jueves, 30 de noviembre de 2023

Un cuento de brujas

Hoy inicio la publicación de una serie de cuentos que escribí hace algo más de ocho años y que formaron parte de un blog en catalán que abrí en noviembre de 2013 y que falleció de puro aburrimiento en febrero de 2018. Espero que tengan aquí una segunda oportunidad y que os resulten, como mínimo, entretenidos. El primero de la serie que os presento a continuación lleva por título “Un cuento de brujas”. Aunque Hallowen ya queda atrás, creo que esta historieta todavía tiene su vigencia. Espero que os guste.


Hace muchos, muchos años, en Vilanova de Bellpuig, un pueblo del Pla d’Urgell (Lleida), vivía Dolors Armengol, conocida por los aldeanos como la bruixa Lola. Vivía sola en la última —o primera, según se mire— casa del pueblo.

Unos decían haberla visto volar de noche sobre una escoba; otros transformada en un enorme cuervo que, con sus afiladas garras, arrancaba los ojos de los pobres desgraciados con los que se cruzaba; y los más osados juraban que convertía en un gato negro a sus enemigos.

Con o sin razón, casi todo el pueblo la temía y algunos la odiaban. Enterada de todo ello, Lola vivía, sin embargo, tranquila y pasaba los días recolectando hierbas medicinales y las noches preparando pociones y ungüentos que luego vendía por los alrededores, ya que sabía de sobra que en Vilanova de Bellpuig nadie se atrevería a comprarlos y mucho menos a probarlos.

Un día, llegó al pueblo Isidre Gonyalons, el nuevo médico, para hacerse cargo de la consulta que había quedado recientemente vacante. Tan pronto como el doctor Gonyalons tomó posesión de su cargo, recibió la visita de una pequeña delegación de buenos ciudadanos, encabezados por el cura párroco, el padre Perramón, un octogenario que llevaba toda su vida sacerdotal al frente de la parroquia. Todos le dijeron lo mismo:

—Doctor, vaya con cuidado con la bruja Lola. Todos los que le han precedido han acabado muy mal. No tenemos pruebas, pero han ido desapareciendo uno tras otro sin dejar rastro.

—Ya he oído hablar de este cuento de brujas —les contestó Isidre—, pero no creo en las brujas y ustedes harían bien olvidándose de estas tonterías.

—¿Tonterías?, replicó, furioso, el viejo cura. Se nota que usted es un joven descreído. Pero no se descuide y esté al quite, porque a esa bruja no le gusta la competencia y un día de estos usted acabará como Antoni Bruguera, Pere Ermengol y tantos otros que, ignorando nuestros consejos, se atrevieron a ocupar el lugar de médico en este pueblo.

Hastiado de oír, día tras día, tantas historias absurdas sobre la presunta bruja, el joven médico decidió ir a su encuentro y así poder sacar sus propias conclusiones. «Seguro que solo es una mujer arisca y estrafalaria que hace de curandera y nada más. Esta gente son un hatajo de ignorantes», se decía a sí mismo mientras se encaminaba hacia la última —o la primera, según se mire— casa del pueblo.

Luego de llamar tres veces a la puerta donde vivía la interfecta, aquella se abrió, apareciendo una cara cubierta por mil y una arrugas, que casi parecía una pasa gigante, con una nariz como una alcachofa y unos ojos saltones y grandes como dos ciruelas mustias que le escrutaban de arriba abajo.

—¿Quién eres y qué quieres?, le espetó sin ningún tipo de recato.

El joven, amedrentado por el aspecto de la anciana, contestó con una voz más temblorosa de lo que pretendía.

—Soy, ejem, el nuevo médico del pueblo. Me llamo Isidre Gonyalons y venía a...

—Me da igual quien seas, como te llames y a qué cojones venías. Vete de aquí inmediatamente y déjame en paz —le abroncó la vieja Lola, cerrándole la puerta en las narices.

Pero Isidre, tozudo como era y picado por la curiosidad tras ese encontronazo, no se contentó con largarse y aquí no ha pasado nada. Quería saber, ahora más que nunca, cómo era aquella extraña mujer y qué hacía exactamente para ganarse la vida. Tan solo quería salir de dudas para poder demostrar a todos aquellos supersticiosos del pueblo, un buen puñado, por cierto, que eran unos necios.

