encaminó, ilusionado y con paso decidido, al cuartel general en que se había convertido ese viejo bar de barrio, portando bajo el brazo el grueso manuscrito que cobijaba la vida de Fernando. Pero una vez pisó la entrada, la satisfacción y el orgullo que llevaba pintados en su cara, transmutaron en consternación y estupor al ver que donde debía haber la ruidosa clientela de cada mañana, no había más que un grupo de ancianos que, en silencio, mojaban unos bollos en un gran bol de café con leche mientras otros dormitaban a sus anchas.

Armando no podía dar crédito a lo que veía. Creyendo que, con las prisas y distraído como iba, se había equivocado de bar, volvió tras sus pasos para comprobar que no se trataba de un error, que estaba en el lugar donde había pasado los últimos meses y en el que había entablado amistad con Fernando. El rótulo era inequívoco: “Salón El Ocaso. Desayunos y servicio de bar”.

No logró hallar explicación alguna a lo ocurrido ni nadie le supo dar cuenta de lo que había sido de aquel bar añejo y acogedor en el que tantas horas de ocio, trabajo y tertulia había invertido, ni de ese Fernando al que intentaba describir a todo aquel que le escuchaba.

Cada vez que narraba esa extraña historia, sus compañeros y Fermín, su cuidador, le sonreían con una mezcla de simpatía y conmiseración, intercambiando miradas de complicidad unos y de aprensión otros.

Pasados varios meses desde aquel aciago e insólito suceso, Armando decidió que publicaría el libro por su cuenta y, para que fuera más creíble, le cambió el nombre al protagonista: se llamaría Armando, como él. Mejor aún, sería él. ¿Quién podría descubrir esa suplantación de identidad? Se haría famoso y nadie podría contradecir su historia, ni siquiera Fernando, si es que aparecía algún día.

Hace ya un año desde que tomara esa decisión y el manuscrito sigue en el mismo lugar, esperando a ser publicado: en el despacho del director de la residencia psiquiátrica, quien le había prometido hacer lo que pudiera.

Si, según la frase que tanto le gustó a Fernando, entre la niñez y la vejez hay un instante llamado vida, ésta había sido muy injusta con Armando. De no ser por esas crisis que le mantenían alejado del mundo real, su vida hubiera sido muy fructífera.

Para no perturbarle aun más, nadie le dijo a Armando que aquel recién llegado, de barba canosa, porte distinguido y con delirios de grandeza, con el que trabó amistad al poco de llegar, había fallecido meses atrás durante uno de los fines de semana que disfrutaba en casa de su hija.
 

lunes, 17 de febrero de 2014

La ouija


Desde aquel día en que se sentó frente a una ouija por primera vez, a Joaquín sólo le obsesionaba una cosa: saber la fecha de su muerte. Ante la mirada de reparo de sus amigos, siempre formulaba la misma pregunta: ¿qué día voy a morir?

Sería el poder mental de alguno de los presentes, algún espíritu burlón o el dedo travieso de uno de sus camaradas, pero en cada ocasión que hacía esta pregunta agorera, la respuesta era distinta. Unas veces le quedaban tan sólo unos meses de vida, otras moriría centenario. Hasta que un día, la ouija encadenó las siguientes letras:

H A B L A C O N J U L I A

Por mucho que preguntó quién era Julia, la ouija repitió, una y otra vez, la misma frase.

Y ahí empezaron las tribulaciones de Joaquín, el inicio de la búsqueda de quien debía darle la respuesta certera a su constante pregunta. ¿Quién sería esa Julia con la que tenía que hablar y dónde podía encontrarla?

Nadie pudo hacerle desistir de su empeño por muchas razones que le dieron para que ignorara cómo y cuándo sería su fin. Según Joaquín, conocer ese dato le ayudaría a planificar mucho mejor su vida. ¿De qué vale hacer planes a largo plazo si resulta que voy a morir pronto?, en cambio, si sé que voy a tener una larga vida, puedo dedicar todo el tiempo y esfuerzo que haga falta en actividades que en un futuro me pueden reportar grandes ventajas, tanto de índole personal como profesional, decía, convencido, a sus amigos.