El joven supo por sus vecinos, convertidos en espías y confidentes, que Lola iba cada domingo a Mollerussa, que distaba a unos 15 Km del pueblo, pero nadie había osado seguirla, no fuera que... «Seguro que va a ofrecer sus hechizos y pociones mágicas a pobres infelices y vaya usted a saber si también a otras brujas», le dijeron. Incluso le informaron del autocar que tomaba y a qué hora salía de su casa para ir hasta la carretera a esperarlo. Tanto le presionaron que Isidre se vio forzado a preparar un plan, consistente en seguirla hasta el mercado de la capital de la comarca y ver qué hacía exactamente aquella mujer allí.

El domingo que tenía que llevar a cabo el seguimiento, llovía a cántaros y hacía un frío de tres pares de narices. Isidre, guarecido bajo su paraguas y medio escondido en la esquina de enfrente, vio cómo Lola salía de casa con paso ligero, seguramente hacia la parada del autocar. A pesar del mal tiempo, el joven no quiso desaprovechar la ocasión y la siguió convenientemente disfrazado de campesino, aunque con el breve encuentro cara a cara que habían tenido días atrás, no era probable que le reconociera.

Después de un cuarto de hora de trayecto, al llegar a la plaza del mercado de Mollerussa, donde el autocar tenía su última parada, la lluvia había amainado, pero las nubes seguían con aspecto amenazador. Tan pronto la vieja puso los pies en la plaza, se internó por el laberinto de callejones que formaban los puestos ambulantes del mercado con una agilidad impropia de una mujer de su edad. Isidre corrió para no perderla de vista, pero el gentío le impedía avanzar a paso ligero. Cuando la volvió a ver, aceleró la marcha, pero un enorme gato negro se le echó encima, le hizo trastabillar y darse de bruces contra el pavimento, con un estrépito de mil demonios producido por la caída de botes, cazuelas y todo tipo de cacharros de uno de los puestos de venta al que quiso agarrarse en su caída. Cuando se incorporó, avergonzado y deshaciéndose en disculpas, la lluvia volvió a hacer acto de presencia y con una furia desmedida. Alzó la cabeza para mirar al cielo desdibujado por las abundantes gotas que caían sin piedad y entonces le pareció vislumbrar algo que le llamó poderosamente la atención: sobre una torre cercana que daba a la plaza había una figura negra y jorobada. Era ella, sin duda. De lejos pudo ver cómo le observaba con aquellos inconfundibles ojos. El agua le enturbiaba la vista y quizá también la cordura, pero vio cómo la vieja saltaba al vacío y se convertía en un gran pájaro negro, como un cuervo gigante, que se alejaba volando y emitiendo un graznido que le puso los pelos de punta. Curiosamente, nadie se percató de lo que pasaba sobre sus cabezas empapadas por la cortina de agua que caía como no recordaba haber visto jamás.

El joven médico se sintió de pronto muy cansado, como si hubiera envejecido cien años. Volvió al pueblo con las manos vacías y la cabeza ardiendo, con la única intención de descansar. Ya volvería a intentarlo en otra ocasión. Pero con lo que había visto, o le había parecido ver, no lo tenía nada claro.

Cuando llegó a casa, encontró, clavada en la puerta, una nota escrita con una caligrafía propia de un escolar de primer grado. La nota decía así:

Ten cuidado con lo que haces y dices, no sea que tenga que convertirte en otro de mis gatos. Ten más sentido común que los otros y no me obligues a hacer uso de mis poderes. Déjame en paz y yo te dejaré en paz.

Cuando los vecinos preguntaron a Isidre si había descubierto algo extraño allá, en Mollerusa, este les contestó, con una sonrisa socarrona: «Pero ¿qué queréis que descubriera, majaderos? Nada de nada».

Y así pasaron los años. Isidre ejerció de médico hasta su jubilación, a los setenta años. Cuando llegó su relevo, un joven venido de Lleida, el viejo doctor Gonyalons decidió no ponerle en antecedentes. «Ya se ocuparán de contárselo los fisgones de siempre. Y cuando se lo hayan explicado, que haga lo que quiera. No quiero tener nada que ver con esta historia. Yo ahora aprovecharé a hacer lo que he estado esperando todos estos años: poner pies en polvorosa tan pronto como pueda».