Pero ¿por dónde podía empezar la búsqueda de esa Julia? Parecía un reto imposible de afrontar pero estaba decidido a emprender su cruzada particular.

Desde entonces, todos los días, a la hora del desayuno, leía ávidamente todos los anuncios de videntes en los periódicos locales y nacionales de mayor tirada, hasta que un día dio con uno que le dejó sin habla. El anuncio decía escuetamente: “Sé que estás deseando conocer tu destino. A qué esperas, llámame”. Y por toda firma: Julia, y añadía un número de teléfono.

Sin poder esperar a terminar la jornada laboral, Joaquín sacó con manos temblorosas su móvil del bolsillo y llamó sin dilación a ese número que le abriría las puertas a su futuro.

En poco más de veinticuatro horas, Joaquín se hallaba sentado frente a una mujer atractiva, de mediana edad, que respondía al nombre de Julia y que, tras estrecharle la mano, le hizo pasar a una sala más propia de una santera, repleta de imágenes de lo que parecían vírgenes y santos, crucifijos, velas encendidas y toda suerte de objetos que, junto al intenso olor a incienso y a la oscuridad reinante, daban al entorno un aire bastante lúgubre.

Sin darle tiempo a preguntarle los motivos de su visita, Joaquín le dijo a la mujer, que le miraba con ojos penetrantes: “Quiero saber si tendré una larga vida o si, por el contrario, moriré joven.

Al cabo de media hora, Joaquín de despedía de Julia con un enérgico apretón de manos y una franca sonrisa en los labios. Se sentía feliz, pletórico. Julia no podía haberle dado mejores augurios: un magnífico porvenir, un futuro profesional envidiable, una vida personal satisfactoria y, por supuesto, una larga y apacible existencia. Eso era lo que había venido a buscar, a alguien que le dijera la verdad, que supiera leer su futuro.

A Joaquín se le olvidó preguntarle a Julia cómo pudo ser que la ouija diera su nombre, pero qué más daba, esas cosas siempre encierran secretos indescifrables. Lo importante es el fin, no los medios, se dijo. Tampoco le preguntó por el anuncio, si eran imaginaciones suyas o, como le había parecido, iba dirigido a él y, de ser así, cómo había sabido que la andaba buscando. Sus métodos tendrá, que por eso tiene el don de la clarividencia, pensó.

En esas cavilaciones andaba Joaquín cuando oyó el sonido agudo de un claxon, seguido de un fuerte frenazo y un impacto. Antes de que se le fuera la vida por la boca, tuvo tiempo de oír la voz angustiada de un hombre que decía: no he podido evitarlo, no me ha dado tiempo a frenar, ha cruzado la calzada sin mirar, se me ha echado prácticamente encima.

Entretanto, en la semioscuridad de la sala arropada por siniestras imágenes y bañada por el humo de unas velas agonizantes, una voz de mujer decía:

-¿Hola? Soy Julia.
-Sí, tu amigo ya se ha marchado, y muy contento por cierto. Pero me da pena.
-No, no ha sospechado nada, pero, la verdad, no me esperaba lo que he visto.
-¿Qué le iba a decir al pobre, que le quedaba muy poco tiempo de vida? Más vale así, que sea feliz el poco tiempo que le queda.
-Qué le vamos a hacer. ¿Qué ibas a saber tú? Pero ya te dije que no es bueno jugar con la ouija.
 
 

jueves, 13 de febrero de 2014

Un microrrelato rebelde



Aurelio quería escribir un microrrelato pero no había forma humana de hallar un tema mínimamente interesante como para desarrollarlo en 120 palabras. Si otros lo podían hacer, ¿por qué él no iba a lograrlo?

Pasaron los días sin que Aurelio consiguiera su propósito. Sentado frente al ordenador ideó un plan: escribir sobre lo primero que ocurriera, que fuera el azar quien decidiera.

Al cabo de poco, le entró un correo. Ahí está mi inspiración, se dijo. Escribiré sobre lo que lea.

El correo era de Laura, que le decía: Aurelio, como no me des una explicación convincente cuanto antes, te dejo. No puedes pasarte el día entero escribiendo.

Aurelio todavía está buscando la forma de contárselo todo en 120 palabras.
 

 

viernes, 7 de febrero de 2014

El vuelo US4225


Salió con mucho retraso por culpa de una tormenta de verano que amenazó con dejarles incomunicados. Tras varias horas de incertidumbre, a las 10:55 p.m., el Boeing 737 alzaba el vuelo cortando los espesos nubarrones que, desafiantes, no pronosticaban nada bueno.

El vuelo US4225, de la US Airways, de Nueva York a La Habana, tenía una duración aproximada de 3 horas y treinta y ocho minutos pero el mal tiempo prometía un viaje más lento a la par que movido.

Al pasajero del asiento 32F no le preocupaba tanto la tormenta como el hecho de que ese vuelo atravesara el triángulo de las Bermudas y eso le traía a la memoria aquel otro Boeing 737 de la misma compañía que, años atrás, tuvo un percance en esa zona que casi les costó la vida a todos sus ocupantes. Pero esos eran los gajes del oficio de un comercial, viajar y viajar de un sitio para otro y en cualquier época del año, en las más adversas condiciones meteorológicas, tomando vuelos sin cesar y alojándose en hoteles fríos y vulgares.

Tras el servicio de bar y una comida rápida, fría y escasa, tan pronto como el personal de vuelo hubo atenuado las luces de cabina, nuestro pasajero se dispuso a echar un sueñecito durante esas dos horas y algo que faltaban hasta el Aeropuerto Internacional José Martí. Eran las 12:15 y, exhausto, cerró los párpados dejándose llevar por el ruido de los motores y las voces amortiguadas de algún que otro pasajero. Lo último que oyó antes de dormirse fue una voz, alta y clara, que decía: “Atención, les habla el capitán. Llevamos una hora y veinticinco minutos de vuelo. Hemos alcanzado una velocidad de crucero de 375 millas por hora y volamos a una altitud de 30.000 pies. En breve sobrevolaremos el famoso triángulo de las Bermudas pero no tienen nada que temer (aquí, el tono era de sorna). Vamos a entrar, eso sí, en una zona de turbulencias, así que abróchense el cinturón de seguridad y mantengan el respaldo de su asiento en posición vertical y la mesa plegada”. Al ocupante del asiento 32F no le dio tiempo de oír nada más pues cayó, acto seguido, en un profundo sueño.

Cuando despertó, las luces de cabina estaban encendidas al máximo y las azafatas deambulaban de un extremo a otro del pasillo retirando las bandejas de la comida. Miró el reloj y las manecillas marcaban las 12:15. ¿Cómo era posible? ¡Si cuando  decidió echar una cabezadita era exactamente esa hora! Dio unos golpecitos al cristal de la esfera del reloj por si se hubiera parado pero parecía funcionar correctamente. Preguntó a una de las azafatas, quien le confirmó que sólo llevaban una hora y veinte minutos de vuelo y le preguntó si quería un poco más de café.

Confuso y aturdido, nuestro amigo pensó que había sufrido una ensoñación, que quizá se había quedado traspuesto y todo había sido un sueño fugaz. Pero aún  así, no le cuadraba lo de la hora. De todos modos, decidió reclinar su asiento y se dispuso a dormir.