Y así, generación tras generación, continuaron las murmuraciones sobre aquella mujer más vieja que Matusalén, conocida como la bruja Lola que, según las malas lenguas, tiene más de trecientos años y un montón de gatos negros y gordos en su casa.

Y es que, bien pensado, si no quieres problemas, no te metas donde no te llaman.


lunes, 13 de noviembre de 2023

El chimpancé

 


Tras cinco años de trabajo en el departamento de investigación de un laboratorio farmacéutico, me encariñé con Óscar, el chimpancé más viejo que había sido sometido a un sinfín de ensayos, pero que, a pesar de ello, se mantenía en una forma física saludable. Nadie sabía su edad, pues fue adquirido de forma un tanto irregular y su vendedor, que fue quien lo trajo a nuestro país, tampoco conocía este dato. El veterinario al que consultaron en su día, estableció como edad probable unos cuatro años, así que cuando yo le conocí rondaría los quince.

Ya no lo utilizaban para ninguna prueba más, pues el nuevo director de investigación, que se autodefinía como amante de los animales, consideró acertadamente que el animal ya había sido sometido a demasiadas pruebas y, además, las normas sobre buenas prácticas de laboratorio prohíben el uso de una misma especie animal para más de una intervención.

De este modo, a las ratas, ratones, conejos, gatos y cobayas, una vez utilizados experimentalmente, se les practicaba la eutanasia —a menos que murieran durante o tras el ensayo al que habían sido sometidos— y posterior cremación. A pesar de ello y saltándose el procedimiento, siempre había algún mozo de almacén interesado en llevarse a casa un hermoso ejemplar de conejo, siempre y cuando solo hubiera sido sometido a pruebas de sensibilización y tolerancia dérmica u ocular como paso previo para la comercialización de algún producto cosmético. En tal caso, el responsable del estabulario hacía la vista gorda, rogándole al interesado que ocultara debidamente al animal que iba a ser objeto de un pequeño festín gastronómico.

Pero regresando al caso de Óscar, como nadie sabía qué hacer con él, pues al haber sido adquirido ilegalmente no podían siquiera donarlo a un zoológico, que exigiría conocer su origen y los papeles acreditativos de su adquisición, el pobre animal sobrevivía en su jaula, viendo como otros especímenes de su misma especie entraban y salían de las suyas sin saber qué hacían con ellos.

Como siempre que entraba en el laboratorio me dirigía a su jaula para saludarle, nos hicimos amigos. Solo había que ver lo contento que se ponía al verme entrar a saludarle. Sus gritos de alegría, los saltos que daba y su gran sonrisa me conmovían. Sacaba sus brazos a través de los barrotes como si quisiera abrazarme y que lo abrazara. Ello me enternecía, como si se tratara de un niño pequeño pidiendo cariño.

Cuando me plantaba frente a él, ambos actuábamos como si mantuviéramos una conversación: yo le hablaba bajito —para evitar que los cuidadores se rieran de mí—, le decía lo que uno le dice a un crío al que quiere distraer y nos dábamos la mano en señal de amistad. Tras ese tiempo de mutuo afecto, resolví pedirle al director de investigación que me dejara llevármelo a casa y si tenía que pagar por ello, pues estaba dispuesto a hacerlo, pero no soportaba verlo ni un día más en aquel triste rincón.

Y así fue cómo Óscar pasó a formar parte de mi vida. Se aclimató de inmediato. Se le veía feliz. Tenía una habitación solo para él y andaba por casa libre de hacer lo que se le antojara. La única precaución que tomaba era llevarlo atado con una correa cuando salíamos de paseo. Al principio, los vecinos se alarmaron. No estaban acostumbrados a ver un chimpancé por la calle como si de un perro se tratara. Pero pronto se acostumbraron e incluso le hacían monerías cuando se cruzaban con nosotros, a las que él correspondía dando pequeños gritos de satisfacción y moviendo la cabeza asintiendo.

Pero al cabo de algún tiempo, Óscar empezó a mostrar signos de agresividad, pero solo en casa, cuando no había nadie más que nosotros dos. Se enfadaba por cualquier cosa. Parecía un niño mimado que se rebela cuando no se le concede lo que quiere. Tenía berrinches de niño malcriado, llegando en una ocasión a darme un manotazo. Un día, tal fue su enfado que me asusté al ver su expresión feroz, enseñando los dientes y en una actitud de ataque. Por fortuna logré apaciguarlo dándole lo que más le gustaba: un caramelo de anís. A continuación, cuando todo volvió a la calma, me encerré en mi estudio y busqué en el libro que había comprado cuando lo adopté, un manual sobre el comportamiento de los primates.

Quedé aun más preocupado cuando supe que los chimpancés tienen una fuerza muscular muy superior a la del hombre. Su musculatura está mucho más desarrollada, pudiendo llegar a matar a una presa de un peso y envergadura superior a la suya. Su dentadura es muy poderosa. Aunque su alimentación es básicamente vegetal, en realidad son omnívoros. De hecho, últimamente, Óscar solo comía carne y algo de fruta.

Desde ese día, empecé a temerle. Me daba la impresión que su mirada ya no era tan limpia y cálida como antes. A veces le sorprendía mirándome de un modo extraño, como si estuviera maquinando algo contra mí. Al principio deseché tal cosa, y lo interpreté como una de mis paranoias, pero con el tiempo ya no lo tuve tan claro. Un amigo, que solía frecuentar mi piso y que interaccionaba con Óscar de forma amistosa, me dio la razón y me previno contra él. «Deshazte de él lo antes posible y antes de que sea demasiado tarde. A este animal le ocurre algo extraño. Su comportamiento ya no es tan amigable como al principio. Quizá haya contraído alguna enfermedad en el laboratorio que le puede provocar accesos de ira y el día menos pensado te ataque brutalmente», Con esas palabras, mi amigo me infundió un miedo visceral, de modo que Óscar pasó de ser mi amigo a un potencial enemigo peligroso. Tenía que deshacerme de él, pero no sabía cómo.

Como si me hubiera leído el pensamiento, Óscar me seguía a todas partes y no me quitaba ojo de encima, como si estuviera al acecho, preparado para lanzárseme encima en caso de que yo pretendiera hacerle algo en contra de su voluntad.

Así las cosas, fui a ver al veterinario que lo había reconocido al ser adquirido por el laboratorio, le conté lo que sucedía y le pedí consejo. «Tráemelo y lo examinaré», fue todo lo que me dijo. Y así lo hice.

El día de autos, salí a pasear con Óscar, como cada día, pero esa vez el trayecto no era el mismo de siempre, pues me dirigía, sin él saberlo, hacia la clínica veterinaria que, por fortuna, no quedaba demasiado lejos de casa.

Una vez en ella, noté que Óscar estaba agitado, gruñía y tiraba fuertemente de la correa con dirección a la puerta de salida. Tuvo que salir un auxiliar para lograr, entre los dos, que entrara en el cubículo de exploración. Contrariamente a lo que presentía, el animal se tranquilizó, como si reconociera al veterinario que muchos años atrás lo había examinado. Se dejó hacer, mostrándose en todo momento colaborador. Fue cuando el veterinario quiso ponerle unos electrodos en la cabeza para realizarle un electroencefalograma, cuando su agresividad volvió a aflorar. No podíamos retenerlo entre todo el equipo de la clínica que acudió en nuestra ayuda. Finalmente, le propinó un tremendo mordisco al pobre veterinario y, aprovechando nuestro estupor, que hizo que relajáramos por unos segundos nuestros esfuerzos por sujetarle, se escabulló y salió a la calle como alma que lleva el diablo, profiriendo unos gritos amenazantes y desgarradores. Cuando salí tras él, vi cómo se detenía en seco y se giraba para mirarme fijamente. En su mirada vi claramente reflejados los signos de la cólera y me pareció vislumbrar una señal de amenaza. Acto seguido desapareció y no volví a verlo.

Por supuesto, di parte a la policía, contándoles lo que había ocurrido y que no solo temía por él sino también, y sobre todo, por cualquier persona que se cruzara en su camino, dado su estado de ánimo.

Una patrulla recorrió todo el barrio y aledaños, sin dar ningún fruto. Así pues, tuve que resignarme y volví a casa pensando que alguien lo encontraría y lo pondría en conocimiento de la policía, que había emitido una nota de advertencia a los ciudadanos.