Al cabo de escasos minutos, las luces se atenuaron y, dejándose llevar por el rumor de los motores, buscó el descanso reparador, momento en que, por el sistema de intercomunicación, una voz masculina decía: “Atención, les habla el capitán. Llevamos una hora y veinticinco minutos de vuelo. Hemos alcanzado una velocidad de crucero de 375 millas por hora y volamos a una altitud de 30.000 pies. En breve sobrevolaremos el famoso triángulo de las Bermudas pero no tienen nada que temer (aquí, el tono volvía a ser de sorna). Vamos a entrar, eso sí, en una zona de turbulencias, así que abróchense el cinturón de seguridad y mantengan el respaldo de su asiento en posición vertical y la mesa plegada”. El ocupante del asiento 32F no escuchó nada más pues tal era su sorpresa que su cerebro no era capaz de procesar lo que estaba ocurriendo. ¿Acaso se trataba de un déjà vu? ¿Una premonición quizá? ¿Una visión? ¿O se estaba volviendo loco?

El efecto del alcohol que había tomado antes y durante la comida debía estar haciéndole efecto pues le pesaban los párpados y no pudo evitar quedarse nuevamente dormido.

Una violenta sacudida le despertó. Debían estar cruzando la tormenta. Abrió los ojos para, con total incredulidad, ver el ajetreo de las azafatas que, con el carrito, retiraban las bandejas de los pasajeros. Pero ¿qué estaba ocurriendo? Se quitó las gafas, se restregó los ojos, que le escocían de sueño y cansancio, y, al mirar su reloj de pulsera, comprobó, atónito, que pasaban quince minutos de la medianoche.

Recostándose una vez más, indulgente y resignado, cerró nuevamente los ojos esperando a que las luces volvieran a atenuarse y que la voz del capitán volviera a anunciar lo que ya sabía, que iban a entrar en el famoso triángulo de las Bermudas. Pero ¿saldrían alguna vez?
 
 
 

martes, 4 de febrero de 2014

In corpore sano



No lo admitiría jamás y no soportaba siquiera una insinuación pero lo cierto es que era un hipocondríaco de tomo y lomo.

Mens sana in corpore sano, decía cuando alguien se interesaba por sus estrictos cuidados de una salud que no presagiaba ningún desequilibrio, salvo el psíquico.

Su comportamiento era también el propio de un trastorno obsesivo-compulsivo. No podía evitar lavarse las manos a cada momento con tan sólo rozar con sus dedos algún objeto que, a su juicio, no estaba higiénicamente inmaculado.

En invierno, sólo salía a la calle si era estrictamente necesario y siempre con un gorro de lana con orejeras, una mascarilla facial y guantes de piel, que en el trabajo sustituía por unos de látex.

Primero su dieta macrobiótica y ahora su recientemente adoptado vegetarianismo vegano, junto con sus escrupulosos cuidados físicos, tenían que llevarle, sin duda, hasta una edad centenaria.

Sus visitas al médico eran constantes y casi siempre llevaba el diagnóstico hecho, incluso el posible tratamiento, no en balde se había comprado la enciclopedia médica Mosby y tantos libros y coleccionables sobre cómo llevar una vida sana. No tomaba un solo medicamento sin haber leído concienzudamente todos los apartados de su prospecto, especialmente los referentes a las contraindicaciones, incompatibilidades, advertencias y, cómo no, sus posibles efectos secundarios que, casi siempre, hacían su aparición a los pocos minutos de la ingesta.

Su aseguradora médica ya le había dado de baja por el costo inaceptable que suponía para su póliza el excesivo uso de técnicas de diagnóstico. A sus cincuenta años ya le habían realizado una colonoscopia, varias resonancias magnéticas, TAC, gammagrafías óseas, multitud de ecografías y electrocardiogramas y un sinfín de análisis de sangre y de orina. Un simple pinchazo abdominal ya era el desencadenante de un estado de ansiedad que sólo se mitigaba tras un exhaustivo chequeo en la clínica más prestigiosa de la ciudad.

Su pasatiempo favorito eran los crucigramas, los sudokus y cualquier ejercicio que desarrollara su memoria y agilidad mental. Fuera de estos hábitos, sólo la música y el cine acaparaban su atención.

Este sábado por la noche tenía previsto ver la última película de los hermanos Cohen, en el confort de su impoluto apartamento y en la más absoluta soledad.