Pasaron los días y seguí sin tener noticias de Óscar, cosa que me extrañó sobremanera. Hasta que una noche, estando en la cama leyendo, oí un ruido sospechoso en la terraza. Al descorrer las cortinas para ver quién andaba fuera, me llevé un susto tremendo, pues vi la cara de Óscar pegada al cristal y, al verme, empezó a aporrear la puerta corredera. Temiendo que la echara abajo y alarmara al vecindario, decidí abrirle. No tuve tiempo de apartarme, pues me propinó tal empujón que salí volando hasta aterrizar en el suelo del salón. Antes de levantarme, se me acercó blandiendo un objeto, que no pude distinguir dada la oscuridad reinante, con la clara intención de hundírmelo en el cráneo. Por fortuna tuve el suficiente reflejo para apartarme a tiempo y alejarme de él todo lo que pude. Empezó a perseguirme por todo el piso, dando unos saltos increíbles, mientras seguía gritando como un poseso. Pensé que no saldría vivo de aquel encuentro, pero pude llegar hasta el recibidor y como siempre dejo las llaves puestas detrás de la puerta, pude abrirla antes de que me atrapara y salí corriendo escaleras abajo y, ahora sí, pidiendo auxilio a voz en cuello. Con tanta precipitación, resbalé y caí rodando por las escaleras, dándome tal golpe en la cabeza que perdí el conocimiento.

Cuando desperté, estaba en mi cama. Todo parecía estar en orden, salí al salón y no vi ninguna señal de lucha ni destrozo alguno. La cristalera estaba intacta y no había ningún indicio de la presencia de Óscar.

Aturdido, extrañado y todavía asustado, fui a trabajar mientras cavilaba sobre lo acontecido, sin hallar explicación alguna. Al llegar a mi puesto de trabajo, me dirigí presuroso al estabulario, sin saber muy bien porqué. Solo poner los pies en él, dirigí la mirada hacia la jaula que había alojado a Óscar. Cuál sería mi sorpresa al verle tranquilamente sentado y sacando los brazos hacia mí como siempre había hecho al verme entrar. Me acerqué con pasos dubitativos y temblorosos. Era él, no cabía duda. Pero esta vez no me atreví a tocarlo. Entonces me miró con cara de extrañeza y empezó a gemir. Su expresión era de pena, pero en el fondo percibí un atisbo de rencor.

En ello estaba cuando oí a mis espaldas la voz del director del departamento. Nos estuvo contemplando un largo rato y al final me miró y me dijo: «Veo que os habéis hecho amigos. Si quieres te lo puedes llevar a casa, siempre estará mejor que aquí. Me da pena el pobre animal. ¿Qué me dices?»

Salí apresuradamente del estabulario alegando una indisposición. Ahora estoy en casa, en la cama, intentando comprender. Creo que pediré la baja por estrés e iré buscando otro trabajo.


sábado, 4 de noviembre de 2023

El Documento Nacional de Identidad

El microrreto que nos plantea El Tintero de Oro en esta séptima temporada consiste en escribir un microrrelato de hasta 250 palabras, con la característica de que sea un texto sin narrador. Aquí va mi aportación. Espero que os guste.


Estimado Sr:

Esta Dirección Nacional de Policía, habiendo recibido un informe del equipo de expedición del DNI de Sant Feliu de Llobregat (Barcelona), le notifica que existen a su nombre dos documentos nacionales de identidad con la misma numeración, idénticos nombres paterno y materno e igual dirección postal, a la que le remitimos el presente comunicado, pero que se diferencian por la fotografía y la firma.

Ante ello, deberá personarse a la mayor brevedad posible en la comisaría de policía de la antes citada población a efectos de dilucidar a quién corresponde en realidad dicho documento y los datos que en él constan.

En el caso improbable de que se trate de una disociación de la personalidad, se requiere además de la presencia de un psiquiatra que pueda dar fe de dicha circunstancia. Un juez instructor tomará declaración al médico especialista para determinar, de ser ello posible, cuál de las dos identidades es la certera o más probable.

La incomparecencia se considerará un delito de desobediencia e incluso de rebeldía, al margen del cargo por una posible usurpación de identidad infligida de forma voluntaria, a menos que concurra la patología psicológica anteriormente aludida.

De no personarse en las arriba citadas dependencias de la comisaría de policía de Sant Feliu de Llobregat, nos veremos obligados a enviar a su domicilio a unos agentes, que procederán a su detención para su posterior comparecencia ante el juez instructor, quien determinará los cargos en su contra.

Atentamente,

 

Madrid, a 28 de diciembre de 2022